La verdadera Pulgarcita
Flor
que pierdes tus hojas
a
cada instante del día,
ausente
del peligro que te rodea
y
que acabará con tu vida.
Carmela siempre había deseado tener
una niña de cabellos trigueños, una niña preciosa que endulzara su acostumbrada
e insípida vida. Era creyente, y parece ser que los querubines celestes le
otorgaron su pretendida aspiración. Un cálido día de primavera temprana, cuando
los almendros piaban floridos como perlas nacaradas, su preciada muñequita
nació. Era un bebé diminuto y agraciado, con ojos verde oliva, piel sonrosada y
hermosa cabellera dorada. Carmela, recordando sus cuentos de niña, decidió
llamarla “Pulgarcita”.
Cuando la pequeña comenzó a ir al
jardín de infancia, su estrafalario nombre le acarreó verdaderos quebraderos de
cabeza. Sus compañeros, niños como todos los niños y crueles en su inocencia,
se burlaban de ella:
—¡Te llamas como la niña del cuento
que nunca crecía! ¡Te quedarás pequeña y bajita, y nadie te querrá! —le
repetían una y otra vez.
Pulgarcita comenzó a odiar a su madre,
esa señora rechoncha y desaliñada que había decidido convertirla en el
hazmerreír de toda la escuela y de todo su entorno por el resto de vida que le
quedara. Desde ese momento se aferró a su padre, un taxista solitario y
taciturno, como quien se amarra a un escollo protuberante en medio del gélido
océano. Su desidiosa existencia transcurría envuelta en la burbuja de plexiglás
enmarañado que había creado a su alrededor, a la espera del retorno de su
idolatrado papá.
Por la noche, cuando Juan aparecía en
casa medio beodo y sin ganas de soportar el pegajoso y soporífero cuerpo de su
esposa, entraba en la habitación de Pulgarcita y pasaba el resto de la opacidad
entre los pequeños brazos de su luciérnaga encendida. Juan adoraba a su párvula
heroína, la veneraba tanto que comenzó a proferirle excesivas caricias.
Carmela, en uno de sus yermos sueños, despertó, y horrorizada descubrió que
Juan y Pulgarcita se entendían a la perfección. Era tan pequeña y tan cándida
que otorgaba a papi todo lo que éste le pedía: danzaba desnuda para él y
después acariciaba su velludo cuerpo con su larga y hermosa cabellera.
Todo, todo lo que Juan le rogaba se lo
concedía con el amor que le profiere una enamorada a su enamorado. En su mente
de chiquilla, la normalidad de sus actos era tan inocente como sus juegos de
muñecas y sus cocinitas de plástico.
Carmela, la noche que se percató del
incesto que se cometía bajo su techo, calló. Enmudeció como una pieza inacabada
de mármol barato que se ve retirada a un oscuro rincón por sus propios defectos
y sus propias taras. No dijo nada a nadie. Avergonzada y entre sollozos regresó
a su desvalijado camastro para postrarse en él hasta el amanecer. Dormitó
apesadumbrada y con el alma en vilo, y cuando se hizo la hora de despertar a
Pulgarcita y llevarla al colegio, lo hizo de igual manera que el día anterior y
el antecesor a este: cara larga y beso escueto en la mejilla al dejarla tras la
cancela de forja del colegio público al que acudía.
La niña, muy al contrario de las
chácharas de mal gusto de sus compañeros, se hizo esbelta y grácil como una
bailarina. Su amor la estaba convirtiendo en una linda señorita, anhelada hasta
por los púberes más díscolos de la barriada. Ella no miraba a ninguno de sus
pretendientes; poco le importaban otros hombres cuando tenía al suyo justo
donde quería: en su propia casa. Y su madre, silenciosa y licenciosa como una
pétrea roca, no se inmutaba por nada…
Seguía consintiendo el vicioso
jugueteo como si no supiera lo que sucedía. Pulgarcita y Juan creían que su
secreto estaba a buen recaudo. ¿Quién iba a pensar que Carmela lo sabía? Y la
madre, cómplice hasta la médula de aquella atrocidad, seguía los rituales de su
corrompido esposo y su incauta muñeca, en silencio y a escondidas, sin perder
detalle de los espeluznantes hechos.
