

…
©Anna genovés
Revisado el
catorce de junio de 2025
*En
reconocimiento a este gran escritor español que tantas alegrías dejó a nuestros
mayores y nosotros mismos.
El apagón
Son las doce de la mañana de un
lunes anormal: veintiocho de abril del año dos mil veinticinco. En Valencia es
fiesta —la Pascua de San Vicente—, pero el gimnasio está a rebosar. "¡Uf…!
¡Qué mal! ¿Por qué no se han ido a comerse la mona?", me digo al entrar.
Me cambio y salgo a la sala, a lo
mío, a muscular. Comparto máquinas con unas pavas y, de repente, la luz se
apaga. El deportivo es tan grande y tan guay que no pasa nada. Cada uno a lo
suyo con las luces de emergencia.
Sin embargo, el asunto seguía sin
solución y los móviles tampoco funcionaban. La maquinaria eléctrica también se
marchó. Los usuarios más precavidos se esfumaban, y los aguerridos allí
seguíamos, en la parte donde las paredes son transparentes y entra la luz del
sol.
Un runrún creciente me ha hecho
afinar el oído…
—¿Sabes lo que ha sucedido?
—pregunta alguien.
A lo que un chaval ha respondido:
—Se ha caído la red eléctrica
estatal. No hay cobertura móvil ni ná de ná.
Risas y comentarios a tutiplén.
Que si habíamos tenido un ataque cibernético, que si se había roto un satélite,
que el ataque provenía de las autoridades, que por eso nos dijeron que
compráramos un kit de supervivencia, que sí tal y pascual… La verdad, demasiados
“qués”. Tantos que te quedas con cara de gilipollas. Tantos que sabes que nadie
sabe el porqué.
Alguien dice, de repente:
—No ha sido solo en España. Toda
Europa está igual.
A esas alturas, nadie llevaba
cascos ni de hormiga ni de cable. Los que aún estábamos dándole a los hierros
nos mirábamos con cara de: “Es el principio del fin”. “Es el estamos hasta los
huevos de la manipulación”.
Primero la pandemia, después la
guerra de Ucrania, Israel, la DANA. ¡Ufff…! Ya lo dijo Elon: “La caída de las
telecos será la III GM”. A ver si tiene razón.
A todo esto, la monitora nos va dice:
—Si a la una y cuarto seguimos
igual, por protocolo de emergencia, el deportivo se cierra.
Es lógico, pienso. Hay zonas
oscuras y, en ese momento, somos pocos los que quedamos dentro. Nadie sabe lo
que puede pasar o lo que no. Pero, como estamos escaldados, mejor: precaución.
Las pocas damas que quedamos
vamos juntas al vestuario. Ya no podemos ducharnos. Recogemos los trastos y a
casa pitando. Cuando llegamos al cambiador, todas exhalamos. Hay más luz dentro
que fuera: focos de emergencia por toda la cuadrícula. Un gustazo.
En la calle, hace un calor
aplastante. Menos mal, porque voy sudada como un pollo. ¡Qué asco!, pienso. Al
llegar a casa, mi marido está tranquilo y se sorprende al verme. Su salud no es
demasiado halagüeña y aún no se ha enterado de lo que pasa. Hablamos y comienza
a darse cuenta de que no funciona nada. Nada de nada.
—En fin, es lo que hay. Ya
veremos qué nos cuentan —me dice antes de seguir su cháchara—. Preparo unas
latas de ensalada de pasta y comemos.
—Perfecto. Me doy una ducha y a
la mesa —le contesto.
El agua está como un témpano
porque el calentador es eléctrico. Canto a grito pelado. Las palabras me salen
a borbotones: “Los marines no tenemos miedo, somos de hierro”. Y sigo con un
cántico escatológico hasta que me hago con la temperatura.
Sigo mi periplo de ese lunes de
marras envuelta en una toalla. La comida me sabe a gloria y, mientras my
husband se hace una siesta, yo me voy a la cocina para arreglarla. Entonces
caigo en la cuenta de que no se oye nada. No surca ni el viento ni una mosca. ¡Mierda!
Lo mismo que la pandemia, pienso. Y en mi soledad solitaria comienzo un
soliloquio. Sí, seseando porque me da la gana: "Calma, señora. No es usted
una marine, pues a seguir sin acojonos, que no pasa nada. La luz llega en un
momento. Eso es lo que quiere el gobierno, que te asustes. Que todos nos
asustemos. Pero va a ser que no. Que, de eso, nada."
