El secreto del emperador

 





El secreto del emperador




📖 Capítulos inéditos

 

A veces, las historias no se escriben de una vez. Se fragmentan, se esconden, se transforman. Hoy comparto con vosotros unos capítulos entreverados de “SIAH: El ojo de Dios” y “La concubina 111”. Pudieron ser de una novela o de la otra. Pero nunca llegaron a ver la luz. No son meros restos. Son piezas vivas, intensas, que merecen ser leídas. Tal vez os atrapen. Tal vez os lleven a descubrir el universo completo de los manuscritos en los que pudieron formar parte.

 

 


🏯 Primera audiencia con Qin Shi Huang


 

Las primeras jornadas del nuevo año apenas despuntaban cuando Daniel cruzó por fin el umbral de la sala del trono. Había sido convocado por el emperador Qin Shi Huang, tras días de expectación entre los sabios y los oráculos. Desde su llegada, el pueblo murmuraba sobre aquel hombre de cabellos de fuego y ojos aguamarina. Decían que era un presagio. Un enviado.


Daniel avanzó con paso firme. Iba limpio como una patena, vestido con un kimono verde musgo bordado con hilos de plata. Su cabello rojizo brillaba bajo la luz de las lámparas de aceite, y su tez, antes curtida por el viaje, se había vuelto clara y serena. Su rostro, hermoso e inescrutable, parecía tallado en jade. Pero eran sus ojos añiles los que más llamaban la atención: despedían un fulgor especial, casi sobrenatural.

 

La sala del trono era un despliegue de opulencia. Columnas repujadas en pan de oro, adornos de marfil y jade, y un sitial cincelado con filigranas de los materiales más preciados del mundo. Daniel lo observó todo sin asombro. Sabía que entre el pueblo y el poder había un abismo que ni el mármol podía ocultar.

 

Un gong metálico resonó en lo alto, anunciando su presencia. Por alguna razón que desconocía, su presentación se hizo en mandarín arcaico, pero su nombre fue pronunciado en arameo, como en los rituales de Qumrán.

 

Entonces ocurrió lo inesperado. Qin Shi Huang se levantó del trono y descendió hasta el suelo. Un gesto inusual, casi sacrílego. Al instante, los congregados —un centenar de cortesanos y guardias— se tumbaron sobre las losas de cerámica pulida, pues nadie podía estar por encima del soberano. Daniel los imitó.

El emperador se acercó, se agachó frente a él y, con una mezcla de curiosidad y reverencia, comenzó a tocar su cabello.

 

—¡Es de fuego! Es un tigre rojo, como han augurado los oráculos —exclamó, inquieto.

 

Daniel no tembló. Sabía que aquellas palabras eran una bendición.

 

—¡Alzaos! —ordenó Qin, clavando sus pupilas azabachinas en las de Daniel, oceánicas y plácidas como el Mare Nostrum—. ¡Alzaos! He dicho.

 

Daniel se incorporó, y los presentes, aún tumbados, ladeaban la cabeza para observar el prodigio. Qin continuó:

 

—Sois fuerte y más alto que yo. Las profecías me hablaron de ti. Sé que eres mi amigo. Has venido para ayudarme a unificar el país.

 

—En verdad que ese es uno de mis propósitos —respondió Daniel—. Por él he recorrido el mundo desde mi país natal.

 

El emperador se acercó aún más y, en tono íntimo, le susurró:

 

—Cuando estemos solos, puedes llamarme Zheng (). Es el nombre del primer mes del año chino en el que nací.

 

Daniel arqueó una ceja, sorprendido.

 

—Es una coincidencia, mi rey —dijo con cautela—. Disculpe, augusto emperador, todavía debo hablarle con el respeto que su posición merece. Máxime cuando los súbditos siguen tumbados sobre el suelo.

 

Qin, que ni los recordaba, hizo un ademán para que se levantaran y abandonaran la sala. Cuando quedaron solos, preguntó:

 

—¿Qué es coincidencia, Daniel?