Una mañana, una de esas escasas
alboradas en las que Juan se había dejado caer sobre el lecho conyugal, una
angina de pecho acabó con su vida, para asombro de su gurrumina esposa y
desgracia de su venerada hija. Pulgarcita creyó morir junto a él. Su endiosado
papá había perecido y la había abandonado con la desquiciada de su inmensa mamá
y sus continuas e imaginarias patologías.
El entierro, repleto de compañeros de
trabajo, estaba inundado de quejumbrosos lamentos y constantes discursos sobre
la integridad de ese hombre tan bondadoso que todos apreciaban y que casi
ninguno conocía. La hipocresía reinaba como en cualquier otro sepelio. La
viuda, enfundada en luto riguroso, consolaba a su hija, quien, como una
plañidera desconsolada, no dejaba de proferir perennes gemidos.
—¡Pobre niña! Estaba tan unida al
bueno de su padre que está rota de dolor. Lo echará de menos durante mucho
tiempo —se oía decir entre la muchedumbre.
—Menos mal que Carmela es toda una
madraza —aseveraba otra participante.
Y así, entre frases teatrales llenas
de equívocas palabras que nadie dudaba porque no conocían las verdaderas
costumbres familiares, terminó la llorada inhumación del santo Juan, taxista
insociable de profesión y pedófilo oculto de hobby.
Y los años pasaban cogidos del brazo
como un rosario de cuentas de azabache, exento de final. Pulgarcita seguía con
su fijación por los hombres maduros, enjutos de piernas e hinchados de panza,
con cabellos castaños y ojos marinos, como los de Juan. Y cuando encontraba
alguno con el parecido suficiente como para inspirarle algún tipo de pasión a
su retorcida mente, le daba igual tanto su estado civil como su estado
psíquico. ¡Todo en el varón elegido era perfecto!
Rondaba como una gata en celo hasta
atraerlo a sus redes, para luego entregarse a sus caprichos como una experimentada
meretriz de la antigua Roma. Como una cortesana cuyos placeres carnales son
meros pasatiempos de ignoto y, a veces, placentero final.
Y por fin encontró lo que tantos años
había buscado: un gemelo de su padre, un Juan hecho a imagen y semejanza de su
querido papá, con apetencias libidinosas que también diferían de las
habituales. De nombre José, le gustaban las prácticas sadomasoquistas y la
escoptofilia. Pulgarcita, encantada con sus nuevas experiencias, creyó que,
pasado el tiempo de las diversiones pasajeras, él cambiaría y se dedicaría a
ella en cuerpo y alma, sin compartirla con nadie más. Nada más lejos de la
realidad y de las aspiraciones de José, que la engatusaba con amores únicos y
eternos para que sucumbiera a sus depravados apetitos; y luego, subyugada y
humillada hasta cotas indecibles, la abandonaba como a un despojo que no merece
ni el saludo de un antiguo conocido. Porque en las épocas baldías entre los dos
amantes, cuando José se cruzaba en su camino, no le profería ni los corteses
buenos días que toda persona merece.
Era así de irrespetuoso y
desagradable, pero Pulgarcita veía en él al príncipe de sus lúgubres y
fantasmagóricos sueños. Y una vez tras otra, José la seducía, y Pulgarcita caía
en su trampa, obsesionada con tenerlo solo para ella y crear junto a él ese perfecto
hogar con el sello perpetuo de la Familia Addams que tanto añoraba.
Algún conocido que la apreciaba de
verdad le recomendó la ayuda de un especialista; pero Pulgarcita contrajo un enfermizo
amor por los gatos y se conformó con los Orfidales que el médico de cabecera le
recetaba a tutiplén como si fueran gominolas; llegó a cocinarse verdaderas
tortillas de benzodiacepinas que conseguían apartarla, momentáneamente, de sus
interminables y desbarajustadas obcecaciones.
Todo le daba lo mismo: le daban igual
las llagas excretoras de su voluminosa y sudorosa madre, la interminable duda
laboral, la tristeza que la invadía en las jornadas con oscuros nubarrones, los
ruegos de un antiguo compañero para que se citara con él, el ruido bullicioso y
desorbitado de su desconchado vehículo, los cotilleos de las vecinas cuando
tomaba el sol en la terraza como Eva en el paraíso, y el retorno de un lloroso
José suplicándole otra oportunidad.
