El infierno de Precious
El infierno de Precious
Obesa que no recuerda
o flaca que no se llega a conocer
la verdad es un engaño
de papel couché
Precious caminaba por la estrecha
avenida impregnada de una traspiración copiosa. El bochornoso calor hacía que
su organismo se derritiera como una terrina de mantequilla búlgara. A lo lejos,
observó el único edificio alto de la vía. Allende, un colosal rascacielos
acristalado de color humo. Su única salida: llegar al ático y respirar aire
puro. Una utopía inalcanzable en el universo de la imprevisible joven. A medida
que avanzaba, la calle se estrechaba. Una incipiente claustrofobia se apoderó
de ella. Los goterones de sudor empapaban su deslustrado cabello y seguían como
prósperos caudales de un torrente desbocado por sus bondadosas carnes. Pensó
que cuando llegara al edificio se vería más escuálida que una anoréxica.
Entonces sería doblemente feliz.
La calle estaba vacía. No se
escuchaban ni las bisagras de las ventanas ni los zumbidos de las moscas. Nada.
Exceptuando el virulento calor que agotaba todos los retículos de su pringosa
hechura. Cuando llegó a la entrada de su grandioso ídolo de cristal y hormigón,
su masa encefálica estaba hecha mixtos; las cerillas de su cajetilla siempre
eran las mismas. No recordaba ni su pasado ni su vida. Sin embargo, estaba
alegre. Se enroló en la puerta giratoria y jugueteó unas cuantas veces. El
ascensor estaba averiado. Tenía que subir 66 plantas andando. No había otra
forma de tocar el cielo. En el vestíbulo
había bastantes personas: se asombró. Las primeras que veía desde que había
emprendido su hazaña. Rostros anónimos que conocía de algo. Malditas fotocopias
de un pasado añejo que no comprendía. Un rompecabezas con las piezas
desajustadas. Resopló como un toro frente al burladero y empezó el ascenso.
En el piso décimo, la camiseta
parecía la de un pívot de la NBA. En el tercer cuarto, se la quitó. En el
recodo veinteavo, los pantalones se le cayeron. ¡Por fin había dejado de ser
una obesa! En la plata treintava, se dijo a sí misma que podía presentar su CV
en alguna agencia de modelos. En el rellano cuarentavo, su cuerpo era un
pellejo. Una catarata escalonada de carnes flácidas, un neumático Michelin
deshecho. Tal vez, debía descansar y olvidar el paraíso. Sus dendritas estaban
fundidas y desconocía el porqué de su empecinado proyecto. Descansó un rato y
siguió subiendo hasta la cúspide.
***
En mitad de la quinta avenida de
NY se abrió una alcantarilla: Precious asomó la cabeza.
―Por fin soy libre ―dijo con
todas sus fuerzas.
Su cuerpo era un papel de fumar
arrugado que apenas se sostenía. Pero estaba pletórica. Había llegado a la
meta. Se levantó de un salto y un autobús la atropelló: la dejó como un dibu
estrellado contra el pavimento. Entonces, vio a un lechuguino con patas de
macho cabrío, cuernos rasurados y Cohibas sujeto entre los dientes grisáceos.
― ¿Dónde creías que ibas pequeño
gusano? ―le preguntó.
―Al cielo ―contestó ella.
― ¡Al cielo! Ja, ja, ja… Esto se
llama Tierra y tú perteneces a las cloacas del abismo. Eres mi rea ―dijo el
leviatán opíparo, relamiendo sus labios groseros al ver que había encontrado a
su presa.
―Estás equivocado. Esto es el
cielo. ¡Idiota!
― ¡Esto es el puto infierno!
Vivirás mejor en mi covacha que en este rincón olvidado de Dios. El omnipotente
estaba tan hasta los huevos de vosotros, que se marchó de vacaciones y todavía
no ha vuelto.
―Eso es imposible.
―Piensa… ¿No recuerdas que has
hecho lo mismo en numerosas ocasiones?
Precious frunció el ceño y se tocó
la barbilla, pensando…
―Pues… ahora que lo dices –susurró
haciendo pucheros.
Precious rebuscó en sus
recuerdos, en su memoria perdida. Su rostro adquirió el color mohecido de los
cadáveres. Unos lagrimones surgieron de sus cuencas baldías. Su autobiografía
había regresado. Siempre se había sentido huérfana porque en su familia nadie
la respetaba. Día tras día soportaba la humillación: «¡Gorda! Eres una bola de sebo».
Le repetían una y otra vez. Una mañana no pudo soportarlo más y puso fin a su
calvario. Tomó la plancha de mami y la emprendió a planchazo limpio con toda la
parentela. El pico de teflón rebosante de masa encefálica. Después, cogió el
rifle de papá y se inmoló. La sentencia impuesta fue: «Infierno perpetuo».
En ese preciso instante, en el
que los recuerdos cupieron todos y cada uno de los retículos de su psique,
Precious hizo un mohín de complacencia. Por lo menos, allí nadie se burlaba de
ella. Sabía que estaba un poquito pasada de kilos, pero era hermosa. Lo único
que le sacaba de quicio era olvidar la historia cada vez que aterrizaba en las
marmitas de Pedro Botero; su cuerpo bullía junto a personajillos repugnantes.
Tampoco le importaba demasiado: era una luchadora. Sabía que volvería a
escabullirse arrastrándose desde el caldo mágico hasta el borde metálico del
puchero. Desde allí, emprendería su sempiterno vía crucis para intentar volver
al limbo. Sin embargo, el cielo era su verdadero infierno. Tal vez, algún día
volvería a nacer en un lugar menos inhóspito.
© Anna Genovés
Revisado el veintidós de febrero de 2024
Imagen tomada de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427.
Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13:
978-1502468437
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