 

—Que su fecha de nacimiento coincida con la mía. Nací el último mes del año 270 antes de la venida al mundo del hijo de YWHW, mi Dios. He comparado nuestros calendarios. No tengo duda: nacimos el mismo año y el mismo día.

 

Qin guardó silencio. Luego, con voz grave, dijo:

 

—Los oráculos nunca mienten. Somos hermanos por muchos motivos.

 



📜 Diario del emperador 


 

A finales del año 280 a. C., El Tigre Rojo y sus compañeros llegaron a mi ciudad durante la celebración del 33º aniversario de mi coronación. Todo extranjero era bien recibido. Se desplegaban estandartes carmesíes con mi nombre: 秦始皇. Fue realmente hermoso.

 



🏛️ Relato de Persépolis







 

El Tigre Rojo me habló de su viaje como quien desvela un secreto antiguo. Había partido de Persépolis con la determinación de alcanzar Xi’an, llevando consigo una caravana cargada de productos de su tierra. Pero lo que más me impresionó no fue el viaje, sino la ciudad que dejó atrás.

 

—Persépolis fue la más bella del mundo —me dijo con nostalgia en la voz—. Aunque Alejandro la conquistó y la redujo a cenizas, su reconstrucción la hizo aún más majestuosa.

 

Me describió la entrada dedicada al rey Jerjes: una puerta de doble hoja, tallada en madera noble y engarzada con piedras preciosas. A ambos lados, dos toros titánicos custodiaban el acceso, elevándose por encima de los muros de mármol. Las columnas, esbeltas y coronadas por hojas de palma estilizadas, daban la impresión de que la ciudad respiraba bajo un dosel vegetal. Por las vías procesionales, estatuas de hombres-toro se alzaban como guardianes mitológicos.

 

—Pero lo más impresionante —añadió— era el palacio. Un atrio con cien columnas, y en el muro norte, tres escalas talladas con figuras en hileras. En la superior, la guardia personal del rey Ciro II: “Los Inmortales”. Sus lanzas descansaban a sus pies, como si esperaran una nueva batalla.

 

Escuché cada detalle con atención. Tomé nota mental de todo. Algún día, pensé, construiré algo parecido para mi pueblo.

 

Luego me habló de la espiritualidad de Persépolis. Era una ciudad abierta, donde convivían múltiples tradiciones religiosas. El hinduismo servía de paraguas para diversas creencias metafísicas, pero la dinastía seléucida se inclinaba hacia el zoroastrismo. Adoraban al sol, personificado en Mitra o en Ahura Mazda, aunque permitían que el pueblo siguiera otros credos.

 

La familia de Daniel provenía de Canaán. Aunque rendidos a Mitra, su abuelo insistió en bautizarlo con el nombre israelita de Daniel. Ese gesto, me dijo, fue una forma de preservar la luz ancestral.

 

El viaje hasta mi corte fue largo y cruel. Cruzaron cuencas montañosas, mesetas elevadas y desiertos salados como Dasht-e-Kavir y Dash-e-Lut. Durante semanas, no encontraron más que arena y silencio. Pero al fin, dieron con tribus nómadas: Yuezhi, Sakas, Tocarios. Fue su aspecto lo que les salvó. Los Tocarios, de piel clara, ojos claros y cabellos de fuego, lo reconocieron como uno de los suyos.

 

Con el tiempo, Daniel cambió. Su perfil se volvió rígido, cetrino, como una estatua de ámbar. Pero sus ojos azulinos permanecieron intactos, como el remanso de agua en el que solía bañarse en Qumrán. Su carne se curtió, pero su alma siguió pura.

 

Era el elegido. El portador del tesoro de los ‘Hermanos de la Luz’. Lo trajo hasta Qin, mi país. Y ese tesoro —invisible para todos salvo para mí— fue el que sanó mis heridas y cerró mis llagas.

 

Yo, Qin Shi Huang, emperador legalista y escéptico, destructor de manuscritos taoístas, creí en el Dios monoteísta de mi hermano de luz. Aunque nadie lo sabrá. Porque este diario quedará sepultado en la tumba que guardará mi cuerpo en el descanso eterno.








 

Autora: Anna Genovés


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