Erika… ¡Desnúdate!
Erika… ¡Desnúdate!
Hugo atraviesa la corrala que
encierra la vivienda familiar y camina dos manzanas entre edificios aislados y
descampados repletos de coches inútiles. Bordea la esquina derecha y anda un
trecho antes de toparse con el club Labios ardientes que regenta su amigo
Lucas. Hace tiempo que no pasa a verlo y ha decidido echar una canita al aire.
La visión exterior del
escandaloso y olvidado inmueble, le hacen detenerse unos instantes. Revisa los momentos
vividos entre aquella nave del pecado y la pensión contigua de tres suculentas alturas.
Sondea mentalmente el interior: escaleras estrechas y desniveladas,
habitaciones con paredes descascadas sujetas a un camastro y un bidet
arrobiñado. Acto seguido, se centra en el club: tabiques bien lucidos en tono
rosa palo con grafitis de bocas voluptuosas en tonalidades carmesí, repartidos
por el perímetro exterior del local. Sobre la puerta, de madera de caoba
repujada, un cartel fluorescente con tubos de neón fucsias y letras French
Script ilustran a los viandantes: Labios ardientes, Sala de Striptease.
El interior es otro cantar que desea revisar a medida que avance entre las
bombillas de baja intensidad, los perdedores de turno y las mujeres candentes.
Avanza con lentitud hacia su
objetivo. A pocos metros del local, el extractor de humos comienza a escucharse
con un incómodo chirrido y los olores a tabaco comprimido empiezan a
descomponer su tubo digestivo. Engulle saliva y carraspea varias veces. Decidido,
abre la puerta y se adentra en el ambiente caldeado del tugurio. La decoración
no es precisamente delicada, ni tan siquiera está aderezada con buen gusto; el antiguo
dueño –padre de Lucas— era buen tipo, pero poco le importaba el cromatismo o el
estilo de los enseres. El lugar parece gritar: “Aquí no ha llegado el siglo
XXI. Nos quedamos con el mal gusto de los 80”.
En el centro de la nave hay un
escenario circular recubierto de ladrillos, con base cementada, dónde se alzan dos
barras metálicas que ascienden hasta el techo; está rodeado de mesitas elípticas
con algún que otro espectador. En los tubulares se exhiben, enrolladas o
bailando de manera insinuante, dos señoritas de pecho tan exuberante como sus
labios, ambas llevan tanga de pedrería barata y tacones de drag-queen.
Son rubias oxigenadas y van exageradamente maquilladas acentuando sus pómulos,
bocas y ojos –delineados con eyerliner ascendente hasta las sienes—, son
bastante altas y, para gusto de Hugo, entradas en carnes. En uno de los
extremos, esperan otra pareja de robustas strippers.
Las paredes del local, forradas
de madera hasta la altura aproximada de un hombre normal, aparecen lustrosas
bajo los espejos que voltean el antro. Al fondo, la barra; estilo taberna de
camionero con pared cristalina y estanterías repletas de botellas de alcohol
barato. Un joven de indumentaria estrafalaria y una stripper pelirroja hacen
las veces de camatas. La señorita, vestida de colegiala con la camisa abierta,
luce una pechera pródiga que se reclina por el mostrador –a modo de cascada—
cada vez que se acerca un cliente. Hugo sonríe, ha regresado al cubil grotesco
y entrañable que vio por primera vez el día que perdió su virginidad; el viejo de
su amigo les dijo que tenían que hacerse hombres y les regaló unas horas con
las chicas más experimentadas.
Desde entonces, todos los sábados
acompañaba a Lucas al garito de su papá. Algo que cambió rotundamente cuando
empezó la universidad y que olvidó por completo al casarse. Pero, ahora, tras
un sonado divorcio, ha regresado a casa de mamá y quiere recuperar sus antiguas
costumbres.
