Coronas sin agua
…“Él era sociable, un «jefe nato». Ella no y renunció a intentar serlo. Y
así, por caminos bordeados de tiernas miradas y con una fidelidad íntegra y
total, comenzaron a discurrir sus sendas separadas, la de él, una senda
pública, una marcha de satisfactorias conquistas; la de ella, una senda
apartada y solitaria, que eventualmente recorrería los pasillos de hospital.
Pero no carecía de esperanzas. La fe en Dios le daba fuerzas y, de vez en
cuando, acontecimientos terrenos complementaban su fe en su infinita
misericordia: leía acerca de un milagroso medicamento, oía hablar de una nueva
terapéutica o, como acababa de ocurrir, decidía creer que todo se debía a un
«nervio atenazado».
—Los objetos pequeñitos le pertenecen a uno del todo —dijo cerrando el
abanico—. No hay que dejarlos: siempre se pueden llevar; caben en una caja de
zapatos.
—¿Llevarlos adonde?
—Pues adondequiera que vayas. Puede que un día tengas que pasar mucho
tiempo fuera de tu casa.
Algunos años atrás, la señora Clutter tuvo que ir a Wichita para un
tratamiento de dos semanas y pasó allí dos meses. Por consejo de un médico que
creyó que aquella experiencia la ayudaría a recuperar «la sensación de bastarse
a sí misma y de ser útil», tomó un piso y buscó trabajo. La admitieron en la
YWCA1 en la sección de ficheros. Su esposo, completamente de acuerdo, la animó
en la aventura; pero a ella le gustó mucho, tanto que le pareció poco cristiano
y el sentimiento de culpabilidad que despertó en ella fue mayor que el valor
terapéutico del experimento.
—O quizá no regreses jamás a tu casa. Y... siempre es importante tener
algo propio consigo. Estas cosas nos pertenecen, sin discusión.
Llamaron al timbre. Era la madre de Jolene. La señora Clutter le dijo:
—Adiós, hija —y apretó el abanico de papel en la mano de Jolene—. Sólo
vale unos centavos... pero es bonito.
Después, la señora Clutter quedó sola en la casa. Kenyon y Herb estaban en
Garden City. Gerald van Vleet había terminado su trabajo. La bendita señora
Helm, la asistenta doméstica a la que podía confiarle todo, no iba los sábados.
Podía volverse a la cama, a aquella cama que tan raramente abandonaba, hasta el
punto que la pobre señora Helm tenía que librar una batalla para cambiar las
sábanas dos veces por semana.
En el piso superior había cuatro dormitorios; el suyo estaba al extremo de
un espacioso vestíbulo en el que no había más que una cuna, comprada para las
visitas de su nieto. Si se traían literas y el vestíbulo se empleaba como
dormitorio, la señora Clutter calculaba que la casa podía albergar a veinte
invitados durante la festividad de la Acción de Gracias; los demás tendrían que
acomodarse en el motel o en casa de algún vecino.
Era tradición, cada año repetida, que el Día de Acción de Gracias los
Clutter se reunieran en pleno en casa de uno de sus miembros, y como aquel año
le tocaba a Herb hacer de anfitrión, no había más remedio que tenerlo todo
dispuesto. Pero como esto coincidía con los preparativos de la boda de Beverly,
la señora Clutter no estaba segura de lograr sobrevivir a ambos proyectos. Los
dos exigían tomar muchas decisiones, algo que ella detestaba y que la vida le
había enseñado a temer, porque cuando su marido salía de viaje, todos
pretendían que ella tomara decisiones de emergencia sobre cosas de la finca que
no podían esperar y eso le resultaba intolerable, una auténtica tortura. ¿Y si
se equivocaba? ¿Y si hacía algo que luego le parecía mal a Herb? Lo mejor era
encerrarse con llave en su cuarto y pretender no oír nada o sencillamente decir:
—No puedo. No sé. Por favor.