Todo le daba lo mismo, excepto la
congregación de felinos hambrientos que alimentaba como si fuera la ‘mater
amantísima’ que cría a sus hijos, sus juguetes infantiles, y sus recuerdos de
niña danzante entre las piernas desnudas y el miembro erecto de su deseado
profanador. Después de percatarse de que todo era inútil, de que todo seguía su
consabida rutina, volvía a lo de siempre: a sus estrepitosas voces con la
infame de su madre, a sus revueltos de Prozac del malo, a sus quejumbrosos
lamentos por sentirse caduca y eremita, y a sus refriegas con el sucedáneo de
turno.
Pulgarcita, la bien amada de su bien
amado padre, la bien mimada y minada por sus continuos toqueteos; la
nauseabunda y vil Pulgarcita que, por el odio que sentía hacia ella misma y
hacia la ausencia de su idolatrado amor, deseaba el mal a todo aquel que osara
disgustarla, continuaba con su distorsionada existencia. El monstruo que Juan
había creado y Carmela había permitido, eternizaría su ‘modus vivendi’.
Carmela, enferma y marchita, empieza a
agonizar entre los charcos de sus propios excrementos. Entonces, no puede
evitar hacerse una y otra vez las mismas preguntas: ¿hizo bien en administrarle
a Juan esa inyección letal que le provocó un infarto sin huella aparente, o
debió permitir que la existencia de su muñequita transcurriera de la misma
forma que había comenzado?
¿O quizá su permisión la dejó
demasiados años entre los escabrosos tentáculos de ese leviatán que la
utilizaba por mero placer? Carmela se encuentra sumergida en un maremágnum de
incertidumbres sin respuesta que la llevan a creerse la más culpable de todas
las féminas que caminaban sobre la Tierra. Malhechora no por ser la asesina de
su indecoroso marido, sino por haberle sesgado la vida demasiado tarde; por
haber permitido que su angelito blanco se tiñera de negras fauces, por haber
permitido que su muñequita de cristal inmaculado se convirtiera en una
inescrutable roca de retorcidos matices.
Con estas reflexiones en mente,
Carmela decide sentar a Pulgarcita frente al sillón que la mantiene erguida
cuando no está postrada en la cama. Desea contarle la verdad, desea que
descubra de sus propios labios lo que hizo años atrás. Que sea consciente de su
permisión por el amor que los envolvía, y de su homicidio, al ver que aquello
no podía acabar bien. Que sea Pulgarcita quien la juzgue antes de fenecer. Sabe
que sus días están contados, es algo que los seres humanos intuimos por la
hedionda fragancia que desprende nuestra piel cuando se está corrompido por
dentro, cuando la expiración está cercana y la muerte ronda nuestros pasos como
un buitre que vuela raso sobre el cuerpo desmadejado de su víctima.
Pulgarcita regresa del trabajo
eventual como administrativa del INEM, conseguido gracias a los arrumacos
proferidos al sesentón de turno, cuando escucha el gutural timbre de voz de su
agónica madre:
—Pulgarcita, niña mía, quiero hablar
contigo.
—Dime, madre, ¿de qué se trata?
—Quiero hablarte de la muerte de tu
padre.
—¿Y qué tienes que decirme?
—Que yo lo maté.
—¿Cómo te atreves a insinuar algo con
tan poca gracia? Voy a llamar al doctor, la nueva medicación te sienta
mal.
—Nada de eso. Sé muy bien lo que digo.
Lo mismo que sé los entretenimientos que tenías con tu papi del alma. Sí, no
pongas esa cara de alucinada. Sé que Juan y tú manteníais relaciones sexuales,
casi desde que eras un bebé.
—¡Estás loca!
—Por
desgracia, nada más lejos de la realidad. Y por favor, cálmate, hija —sugiere
la madre al ver que el escote de Pulgarcita adquiere un matiz carmesí—. Lo
descubrí una de esas noches en que el sueño es tan ligero que el menor ruido te
desvela.
—¡No sabes lo que dices! —aúlla
Pulgarcita.
—Miré el reloj y me extrañó que tu
padre no estuviera en la cama, así que me levanté… escuché voces y fui a tu
habitación.
—¿Y qué? —contesta Pulgarcita, algo
más calmada.