Unas horas más tarde, el panorama
es el mismo y salgo como un rayo a comprar una radio en algún sitio. Lo primero
que hago es acercarme al bar de los chinos, repleto de fumetas con cara de
amigos. Me acerco a una mesa con cuatro pavos y una señora en silla de ruedas.
Les pregunto si saben algo y me corean un rosario repleto de cuentas…
—Aunque estamos como tú, hemos
hablado con un colega y nos ha dicho que se ha caído la red eléctrica en casi
toda Europa, menos en los países del Este.
Ahí empieza la paranoia.
—¿No me digáis? ¿Entonces es un
ciberataque?
—Casi seguro.
—¿De quién?
—De los rusos. Pero tranquila,
que en Bilbao ya ha vuelto la electricidad y aquí llegará en unas horas. A lo
sumo, en un día. Nos han dicho que no salgamos de casa si la noche sigue fosca,
por precaución. Nada más.
—Gracias por la información.
Dentro de poco veo este punto como un cuartel general.
Risas por doquier. Yo también las
llevo por dentro. Sé que la bola ha comenzado a circular y que, si pregunto en
otro sitio, me dirán lo mismo o algo similar. No me creo nada.
Cuando paso por la jefatura de
policía, veo a un madero con cara de: “Pregúnteme argo, por favó”. Claro, me
parecía de mala educación no hacerlo…
—Buenas tardes, agente.
—Buenas tardes, señora. Usted
dirá.
Le cuento mi película. Que soy la
presidenta de una comunidad de ancianos. Que todos están preocupados. Que si
sabe algo. Que en el bar me han dicho… Que esto y aquello... Lo mismo que en el
gimnasio: demasiados “qués” para poco tajo.
—¿Qué quiere que le diga? Sabemos
poco más, lo que hemos escuchado en la radio. Es una avería eléctrica, con la
consecuente caída telefónica, en España.
—Gracias.
Me largo al paquistaní que está
cerca a por una radio, lo único que funciona. El chico está en la puerta. Le
pregunto y me dice que se le han acabado. Me hago un croquis en la cabeza de adónde
ir y allí que me encamino por los arrabales del centro de Valencia. La ciudad
está a medias tintas. Semáforos inutilizados y, también, los coches eléctricos. La mayor parte de los comercios cerrados a cal y canto,
farmacias chapadas hasta abajo. ¿Y qué cojones hacen ahora los enfermos si
necesitan algo?
Los pies me chillan como un coro
evangelista porque llevo más pasos que un maratoniano. Cuando ya no puedo más y
vuelvo de mala hostia a mi agujero. ¡Plof! Como un milagro milagrero, veo
una cola de españolitos gilipollas como yo. Mirando al suelo, mientras un moro con una
bolsa de plástico más grande que la de Papá Noel, reparte radios Baijiali
de diez euros por el doble de dinero. Me pongo en la hilera y espero mi turno, cagándome en ese timador que se aprovecha de la situación. ¡Vaya mierda! Pero
regreso a casa con mi tesoro.
De camino, escucho de todo y
pienso en la felicidad de los wokes en esta primera Edad Media del Nuevo
Milenio. Los influencers, sin embargo, se tirarán de los pelos. Y los
conspiranoicos harán sus cábalas.
Justo a las veinte y veinte minutos,
¡Guauuu…! Vuelve la luz.
Amén.
© Anna Genovés
Manuscrito el lunes, veintiocho de abril de 2025. Revisado y
publicado, el domingo once de mayo de 2025.
El apagón
Deporte: Fuente de Bienestar
Si me preguntan desde cuándo
hago gimnasia, me da mucha risa y, por lo general, contesto que desde
siempre. Al leer este post descubriréis el porqué.
A los seis meses toqué los
primeros hierros, y a los nueve, el tacatá me resultaba tan pequeño que decidí
caminar y correr por mi cuenta. Sí, soy hiperactiva. A los dos años me
compraron un triciclo con el que iba a toda pastilla por donde fuera. Me di más
de un chichón y me hice alguna que otra brecha, pero nada mermaba mi ansiedad
por brincar. Meses después recorría la casa con los tacones de mami. Taconeaba
a todas horas; me sobraban tanto que, a la hora de comer, era un calvario estar
conmigo porque se me caían constantemente y el ruido ponía de los nervios a
todos.
