La Navidad siempre tiene
duende
Este, es un relato escrito el
siglo pasado y revisado en la hace unos días. No es un buen relato, pero habla
de algunos asuntos muy actuales: corrupción, maltrato, desahucios, inmigración…
¿Os suena? El pan de cada día.
La Navidad siempre tiene
duende
PARTE 1
Luis sale de la academia de
formación ocupacional en donde trabaja con una mueca de amargura dibujada en el
rostro; la espalda curvada y el desaliño de su ropa lo dicen todo. Es veintiuno
de diciembre y lo han despedido. La empresa, ACÉRCATE —un nombre ridículo cuya
intención es pedir a cualquiera que se arrime a ella, que allí te enseñan mejor
y todos trabajan bien— ha prescindido de él sin previo aviso.
—¡Ja! —dice mientras se encamina
a su Renault 5 con más de dos décadas de existencia—. ¡Mira que son hipócritas!
¡Qué embaucadores y cuánta corrupción tenía que ver a todas horas! Firman las
listas de alumnos fantasmas. Abren cursos con documentación falsificada para
cobrar las subvenciones de la UE. Prometen regalos que ni siquiera compran.
Tenía que denunciarlos. Pero mejor callar, para no mandar al paro a la
plantilla completa. Chitón, todos con trabajo y yo, de patitas a la calle. Por
eso, por saber demasiado.
—Luis, que pases felices fiestas
—escucha de una antigua alumna que lo saluda.
—Igualmente, Conchi,
igualmente.
—Conchi era mi amiga. Yo soy
Mila. ¡No pasa nada!
Y tanto que no pasa nada, piensa
antes de meterse en su vehículo y arrancar, aferrado a su doloroso soliloquio.
—Y encima, que me despiden en
estas fiestas, me regalan la cajita de Navidad con sorna. ¡Qué poca vergüenza!
No puedo volver a casa. Me voy a tomar una copa. La necesito.
Pasa más de una hora recorriendo
las calles de la ciudad atiborradas de transeúntes, coches, taxis y autobuses
repletos de personas ultimando las compras.
Al final, aparca en una
callejuela poco recomendada, cerca del antiguo barrio chino. A pie hace el
resto del camino. Callejones húmedos y serpenteados, esquinas con mujerzuelas
maduras y africanas flacas que venden su cuerpo por unos euros.
Entra en un garito que frecuenta
de vez en cuando. Su trabajo era tan infame que, para soportarlo, se aficionó a
la bebida. El primer día fue una copa, y ahora, detrás de una viene la otra. Y
así, hasta caer en un sopor que lo transporta a la vida que desea.
Una cortina de aguacero
implacable lo aísla del mundo exterior. De la realidad. De la vida. Apenas
percibe quién entra o sale; el JB que le circula por las venas y su tormenta
interior, que se espesa un poco más cada segundo, se lo impiden.
De repente, una voz cascada hace
que se gire. Empapado, un indigente barbiluengo, con ojos chispeantes, le
invita a otra ronda.
—Gracias, amigo —contesta Luis
con una sonrisa agridulce.
—De nada, hombre, de nada. Aquí
estamos para ayudar…
—Pues venga, otro de lo que toma
el caballero —vocea Luis.
—Me llamo Noel… ¿Y tú?
—¡Tiene gracia! Te llamas como el
que reparte dádivas.
—Claro, y te acabo de invitar a
una copa. Ese es el primer regalo que te hago. El segundo esta botella de
Soberano para que te acompañe…
Saca una botella de ese brandy
con solera que envejece en barricas de roble americano impregnado de Jerez y se
la da. Ríen, beben, se abrazan. Noel se marcha tambaleándose. Luis descubre que
se ha dejado la billetera. Dentro, una foto de un joven rubio que no se parece
en nada al hombre que acaba de irse.
El camarero lo reprende:
—Ese de la foto es él hace años.
Apareció tal día como hoy, hace dos décadas. Llovía como ahora y tenía la misma
cara de angustia que tú.
Luis sale y encuentra a Noel
dormido en un banco con una sonrisa de angelote dibujada en su rostro. Se le ve
feliz, aunque su ropa está mojada de alcohol y del rocío de la noche. Le deja
la billetera bajo los bártulos que lo arropan y se marcha.
Conduce hacia casa, pero se
desvía a otro bar. Allí conversa con una mujer afligida por la desaparición de
su hijo.
—Es usted un buen hombre, Luis.
Pero dígame el nombre de algún niño que, tras estar una semana desaparecido,
haya vuelto con su familia como si nada. Yo me acuerdo de la pobrecita Mª Luz,
de Yeremi, el canario. O de esa niñita inglesa que todavía no han encontrado…
no sé cómo se llamaba…
Luis, con una clarividencia
extraña para el alcohol que enjuga su cuerpo, le dice con la tranquilidad de un
filósofo a su alumnado:
—Si se refiere a la niñita
desaparecida en el Algarve de Portugal, se llamaba Madeleine McCann.
