Anna Genovés
La caja pública - Parte final
Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Título de la edición: La caja pública
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon Alonso
Propiedad intelectual:
09/2013/2345
09/2013/2206
09/2004/1196
V ― 488 ― 14
ASIN: B00O9E3ZNM
ISBN-10: 1502468433
ISBN-13: 978-1502468437
Relatos fantásticos
Como indiqué en la entrada anterior, este es el apartado tercero y
último del libro de relatos La caja pública.
Sección dedicada a los relatos y microrrelatos, fantásticos y de
terror. Cabe decir que es mi apartado preferido.
El capítulo, sin revisar, por lo que lo encontrareis con errores
ortotipográficos varios –es algo que no me preocupa demasiado—, consta de las
siguientes historias:
Asylum
Blandiblú grana
Bloody Christmas
El infierno de Precious
Gominolas
Huesitos a tutiplén
La Venus cibernética
Los mininos de angora
My chocolat
Patrick
Peep-toes y dagas
Poison navideño
Segundo plato
Trato sangriento
Un buen filetito
Quizá, la afirmación de que todos llevamos un asesino o un demonio dentro, no esté
tan lejos de la realidad.
Asylum
Cuando era joven,
casi una niña,
mi vida quedo
truncada
y dejó de ser
vida.
Era bonita e
ingenua;
una flor recién
nacida,
y los pétalos se
truncaron
apareciendo
estrías.
La sangre corría
por mi cuerpo
mi corazón gemía.
Cuando era joven,
casi una niña,
mi vida quedó
truncada
y dejó de ser
vida.
Nos conocimos en un guateque. Éramos las
reprimidas que no bailaban ni bebían: chicas del comediscos. Tú, la guapa. Yo,
la fea. Los chavales huían de mí. A ti, te perseguían. Tan iguales por dentro y
tan distintas por fuera. Nos hicimos amigas mediante un pacto a la vieja
usanza: aguijoneamos nuestros dedos y cruzamos nuestros hematíes. Fuimos
hermanas de sangre hasta que me abandonaste por un chico. Entonces, dejé de
hablarte, de mirarte, de reír tus gracias… Un día me arrojé a las vías del tren
con un papelito en la mano que decía: “tú tienes la culpa”. 48 horas después,
mi fotografía yacía sobre un féretro rodeado de pétalos floridos. Mi madre, de
negro riguroso, no quería que oliera mal. Sin embargo, mis restos amputados se
descomponían a marchas forzadas.
En el sepelio, mi ataúd se deslizaba con una
camilla hidráulica entre los hermosos mausoleos de color ceniciento como tu
rostro, hasta el nicho. Tu cuerpo tiritaba cuando lucieron los adobes que lo
emparedaron. Te encerraste en casa. Dejaste de comer, de hablar, de soñar, de
reír… no te apetecía nada. Por desgracia, tu familia conocía al director del
psiquiátrico. Nadie te acompañó a las sesiones: acabaste sola. Agrietado el
corazón que mutilaba tu alma. Cada vez que traspasabas la verja del sanatorio, los
gritos de los confinados irrumpían en tus oídos: acufenos permanentes. Los
enfermos andaban sueltos; hombres y mujeres deformes con caras enajenadas. No
te gustaba ese lugar repleto de sufrimiento donde los muros sangraban.
Te metieron en una sala con azulejos blancos
como la muerte; estabas muy asustada. Tenías una pesadilla recurrente: “bajabas
corriendo las escaleras de un garaje sin retorno. Yo te perseguía. Te atrapaba.
Arrancaba tu carótida de un bocado; mi cara llena de gusanos. Mi sonrisa desdentada”.
Saliste de esos sacrílegos pensamientos, cuando entró el Dr. Mortem para
conocerte y pautar la botica milagrosa que te devolvería la vida. Pero pasó el
tiempo y no mejoraste. Atiborrada de barbitúricos, te convertiste en un muerto
viviente. El psiquiatra decidió aplicarte terapia de electroshock. Tu cabeza
estaba llena de babosas que se acoplaban a tu cráneo y succionaban tus
pensamientos. Por último, te colocaron una esponja en la boca para que no
sufrieras. La sacudida hizo que te retorcieras como en un mal ataque de
epilepsia. No chillaste. Sin embargo, tus ojos se quedaron en blanco; parecías
la niña del exorcista.
Cuatro meses después, te internaron en
el sanatorio. Llevabas una bata blanca manchada de papilla. Te cortaron el
cabello al uno, y lo poco que te quedada, lo arrancabas. Unas ojeras profundas
incrustadas en tus entrañas ensombrecieron tus facciones. Te vi desde arriba e
imploré que me acompañaras; las cuencas vacías de mis ojos buscaban alguna
lágrima perdida. Esta mañana, has aparecido ahorcada del techo de la sala
común. La lengua fuera, los labios amoratados y el cuerpo rígido. Me he
acercado a ti para consolarte: “amiga, siempre estaremos juntas”.
Blandiblú grana
Vuela desde el quinto
al primero.
Ya no vuela
es un pájarillo quieto
Son las 14:14 horas del 22 de marzo de 2012. Acabo de llegar de la
peluquería; me han dejado un pelo estilo Morticia
de la Familia Adams pero en rubio. Eso sí, las uñas las llevo del mismo tono
que dicho personaje: morado oscuro. A juego con los sentimientos góticos que
encharcan mi organismo aunque el Sol nos inunde con un firmamento diáfano que
anima a la vida. Recuerdo que anteayer escribí un poema subido de tono. Fue
extraño, la jornada era lluviosa y parecía que la primavera llorara la pérdida
del invierno. Sin embargo, mi pluma estaba en lo alto de la montaña rusa.
Claro, acababa de devorar un tazón de chocolate. Hoy, tras mi verborrea
“peluqueril”: “odio ir a la pelu y tener de contertulios a los lavacabezas,
secadores, champús, rulos, tijeras y demás artilugios…”. He llegado a casa con
zumbidos en los oídos. Da igual, estoy muy favorecida sin la autopista blanca
que surcaba mi melena dorada de bote.
Entro en casa, y mi novio de turno, ni me saluda ni me dice: “¡qué guapa
estás!". Por ejemplo. Me dice que los discapacitados pueden estudiar
completamente gratis. Hasta ahí llega mi suerte, hace veintidós meses que un
accidente de coche lo dejó parapléjico de por vida. Unos días antes, la menda,
había perdido el empleo. Soy una parada de larga duración de más de cuarenta y
sin posibilidades de trabajar. ¡Jódete guapa! Ni de puta sirves —me digo a mí
misma mirándome en el espejo—. Un sinfín de imágenes atraviesan mi
intelecto… Entro en el dormitorio y me pongo el chándal mientras la tristeza se
apodera de mí; tanto por los requiebros inexistentes de “my boyfriend” como por
lo mugrienta que me siento. Soplo y rebufo como una locomotora. Él todavía lo
tiene peor —recapacito—, enjaulado de por vida en esa silla de ruedas
supersónica que maquina hacia delante, hacia detrás, hacia arriba y hacia
abajo; vamos que si lo apuran hacen con ella hasta caballitos. Pese a ello, no
deja de ser un reo con la perpetua. Lo que todavía es más horrible, decadente,
terrorífico. Demasiado joven, demasiado inteligente, demasiado… Prefiero no
pensar. Voy a la cocina y veo que la lavadora ha terminado de centrifugar. Saco
la ropa y me dispongo a tenderla mientras la música me abraza. Está sonando Última llamada del film Drive. Al abrir la ventana de PVC, veo
la profundidad de la planta baja y no puedo evitar sentir una atracción fatal
hacia ella.
El siguiente pensamiento me invita a besarlas, a fundirme entre sus
baldosas como un blandiblú grana. Despilfarrados mis huesos, mis músculos y mis
sesos, por esas losetas rojas que tanto me llaman. El tendedero está abierto al
máximo. Mi cuerpo fluye en el espacio de cintura hacia arriba; los pies
están de puntillas. Sería tan fácil dar un saltito y fundirme con el universo
—pienso una vez más—. Sería una suicida más. Mi novio podría vivir con la
pensión de mierda que le dan. ¡Bendita sea por siempre Señor! Y yo, dejaría de
ser una “walker”. Tampoco me echarían de menos demasiadas personas. Ni prolijo
la amistad ni la sociabilidad. El hedor de la amargura inunda mis entrañas.
Como dice el refrán: "el muerto al hoyo y el vivo al bollo...".
Formo parte de una nueva casta social: los “perroflautas burgueses” venidos
a menos. Con “titulitis” guardada en el baúl de los recuerdos. Y te preguntas,
¿fue tu madre quién te fastidió la vida obligándote a trabajar, o te la jodiste
tú al seguir estudiando? Trabajar en el negocio familiar, era tu única salida
como vástiga del proletariado. A estas alturas, tengo muy claro que debía haber
guardado mi cordura hasta que se hubiera convertido en paja y, después, en
aire. ¡Qué asco!