El pletórico cuarentón, avanza
por el lateral izquierdo como el mismísimo James Bond; en mitad del recorrido
se gira hacia el espejo y ve su rostro sonrosado por el reflejo escarlata de
las bombillas, vuelve a reír evocando sus primeras andanzas por aquellos
lindes, cuando para ver su figura tenía que subirse a las mesas. A pocos metros
del barman, oye que la camarera le dice:
–Vaya, vaya, vaya… que hombre tan
atractivo nos han traído los dioses a este local de viejos acabados y gordos
pegajosos. Quítame la mano de las tetas, ¡guarro! –cacarea a un cincuentón repeinado
que tiene cerca.
–¡No chilles tanto Erika! Resulta
demasiado vulgar… y cuidadito con el caballero que se acerca: es amigo del
jefe.
Erika mira al guapetón y suelta:
–¡Ya sé que es amigo del jefe! Hola
guapo, me alegra verte por aquí.
–Sabía que ibas a venir… me llamo
Erika –comenta ella. Hugo la mira con recelo.
–Hola Erika. Soy Hugo… pero eso
ya lo sabías, ¿verdad guapa? –ella mueve la cabeza afirmativamente. Entonces,
el barman le dice—:
–Erika te he dicho que no
molestes. Además, tienes tres clientes esperándote, ve a atenderlos y la
boquita cerrada preciosa. –De inmediato, le da una palmada en el trasero junto
con un empujoncito para que se dirija al extremo opuesto de la barra. La chica,
tras lanzarle un beso a Hugo con sus glotones morritos, se gira y camina con
sinuoso garbo.
Hugo la observa con minuciosidad.
Sus excelentes curvas y sus balanceos pélvicos nada tienes que ver con la forma
grosera de hablar, más bien sugieren el cuerpo y los movimientos de una mujer
sensual y distinguida. Solo su pecho siliconado, talla ciento veinte, resulta
excesivamente llamativo. El joven adivina que tiene los glúteos turgentes,
redondeados y definidos como la apetitosa manzana que Eva le dio a Adán, la
cintura estrecha y los hombros bien dibujados bajo un esbelto cuello tamizado
de hermosos rizos taheños. No le sobra carne por ningún sitio. Erika es como un
oasis en medio del desierto, piensa Hugo sin dejar de mirarla.
–Mentiría si dijera lo contrario.
–¡Guauuu…!!! –ladra Hugo moviendo
la cabeza al compás de las caderas de Erika—. Creo que hace demasiado tiempo
que no pasaba a veros. Ponme una pinta y dile a Lucas que estoy aquí.
Hugo se gira ve que Erika sube al
escenario y comienza un número. Se ha hecho dos trencitas. El joven bufa como
un toro y dice a grito pelado:
–Erika… Baila para mí. ¡Desnúdate!
Ella sonríe picarona y se desata
el nudo de la corbata para seguir con los clips de la camisa que saltan como si
fueran muelles cuando extiende su tetamen. Hugo palmea. Luego mueve el culete y
la faldita de pliegues se desliza por sus torneados muslos y sus musculados
gemelos para alojarse en los tobillos; con una gracia especial, da un puntapié y
le lanza la prenda a Hugo que se ha colocado en primera fila. Él la huele y aspira,
esta húmeda como la pulpa de un apetitoso fresón, piensa con los ojos
entornados. Mira el cuerpo escultural de la stripper, tatuado casi en su
totalidad, y se relame.
A continuación, ve a Erika haciendo
malabares con las piernas en el tubular; sus movimientos poseen una excitante sensualidad.
La platea que la observa está abobada. Pero ella solo baila para Hugo. Acaba el
pase a gatas, directa hacia donde está sentado el objeto de su deseo. Él
deposita unos billetes en su tanga de lentejuelas. Ella los recoge y se los
lleva a la boca para que su amo los recoja, no desea dinero: lo quiere a él.
Quiere devorar cada centímetro de su piel. De repente, una neblina espesa cubre
el escenario y cuando regresa la normalidad, Erika ha desaparecido.
Hugo se acerca a la barra con
desánimo. El barman le dice:
–Ve al despacho. El jefe te
espera –le guiña un ojo.