—Que ahí estaba mi princesita, como un
duende de larga y volátil cabellera, volteando su desnudez sobre el asqueroso y
velludo torso de papá.
—Papá no era asqueroso. Papá me quería
más que nadie, mucho más que tú. Muchísimo más.
—¿Y por qué crees esas cosas, mi
mariposilla de alas cortas?
—¿A qué vienen esas lisonjas que nunca
me has dicho?
—Porque ahora veo la verdadera esencia
del agraciado engendro que creamos entre tu padre y yo.
—Pues yo no me veo ni tan rara ni tan
horrible, a no ser, claro está, por ese maldito nombre que me impusiste cuando
nací, y del que no me dejaste desprenderme cuando me confirmé. Por lo demás,
soy completamente normal… lo que hacíamos papá y yo está dentro de los
parámetros costumbristas entre padres e hijas.
—¡De eso nada! Yo lo permití por
vergüenza y por lo mucho que le querías… se te veía tan feliz —dice Carmela con
ojos soñadores.
—Y lo era. Nunca he sido tan feliz
como entonces, y tú eres la culpable de todas mis desdichas. ¡Maldita seas,
madre! ¡Maldita tu insensibilidad y tu cobardía! Si tanto me querías, ¿por qué
no impediste que mi inocencia se viera truncada por un amor enfermizo?
—Porque no sabía qué hacer.
—Pues cuando todo estaba perdido, sí
supiste cómo actuar.
—Llegó un momento en que las cosas se
torcieron tanto que tuve que intervenir.
—Y solo se te ocurrió matarle cuando
lo amaba más que a nada y a nadie en el mundo.
Pulgarcita se levanta y sujeta los asideros
del sillón de Carmela, una mujer intranquila que, tragando saliva, relata la
historia y contesta a sus preguntas. La hija, despiadada como un ángel caído
recién llegado del fuego, la vigila con una mirada dañina y cargada de odio.
—Por eso mismo tuve que hacerlo, por
eso mismo, mi amor.
—¡Tu amor! Tu amor quedó encerrado en
lo más profundo de tus entrañas, por eso ahora se desborda y te mata como a una
rata.
—¡Eres cruel!
—No más que tú lo fuiste. Soy lo que
vosotros creasteis. Soy vuestra querida Pulgarcita, la de los cabellos de oro y
la mente retorcida.
—Por favor, no digas eso. Aún estás a
tiempo de recuperar tu vida.
—¿Sí? ¿No me digas? A los cuarenta y seis
años voy a recuperar mi adolescencia y mi juventud. Hogaño, con la
premenopausia, podré alumbrar a un hijo que reciba el amor que yo merecía. Ese
que merecemos todos los hijos y que yo no obtuve de ninguno de vosotros.
—Hija, yo…
—¡Calla, vieja moribunda! ¡Vas a
recibir lo mismo que mi idolatrado padre! ¡Vas a recibir la inyección del
perdón! Esa jeringuilla de cristal que guardas en tu valiosa caja de caudales
desteñidos, y que ahora he descubierto su razón de ser. ¿Verdad?
—Sí. Es la que le inyecté, repleta de
aire. La que clavé en su obscena yugular.
—Pues de igual forma y en el mismo
lugar vas a recibirla tú. Para que veas que te aprecio, sesgaré tu vida del
dolor que te producen las pústulas que llagan tu cuerpo.
—Hija, perdóname.
—¿Que te perdone? ¿Que perdone lo
imperdonable y la vida que no he vivido y que nunca viviré? ¡Jamás!
—¡Apiádate de esta pobre enferma!
Termina con mi sufrimiento, pero antes… perdóname.
—¡No! Morirás culpable y sin perdón.
Pulgarcita, con toda la parsimonia del
mundo, se encamina hacia la habitación de su madre, abre su joyero y ve la caja
de cartón rectangular color verde esmeralda en la que puede leerse, en negro y
con letras Times New Roman: Inyectable para uso profesional. Abre la tapa y
desempolva la jeringa de cristal; al lado, una aguja extra larga. De inmediato,
vuelve con su descomunal y amadísima ‘alma mater’: Carmela.
—Hola, madre. Mira lo que traigo en
esta exquisita bandeja de plata barata: tu inyección y tu aguja. ¿Cómo lo
hiciste, dime? Deseo que todo suceda igual.