Voy volando, cabeza abajo desde el cuarto piso, al tercero. No tengo miedo
mientras caigo, pero un ruido inunda mis oídos. Mi masa encefálica acaba
de fusionarse con los azulejos escarlatas del suelo. El ruido, sigue
insistente. ¡Es el despertador! —me dice la conciencia—. Abro los ojos; estoy
en mi cama de siempre. Acabo de tener la pesadilla del futuro de mi vida. Me
miro en el espejo del cuarto de baño y veo que soy la jovencita de mejillas
sonrosadas, pelo a lo Camarón y acné
disperso. Al fondo, los ronquidos de mi madre, me alientan. Me enfundo mis
mallas grises y mi suéter negro con corazoncitos. Desayuno y miro el
calendario; justo es veintidós de marzo de 1990… Un escalofrío recorre mi
cuerpo. Me voy a trabajar en el comercio de “my family”. A mediodía, regreso a
casa. Mi madre me ha preparado arroz requemado y tortilla. Le doy un beso y
ella se aparta. No es nada cariñosa, pero me quiere. Seguido, le digo:
—Mamá, he pensado que no voy a estudiar. Voy a seguir de tendera.
—Pero, ¿qué te ha hecho cambiar de parecer? —pregunta con cara de asombro.
—He recapacitado… Tienes razón. Los ricos, deben estudiar y la clase
obrera, trabajar —le guiño un ojo.
—Iba a decirte que te matricularas en la universidad…
—Mi vida está marcada… Si sigo en el negocio familiar, me volveré loca. Y
si estudio, sucederá lo mismo —le digo con desgana.
—¡Qué cosas más raras dices! Ya pensaremos qué es lo mejor… —contesta
moviendo la cabeza.
Después, mamá se santigua varias veces como si estuviera chiflada. Lo
estoy. Mi cabeza oscila como el péndulo del reloj de cuco que tanto le gusta.
Da igual el camino que tome, acabaré fusionándome con las baldosas del primer
piso de una finca de ¡quién sabe dónde!, como un blandiblú grana.
Bloody Christmas
Navidades felices
o quizás sangrientas;
la madre asesina al hijo
el hermano se enajena
cocodrilos hambrientos
Dorothy Smith, adornaba el abeto navideño de su hermoso chalet de Miami. Era
Nochebuena y toda la familia se reunía a cenar en su casa. Hacía nueve años que
su esposo había fallecido, y aunque sus hijos se llevaban de pena, querían
seguir con la tradición familiar. El matrimonio Smith, aumentó con el
nacimiento de Saúl, al año siguiente de su boda. De eso hacía la friolera de
cuatro décadas. En la siguiente Navidad, se unió al triángulo Bill. Pasó un
lustro hasta que llegó Peter; el peque de la familia. Un pentágono maravilloso,
hasta que Saúl se casó con Telma. Y la familia volvió a crecer año tras año.
Primero con el hijo de ambos, Saulito. Seguido, con Mirian, la esposa de Bill.
Al año siguiente, fue Minnie; el retoño de la nueva pareja quien se unió a las
fiestas. Y consecutivamente, Helen la novia de Peter y sus mellizos. Desde la llegada los gemelos, Helencita y
Johnny, el clan había permanecido inmutable. Un puñado de personas repletas de
hipocresía.
Eran las nueve de
la noche cuando Dorothy, auxiliada por Telma y Mirian, sacaban los suculentos
manjares a la mesa. Dorothy era la anfitriona perfecta. Pese a ser sesentona,
todos la envidian; su look es de lo más “cool” y su belleza seguía sempiterna:
la mismísima Jessica Lange en American Horror
Story. Durante la ingesta
del primer plato, todos estuvieron muy amables. En el segundo, Saúl empezó una
azarosa discusión con su cuñada Helen. La cosa terminó con el cuchillo jamonero
sobre la mano de la mujer. Helen
chilló con la mano ensangrentada. Mientras un par de dedos —como
las ancas traseras de las ranas cuando las cortas—
bailaban sobre el mantel.
—¡Cógelosss!!! Y vámonos al hospital a que me los injerten.
¡Ayayayyy!!! ¡Malnacido! —chilla estrepitosa, la víctima.
Pero su esposo
Bill, está dándole puñetazos a su hermano. Y para rematar: le clava el tenedor
en un ojo. El silencio inunda el salón. Saúl cae sobre la alfombra. Dorothy
quiere quitar leña al asunto:
—Tranquilos hijos. A
Helen le coso los dedos. Después, me encargo de Saúl… Tú tranquilo, hijo mío —le dice al tuerto— ya sabes que mamá fue
enfermera.
—Madre, no te
preocupes por mí; soy un guerrero, como el papá —dice Saúl, antes de extraerse el arma homicida del ojo, sin tan siquiera pestañear.
La sangre riega
su rostro, pero la reemprende con su hermano, deteniendo la hemorragia con una
servilleta. Lo mismo que utiliza Helen para sus dedos.
La espectacular
mesa, se ha convertido en un campo de batalla. Vuelan panecillos, verduras,
platos y enseres…
—¡Hija de puta! Cómo
mi padre se quede tuerto, te juro que te saco un ojo con mis propios dedos —vocea Saulito a su prima Minnie.
—No te atreverás. Si
me tocas te juro que te meto un cuchillo por la boca —grita la niña.
Los gemelos, que
tampoco se soportan, se retuercen el pelo y Telma la emprende con Mirian: están
pegándose zarpazos como verdaderos felinos. Nadie se da cuenta que Peter (el
hermano pequeño) ha desaparecido…
—Te odio ¡guarra!
—Y yo a ti ¡cabrona!
Braman las damas convertidas en
leonas.
—Voy a dejarte la cara como un mapa.
Ni el mejor cirujano, del mundo, podrá arreglártela —grita Telma.
—Pues yo, te voy a filetear tu culo
seboso —vocea Mirian.
—¡Ah, sí! Habéis venido porque no
tenéis donde caeros muertos. Aquí, ¡a pedir dinero! ¡No os daremos ni un puto
dólar!
De repente, suena
un disparo en el piso de arriba. Segundos después, Dorothy se asoma a la
barandilla de la escalera. Pistola en mano:
—Aquí hay un problema más grave… Helen
olvídate de tus dedos y tú, Saúl, a partir de ahora serás tuerto. Peter está
muerto; estaba robando las joyas de la familia. Cuando lo pillé; me dijo que si
decía algo se pegaba un tiro.
—¿Y?... —pregunta Saúl.
—Discutimos y, accidentalmente, el
revólver se disparó. Está en medio de la habitación con un tiro en la barriga.
—Madre ¿cómo has podido? —Pregunta
Bill.
—Me defendía: os lo juro.
—Claro —dice
Saúl—. Como el ventanal, que cayó encima de padre hace nueve años y lo
decapitó. Aflojaste las bisagras porque te maltrataba…
—Dejémoslo
estar… —comenta la madre.
—¿Qué propones?
—Secunda Bill.
—Lo mejor para todos será que llamemos a la policía
—insinúa Helen.
—¡De eso nada! ¡Chitón!!! —vocea la
mater familia, autoritaria—. Descuartizaremos a Peter y lo echaremos en los
Cayos. Los cocodrilos harán el resto. Tú, Helen —le dice a la viuda— ni
rechistar. Estabas de tu marido hasta el moño. ¡A trabajar! ¡Ya está,
solucionado!
Bajan al muerto
por la escalera enrollado en la alfombra de cachemires del dormitorio. Saúl va
delante, sujetándole los pies y Bill detrás, asiéndolo de los hombros. Dorothy
guiándolos. La cabeza de Peter pende hacia atrás. Acabada la faena, la madre
saca varios plásticos y los reparte…
—¡Venga! Metamos los trozos en estos
sacos. Hemos hecho un trabajo estupendo. Alto, Saulito. La cabeza se queda en
casa.
—¡Caray, madre! ¡Qué obsesión con las
cabezas! —manifiesta Saúl de mala leche.
—Bueno, son mis trofeos.
—¿Las cabezas? —pregunta Telma, lenta
de reflejos.
—Sí, las cabezas —repite Dorothy—. Si
no te callas después vas tú.
—¡Buaaa!!! ¡Buaaa!!! —rompe a llorar
la mujer.
—¡Deja de lloriquear, zoquete! Era
broma. Me quedé la de mi esposo para darle un entierro digno. Lo mismo haré con
la de mi hijo Peter. ¡Así pongo flores cuando me apetece! —vocea Dorothy, como
una posesa.
—¡Hala! A echarlo a los cayos
—finiquita Saúl.
Sacan los trozos
de Peter en diferentes bolsas. Las meten en la camioneta; suben, la ponen en
marcha y empiezan a cantar villancicos. Forman una coral siniestra con sonrisas
macabras y alguna que otra mancha sanguinolenta, en sus trajes. A pocos
kilómetros, aparcan en una zona cercana a los Florida
Keys. Una a una, van sacando las bolsas con los restos
descuartizados de Peter. Dorothy, delante (linterna en mano).
—No acercaros mucho que por aquí hay
demasiados cocodrilos sueltos… —sugiere la matriarca.
Asestan diversos tajos a las bolsas
para que los aligátores huelan los trozos de carne: su manjar navideño.
—Una, dos, tres,
cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y ¡doce! Ya está.
¡Bravooo!!! —palmea, Dorothy, pegando saltitos.
—Madre que era tu
hijo —manifiesta Bill.
—¿Y qué? Era un
zángano —contesta ella sin inmutarse.
Unos ruidos los
alertan. Enfocan hacia los manglares. Una marabunta de reptiles
comienza a zambullirse en el agua. A los pocos minutos, empieza un baile salvaje
para ver quién se lleva la mejor parte. La familia al completo se despide con
grotescas palabras.
—Jua, jua, jua…
¡Adiós, adorado hijo!
—Jejejeee… ¡Adiós, querido tío!
—Jijijijiiii… ¡Bye, bye, estimado hermano!