–Ok.
–Luego te pago la birra, nano –comenta
Hugo.
–Si consumo, pago.
–Pues tu amigo dijo que todo
gratis.
–¡Joder con Lucas! Ya me apañaré
con él –termina por decir antes de largarse.
Erika tampoco está en la barra,
en su lugar luce otra provocativa fulana de cabellera azabachina salvaje. Hugo
la mira y se encoge de hombros, cuando esta le guiña un ojo y le muestra su gigantesca
delantera comprimida entre sus manos de manera ordinaria; seguido, Hugo, bordea
la barra y empuja la puerta abatible con pegatinas en color oro y siluetas de
una vagina y un pene, que indica el acceso a los servicios y a los rincones
íntimos –separados por cortinas de abalorios— a largo de un semioscuro pasillo.
Al instante de atravesarla, unos
brazos delicados pero firmes, lo empujan hacia uno de los habitáculos. Erika lo
abraza, toquitea su miembro y besa sus carnales labios con desmesurada pasión.
Hugo mima su espalda, tersa y suave como la seda recién elaborada, enjuga su
lengua entre la de aquélla insultante mujer que lo seduce.
Su manubrio florece como una
espada forjada en el Medievo: pesada, cortante, segura, dura, dilatada y gruesa
cuando Erika rompe los botones de su camisa de cuajo y lo acorrala contra la
pared. Hugo olvida sus modales exquisitos y mete la mano por el lateral
radiante de la braguita de Erika. Su sexo está mojado y su dedo se introduce en
los labios vaginales y prominentes de la stripper. La masturba hasta que gime
de placer.
Pero Erika quiere más… recorre
salivarmente el torso descubierto de Hugo, desabrocha sus pantalones y sonríe
al ver el vibrador suculento y circunciso que introducirá primero en su boca y
después en su vulva. Disfruta cuando lame. El clímax de la pareja llega
acompasado. Erika experimenta un orgasmo similar al subidón de LSD; el techo
del cuartucho se llena de dibujos animados que se difuminan al ritmo frenético
de sus contracciones pélvicas. Hugo lo tiene claro, la pelirroja es más potente
que unos tiros de nieve pura. Brama como un chupasangre tras un apetitoso
bocado.
Media hora más tarde se echan en
el diván nacarado, con alguna que otra mancha de placer, que descansa en la
pared central del cuchitril. Cuando Hugo
le pregunta a Erika la tarifa de sus servicios. La muchacha de ojos verdes y
cabellera bermeja, ríe a carcajada limpia:
–Jajajaja… ¡Qué chico tan
divertido y tan bien dotado! –sugiere con descaro, pasando la lengua por el
borde superior de su carnoso hocico.
–Si hablaras un poco más…
–¿Más fina? –pregunta ella.
–Algo así –contesta Hugo. Y
añade—: A mí me da lo mismo, es por ti, podrías parecer…
–Una chica normal de esas que
estudian y todo eso… –comenta ella con desparpajo.
–Exacto –dice Hugo.
–Sabes…
tengo estudios, pero hace tiempo que decidí ser una mujer de la calle, y a
decir verdad, con lo que disfruto ejerciendo mi trabajo, de momento no voy a
cambiar. Claro, tengo derecho de pernada –vuelve a reír.
–¿A qué te refieres?
–A que tu amigo Lucas me deja que
elija a los clientes…
–¡Vaya! Me siento halagado.
–Me gustas bastante… si vinieras
a menudo, para ti sería todo lo fina que desearas –contesta Erika mientras
amasa el abdomen trabajado de Hugo.
–Un momento, Erika. Antes, hablemos un poco…
¿Ok? –implora Hugo al ver que su miembro está al acecho solo con la mirada hambrienta
de la despampanante mujer.
–Como quieras. Estoy aquí para
complacerte.
–Si has estudiado… ¿por qué
acabaste como stripper, Erika?
–Eso es privado…
–No quieres hablar del tema. Lo
entiendo.
