Almas perdidas
Almas
perdidas
Tras
la muerte de un allegado, en muchas ocasiones, creemos percibir su presencia...
Incluso vislumbrarlo en una escena cotidiana. Son instantáneas diáfanas que se
pierden en la memoria.
Un
tío que fallece y que supones verlo, semanas después, conduciendo un coche. La
hija de una amiga que pereció, y supones otearla a través de una ventana.
Imágenes extrañas que se van como han venido. Tengo muchos recuerdos de este
tipo, pero en unas ocasiones fue algo más…
Diez
días después de mí cuarto aniversario, murió papá. Tras este trágico
acontecimiento, caí enferma y tardé mucho tiempo en recuperarme. ¿Qué me pasaba? Nadie lo sabía: tenía una fiebre
altísima. En mi estado calenturiento, balbuceaba palabras inconexas y gemía.
Por lo general, mamá velaba siempre mis sueños. En mi duermevela, decía que
veía papá.
Estábamos
comiendo y le indicaba a mami:
–Mamá,
¿por qué no le pones un plato de comida a papá, está en la puerta esperando?
Cuando
me reñían, miraba al cielo llorosa y hablaba sola…
–Papi,
llévame contigo que aquí no me quieren.
Mi
obsesión llegó a tal punto que guardaron, bajo llave, todas las fotos de mi
progenitor excepto una de carnet ubicada en la esquina derecha de la parte alta
del espejo que pendía sobre la cómoda del cuarto de mi hermana mayor, por aquel
entonces una mozuela galanteada por el que a fecha de hoy sigue siendo su
esposo.
Bueno,
pues me las arreglé de tal forma que fui abriendo todos los cajones de dicha
cómoda hasta dejarlos como una escalera y, ni corta ni perezosa, allí me trincaron,
subidita al último peldaño y dándole besos a la foto de mi querido enamorado:
por supuesto era una Electra muy joven, que no por ello menos amante.
Nunca
sabré, ni lo pretendo, si de verdad veía o no alguna imagen. Sólo sé que mi
madrina me llevó a una curandera muy querida “La Mamen”, y sin saber nada del
asunto, apuntó que estaba tan unida a mi padre, que me arrastraba a su lado.
Acarició mis hombros mientras susurraba unas incomprensibles oraciones. Pronto,
volví a ser la niña de antes, si bien en vez de apodarme “risitas”, desde
entonces, me llamaron “ojos tristes”.
La
segunda experiencia sobrenatural, que recuerdo, sucedió en mi adolescencia,
tras la muerte de mi mejor amiga. Digo la mejor, pero lo cierto es que ha sido
la única. A partir de su marcha, nunca he tenido amigas, lo que se dice amigas.
Es más, siempre he huido de este tipo de unión para no volver a sufrir.
Su
fallecimiento se produjo después de una reyerta de quinceañeras por un chaval,
a las dos nos gustaba el mismo chico, pero él me eligió a mí. Estábamos de
acampada y mi amiga dejó de hablarme. Con más remordimientos que nadie, y eso
que sólo nos habíamos cogido de la mano, me compré un paquete de celtas sin
boquilla y comencé a fumar: con la colilla de un pitillo consumido me encendía
otro; estaba completamente ida. El chico, en nuestra caminata nocturna hacia el
pueblo cercano, se colocó a mi derecha para evitar que diera un traspié y me
quedara tumbada sobre la calzada.
He
omitido que éramos un grupo numeroso de Junior parroquiales que andábamos en
fila de uno o máxime dos, como en mi caso, por la parte izquierda de la
carretera: por un arcén diminuto y sin más luces que las reflectantes por
nuestros escudos y bordones. Una temeridad con un fatídico final.
Fuera
como fuese, Enrique me indicó que llevaba los cordones de las chirucas
desatados y me agaché para atármelos, la columna paró, excepto mi amiga que nos
adelantó y quedó en nuestro lugar. Reemprendimos la marcha y, de repente, un
golpe ensordecedor; seguido de chillidos angustiosos. Cizalló la lúgubre noche. Nos habían atropellado y mi amiga quedó reventada “ipso
facto”.
El
caso es que comencé a tener alucinaciones. Primero, la sentía cerca y luego la
veía día tras día en unas pesadillas espantosas. Mi amiga era un horripilante
zombi que me perseguía por unas interminables escaleras de caracol hacia un
sótano vaporoso: un aparcamiento subterráneo. La historia se repetía hasta la
saciedad, y era tan real, que me convertí en insomne. Seguía viéndola, hinchada
y amoratada, dentro del féretro depositado sobre su lecho; rodeada por pétalos
de rosas. Un cadáver torturado hasta la saciedad como si fuera el resultado de
una lapidación espantosa.
Como
ni lloraba ni dormía ni hablaba ni vivía, mi familia convino llevarme a psiquiatra.