—Hasta nunca, amado esposo.
—Papi, eras feo y no te queríamos.
Allí serás más feliz…
—Cuñado, polla floja y enana, quise
que me la metieras y no lo hiciste ¡qué te den!
—¿Qué has dicho, Mirian? —interpela
Bill.
—¿Acaso tú no te lo montas con Helen,
su querida viuda? Por nombrar alguna de tus amantes…
—Está bien. Ya lo sabemos, en nuestra
familia ¡viva el totum revolotum! ¡Viva la anarquía! Jajajaaa… Jajajaaa… Jajajaaa… —replica el
marido riendo, histérico.
Acabado el ágape
réptil, la familia, vuelve a casa entonando Jingle
Bells. Terminan la cena con una gula incontenible. Pero la noche no acaba
bien. Días después, hallan las cabezas del grupo exceptuando la de Dorothy. Los
cuerpos son un misterio por resolver.
El infierno de
Precious
Obesa que no
recuerda
o flaca que no se
llega a conocer
la verdad es un
engaño
de papel couché
Precious caminaba por la estrecha avenida impregnada de
una traspiración copiosa. El bochornoso calor hacía que su organismo se
derritiera como una terrina de mantequilla búlgara. A lo lejos, observó el
único edificio alto de la arteria. Allende, un colosal rascacielos acristalado
de color humo. Su única salida: llegar al ático y respirar aire puro. Una
utopía inalcanzable en el universo de la imprevisible Precious. A medida que
avanzaba, la calle se estrechaba. Una incipiente claustrofobia se apoderó de ella.
Los goterones de sudor empapaban su deslustrado cabello y seguían como
prósperos caudales de un torrente desbocado por sus bondadosas carnes. Pensó
que cuando llegara al edificio se vería más escuálida que una anoréxica.
Entonces sería doblemente feliz.
La calle estaba vacía. No se escuchaban ni las bisagras
de las ventanas ni los zumbidos de las moscas. Nada. Exceptuando el virulento
calor que agotaba todos los retículos de su pringosa hechura. Cuando llegó a la
entrada de su grandioso ídolo de cristal y hormigón, su masa encefálica estaba
hecha mixtos; las cerillas de su cajetilla, siempre eran las mismas. No
recordaba ni su pasado ni su vida. Sin embargo, estaba alegre. Se enroló en la
puerta giratoria y jugueteó unas cuantas veces. El ascensor estaba averiado.
Tenía que subir 66 plantas andando. No había otra forma de tocar el cielo. En el vestíbulo había bastantes personas: se
asombró. Las primeras que veía desde que había emprendido su hazaña. Rostros
anónimos que conocía de algo... Malditas fotocopias de una pasado añejo que no
comprendía; un rompecabezas con las piezas desajustadas. Resopló como un toro
frente al burladero y empezó el ascenso.
En el piso décimo, la camiseta parecía la de
un pívot de la NBA. En el tercer cuarto, se la quitó. En el recodo veinteavo,
los pantalones se le cayeron. ¡Por fin había dejado de ser una obesa! En la
plata treintava, se dijo a sí misma que podía presentar su CV en alguna agencia
de modelos. En el rellano cuarentavo, su cuerpo era un pellejo. Una catarata escalonada
de carnes flácidas, un neumático Michelin deshecho. Quizás debía descansar y
olvidar el paraíso. Sus dendritas estaban fundidas y desconocía el porqué de su
empecinado proyecto. Descansó un rato y siguió subiendo hasta la cumbre.
***
En mitad de la quinta avenida de NY, se abrió
una alcantarilla: Precious asomaba la cabeza.
―Por fin soy libre ―gritó, respirando con
todas sus fuerzas.
Su cuerpo era un papel de fumar arrugado que
apenas se sostenía. Pero estaba pletórica. Había llegado a la meta. Se levantó
de un salto y un autobús la atropelló: la dejó como un dibu estrellado contra el pavimento. Entonces, vio a un lechuguino
con patas de macho cabrío, cuernos rasurados y Cohibas.
―¿Dónde creías que ibas Pequeño gusano? ―le preguntó.
―Al cielo ―contestó ella.
―¡Al cielo! Ja, ja, jaaa… Esto se llama Tierra y tú
perteneces a las cloacas del abismo. Eres mi rea ―dijo el leviatán opíparo, relamiendo
sus labios groseros al ver que había encontrado a su presa.
―Estás equivocado. ¡Esto es el cielo, idiota!
―¡Esto es el puto infierno! Vivirás mejor en mi covacha
que en este rincón olvidado de Dios. El omnipotente estaba tan hasta los huevos
de vosotros, que se marchó de vacaciones y todavía no ha vuelto.
―Eso es imposible…
―Piensa, ¿no recuerdas que has hecho lo mismo muchas
veces?
―Pues ahora que lo dices…
Precious puso cara de sorpresa y rebuscó en
sus recuerdos, en su memoria perdida... Su rostro adquirió el color mohecido de
los cadáveres. Unos lagrimones surgieron de sus cuencas baldías. Su
autobiografía, había vuelto. Tenía dieciséis años cuando cogió la plancha de
mami y la emprendió, ¡a planchazo limpio! Con toda su parentela. El pico de teflón
rebosante de masa encefálica. No los quería, por que se burlaban de ella:
“¡gorda, gorda, gorda!”. Le repetían hasta la saciedad. La sentencia impuesta
tras el suicidio de sus carnes con el rifle de papá fue: “infierno perpetuo”.
En ese preciso instante, en el que los
recuerdos cupieron todos y cada uno de los retículos de su psique, Precious
hizo un mohín de complacencia. Por lo menos, allí abajo nadie se metía con
ella. Lo único que le sacaba de quicio era cada vez que aterrizaba en las
marmitas de Pedro Botero. Su cuerpo bullía y no recordaba por qué estaba en esa
cazuela enorme y repleta de personajillos repugnantes como ella. Tampoco le
importaba demasiado: era una luchadora. Sabía que volvería a escabullirse
arrastrándose desde el caldo mágico hasta el borde metálico del puchero. Desde
allí, emprendería su sempiterno vía
crucis para intentar volver al limbo. Sin embargo, el cielo era su
verdadero infierno. Quizás algún día volvería a nacer en un lugar menos
inhóspito.
Gominolas
Nade es lo que parece
en esa mente que no
ve
lo vivo esta muerto
y lo muerto no es
Vivo con mi hermano desde hace años. Él se encarga de la manduca y yo de la
casa. Hoy comeremos de rechupete; verduras al horno con sorpresa.
Acabo de asomarme a la cocina y el resplandor de los pimientos, el tomate, las
patatas y la cabeza de ajo, han hecho que las mirara durante unos minutos… De
repente, me he visto admirando un bodegón de Zurbarán. Las hortalizas han cobrado
vida y se han ido convirtiendo en distintas frutas. Las patatas se han
tornado manzanas, las cebollas melocotones, los pimientos ramos de uva y la
cabeza de ajo, en un hermoso melón. El horno es un cesto de mimbre y los
armarios colindantes lámparas variopintas de mangos y guindillas: un óleo de
composición exquisita. Cuando el Chef ha ido a colocar la pieza
principal, le he chillado despavorida:
—¡Noooooo!!!!!!!. Por favor, deja que el pajarillo siga volando —le
he pedido.
Él me ha mirado con cara de susto y me ha preguntado si me había tomado las
pastillas.
—Pues mira no lo recuerdo. Tú has dejado el pastillero y te has sumergido
en el ordenador. Yo he pululado por las habitaciones mirando la decoración —le
he contestado.
—Pero hermanita ¿no ves que tengo trabajo? Tienes que descansar y tomarte
las medicinas tres veces al día; imagina que son gominolas… La roja una fresa,
la verde una sandía, la amarilla una pera y la rosa… —ha dicho resignado.
—La rosa un chicle Bazooka —he
contestado palmeando.
—Como tú digas, querida pequeñaja... Como tú digas…
—¿Y si no quiero tomármelas?
—Pues… Ya lo sabes ¡tendremos que volver a internarte! Esto que llevo en la
bandeja no es un pajarillo que deba volar. Es una lubina: un pescado listo para
cocinar —dice.
—¡Qué no! Es un pajarito y tú lo quieres matar.
No he podido remediarlo. He cogido un cuchillo bien grande y le he asestado
unas cuantas puñaladas. Creo que me lo he cargado: no se mueve y está lleno de
sangre. He recordado una peli y me he pegado varios golpes contra la pared.
Después, he llamado al 014. He dicho que me habían golpeado. He pensado que
como soy un poco esquizo, seguro me libro de la cárcel. De improviso, el
teléfono se me ha caído de las manos y he perdido la conciencia. Me he
despertado pasados unos minutos, ligeramente mareada; la sangre chorrea por mi
rostro. El timbre sonaba a todo meter; era la policía. Al abrir, han entrado
dos chicas uniformadas y con cara de pocos amigos. La más alta me ha
preguntado: "¿dónde está el agresor?...". Pienso que están más
idas que yo. Lo tienen delante y ni se enteran. Se lo hago saber. La morena con
cara de machorro, explota una bola de chicle en mis narices. Será chulita,
si la conozco desde que lució el uniforme por primera vez y ahora me mira por
encima del hombro creyéndose Charles Bronson (versus femme) en Yo soy la Ley —pienso—. De repente,
suelta:
—Señora es la quinta vez que nos llama este mes. Vamos a llamar a los
Servicios Sociales.