Carmela sigue impávida, medio
reclinada sobre el costado derecho y en la misma posición que Pulgarcita la ha
dejado.
—Lo hice sin más. Coloqué la aguja en
la jeringa y, después, despacio, muy despacio, fui absorbiendo el aire que la
rodeaba hasta completarla de oxígeno. Seguido, miré a tu Juan, que yacía como
un cerdo denodado, panza arriba y boquiabierto. Luego, se la clavé en la vena
cava, a la altura del cuello. Un simple pinchazo que el forense pasó por alto,
pues estaba claro que el infarto le sobrevino por su adicción al tabaco y al
alcohol.
—Por supuesto. ¡Quién iba a pensar
otra cosa!
—Cierto. Y con la misma lentitud con
que la había cargado, la introduje en su yermo cuerpo. A continuación, la
guardé donde tú la has encontrado y me acosté a su lado. El resto ya lo sabes…
mi cara de desconcierto, mis hipócritas lloros y mis enlutados atuendos por
tres interminables y consecutivos años.
—Eres una actriz excepcional. Por eso
mismo seguiré tus pasos y nadie sospechará de mí.
Pulgarcita carga el inyectable con la
atmósfera enrarecida que rodea el salón y lo clava sin piedad en el voluminoso
cuello de su madre. Antes lo acaricia para cerciorarse de que la vena está
precisamente donde tiene que estar, bajo esa capa de brutal grasa que medio la
oculta. Carmela se deja querer. Desea acabar con rapidez.
Al instante, su cabeza se descuelga
hacia el lateral y, tras unas pequeñas sacudidas, se paraliza por completo. Los
ojos abiertos y la mirada vidriosa avisan de su muerte. Pulgarcita sonríe,
macabra. A continuación, esconde lo que puede levantar cualquier tipo de
sospecha y comienza a gritar. Sale chillando a la calle y cae en la puerta de
la vecina justo cuando ésta la abre para ver qué sucede.
—¿Qué te
pasa, niña?
—Ma… mamá —dice señalando su casa.
El día está opaco y gris, y Pulgarcita
no deja de sollozar: se encuentra deprimida, como todos los días que amanecen
velados. Pero en este caso le viene de perlas para ser la perfecta hija
apesadumbrada por el fallecimiento materno, su única familia, su único amor.
El sepelio, sencillo y privado, en el
que tan sólo las vecinas cercanas acompañan al féretro, culmina con el desmayo
repentino de la pobre princesita de cabellos dorados. Pulgarcita termina por
convertirse en una asceta en su sórdida y tenebrosa casa. Encerrada entre sus
paredes mohosas y sus aullantes gatos que la siguen a todas partes.
Su rostro se va cubriendo de arrugas,
su cuerpo va perdiendo turgencia y sus cabellos, espesura. Pero ella, cuando se
mira al espejo y baila desnuda sobre la cama repleta de peluches, se ve
idéntica a la angelical y venerada niñita de Juan. Y de la misma forma la
encuentra el policía local que derriba su puerta, alertado por las vecinas que
hace días que no la ven: despojada de cualquier tipo de ropa que cubriera su
ajada hechura.
Sobre un lecho cubierto de juguetes y
gatos ronroneando, su quilométrica y cenicienta melena deja entrever grandes
claras por toda la cabeza, y sus cuarteados pellejos cuelgan a lo largo de su
descarnado cuerpo. A un lado, un pequeño diario abierto junto a una pluma Scheffer
modelo PFM que pende de su mano. En su cerúleo rostro, una tierna e imborrable
sonrisa denota su felicidad. Las últimas frases escritas: La verdadera
Pulgarcita regresa con papá.
©Anna Genovés — enero 2000
🖋️ Nota editorial Este texto ha sido
revisado gramaticalmente por Copilot —en noviembre de 2025—, asistente
literario de Anna Genovés.
✒️ LA VERDADERA PULGARCITA. Es un relato de realismo sucio gótico. Un relato
oscuro y visceral
⚠️ Contenido sensible: abuso, incesto,
muerte.
📖 Ya disponible en el blog.
🕯️ Lee. Siente. Exorciza.
📸 Imagen: yo, en la piel de
Pulgarcita.
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