Calles malditas
Calles malditas
Estaba frente a la
caja tonta; los ojos comenzaban a cerrarse y el sueño a invadía mi cuerpo, se
me ocurrió hacer un poco de “zapping”. En La
Cuatro TV, comenzaba Callejeros. Adiós al
duermevela. Durante unos intensos y fructíferos minutos, los ojos se me
abrieron como platos y me quedé amarrada a esa pantalla con iconografía y
testimonios sobrecogedores. El documento no era para menos. Estaban hablando
del suburbio más delictivo del puerto de Santa María de Cádiz: la barriada de
José Antonio.
***
La reportera
entrevistaba a uno de los muchos yonquis que a plena luz del día, iban a pillar
y a colocarse en los escondrijos de la barriada de San José Antonio del puerto
de Santa María de Cádiz; calle del Desengaño, del Doctor Fleming y del Doctor Pasteur.
Hablaba con una chica que dijo tener secuelas por los abusos sexuales y
psicológicos que había sufrido, desde los nueve años. Se levanta su roída
camiseta para decir que, desde entonces, sus pechos siempre habían supurado
leche… ¡Coño! se aprieta el pezón y, ¡cierto!, un líquido pastoso y blanquecino
hace aparición en ese pellejo que pende de esa esquelética hechura que dio de
comer a algún desnutrido churumbel.
Después, tomaron
contacto con otros parias de la sociedad: un grupo de ex heroinómanos que
estaban enganchados al chapapote.
Chapapote: dícese, en el
leguaje de los desheredados “typical spanish”, a la cocaína que se extrae del
rascado de las pipas utilizadas para “colocarse” con tan tentadora sustancia.
Una enjundia negra y dura que se vuelve a fumar y que, según sus aficionados:
sube antes y coloca más. Estaban en una especie de nave encalada con arcadas
inmensas; abierta al exterior por vanos interminables en la parte superior, y a
la que se accedía por una cancela metálica verde hoja. No existía suelo; estaba
enterrado entre los deshechos infectos de sus asiduos: bolsas de basura y ratas
más grandes que Bugs Bunny. Era
una antigua bodega que hace las veces de templo de esta particular droga made
in Spain.
Cuando se encendieron
la pipa, la reportera tosió, el conjunto se tornó más íntimo, y comenzaron a
contar historias… Uno de ellos —dijo— que tras un desencuentro amoroso se fumó
el coche, el oro, el piso y hasta la vida propia. Continuó a lo Séneca
especificando que cuando los valores se pierden, la vida no importa. Otro de
los desdentados, mostró su tobillo derecho: todo él como un armazón de roca por
los pinchazos que se metía. Seguido, sacó su miembro —un glande marchito y
desfigurado— y contó que era el mejor sitio para inyectarse sin levantar
sospechas. Un día se le infectó un pico y por casi se convirtió en eunuco. La
entrevista se cerró con el “abre camino”; los cronistas se despidieron y el más
silente de todos, fue haciéndoles huecos entre la mierda y los roedores que
acampaban a sus anchas: “no te preocupes. Es por si salta una y te muerde la
pierna” —le dijo a la periodista.
Pero la vida seguía
en la barriada periférica del puerto de Cádiz. A media tarde, los reporteros se
dieron una vuelta por un albergue que repartía metadona, comida, medicamentos,
duchas calientes y ropa… Después, pasaron por el mercado de la Concepción,
repleto de vida; con marrajos descuartizados y vendedoras de hierba buena
bailando por soleares… Inevitable, hacer un alto en la parada de una de las
mejores churreras de España. Cerca, un grupo de vendedores ambulantes
(gitanos), hablaban de los calientes que eran: “en la vida lo que importa es
follar a todas horas…” —dijeron ante la atónita mirada de los cámaras.
A posteriori,
visitaron un cuchitril habitado por dos mujeres. Eran felices de vivir en el
Puerto de Santa María, sólo sentían que el cabeza de familia desapareciera en
2009 sin dejar rastro —aseguraron—. La esposa, con carencias psíquicas, se
sentía dichosa porque se le había aparecido la virgen y el mismísimo Jesús.
Minutos más tarde, concomieron al “guapo” del barrio: un “mascachapas” ciclado
(al estilo Cristiano Ronaldo pero en cutre) que mostró sus grotescos tatuajes y
dijo vivir como el “Maharajá de Caputela”.
La luna se alzó en el
firmamento azulino y limpio cuando el equipo de Callejeros entró en una de las cien viviendas
sociales del barrio: una casa humilde y aseada. Ocupada por dos personas tan
normales como lo somos tú y yo o la vecina de enfrente. Las señoras, quisieron
mostrar a los periodistas lo que vislumbraban a la luz de las escuetas farolas,
cada noche de sus acongojadas vidas. Señalaron una esquina, dónde se
amontonaban la basura y los meados. Varios tipos se encaminaron a dicho tramo y
defecaron como si fuera el mismísimo WC de su casa.
Un furgón de los
“nacionales” se apeó en un extremo; minutos de incertidumbre… Los maderos,
cautelosos —cómo no— se dieron a conocer, pidieron las identificaciones y se marcharon.
Inmediato, reapareció el grupo de segregados (a lo de siempre), a vender droga
o a fumarla, a beber la litrona o a comenzar una reyerta. Se escucharon
amenazas de muerte mientras las ratas saltaban libres como chicharras entre la
podredumbre.
***
Acabado el programa,
me fui a la cama sobrecogida por las imágenes que había visto. Mi lecho —limpio
y hermoso— con sábanas de Benetton y manta Paduana, me arropó. Una cadena
desbocada de clichés, se sucedieron en mi mente; aparecieron los fotogramas de Callejeros. Uno consecutivo e infartante con el
siguiente y, de repente, mi lucidez me transportó a un episodio de The Wire. Ése en el que Bubbles pasea su carrito en la nocturnidad
de las Baratas… Una ráfaga luminosa y cerebral
superpuso las secuencias. Apenas distinguía lo ficticio de la realidad. Mis
ojos se llenaron de lágrimas. Me perdí en la oscuridad de mi alcoba con un
único y terrorífico pensamiento: lo que acababa de ver formaba parte de eso que
llamamos primer mundo, de occidente, de mi país, de mi querida España.
Anna Genovés
05/11/2011