—¿Cómo…??? —pregunto asustada.
—Por cierto ¿Qué huele tan mal? —la rubia abre el horno y refunfuña—.
¡Hostia! Si que está loca la tía… —termina por decir.
Miro el horno y les digo:
—Lo ven… ¡El hijo puta de mi hermano ha socarrado a mis periquitos!
—Señora, cálmese. Usted no tiene hermanos. Vive sola desde hace diez años
—se pone en jarras.
—Y entonces… ¿quién es ése que me ha pegado? —digo señalando al fiambre.
Las maderas se miran entre ellas. Oigo que una le dice a la otra:
"está como un cencerro..."
—Señora, es un oso de peluche.
—¡Joder! Ustedes sí que están locas —digo a carcajada limpia.
Es lo último que recuerdo antes de rajarme el cuello de parte a parte. Por
desgracia, la herida fue superficial: estoy hospitalizada. Es de noche. Entra
la enfermera de turno: una rolliza jovenzuela con cara de ingenua y voz de
estúpida. Se está acercando diciendo gilipolleces con su timbre agudo y
tormentoso… Me acuerdo de Hannibal
Lecter. Me gustaría pegarle un bocado en su puta boca para que dejara de
martirizarme. Levanto la cabeza de golpe y saco la
lengua, susurrando: "ftftftftftftftftftft...". A lo caníbal de la
pantalla grande. La pava sale corriendo y pegando gritos. Entonces, miro mi
cuerpo y la que chillo soy yo:
—¡Nooo…!!!
Estoy en un manicomio y llevo una camisa de fuerza.
Huesitos a tutiplén
Los millonarios y
sus excentricidades
los sirvientes y
su conformismo
cada uno en su
mundo
cada uno es lo
que es
Marcel es una millonaria parisina excéntrica
y caprichosa. Esteticohólica; la última vez que visitó a su cirujano plástico
le dijo que quería ser Nefertiti. Y, ahí está, convertida en el plagio actual
de la mítica reina. Desde hace unas horas, se prepara para el party más cool de
Halloween en su Chateau d’Capriché.
Nadie la ha visto con su nuevo rostro. La crème
de la crème gabacha, adicta al Bótox y a los estiramientos anotados en sus
iPhone 5c como fuera la lista de la compra diaria, están al quite. No faltará
nadie. El palacete aparece decorado de color púrpura y oro. Un árbol de Navidad
adelantado con todo tipo de lujos fastuosos, en la puerta de entrada. Todo
excesivamente barroco. Al final de la velada, se premiará el mejor disfraz con
un Porsche 911 financiado por la anfitriona. Ella, se prepara en los aposentos
privados para el evento. Su traje nada tiene que ver con la conmemoración de la
noche. Sin embargo, a ella se la pela: será la viva estampa de Nefertiti y su
nuevo amante, el faraón. Ambos con las mejores galas; como si se tratara de un
ceremonia nupcial.
—Bernardette, ayuda a vestirse al señor —dice
la millonaria a su ayudante de cámara.
La doncella la mira de reojo.
—¡Ya está bien, querida! Me aseguraron que eras la mejor;
por eso te contraté. Además, estás muy bien pagada. No obstante, te daré un
plus. Ahora, ¡viste a mi Faraón de una puñetera vez! ―vocea, cabreada.
—Oui madame ―contesta la ortopédica dama con una
genuflexión de tronco.
—No soy Madame. Ya te he dicho que a partir de ahora soy
alteza —increpa la excéntrica dama.
―Oui, mon reine.
—Mucho mejor. Ya sabes que mi amor, es muy callado y no
entiende demasiado nuestro idioma. ¡Es el hombre perfecto! —sigue parloteando
la señora. Inmediato, se acerca a su partenaire y le da un beso.
—Mmm! —dice el hombre con ojos de tortolito.
—¡Allez, Bernardette!
—Perdone Alteza. ¿Cómo desea que lo vista? —pregunta con
los brazos en jarras y una sonrisa Profidén.
—Con sus mejores galas.
—Como guste su alteza.
La doncella —siguiendo un ritual metódico—
saca una a una las piezas del majestuoso aderezo.
El parking de la mansión comienza a llenarse de vehículos de
gama alta. Media hora después, todos los invitados esperan la aparición de los anfitriones.
El mayordomo jefe anuncia la salida de la pareja. La cofradía se queda anonadada: Marcel
está bellísima.
—Eres su vivo retrato —le dice la Condesa de Chitón. Su mejor amiga.
—Queridos voy a presentaros a mi nuevo amante. Este es
el definitivo… Je, je, je... Se llama
Akenatón —dice, presumiendo como una
pava real.
Suenan las trompetas y cuando aparece el
consorte, los reunidos aplauden. Se escucha un: “¡Ohhh!!!”. Explosivo. La
fiesta es un completo éxito y Akenatón recibe el Porsche al final de la velada:
su disfraz es sublime. Ya en la cama, Marcel le comenta…
—Los has visto, ¡qué vulgares. Siempre con los mismos
modelitos!
—Mmm… —contesta él.
—Sí cariño tienes razón. Y, además, la Condesa de Milloneti, siempre va de niña del Exorcista. ¡Qué agarrada!
—Mmm…
—Por supuesto. Aunque no te has perdido nada…
—Mmm…
—Exacto. Sé el repertorio de
memoria: zombis, Chucky y su novia, vampiros, Jason Voorhees, brujas,
demonios… A ver ―cuenta en alto― 1, 2,
3, 4, 5, 6, 7… Me falta uno.
—Mmm…
—Claro, ¡qué listo eres! Falta
Scream. Ves, ¡si hasta tú lo sabes!
—Mmm…
—Esto no lo he cogido… A partir de mañana, te voy a poner
un profesor particular de francés porque, a veces, me cuesta comprenderte, amor.
—Mmm…
—¡Ah! Ya está claro. Por
supuesto, es el último año que monto la fiestecita. Tengo unos amigos muy aburridos.
—Mmm…
—¿Has visto el síncope que le ha
dado a la Baronesa de Tiquismiquis?
—Mmm…
―Eso es. Total porque al abrir la
boca se te ha caído un gusanito de esos morritos tan lindos que tienes —lo besa
subida de tono.
—Mmm…
—¡Te estás poniendo cariñosito...
Lo noto. Siempre preparado para el ataque. El sexo es tu fuerte, ¡cielito!
—Mmm…
—A no. De posturitas raras, nada
de nada. La última vez que lo intentamos me tocó enviar a Bernardette a la
fábrica de Loctite. Recuerda que compró todo el stock de pegamento. Estuvimos
varias horas quitándote las vendas y un día entero pegando tus huesitos —le
hace un mimo.
—Mmm…
—¡Qué no! El misionero o me
enfado.
Bernardette los ve desde la puerta. La señora tumbada bocarriba y la
momia que sustrajeron del museo de El
Cairo encima. Nunca mejor dicho: moviendo el esqueleto.
La Venus cibernética
Perfecta,
armónica
sin defectos ni
virtudes
sin alma que la
cobije
ni fe amatoria
—¡Oh¡
¿Ya tengo qué levantarme? Si acabo de acostarme —dice Venus desperezándose.
—Hace
once horas que llegaste a casa. Tras inyectarte, el opiáceo sintético que
elegiste, caíste en un profundo sueño —contesta
una voz metálica.
—Ya
sabes que ayer tuve un congreso de ciber-genética que duró más de cinco horas.
Después, no pude eludir la cena de gala y la posterior fiesta; estaban todas
las personalidades relevantes del Universo: los ancianos de Marte, los
tricéfalos de mercurio, los labios eternos de Venus… En fin, todos. Hasta el
faraón de la Galaxia más alejada del sistema solar. No podía escabullirme. Por
eso estoy tan cansada. Tenías que haberme dejado dormir más tiempo. Sabes que
no soy persona si no duermo de un tirón, mis doce horas perfectas.
—Los
siento, Venus. Conozco tus necesidades. Pero han llamado del centro de control
Criogenético: hay un problema en el tanque H2020-443J.
—Vaya,
vaya, vaya… No sé qué sucedió ese año con el nitrógeno líquido del sueño eterno. Todos están dando problemas. En fin, ¿cuánto tiempo tengo?
—Un
monolipóctero teledirigido vendrá a recogerte en treinta y cinco minutos.
—Bien.
Pues manos a la obra. Lo primero quítame esta resaca de LSD-3001 químico que
introduje en mi organismo para llegar a una complacencia extrema. Por cierto,
gracias por tu recomendación: es buenísimo.
—De
nada, sólo cumplo con mi trabajo. Como te dije el LSD-3301 químico es
extraordinario, porque incid…
—Replicante anoche me dijiste todo cuanto tenía que saber de esta droga; no me lo repitas. ¿Entiende?.
—Perfectamente, Venus. Discúlpame.
—Hasta me adelantaste que he
llegaría a los rayos REM un segundo después de cerrar los ojos y que mis sueños serían tan plácidos como los que tuve en el útero biónico del laboratorio. Y así fue.
—Me alegra saberlo.
—Gracias, replicante. —La voz ferrosa parpadea antes de seguir hablando:
—Puedo oxigenizarte ahí mismo, aunque preferiría que pasaras
por el ionizador catódico.
—De
acuerdo. Así realizaremos todas las funciones necesarias para optimizarme en una sola sesión —contesta Venus con una sonrisa.
—Abriendo cápsula
onírica —ordena la voz metálica.