—¡Vaya memoria! Ahora lo
recuerdo, así se llamaba la pobre. Entonces dígame, ¿cómo mi Johnny, de tan
solo ocho años, correrá mejor suerte? —la mujer irrumpe a llorar.
Luis saca la botella que Noel le
regaló.
—Como que esta botella es el
regalo más preciado que nunca me han hecho, que su Johnny pasa la Nochevieja
con usted, ileso y sonriente. Los borrachos nunca mienten.
PARTE 2
Luis sigue su ruta de bares. Esta
vez entra en un barecito, otrora club topless. La decoración no ha variado
demasiado: sofás adosados a la pared, algún que otro silloncito, todo de escay
granate, y una mesita céntrica en la parte izquierda. En la derecha, la barra
con taburetes del mismo envoltorio. Detrás, un espejo, de parte a parte,
sujetando tres estanterías repletas de todo tipo de bebidas alcohólicas.
Luis las mira y remira. Al final,
pide un chupito de vodka Smirnoff. Al cabo de unos minutos, fija su vista en
una pareja aposentada en uno de los reservaditos. Sus caras son opacas,
tristes; la mesita que los recoge está atiborrada de envases de cerveza y el
cenicero, de colillas. Tiene claro que, en ese lugar, les importa un bledo que
la ley prohíba fumar dentro de los locales cerrados. Por tanto, los usuarios
encienden cuantos pitillos desean.
Sonríe de medio lado. Pero,
cuando el caballero de las cervezas pide otra, se pone serio y espía sus
movimientos.
Ella es una mujer de mediana edad
que luce una melena desvaída de color neutro, entre rubio ceniza y paja
ahumada; no es fea, pero tampoco se puede decir que sea un bellezón. Sus labios
son hermosos, pero las comisuras miran al suelo y se quiebran en un gesto
cansado.
Él lleva el pelo rasurado, tiene
un rostro cincelado, rudo. Sus ojos destacan del resto de su óvalo por tener
una mirada penetrante. Se diría que su sufrimiento lo ha llevado a un estado de
autosuficiencia y reclusión del mundo.
—¡Eh, tú! ¿Qué miras? —escucha
Luis con un eco lejano. Mira a ambos lados sin saber quién le habla.
—Ahora no te hagas el tonto. Sí,
te digo a ti. El de la barba de cuatro días y la ropa mugrienta. ¡Vaya peste!
—Hombre, no seas así —espeta la
mujer de la boca cóncava—, que el pobre no se ha metido con nadie.
A esas alturas, Luis sabe que se
dirigen a él porque es el único cliente del antro. Aunque duda, ya que se había
afeitado hacía unas doce horas y su ropa estaba impoluta cuando entró a
trabajar. ¿Qué ha pasado? Se pregunta.
—Oiga, amigo —contesta Luis con
sencillez—, los he mirado porque he creído ver un ápice de tristeza en sus
rostros. No quería incomodarles.
—Pues lo ha hecho —masculla el
rapado con cara huraña antes de proseguir—: Pero… creo que lo hemos enjuiciado
mal. Siéntese con nosotros, le invitamos a una copa.
Luis camina hacia el rincón y se
acomoda en uno de los sillones de polipiel.
La conversación se hace amena. A
los pocos minutos, le cuentan que ambos son desempleados de larga duración, que
tienen tres hijos y que, tras agotar todas las ayudas, en unos días los
desahuciarán de su vivienda.
Luis tenía razón. Son dos
desesperados, de esos a los que ya no les importa la vida.
Desconoce cómo darles ánimos. Sin
embargo, de repente, como si su vida estuviera encaminada a socorrer al
prójimo, la lucidez fluye por su garganta con palabras desconocidas hasta
entonces.
—¿Cómo habéis dicho que os
llamáis? —pregunta frotándose la barba.
—Pues no te lo hemos dicho
—contesta el hombre.
—Yo me llamo Noel… ejem… Quiero
decir Luis. Perdonad, quería animaros un poco.
La pareja asiente.
—Mi esposo se llama Paco. Y yo me
llamo Mª José.
—Mirad, estudié abogacía y os
aseguro que no os van a desahuciar porque existe una LEY que os ampara.
Mª José y Paco se miran con
esperanza en esas pupilas bañadas de lágrimas resecas.
Pausado, saca una tarjeta de
visita de un amigo de sus jefes, abogado; se la entrega a Paco, quien la lee
con detenimiento, enseñándosela a su esposa.
—Mª José —relee la tarjeta—.
Abogados Trenor. Ayuda a personas afectadas por desahucios de viviendas. ¿De
verdad que pueden ayudarnos?