Hugo se reclina en un lado del
sofá y Erika, desde el lado opuesto –arrebujada con la camisa de su amante, se
confiesa…
–Verás…
soy un aniña FIV –Hugo levanta una ceja y ella prosigue—: Mi madre era muy, muy
hermosa y no quería tener hijos.
–Ssshhh… O te callas o dejo de
hablar. –Hugo se pone serio y ella
prosigue el relato—:
» En la cuarentena, por la
insistencia de mi padre, cedió a realizarse fecundaciones in vitro. En el
segundo intento, se quedó embarazada. Yo crecía y ella seguía con sus
quehaceres domésticos como si no sucediera nada. Pero mi papá no era un santo
varón y se las hacía pasar putas. Flirteaba con cualquier jovencita que veía;
daba igual que fuera la cajera del supermercado que la hija de la vecina. Un
día, mientras paseaban, se toparon con unos amigos que hacía mucho tiempo que
no veían: iban con su Lolita. Mi padre, que era bastante atractivo pese a
rondar la sesentena, hizo el ridículo; no dejaba de parlotear con una sonrisa
de oreja a oreja. Hasta ahí, mamá, estaba acostumbrada. Pero cuando se despidieron
y anduvieron dos pasos, vio que su marido se tocaba la bragueta porque se le había
puesto dura, eso no lo soportó. Recordó todas las veces que le había sucedido
lo mismo cuando era jovencita y paseaba con mi abuela. Nunca le hizo ni un pelo
de gracia que un caballero acompañado de su pareja, se soliviantara con la
señorita de turno: lo veía repugnante. Ese pequeño gesto de papá le abrió los
ojos: el matrimonio era una farsa. Lo mismo que los rituales de pareja. Lo
mismo que el amor. Al día siguiente pidió el divorcio. Me explicó su por qué,
cuando acabé la carrera de periodismo. Desde entonces, me animó a seguir los
impulsos de mis deseos. De modo que aquí estoy. Cuando ya no sirva para esto.
Escribiré mis memorias o las de mis compañeras…
–Muy aguda tu mami. Entonces,
para ella, no existe el amor.
–Sí existe. Pero no es como
nosotras quisiéramos. Se trata solo de una explosión típica de ese jueguecito
llamado Cheminova y punto –ambos ríen con ganas. Erika añade—: Pero,
ciertamente, para que no haya infelicidad ni infidelidad, cualquier contrato
amatorio debería durar, más o menos..., como un mandato electoral.
–O sea que, según vuestro criterio, cada cuatro
años… ¡Cambio de pareja!
–Exacto.
Hugo se rasca la barbilla y suelta:
–Pues… Me apunto.
Erika sonríe aliviada por haber
compartido sus vivencias con un cliente tan especial. De inmediato, se desliza
como una tigresa de mirada lasciva hacia Hugo; le comprime suavemente el pene entre sus apetitosos
pechos y dice:
–Las cubanas son la especialidad
de la casa. Por eso todas las chicas del club Labios ardientes llevamos tetamen del
ciento veinte en adelante –dice con guasa.
–Creía que eran las felaciones…
–Eso era en el siglo pasado, pero
si te apetece más…
–Nooo… sigue nenita, sigue…
–susurra Hugo en el séptimo cielo.
Antes de que la secreción
masculina inunde su cuerpo, se introduce el voluminoso miembro entre las
piernas. El contacto con los pliegues de su sexo la humedecen por completo,
vibra de placer. Convulsa varias veces, frota su piel extenuada y sudorosa.
Hugo amasa sus nalgas, acaricia
sus tatuajes y la posee como si nunca hubiera estado con una verdadera
mujer. Aúllan de gozo.
@Anna Genovés
4 de julio de 2019
Imágenes tomadas de la red: mi agradecimiento a tatuadores, modelos y fotógrafos
Imágenes tomadas de la red: mi agradecimiento a tatuadores, modelos y fotógrafos
Joe Cocker - You Can Leave
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