Un pequeño ruido
aerostático y sedoso atraviesa la estancia cibernética en la que Venus se
encontraba descansando.
Cinco minutos más tarde, la mujer perfecta, estaba dentro de la cápsula de
optimización. Su cuerpo rosado y firme como una roca: modelado a semejanza
de la Venus más hermosa jamás torneada.
Media hora después, un monolipóctero
teledirigido desde la central de clones Eternity,
la espera en el dintel del tejado acrílico de su cueva de titanio.
Venus entró
cual flor recién nacida entre diamantes. No necesitó utilizar a unos de sus
otros “yos”.
Los mininos de
angora
El amor traspasa
fronteras
ella quiere
marchar
él la reclama
y se va…
Rebeca está frente a una hilera de nichos. De negro
riguroso mirando una lápida con coronas semifrescas que rezan: “Arturo González
Pérez. 1980-2013. Quererte fue fácil. Olvidarte, imposible”.
―¿Cómo se te ha ocurrido dejarme en la flor
de la vida? ―pregunta la joven viuda con lágrimas en los ojos.
Un viento gélido hace que las ramas de los
cipreses aleteen. Las flores marchitas apostadas en el contenedor de basura, se
sumergen en un torbellino que levanta una arenisca fina. Una gata blanca de
angora se contonea por las tupidas medias de la plañidera y se aposenta entre
sus zapatos, de tacón alto.
―No me digas que llegó tu hora y ya está.
Estoy harta de oírtelo decir desde que te fuiste ―sigue en su particular
memento, la compungida.
Se sienta en un banco de madera roída frente
a la tumba. Acariciando a la gatita, como si ésta hubiera perdido a su
partenaire y se consolaran mutuamente. Recuerda que se conocieron en la boda de
una amiga. Sus miradas se cruzaron en la iglesia. Allí mismo, en la sacristía,
se entregaron a una lujuria desmesurada. Unas semanas más tarde, se casaron. De
eso hacía un año. Todo funcionaba de maravilla hasta que una tarde, Arturo,
cayó fulminado. Un hombre fuerte y joven que nunca había estado enfermo. Desconsolada,
había llamado al 112 y después a la funeraria. No podía olvidar la imagen: lo
sacaron en una bolsa con asas, como si fuera un violonchelo. El rellano de la
finca era estrecho. Rebeca cerró de golpe. Segundos después, escuchó un ruido
seco. Miró a través de la mirilla; el cadáver embolsado había golpeado la
puerta. Parecía que Arturo le dijera: “¡todavía no me he ido!”… Desde entonces,
tenía pesadillas. Siempre la misma historia. Una voz de ultratumba la llamaba:
“Rebeca, Rebeca. Ven conmigo”. Repetía hasta la saciedad. Un día y otro día.
―No sé qué hacer. ¿Qué quieres mi amor? ―insinúa Rebeca
sofocando su llanto con un pañuelo de hilo con las iniciales A. G. P. bordadas
en grana.
―Estoy solo y hace frío… ―hablan las tumbas mudas y las
cruces pétreas.
―Tú ganas ―indica Rebeca con los párpados entornados.
Abre el bolso, saca un botellín de Bezoya y
un envase de Propranolol Hidrocloruro.
Un betabloqueante que utilizaba su esposo ―doctor en psiquiatría― cuando iba a
los simposios y tenía que hablar en público. Era hombre de acción y pocas
palabras.
―Si cariño. Lo que tú digas. Sé que no
sufriré ―sigue parloteando.
Las hojas gasifican un baile sepulcral,
ligero.
―Además, estas pastillitas fresadas son muy
hermosas. Como mis labios, dirías tú.
Seguido, coge un blíster y extrae las
grageas. Las deja en su mano, mirándolas como abducida. La minina ―con un iris
verde y otro azul― ronronea. Le guiña un ojo.
―¡Ay mi niña! Quieres tu parte. Deseas irte
con D. Gato ―le da una. La felina la chupa hasta dejar un polvillo inocuo.
Rebeca ve cómo se tumba, maullando soñolienta
mientras ella la acaricia. Hasta que su cola deja de moverse. Ha sido rápido e
indoloro ―piensa―. Hermosa como la porcelana fina, sigue el ritual con una
parsimonia escalofriante. Se traga las píldoras. Una, dos, tres… hasta llegar a la docena.
Bebe agua y se tiende sobre el banco, mirando el cielo; diáfano, de un zafiro
intenso. Experimenta una felicidad inaudita: han desaparecido las
preocupaciones. Ve el rostro de Arturo, sonriente. Alza la mano para tocarlo a
la par que su corazón enmudece. Entra en una catarsis cuasi divina. Llega al
Nirvana con los ojos entornados. Feliz.
***
Tres meses después, el piso tiene otros
inquilinos. Durante el traslado, la nueva pareja encuentra una fotografía con
un hombre y una mujer de perfil, besándose. La flamante novia, la mira y se
sobresalta.
―¿Qué te sucede, cariño? ―pregunta el hombre.
―Los perfiles me han mirado… ―contesta ella, blanca como
un espectro.
―¡Chorradas! Estás nerviosa. Es normal.
Pasan los días y la novensana sigue
intranquila. Experimenta sensaciones extrañas: ráfagas de aire, siluetas
difuminadas, risas vagas… Una mañana se despierta ―puesta de somníferos hasta
las cejas― y cepilla su melena en el espejo de la cómoda. De repente, chilla
con todas sus fuerzas: la pareja del retrato está en la cama rodeada de miaus.
Ella, mima a una hembra de angora, nívea como el nácar. Él, la señala con el
índice, diciendo: “eres nuestra”. Los felinos saltan sobre ella y arañan su
cara. La sangre gotea por sus pómulos, se introduce en su boca. La rodea un
olor metálico con sabor ferroso que anuncia el peligro. Corre hasta la puerta
de entrada. Pero los pestillos se cierran. Gira hacia la alcoba, los espíritus
le impiden el paso. Los objetos comienzan a volar. Unas sonrisas macabras se
funden en sus oídos. Horas más tarde, el esposo encuentra su cadáver sobre el
gres de la cocina junto a unas latas de comida para gatos, vacías. El cuerpo
está ensangrentado; lleno de rasguños y acuchillado. Como si en un ataque de
esquizofrenia, se hubiera rajado a sí misma. Lo extraño es que en la finca,
nadie tiene animales de compañía.
My chocolat
Dulce y amargo
negro y espeso
te quiero sin quererte
pero te quiero
Era domingo por la tarde, y Marta seguía su rutina…
Merendaba a las seis. Hacía el amor a las siete. Y leía a partir de las
ocho. Un rosario monótono que repetía al pie de la letra hiciera frío o calor.
Siempre.
Ese día, el chocolate había salido perfecto. El encuentro amoroso,
exuberante. La lectura, apasionada.
Lo cierto es que era una cocinera pésima. Pero en cuestión de chocolates,
nadie la superaba. Siempre decía que se la jugaba con la mismísima Juliette
Binoche en el film Chocolat. Todos los que probaban su
exquisitez, quedaban más que satisfechos. ¿Sería que la sensualidad de su
cuerpo le confería unos poderes mágicos cuando trajinaba con ese potente
afrodisiaco natural, tan dulce como estimulante? –pensaba con demasiada frecuencia—.
Lo desconocía. Pero tenía que descubrirlo.
Un domingo, dejó de hacer chocolate a propósito. Quiso comprobar si su
novio la amaba por si misma o por su dulzura culinaria. Y salió escaldada. Por
desgracia, no hubo encuentro amoroso ni tampoco lectura.
Triste como el Patito feo, se encerró en su cuarto y se acopló
entre mullidas almohadas. Dos días más tarde, salió canturreando como si nada
hubiera sucedido. Al domingo siguiente, volvió a su chocolate y su boyfriend se mostró más complaciente que
nunca. Sólo, que no se levantó de la
cama: había fallecido. El dictamen forense, determinó como causa de la
muerte un trombo estomacal.
Marta se había vengado de ese D. Juan que sólo la aguantaba por su
chocolate. Había pertrechado el crimen perfecto aderezando su golosina con un
potente e inocuo veneno. Poco le importaba, había encontrado el
repuesto perfecto: un veinteañero con muchos músculos y poco cerebro.
Desde entonces, cada dos o tres años, cambiaba de séquito. Pero siempre estaba
rodeada de palomos y polluelos dispuestos a morder sus carnes bondadosas y su primor
gastronómico. Nunca sabremos cuál era el verdadero motivo…
Patrick
Sabor ferroso
colonia de Yves Saint Laurent pour
homme
tan bello como
estúpido:
es él
Estaba de vacaciones en Manhattan y unos
amigos me habían invitado a su ático; íbamos a jugar al paintball. Cuando tomé el ascensor, subió conmigo: un yuppie trajeado y educado. Mientras
ascendíamos sentí una bofetada de aire cálido que me trasportó a la
adolescencia: era su olor. Indagué qué me atraía tanto de él; su cabello
engominado, su pulcritud o el parecido al Patrick
Bateman de American Psycho. Marcó la planta
69. Era obvio que lo habían invitado a una orgía entre litros de Moët, Beluga,
polvos a tutiplén y sexo desenfrenado. Sonreí: ¡pobre idiota! ―pensé―. El
ascensor paró. Sin embargo, las puertas no se abrieron…
―Señorita, ¿le importaría que mirase la
botonera? Quizás descubra cuál es la avería ―dijo estirado como un junco de
acero.
―Por supuesto que no ―contesté apartándome
hacia un lado.
