El tiempo muere
El tiempo muere
El tiempo muere cada día, distorsiona la
mente de quien lo mira. Las entrañas traspuestas en una noche marchita. Los
cuerpos hinchados en una mañana vivida. Da lo mismo un falo que una vagina, un
árbol que una flor. Un hombre joven o una mujer caduca. Las horas se suceden y
seccionan tu carótida. El humor se diluye en las botellas de alcohol, en los
somníferos que consumes para olvidar el adiós, en los aperitivos que no tomas,
en los libros que nunca lees. Las nubes llueven fuego y los glaciares se
incineran. En lo alto de las montañas está la tierra. En el fango el aire cálido
surca los rostros. Seres inanimados que poseen tu mente, tu cuerpo, tu todo.
Cibernética que descuaja identidades, supuran los hematíes por las pantallas de
látex. Pitillos que son colillas en labios agonizantes. Semen que cubre la
semilla, sin fruto que lo mima. La vida se apaga en un lunes maltrecho, un
martes que huye, un miércoles que deflagra, un jueves que golpea, un viernes
que llega, un sábado que te ama y un domingo que te degüella. El mundo es un
engaño recubierto de oropel. El anciano es un niño con cara de pena. El helado
se derrite sobre la acera; resbala la crema hasta la alcantarilla. Abajo
esperan bocas que no son vistas. No existe nadie: es una pesadilla; un mal
sueño. Tu mente hace aguas como un barco que naufraga en medio de un océano
helado. La sangre no fluyen por las venas: las arterias son de caramelo,
quieres lamerlas pero se van con el viento. Y te quedas en una esquina sin tus
tebeos. Apuestas a la loto y a la quiniela. Tus manos quedan vacías, tus pies a
la espera. Te levantas una mañana, sin rostro en el espejo. Te levantas y huyes
de ti mismo sucumbiendo al agujero. Allí nadie te lastima, nadie te miente. Estás
dentro de una cuna de roble con símbolo de hierro. En un monte: el camposanto.
Tras una lápida con tu nombre: eres un muerto.
©
Anna Genovés
06/12/2013