El día que conocí a Bowie
El día que conocí a Bowie
Cuando llegaba del colegio hacía los deberes lo más rápido posible para bajar a casa de mi prima. En casa vivía en un baúl pretérito donde las risas no existían y las modernidades eran trasparentes. Ella, por el contrario, gozaba de todos los caprichos del mundo. Se reunía con su pandilla y fumaban, bebían, se abrazaban, escuchaban música...
Cuando llegaba del colegio hacía los deberes lo más rápido posible para bajar a casa de mi prima. En casa vivía en un baúl pretérito donde las risas no existían y las modernidades eran trasparentes. Ella, por el contrario, gozaba de todos los caprichos del mundo. Se reunía con su pandilla y fumaban, bebían, se abrazaban, escuchaban música...
El día más especial de mi juventud, fue la tarde que escuché por primera vez Ziggy Stardust. Oí la melodiosa voz de DB y me senté en el sofá. No di ni las buenas tardes. En concreto sonaba la canción Soul love, y, literalmente me enamoré. Fue amor a primera vista. Recuperada del shock tomé el LP y miré la figura del Duque blanco; no tenía ni idea de quién cantaba con ese timbre tan envolvente enmarcado por acordes rock/pop de lo más in. La portada me impresionó y Bowie, también.
Pasaron varios años hasta que pude recopilar parte de su vida y coleccionar sus discos. Descubrí que era un londinense rebelde, vividor, fumador, bebedor, drogata, bisexual.... un sinfín de laureles poco recomendables para puritanos y muy apetecibles para todo aquel que desee experimentar. Con todo, la vara que ceñía mi cuerpo, era un junco: moldeable para arrebujar mi organismo y fuerte para no dejarme escapar. Así que, ya que carecía de esa libertad anhelada, decoré mi habitación con mis ídolos. Ese cantante descarado y estrafalario, tenía una voz tan sensual que me hacía volar. Si alguien se pregunta cómo era la habitación de una adolescente de barrio obrero allá por los 80, aquí tiene la respuesta...
Mamá no tuvo consideración con el póster central de mi santuario en el que aparecía DB durante el concierto del Murrayfield Stadium de Edimburgo (1983), textualmente, le cortó la cabeza. A ella solo le importaba su princesa. Sí, esa chiquilla vestida con mallot negro y calentadores rayados, soy yo. Siempre fui muy danzarina, y, cuando tuve ocasión, me subí al carro de la movida valenciana. Bailé hasta la extenuación las canciones de mi divo. Primero, en casa. Después, en diferentes discotecas... Chocolate, Barraca, Spook Factory, Distrito 10, Un Sur, Triplex...
Demasiados años vividos
demasiadas sonrisas olvidadas
demasiados recuerdos en el aire
demasiadas ilusiones perdidas
demasiadas novelas escritas
demasiados poemas echados al mar
demasiadas novelas escritas
demasiados poemas echados al mar
demasiadas mentiras
demasiada verdad.
Bowie era todo lo que se ha dicho y más, mucho más: un héroe con iris bicolor que venía de las estrellas y que antes de bautizarse como outsider vio a una chica china con un perro de diamantes y decidió convertirse en un joven americano que te invitaba a bailar para que Sakamoto no se enamorara de él por Navidad ni Catherine Denevue lo ansiara dentro y fuera del laberinto antes que la realidad del nuevo día trasmutara en estrella negra. Bowie se ha ido, pero su legado nunca perecerá.
Voy a despedirlo tal como lo conocí esa tarde en la que el mi alma se enamoró de su voz penetrante y su personalidad camaleónica.
Hasta siempre, genio.
©Anna Genovés
11/01/2016
Revisado en 2020
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