Nuestras miradas se cruzaron: “Hazme tuyo”…
―rogaron, alto y claro, esos ojos esmeraldinos que atravesaron mi conciencia.
No pude resistirlo. Destrocé su diplomático de Armani como si fuera celofán. Me instalé a horcajadas en su
trabajado abdomen y lo poseí frenética. Cuando llegué a mi destino sonreía
ebria de placer.
―Querida, llegas siete minutos tarde ―dijo mi amigo Chus
con sus leggins blancos, su camisola de Hermes y su acicalado Terrier Toy bajo el brazo(un clon del
Lafayette de True Blood).
―Un pequeño contratiempo de última hora ―contesté.
―Entiendo… ―hizo una mueca para que limpiara mi boca.
Saqué la lengua y relamí las gotas de sangre
que caían por mis labios glotones.
―¡Qué vulgar eres! ―soltó Chus agitando el turbante
plateado de su cráneo.
―Todos no somos tan refinados como tú ―parpadeé y agarré
su entrepierna (pegó un saltito).
―Bueno… ¡Qué hacemos con tu aperitivo! ―preguntó
caminando con las rodillas juntas y un exagerado balanceo pélvico.
―Más bien ha sido un great
steak. Lo que te apetezca ―repuse,
encogiéndome de hombros.
El cadáver de Patrick yacía en el ascensor. Desnudo;
un amasijo sanguinolento. Lo miré por última vez. Ya no me excitaba lo más
mínimo: mis colmillos se escondieron. Abastecida,
no jugaría a nuestro exclusivo paintball.
¿Para qué? Siempre cazábamos
a los humanos: ¡puro aburrimiento!
Peep-toes y dagas
No te fíes de un samurái
son tan excelsos
que olvidan la vida
y las reglas del juego
Jessica trabajaba en una red escort
de prostitución de lujo. Sus atributos personales le hicieron pensar en los
hombres demasiado pronto. A eso se unió la familia: clase media baja. Dejó de
estudiar y se dedicó a revolotear entre los efebos y los crápulas; no le hacía
ascos a ninguno. Hacer de cortesana se le daba de cine. Un día, la vio una
madame y la inscribió en su plantilla. A la guayaba, le hizo un favor colosal;
aprendió buenos modales, cómo vestir… Y lo que es más importante, descubrió los
secretos del erotismo de luxe.
Una década más tarde, albergaba una solvencia económica cómoda. Tenía la
mejor comida, la ropa más cara, peep-toes
al último grito y hasta unos Manolo
Blahnik que sólo utilizaba en el boudoir
alquilado en el que vivía. Pensaba retirarse en unos años. Nadie diría que
cultivaba el oficio más antiguo del mundo o que sus padres eran ágrafos. Podía
elegir a cualquier niño rico por marido. Pero a esas alturas, el sexo le
gustaba demasiado como para criar una caterva de niños e ir dando tumbos entre
pañales y salones, ataviada con el sempiterno delantal. Prefería vivir al día.
Su jefa la había reclamado para un
trabajo especial: llegaba un alto ejecutivo japonés ―visitador médico― que
necesitaba compañía para un simposio de medicina contra el dolor crónico
neuropático. Jessica se engalanó como una dama; elegancia y belleza no le
faltaban.
El nipón ―Takumi Aoyama―, era un hombre con ojos de
ratoncillo. Algo así como un gafapasta a
lo Mad Men. Un tipo solitario, sutil
y muy educado. Hablaron en inglés. El evento fue nutritivo. La experimentada
meretriz, anotó, discreta, los nombres de los asistentes capitalistas en una
pequeña libreta niquelada de lo más chics. Podían ser futuros clientes ―pensó—.
Al finalizar la velada, el potentado japonés la invitó a tomar sake en su suite. Le dijo que siempre viajaba acompañado de una botella de Jummai Daiginjo ―uno de los mejores
nihonshu (nombre del sake en Japón)
del mundo―. Estaba hospedado en un hotel 5 estrellas resort de la ciudad. Tras
beber una tacita, Jessica iba más beoda que un alcohólico en fase pomposa. Takumi le propuso que pasaran la noche
juntos; recibiría un extra de 6.000€.
―Por ese dinero le bailo un tango con mi vulva ―sugirió la femme fatale con
grosería. A esas horas de la madrugada, había perdido la compostura.
―What? ―preguntó el nipón sorprendido, con cara de no comprender ni una
palabra.
―Excuse me. It’s magnificent! ―rectificó una Jessica angelical. Era
demasiada guita como para espantar al caballero.
Tuvieron sexo al estilo El Imperio
de los Sentidos. Pequeñita pero matona ―se dijo Jessica a sí misma,
pensando en el miembro del descendiente samurái―. Estaba retocándose el
maquillaje cuando Takumi irrumpió en la toilette enfundado en un traje negro de
neopreno. A ella le hizo gracia; rió a carcajada limpia.
―Seguro que ahora pasamos a una sesión
sado. ¡Me encantan! ―insinuó Jessica con gracejo.
Pero Takumi escondía un secreto mucho
más perverso… Sin mediar palabra, la agarró del cabello y la empujó hasta el
dormitorio. Ella pataleó; era desagradable y excesivamente violento. No sirvió
de nada. El oriental, había tapizado el lecho con un grueso plástico, Jessica
tembló horrorizada (la cosa no iba en broma ―pensó aterrada—), recordó algunos
asesinos en serie: ¿será un killer como Dexter o Pat Bateman? ―se preguntó
acojonada―. El Sr. Aoyama sonreía de oreja a oreja.
―Ahora no viene la sesión sado, guapa.
Llega el banquete Hostel, ¡una obra
de culto! ―insinuó en un español cuasi perfecto.
Jessica comprendió que había entendido
todo cuanto había dicho y que estaba ante una situación verdaderamente
peligrosa. Chilló. Takumi le tapó la boca con cinta americana. Después, la
sujeto a la cama con unos grilletes metálicos decorados por púas; de inmediato,
se clavaron en sus muñecas. La sangre comenzó a brotar. La joven intentó gritar
a pleno pulmón. Pero sólo los azorados envites de su defensa, provocaron un
zumbido similar al de una serpiente cascabel cuando se arrastra.
―Si eres buena, te quitaré la mordaza ―sugirió el oriental acariciándole el
cabello—. Nadie te escuchará, por mucho que grites: la habitación está
insonorizada. Además, en unos minutos, hará efecto la droga paralizante que has
bebido con el sake y podré divertirme
contigo. Te dolerá mucho. ¡Muchísimo! Sin embargo, no podrás moverte ni
chillar. Un horror, cielo. Jugaremos con mis dagas, es una herencia familiar
antiquísima.
Takumi separó los labios abultados y groseros; mostró sus perfectos dientes
blancos en una sonrisa sardónica. Jessica abrió los ojos como platos y movió la
cabeza de derecha a izquierdo en un ¡nooo!!! Perpetuo, mientras le clavaba el
primer estilete en el muslo. Despacio, muy despacio... girando a uno y otro
lado, la hoja afilada. La carne de la
joven se desgarró en una brecha sangrienta que desaguaba como un torrente. El
asiático, lamió el plasma del filo. Después, le seccionó los tendones de
Aquiles. Jessica dejó de resistirse: la droga había hecho efecto. Sin embargo,
la apertura excesiva de sus párpados, denotaban el insufrible dolor que
padecía. Media hora más tarde, su cuerpo estaba repleto de laceraciones. La
presión sanguínea había bajado: estaba desangrándose como un cerdo en San
Martín. Una nebulosa delirante, le recordó las torturas de los inquisidores. Se
sentía víctima de su propia herejía. ¿Acaso Dios la castigaba? ―se preguntó en
su inminente adiós―. De improviso, Takumi apagó las luces y se tumbó sobre la
cheslón.
―Tengo sueño. Mañana seguiremos ―insinuó
antes de suspirar como un querubín en vigilia.
Jessica estaba en manos de un
psicokiller despiadado. Pasadas las horas, el efecto sedante había disminuido.
Y su cuerpo se había familiarizado con el dolor. El asesino seguía roncando. La
chica pensó en el futuro que le esperaba fuera de aquellas paredes tétricas, y
sacó fuerzas de sus músculos agrietados y sus huesos quebrados. Desfallecida,
tomando bocanadas de aire como una carpa roja en la red de un pescador furtivo,
reptó por el pasillo con la mirada trémula. Aterrorizada bajo el fricción
punzante del parqué, dejando un reguero de sangre espantoso. De pronto, sintió
frío en ese cuerpo maltrecho que se apoyaba en el suelo. Levantó la mirada y
vio una puerta lívida. Una grieta de ilusión voló por su fatigado cerebelo.
Empero, Takumi se había despertado. Su sombra se aproximó, la abrazó. Sabía que
los tormentos volverían; su carne sería pasto de las dagas macabras de su
torturador.
―Pero, ¿cómo?
―dijo el asesino―. Ahora que tú y yo íbamos a compenetrarnos en el éxtasis de
la noche eterna, ¿querías huir? Era tu salvación. Además, acabo de descubrir
que tus zapatos son un arma letal ―le mostró una de sus plataformas arqueando
una ceja y le asestó un golpe con el tacón de aguja en la cabeza.
Por el rostro de
Jessica comenzó a resbalar un riachuelo de hematíes espesos de un grana oscuro.