La habitación que tan raramente abandonaba era austera; si la cama estaba
hecha, un extraño hubiera imaginado que no la ocupaba nadie. Una cama de roble,
un escritorio de nogal, una mesita de noche. Nada más, salvo lámparas, la
cortina de una ventana y una imagen de Jesús caminando sobre las aguas. Era
como si, manteniendo aquella habitación impersonal, no teniendo en ella sus
objetos íntimos sino dejándolos en la del esposo, atenuase la culpa de no
compartir sus dominios. El único cajón que usaba del escritorio contenía un
frasco de Vick's Vaporub, un paquete de Kleenex, una esterilla eléctrica, unos
cuantos camisones blancos y calcetines de algodón. Para meterse en cama se
ponía siempre calcetines porque invariablemente tenía frío. Y por la misma
razón, mantenía la ventana siempre cerrada. Dos veranos atrás, un sofocante
domingo de agosto por la mañana, estando recluida en su cuarto, había ocurrido
un incidente desagradable.
Tenían invitados, un grupo de amigos que se había reunido en la casa para
ir luego a coger moras. Entre ellos estaba Wilma Kidwell, la madre de Susan.
Como la mayoría de personas que frecuentaban la casa de los Clutter, la señora
Kidwell aceptaba sin comentarios la ausencia del ama de casa y daba por
supuesto que estaba «indispuesta» o «allá en Wichita». Aquel día, cuando llegó
el momento de ir por moras, la señora Kidwell se excusó, mujer de ciudad se
cansaba enseguida de andar por el campo. Al cabo de un rato de estar en la
casa, oyó un llanto desconsolado y desconsolador.
—¿Bonnie? —llamó, y corrió escaleras arriba cruzando el vestíbulo, hasta
llegar a la puerta de la habitación de Bonnie.
Abrió la puerta y la sofocante atmósfera de la habitación fue como una
terrible mano que de pronto le tapara la boca. Corrió a abrir la ventana.
—¡No! —gritó Bonnie—. No tengo calor. Tengo frío. Estoy helada. ¡Señor!
¡Señor! ¡Señor! —y agitando los brazos continuó—: Te lo ruego, Señor. No dejes
que nadie me vea en este estado.
La señora Kidwell se sentó en la cama. Quería tomar a Bonnie en sus brazos
y al final Bonnie dejó que lo hiciera.
—Wilma —le dijo—. Os he estado escuchando, Wilma. A todos vosotros. ¡Cómo
os reíais! ¡Cómo os divertíais! Yo me lo pierdo todo. Los años mejores, los
niños... todo. Un poco más, y Kenyon habrá crecido, será un hombre. ¿Y cómo me
recordará? Como una especie de fantasma, Wilma.
Hoy, en el último día de su vida, la señora Clutter guardó en el armario
la bata de cretona que llevaba puesta, se puso uno de sus largos camisones y un
par de calcetines blancos limpios. Antes de acostarse, se cambió las gafas
normales por las de lectura. A pesar de que estaba suscrita a varias revistas
(al Ladies'Home Journal, al McCall's, al Reader's Digest y al Together;
Midmonth Magazine for Methodist Families) no tenía ninguna en su mesita de
noche. Sólo una Biblia entre cuyas páginas, un marcador de seda rígida y
desvaída tenía bordada la inscripción: «Atiende, ora y vigila, porque no sabes
cuándo te llegará la hora».”...
Extracto de A sangre fría de Truman Capote.
Coronas sin agua
El tiempo vuela:
pájaro alado. Ayer era niña, Hoy es
madre.
El tiempo vuela:
viento místico. Ayer fue hermosa, hOy
es deforme.
El tiempo vuela:
pan mojado. Ayer estaba alegre, hoy es tRisteza.
La vida es cruel:
espada que guillotina cuerpos. CueRda
que ahoga escotes.
La muerte blande
su arma; guadaña en el horizOnte, oscuridad
que cubre el rostro.
Lluvia de suelos,
pavimento de lodo blanco, cuerpos enteRrados:
loco.
Gusanos que
hablan
huesos que se rompen.
La carne marcha al
agujero.
Cruz de mármol
estacas clavadAs
tierra húMeda
cORonas sin agua.
Miedo atenazado.
©Anna Genovés
30/07/2016
Un blog excelente, ya lo tengo en mi blogoteca...Gracias
ResponderEliminarMuchas gacias. Me alegra que te haya guscado. Te buscaré...
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