No era el típico que tiene una consulta y te hace recostar sobre un diván para
que le cuentes tu zozobra. No, era un amigo de un amigo de mi tío que trabajaba
en el psiquiátrico. Nadie me acompañaba a la consulta: les daba vergüenza. Un
día, le dije a mi madre que no quería seguir tomándome el Valium 10mg que me
habían pautado; me sentía tan muerta como mi amiga. Seguí con pesadillas
durante mucho, mucho tiempo.
La
tercera ocasión que experimenté algo extraño y más fuerte de lo habitual fue
diez años después, tras el fallecimiento del padre del chico que, en aquellos
años, llenaba mi pensamiento.
Estaba
encerrada en mi cuarto, estudiando y repasando los apuntes de la Facultad. Me
tumbé a descansar unos minutos y pensé en lo mal que se lo estaría pasando mi amigo
con el fallecimiento de su padre tras un cáncer agónico e interminable. Garabatee
esta poesía en uno de los folios de mi libreta.
Rojo sangre
Tus ojos inyectados
en sangre
me miraron con pausa
el amor envolvió
tus sentimientos
la lujuria venció a
tu cuerpo
me hubieras
despedazado allí mismo
rodeados de hombres
basura… hombres lodo
Más tarde el
péndulo cambió
la tristeza, te
cubrió
consumida por el
tabaco que inhalabas
una tristeza a la
que no podías vencer
un tristeza que con
tristeza te miraba
Me pedías socorro
con palabras mudas
me suplicabas ayuda
sin saber qué hacer
impotente colegiala
miré por última vez
tus cárdenos ojos
di media vuelta y
me marché.
Con
las últimas letras del poema, me dejé vencer por la fantasía, intenté recordar
su rostro cincelado y su cuerpo hercúleo. Pero su figura trasmutó. Quien me
asía de los hombros, era su padre muerto. Me repetía unas palabras: “recuerda
que mi hijo no es bueno para ti”. Mi amigo era un atractivo moreno de ojos
azabachinos. Un niño rico y también alcohólico. Quizás su padre quería
protegerme. ¡Qué agonía sentí”.
La
última vez que me sucedió algo tan inverosímil como tremebundo, coincidencia,
también sucedió un década después. Es tan reciente que todavía tiemblo cada vez
que lo pienso…
Estaba
trabajando de maestra a trescientos kilómetros de casa, en la que pernoctaba únicamente
los fines de semana. En esa ocasión, llegué, justo, para el sepelio del vecino
de la puerta colindante; un ex Coronel de la Policía Nacional. Nunca me había
caído bien… pero su esposa era un santa.
Había
muchos chismes sobre el dichoso muerto: que si había sido un corrupto, que si
había torturado a los presos, que si tal y pascual. Nunca he sabido la verdad, ni
me interesa, pero tenía un físico bastante desagradable.
El
caso es que estaba en el dormitorio con mi pareja, tras nuestro salvaje y
voluptuoso encuentro. Mientras él dormía a pierna suelta, yo tenía los ojos
cerrados y pensaba en lo que me venía el lunes. Por desgracia, a esas horas
nunca llego a coger el sueño, pero, quienes dormitan a mi lado, así lo creen.
Era
otoño y el cielo estaba cubierto de nubes, las persianas estaban bajadas y la
puerta entre tornada, parecía que las tinieblas hubieran invadido nuestro
hogar. Algo pareció rozarme los pies y entre abrí el ojo derecho mirando hacia
la puerta. Un segundo después, salía corriendo por el pasillo, diciendo: “¿quién
eres? ¿Qué quieres?
Lo
que estaba viendo era infrahumano. En el resquicio de la puerta, unos ojos
bermellones nos escrutaban. Al salir, los ojos estaban acompañados de una sombra
humanoide, compacta y negra que se deslizaba por la pared y escalaba a cuatro
patas hasta alcanzar el techo en la esquina del recibidor. El ente maligno, en
el trascurso de los hechos, tenía el cráneo girado hacia mí, y esos demoníacos ojos escarlata, siguieron mirándome hasta desparecer en el techo, como si se
integraran en él. Como si hubiera cohabitado en aquel apartamento, mucho antes
de que nosotros llegáramos. Como si todo el edificio estuviera erigido sobre su
eterna morada.
Mi
pareja se había despertado y yo titiritaba:
–¿Qué
te pasa, amor? ¿Por qué tiemblas? –me preguntó.
–Nada,
cariño… a veces, tengo pesadillas –contesté.
–Vuelve
a la cama –dijo sonriendo.
Me
envolvió entre sus brazos y retomó el sueño ajeno a mi congoja, como si aquel
perverso ser hubiera hecho que su cuerpo y su mente se fundieran en un letargo. Pensé en el ex Coronel… A continuación, me embargó un
raciocinio que no pude desechar en mucho tiempo y que, aún ahora, sigue
persiguiéndome: los cuatro jinetes del Apocalipsis: La Guerra, La Enfermedad, La Muerte y El Hambre. Aquella infernal
visión era la premonición de nuestro futuro. A los pocos días sufrí un aborto
y, meses después, mi pareja enfermó.
©Anna
Genovés
Fotografía tomada de la red de Amanda Cass (mis agradecimientos).