Takumi relamió el arma homicida; devorando hasta la última gota del flujo. La
daga brilló en la penumbra; estaba reluciente. Los dientes del depravado,
sanguinolentos
—Tu sangre es una
delicia, pequeña zorra —terminó por decir el despiadado homicida.
Takumi zarandeó a
Jessica por el suelo. Sus piernas, sus manos, su vientre; despedazados. Ya no
le quedaba líquido orgánico ni fuerzas para intentar escapar. Había entrado en
la parte más oscura de la lujosa suite: la cámara de los horrores.
Poison navideño
Veneno envuelto
en rituales
todo es perfecto
cuando no lo es
la verdad no
tiene alcance
Maju está terminando de colocar los adornos del árbol
navideño con su hijo Chema. En unas horas llegarán sus tíos y su primo; cenarán
juntos como todas las Nochebuenas. La abuela está en una residencia y es la
primera vez que no les acompañará. A las ocho en punto de la tarde, suena el
timbre del hermoso adosado en el que viven.
―Hola Chusa, cielito ―Maju besa efusivamente
a su cuñada―. Paco, querido hermano. ¡Qué bien te veo! ―le da un abrazo―. ¡A
ver ese pequeñín que es mi ojito derecho! Francis, ¡estás hecho un mozalbete,
bribón…!
El jabato le da un beso ―sus mejillas se
encienden cuando Maju pestañea.
―Tía Maju que ya tengo diecisiete años ―dice
cabizbajo.
―Ya lo sé. Naciste un mes antes que mi niño
―comenta la picarona señora. Seguido, llama a su vástago― ¡Chema! ―vocea―. Ven
a saludar a la familia.
Chema besa a los tíos y abraza a Francis.
―Primo vamos a jugar a la Play ―le comenta sonriendo.
Maju ayuda con las prendas de abrigo.
―Mi José bajará en un momento. Hace media
hora que llegó del trabajo y está duchándose ―dice a la pareja.
―Tranquila, cielo ―indica Chusa.
Cincuenta minutos más tarde, están sentados
en la mesa de haya Ikea-Zaragoza, deglutiendo los sabrosos ibéricos que están
esparcidos sobre la mesa en modernos platos estilo japonés. Se ponen como
gorrinos tras devorar el cóctel de langostinos, el suculento caldo de invierno
y la paletilla de cordero. Para rematar, se ceban con turrones de Jijona
variados, licores y cafés. Sobre la una de la madrugada, los chavales están
hipnotizados con la pantalla LCD y la nueva Play
―gentileza de Papá Noel―. Los matrimonios charlando de nimiedades bastante
ebrios con los copazos de whisky que se han metido.
***
El 112 está a rebosar. Como todas las
Navidades, los días festivos tienen más trabajo que de costumbre. Accidentes de
tráfico. Disputas familiares. Comas etílicos. Divorcios exprés. Animales
perdidos. Indigestiones múltiples… El operador de emergencias contesta una
nueva llamada.
―112. Dígame.
―Señora, estamos enfermos… ―susurra una voz lánguida.
―No le escucho bien. Repítalo, por favor.
―Nos ha sentado mal la cena. Apenas podemos
movernos… ―responde el murmullo.
―Dígame la dirección.
El técnico toma nota. Inmediato, contacta con
la policía y el SAMU.
―Posible intoxicación alimenticia ―dice a los
servicios de urgencia.
Un cuarto de hora más tarde. Los agentes de
la ley irrumpen en el adosado de Maju y José. El espectáculo es dantesco: seis
cuerpos yacen en el salón. Los médicos intentan la reanimación. Los padres
fallecen por parada cardiorrespiratoria. Los niños, logran superarlo. Los
trasladan de inmediato al Hospital Nueve de Octubre de Valencia. 72 horas
después, Chema y Francis, siguen en la UCI.
Apenas tienen contacto con el resto de la
familia; fragmentada por todo el
territorio español. La única visita: la abuela. Las autopsias de los padres,
revelan muerte por envenenamiento múltiple. Las toxinas estaban dispersas en
los alimentos. Un cóctel molotov para los estómagos. El sepelio es discreto. Vecinos
y allegados. La abuela, se yergue como tutora de ambos primos. Vivirán en el
fatídico adosado. Se le lava la cara y se redecora. La herencia es suculenta.
En la Nochebuena siguiente, el trío solitario cena tranquilamente y sale a
relucir el suceso...
―Chema, Francis, estoy muy orgullosa de
vosotros ―dice la abuela.
―Gracias “abu” ―contesta Chema.
Francis se levanta y le da un beso.
―Si no hubiera sido por ti, seguiríamos
siendo víctimas.
―Lo sé queridos. Tu padre ―señala a Chema― y
tu madre ―indica a Francis―, sufrieron abusos sexuales; ya lo sabéis. Es algo
que pasaba de generación en generación. Un protoplasma oscuro y asesino,
inmerso en los genes. Un tipo de inmoralidad repugnante, habitual en numerosas
familias. Sin embargo, es tan repulsivo que se tapa. Callé con mis hijos: mea
culpa ―se toca el corazón―. No podía hacer lo mismo con vosotros.
De los ojos arrugados de la anciana, resbalan
unos gruesos lagrimones.
―Te queremos mucho ―dice Chema.
Los nietos la abrazan.
―Cuando te ingresaron en la residencia,
temimos por tu vida ―sugiere Francis.
―Los tres sabemos por qué lo hicieron…
―argumenta Francis.
―Hijos, yo temí por las vuestras. Antes del
suceso y después… ―insinúa la longeva.
Ambos jóvenes asienten.
―Bueno, todavía no somos químicos como tú
―indica uno de los jóvenes.
―Os pasasteis con el veneno, ¡por casi la
palmáis como ellos! ―reniega la veterana.
―Seguimos tus instrucciones. Estaba todo
controlado ―finiquita Chema besándola en
la frente.
―Mi idea no podía
fallar; un envenenamiento encubierto por la ingesta de alimentos contaminados
es perfecta ―suelta la abuela.
―¡Fue magnífico “Abu”! Eres mejor que el
mismísimo Walter White ―dice Francis.
―¿Quién?... ―pregunta la yaya.
―Un personaje televisivo. Algún día te
pondremos la serie. Te gustará: es químico ―asevera Chema.
―¡Qué interesante! La veré con especial
atención ―dice la abuela tocándose la barbilla.
―Ahora, lo verdejamente importante es que
somos libres y mayores de edad ―sentencia Francis.
―Además, el caso está cerrado. ¿Quién iba a
sospechar de dos teenagers y una anciana? ―recapacita Chema.
―Exacto. Jajajaaa…
La triada poison,
se desternilla.
Segundo plato
Cuando hay hambre
todo es bueno
hasta el santo
se hace experto
Hanny subió los peldaños de la escalera de su casa, de
tres en tres. Estaba cansado de pelear, de soltar puñetazos, de robar carteras,
de ser el machito alfa de la pandilla callejera. Como cada noche, su madre le
había dejado preparada la cena antes de marcharse a trabajar: patatas con
judías. No había para más. Aunque siempre se acostaba medio vacío, aquel plato
era todo un manjar. Ella era la única que lo mimaba, que lo comprendía y que,
por ende, lo conocía.
Su padrastro estaba tirado en el sofá. Dentro
de un mar abominable de cervezas Aurum
de Caprabo, colillas de tabaco para liar y comida precocinada. Hacían las veces
de compañeros de su party inanimada.
Dormitaba con unos sonoros ronquidos de gorrino cebado. Estaba lo
suficientemente engrosado como para llevarlo al matadero. Hanny, no comprendía
qué encontraba su madre en aquel amasijo de tocino cuya única ambición era ver
los Reality Show televisivos entre
exabruptos y ventosidades para, después, entrar en su perpetúo delirium tremens.
Lo miró quisquilloso durante un buen rato
antes de calentarse el plato. Siguió observándolo, mientras devoraba con ahínco
la totalidad del hervido y rebañaba las sobras con rastras de migas. Sin
embargo, seguía hambriento. Así que tomó los instrumentos cárnicos de la
cocina; cuchillos bien afilados. Y le rebanó el pescuezo. A continuación, con
la templanza propia de un cirujano experto: lo troceó. Esa noche, tuvo segundo
plato.
Acto seguido, guardó los restos en el
congelador con bolsitas ex profeso para tales menesteres y etiquetas
identificativas de la parte conservada. Sabía que nunca volvería a pasar
hambre.
Trato sangriento
Locura o
banalidad
miedo a lo
desconocido o fatalidad
las hermanas de
la muerte
la mentira y la
verdad
El treinta y uno de octubre de 1999, en Longest Ville, preparaban el Halloween
como todos los años desde que se había construido la villa. Los padres
recorrían los pasillos del supermercado (carrito de compra hasta los topes) con
listas interminables. Las madres decoraban los hogares con ristras de
calaveras, arañas, monstruos, calabazas… Y ultimaban los disfraces de su
progenie. Los niños comían golosinas y preparaban el recorrido nocturno del
“truco o trato”. Todos estaban felices. La localidad era de ensueño; sus
sesenta y seis calles formaban unas cuadrículas perfectas. Rectas como una viga
de hierro colado. Los extremos colmados por rotondas de césped y flores.
Además, tenía un centro comercial, un cine, una sala de fiestas, varias
cafeterías, diversas tiendas con todo tipo de artículos, un hospital, un hogar
para veteranos de guerra, otro para ancianos y un parque de atracciones.
Longest Ville era un municipio
más de los que surcan todos y cada uno de los estados de USA; construidos en lo
alto de una pequeña colina para albergar a familias de clases media-alta.