—Por supuesto —contesta Luis,
sacando su pírrica botella como si fuera un tesoro—. Como que esta botella es
el regalo más preciado que nunca me han hecho, os quedaréis con vuestra casa y
ambos encontraréis una ocupación honrosa. Los borrachos nunca mienten.
—¿Qué es, otra broma? —interpela
Mª José con sorna—. Que los Ramírez no tenemos estudios, pero tontos no somos.
—De eso nada, señora. En unos
días la llamarán de su antigua empresa de limpieza y volverá a su puesto de
administrativa.
Mª José se queda estupefacta,
porque ese era su antiguo trabajo.
—Y Paco, usted volverá a ser
guarda jurado. Sí, no ponga esa cara, va a recuperar su antiguo trabajo. Ya lo
verá.
Luis no sabe ni por qué lo ha
dicho ni cómo su tono era tan convincente… Pero hasta él ha creído sus
palabras. Se despide de ellos con una mueca desde la entrada del bar. Cansado,
quiere regresar a su hogar. Pone la llave en la cerradura de la portezuela de
su vehículo cuando escucha…
PARTE 3
—¡Shi! ¡Shiiiiiiii!
Luis mueve la cabeza de parte a
parte.
—Sí, usté —le dice, desde un
banco de la plazoleta, un africano oscuro como el betún y con malas pintas,
ofreciéndole una caja de vino Don Simón—. Venga, venga —le indica con la mano.
Luis no se lo piensa dos veces.
No siente ni miedo ni horror, sino, muy al contrario, afecto. Desconoce si por
el vino que le ofrece o porque sus ojos ambarinos emanan una generosidad
infinita.
—Hombre… —le dice mientras agarra
el tetra brik y echa un trago al maloliente líquido que gotea por la esquina de
la caja.
—Quero… dine… dinego… ¿tenes?
—dice Zaid, frotando los pulgares contra los índices—. Euros, euros. ¿Decir
bien?
—Tranquilo, te he entendido.
Necesitas dinero, ¿no es eso?
—Tú, amigó. Zaid querer dinero.
—¡Ahhh! Te llamas Zaid. Yo, Noel
—le da la mano—. Mucho gusto. ¿Y para qué quieres dinero?
—Zaid dinero… comida —dice,
llevándose los dedos a la boca varias veces—. Y má.
Zaid le enseña una tarjeta de
residencia muy estropeada, con numerosos trozos de celo, en la que apenas se
distingue su cara. Al examinarla, Luis comprende que está caducada.
—Esto es más gordo, Zaid —dice
moviendo la cabeza—. Pero todo tiene arreglo. Tienes que ir a la embajada de
Marruecos. Aquí pone que naciste allí.
Zaid asiente.
—Pues nada, vente conmigo, que te
dejo en la puerta. Allí sabrán qué hacer. Ya lo verás.
Zaid levanta los hombros, sin
llegar a comprender, pero Luis lo coge del brazo y lo invita a subir al coche.
Media hora después, Zaid entra en la embajada de su país, tras las indicaciones
que Luis le ha dado al ujier apostado en la entrada.
Antes de despedirse, Luis le
frota la espalda con cariño y, mostrándole la botella de Noel, dice:
—Zaid, no te preocupes de nada.
Como que esta botella es el regalo más preciado que nunca me han hecho, que tú
te quedarás en España. Los borrachos nunca mienten.
Zaid sonríe como un niño al que
le acaban de regalar el juguete que más deseaba.
PARTE 4
Ahora sí vuelvo a casa.
Tras caminar unos pasos por la
acera, choca con una mujer compungida. Hermosa y con buenas formas. Melena
caoba, ligeramente ondulada, y gafas oscuras que cubren la mayor parte de su
rostro.
—Perdón —le dice ella, tras
embestirle de refilón.
—No, mujer, disculpe usted; es
que voy un poco chispa.
De repente, la buena moza se le
echa en brazos llorando a moco tendido. Luis la arropa.
—Entremos en esta cafetería y
cuénteme qué le sucede.
Las gafas se desprenden de su
óvalo y, aunque intenta agarrarlas, ya es demasiado tarde. Su cara es un poema:
una brecha cruza su ceja, con sangre oscura y marchita. Su nariz, hinchada,
muestra un tono cardenalicio que vaticina un enorme moratón, consecuencia de
que ha recibido, no uno, sino muchos golpes.
—No se avergüence. Tome las gafas
y cubra su rostro. Sentémonos un rato, beba algo caliente y hábleme de lo
sucedido. Después la llevaré al hospital.
—¡No, por favor! ¡Al hospital no!
—Mujer, que son muchos los casos
de maltratos. Usted sabrá que hay que denunciarlos.
—Lo sé. Pero lo mío es anormal.
El camarero se acerca y le dice a
Noel:
—Los siento mucho, señor. Pero
los clientes dicen que usted huele mal… podría marcharse, por favor.