Casitas de doble planta con buhardilla, garaje y trastero. Rodeadas de unos
metros de césped exento de vallas. Todas las calles mostraban una armonía cuasi
divina. Sin embargo, cada vivienda era de una tonalidad diferente. Ese era el
emblema que la distinguía de las miles de urbanizaciones prefabricadas que
salpicaban el macro país. En la calle principal, que partía en dos mitades
exactas la villa, aparecía una medianera fina y esbelta de cipreses enanos
recortados con una exquisitez demoniaca. En el número sesenta y seis, se alzaba
una vivienda rosa palo con techumbre castaña, preciosa. En ella vivían dos
hermanas de gustos opuestos: Meredith, una maestra retirada bastante excéntrica
que no soportaba los films de terror. Y
Helen, ama de casa, soltera acérrima y seguidora de cualquier documento
terrorífico que pudiera caer en sus manos. Ese día, ambas estaban inquietas
esperando las pillerías infantiles.
Eran las siete de la tarde, cuando el primer grupo de
monstruitos se echó a la calle para amenizar la fiesta. Cuando estaban a varios
metros de la casa rosa, uno de los chavales soltó:
—Dicen
que la Sra. Meredith se vuelve loca esta noche.
—Calla,
charlatán —inquirió el vampiro—. La Sra. Meredith, fue una buena maestra. Hay que respetarla.
Minutos
más tarde, llamaban a la puerta. Helen les dio la bienvenida ataviada con un
batín malva y gorro de bruja. Todos se echaron a reír.
—A
ver… ¿qué tenemos aquí? —preguntó la dama.
—“Truco o trato” —dijo el muerto
viviente estirando el brazo con el puño cerrado.
—Trato —contestó Helen arqueando una
ceja.
—¿Quién ha llamado Helen? —preguntó
Meredith desde la cocina.
—Son los niños, querida. No hace falta
que salgas, querida —contestó ella.
Pero Meredith ya estaba allí. Maquillada y
vestida como si fuera de fiesta. Sus cejas redondas, su nariz corta y
respingona; su boca, una línea cóncava carmesí; su cabello, bucles dorados
marcados por tenacillas. Era encantador verla arreglada. Los niños sonrieron y
Meredith, también. Inmediato, especuló
uno a uno sus disfraces.
—Muy bien. Tenemos a Drácula, a un
muerto viviente, una bruja guapa y un brujo feo, un gnomo, una vampiresa y… —su
rostro comenzó a descomponerse.
—Meredith, ¿qué te pasa? —preguntó
Helen con cara de susto.
Pero Meredith estaba al borde de un ataque de
pánico —chilló despavorida.
—Ha regresado a por mí —dijo gritando, antes
de salir corriendo como lama que lleva el diablo..
Los
niños, boquiabiertos, no sabían qué hacer. Helen les dio una bolsa de
chucherías y cerró la puerta. Inmediato, buscó a su hermana. Meredith estaba
escondida debajo de la cama chillando como una loca. Tuvo que armarse de
paciencia para tranquilizarla. Después, le dio unos sedantes y al final, la
dejó durmiendo.
En el
reloj de péndulo del salón, sonaron las tres de la madrugada. La tercera
campanada hizo que Meredith despertara. Estaba aturdida. No obstante, en unos
segundos reconoció la sintonía que escuchaba a través de la puerta. Era la
música que Charles Bernstein había
compuesto para el film Pesadilla en Elm
Street. La mujer, se deslizó por el suelo con sumo
cuidado. Giró el pomo de la puerta y bajo hasta la planta baja, descalza. Sin
hacer ruido. Se asomó al salón y vio que la película estaba comenzando, cerró
muy fuerte los ojos y volvió a abrirlos. Chilló desconsolada. Era un grito
desgarrador y terrorífico; el brazo de Helen, descuajado y ensangrentado, yacía
sobre la alfombra. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y siguió viendo el
horror que la rodeaba… Dedos, una pierna, sangre en las paredes y el tronco de
Helen sentado frente al televisor. Se acercó y volvió a bramar; junto al cuerpo
mutilado, yacía la cabeza de su hermana con un hacha incrustada. Los ojos
abiertos, azabaches y enormes que no dejaban de mirarla. La música irrumpió en
tono elevado. Ella comenzó a golpearse contra la pared, repitiendo:
—¡Es
una pesadilla! ¡Es una pesadilla! ¡Es una pesadilla!... —extática, sin poder moverse.
Unas garras afiladas salieron del televisor
como un enorme cangrejo que asía a su presa indefensa. Las manos, exentas de
piel, dejaban al descubierto los tendones de los antebrazos. Por fin, apareció
el rostro espeluznante del monstruo: Freddy
había regresado a por ella. Desgarró su cuerpo a fuego lento. Los bramidos
inhumanos se escucharon en toda la villa. Desde entonces, la casa número
sesenta y seis de la calle seis de Longest
Ville sigue deshabitada. Pero nadie pasea por los alrededores porque se
escuchan ruidos extraños. Y todos los Halloween se oyen los alaridos infernales
de las hermanas.
Un buen filetito
Solitario y
meditabundo
el hombre es lo
que es
quiere amor y no
lo tiene
sus manos se
convierten
Michael era un solitario. Siempre lo había
sido, de niño jugaba solo y de adolescente Clerasil-gafapastas-empollón,
también. Se había licenciado cum lauden
en neurocirugía por Oxford y dirigía el departamento de dicha especialidad en
el Hospital Monte Sinaí. Cuarentón, bien parecido y soltero: un buen partido.
No había tenido tiempo de buscar novia, hasta que conoció a Kathy. Una
pelirroja veinteañera que le hizo enloquecer.
Decidió abrir un blog ―bajo pseudónimo y
avatar― en el que escribía lo que sentía por la excelsa joven: su amor
platónico. Pasado un tiempo, empezó a desearla. Por lo que decidió tomar los
servicios de profesionales del sexo que la suplantaran. Tenían que ser
pelirrojas o utilizar una peluca de dicho color. Sin embargo, no terminaban de agradarle.
Optó por masturbarse delante de las cientos de fotografías que había tomado sin
permiso de la joven. Cuando comprendió que nunca sería suya, volvió a la
soledad impertérrita de su juventud. Comenzó a escribir relatos góticos que
finalizaban con gore hard: Kathy
debía morir. Un día, mientras estaba cenando frente a su Samsug LC de 52’ se
entretuvo con Oliver Twist ―versus Polasky―. Le llamó la atención un
diálogo entre los niños del orfanato:
―Por favor, Toni, deja de pasear que los demás tenemos
sueño ―decía Oliver.
―Es que tengo hambre ―contestaba Toni.
―Todos tenemos hambre ―sugería Oliver.
―Sí. Pero yo tengo miedo ―insinuó el amigo.
―¿Miedo a qué? ―preguntó Oliver.
―Miedo a comerme al que tengo al lado.
Desde esa noche, Michael se obsesionó con la
antropofagia humana. ¡Hasta Dickens la menciona! ―se dijo a sí mismo―. Entonces, comenzó una investigación
exhaustiva de la misma. Desde el homo
habilis hasta el sapiens. Pasando
por las frases populares: “que niño
tan rico, me lo comería”. O los psicokiller que prueban cachitos o cachotes de
su víctima. Recordó el anuncio en alguna red social: “se necesita víctima para
ser devorada”. Y la hubo. Por último, repasó el celuloide: Hannibal, Viven,
Ravenous… Ante tantas historias (verídicas o ficticias) que hablaban de la
antropofagia, distinguió dos grupos: el canibalismo por necesidad y el snob o
enfermizo. Se dijo a sí mismo que todos éramos mamíferos. Y, como tales,
necesitamos devorar a nuestras presas. Entonces ¿por qué no comer carne humana?
Dicho y hecho. Se fue al espejo, se anestesió el brazo y se cortó un trozo de
antebrazo.
―Mmm… ¡Qué rico! ―se dijo así mismo cuando lo
saboreaba a lo bávaro―. Mañana mismo secuestro a Kathy y la despedazo. Así la
poseeré para siempre. ¡Seguro que está buenísima! Je, je, jeee…
Sobre la autora
Anna Genovés es diplomada en Magisterio y Licenciada en Historia Antigua, y, en Arqueología y Prehistoria por la
Universidad de Valencia.
Desarrolló gran parte de su trayectoria profesional
trabajando como profesora de Sociales en diferentes IES y colegios públicos y/o
privados de la Comunidad Valenciana. Así mismo, siempre ha estado vinculada a
la formación de adultos. Por otro lado, trabajó en RTVV, y, en ocasiones, ha
ejercido de monitora deportiva y encargada de moda.
La autora escribe
desde la infancia, tiene publicadas en Amazon (formato e-book y papel), las
novelas Tinta Amarga, Las cicatrices
mudas y El Legado de la Rosa Negra.
Amén del libro de relatos, La caja
pública | relatos. El poemario Pasillos
nocturnos y el libro de relatos eróticos: Erotika. Asimismo, ha trabajado en distintas publicaciones editoriales:
Aldea poética VI, Cachitos de amor II,
Bovary 21, La zona muerta… Colabora en diversas plataformas digitales: Diario El Cotidiano, Canal Literatura.
Tinta
amarga y Las cicatrices mudas,
forman parte de la serie: thriller neo-noir, de la autora.
©Anna Genovés
Publicado en este blog el 9 de agosto de 2018