—El caballero viene conmigo —contesta la dama, enseñándole una tarjeta de alguien
que debe ser muy influyente, porque el camarero les pide perdón e ipso facto
les pregunta qué desean—. A mí póngame una tila —dice la señorita.
—Para que no digan… —comenta Luis
mirando al personal—. A mí, póngame otra.
—Es usted todo un gentleman.
—Como usted diga —contesta Luis,
alegre por el cumplido—. A lo que vamos: después la llevo al hospital.
—Que no, hombre, que no. La
situación es compleja...
Unas lágrimas enormes recorren su
rostro. Presto, como por obra de magia, adquiere una compostura magistral.
—Señorita, a estas alturas lo
entiendo todo. Cuénteme su historia, por favor.
—Mire,
soy lesbiana. Bueno, no sé lo que soy. Estaba casada y mi esposo me dejó por
otra. Entonces me fui a casa de una amiga que trabaja en el Ayuntamiento. Una
cosa trajo la otra. Ahora, mi marido ha regresado, arrepentido. Y yo quiero
volver con él. (Pausa con algún sollozo).
—¿Y…?
—Pues que mi amiga no lo ha
entendido y ha comenzado a golpearme como una loca.
Luis está embobado escuchando la
historia. Comprende por qué el camarero ha cambiado su forma de actuar y piensa
que el cargo que ostenta su “amiga” debe ser importante. Pero, además, está
encajando las piezas del puzle lésbico, nuevo en su tesitura.
Traga saliva; se recompone con la
tila y, tocando el bolsillo interior de su gabán donde reposa la botella de Soberano,
le sugiere:
—Bueno, pues primero aclárese,
mujer.
—Los quiero a los dos. Él se
portó mal conmigo, pero llevamos veinte años casados. Ella es una amiga de la
infancia, siempre tan buena… ¿No sé qué le ha pasado?
—Está clarísimo: su amiga la
quiere para ella sola. Mire, señorita…
—Merche. Llámame Merche, para lo
que necesite.
—Como quiera. Merche, tiene que
dejarlos a los dos —concluye tajante Luis.
Un rato después la deja en
urgencias. Y, antes de marcharse, le dice con una reverencia, sacando la
botella mágica:
—Princesa, como que esta botella
es el regalo más preciado que nunca me han hecho, que ni su esposo ni su amiga
le causarán problemas. Los borrachos nunca mienten.
PARTE 5
Al llegar a su coche, tres sin
techo lo esperan.
—Luis tienes que darnos la
botella de Soberano.
El gesticula preguntando como lo
saben y ellos le contestan:
—Nos lo ha dicho tu predecesor
antes de dejar este mundo.
—¿Cómo?
—Noel ha muerto en el banco donde
lo viste por última vez hace cuatro días.
Luis se queda helado.
—¿Cuatro días? Si salí del
trabajo hace unas horas…
—No, amigo. Hace cuatro días que
te pusieron de patitas en la calle por ser demasiado honrado. ¿lo recuerdas?
Él baja la mirada y les entrega
la botella con pena.
—No estés triste —dice el más
anciano—. Esto es una rueda. Cada uno tenemos un destino. Él cumplió el suyo. Y
tú lo has hecho bien este año.
—Entonces… ¿hoy es veinticinco de
diciembre?
—Sí. Ve a casa que te esperan con
los brazos abiertos.
PARTE 5
Luis llega a casa. Su esposa y
sus hijas lo reciben con alegría.
—Sabemos
tu secretito —dice su mujer.
—¿Mi secretito?
—Sí hombre, sí. No te hagas el
tonto. Todo el mundo no tiene la suerte de recuperar el trabajo perdido.
—¿Te han llamado de ACÉRCATE?
—Luis que vuelves trabajar en el
Colegio de Abogado. ¡Yupi! Es el mejor regalo que nos podían hacer.
La mujer lo abraza con fuerza.
Cenan juntos entre sonrisas y
villancicos. Más tarde, Luis ve las noticias de última hora mientras Águeda
duerme en su regazo.
Cuatro titulares lo dejan sin
aliento:
1. Johnny, el niño desaparecido,
ha sido hallado sano y salvo.
2. La familia Ramírez no será
desahuciada.
3. Zaid Kouffa ha obtenido el
permiso de trabajo permanente.
4. La Concejal de Deportes y el
esposo de su secretaria mueren en una reyerta.
Luis sonríe.
—Mis amigos han obtenido lo que
les prometí. Ahora el trío mágico comenzará su tarea. La primera ya la han
hecho conmigo.
Levanta su copa hacia los Reyes
Magos y dice:
—¡Hasta dentro de doce meses!
Se queda dormido junto a su
esposa con un único pensamiento: la Navidad siempre tiene duende.