Mi trayectoria escolar fue
intensa y, con siete años, llegué a un colegio religioso con un gran
patio y numerosos cachivaches con los que jugar y entrenarme. Allí descubrí
la gimnasia. Era la primera en dar volteretas, hacer el pino, el puente… o
lo que hiciera falta. Aunque me cayera, me levantaba como un rayo y nunca me
quejaba porque quería seguir moviéndome. ¡Me encantaba! A la misma edad
aprendí natación en el Club Ferca y ballet clásico en el conservatorio de Valencia.
En la calle patinaba, jugaba a la cuerda, a la goma, a churro va, al escondite,
al sambori… En fin, era una niña muelle que nunca se cansaba.
Pero fue en el Instituto Juan
de Garay cuando el deporte se convirtió en algo imprescindible en mi vida.
Descubrí que poseía las cualidades básicas de los deportistas: flexibilidad,
fuerza, resistencia y velocidad. Fui portera de balonmano, central de voleibol
y formé parte del equipo de atletismo. Me chiflaba el plinton, el potro, la
barra y las paralelas... Subía cuerda, pegaba puñetazos, estiraba mi organismo
hasta cotas yoguis y dejaba mi cuerpo suspendido en las espalderas y en las
anillas. La asignatura de Educación Física y Deportes de mi época era muy
completa; se practicaban casi todos los tipos de entrenamiento que actualmente
están en boga.
Deseaba ser profesora de
Educación Física con todas mis fuerzas. Pero, por desgracia, por aquel
entonces solo podías acceder a dicha especialidad en Barcelona o Madrid, y yo
vivía en Valencia. El asunto se torció, y tuve que conformarme con otra carrera
universitaria. Aunque mi amor por el mundo deportivo me llevó a sacarme el
título de monitora de gimnasia rítmica y de aerobic.
Entrevista con preguntas generadas por la IA Copilot
¿Qué te motivó a iniciar tu
camino en el mundo del fitness y el aerobic?
Durante varios años di clases en
colegios y en gimnasios donde entrenaban deportistas de diversas modalidades,
entre ellas el culturismo. Conocí a culturistas federados que leían la revista Muscle
& Fitness y me aficioné a ella. Esto rellenó mi vademécum
particular y me mostró que ambos sexos podían entrenar la fuerza a cualquier
edad. Como, por otro lado, era acólita de Jane Fonda, fusioné ambas
prácticas en las clases que impartía y en mi entrenamiento personal.
¿Cómo fue la experiencia de
salir en la portada de una revista en 1990?
En uno de los polideportivos
donde trabajaba, tuve bastante aceptación y los supermercados de mi zona me
propusieron hacerme una entrevista y ser portada de su revista. Accedí. Fue un
momento maravilloso que guardo en mi corazón con mucho cariño.
Me hizo mucha ilusión, sobre
todo por la repercusión positiva que podía tener en las personas que me
conocían. Y, la verdad, los gimnasios de mi barrio vieron incrementados
sus socios. Esa fue la mayor satisfacción que sentí. Por un tiempo,
me convertí en un modelo a seguir porque mantenía hábitos equilibrados:
bebía agua, cuidaba mi alimentación y practicaba deporte.
Fue una colaboración altruista
y desinteresada cuyo propósito era incentivar a las personas a adoptar un
estilo de vida activo y saludable, disfrutando de sus beneficios tanto físicos
como emocionales. Mantenerse en movimiento no solo contribuye al bienestar
físico, sino que también influye positivamente en el estado de ánimo.
Cuando algo interviene positivamente en el estado de ánimo, lo hace
igualmente en las relaciones laborales y sociales.
¿Cómo has adaptado tu rutina
deportiva con el paso de los años?
El deporte, lejos de ser una
moda, me ha acompañado a lo largo de los años y forma parte de mi estilo de
vida. Nunca me he sacrificado entrenando, porque he disfrutado con lo que
he hecho y lo que sigo haciendo. No he dejado de practicar gimnasia en ninguna
etapa de mi vida, adaptando los entrenamientos a las
horas libres que he tenido; ya fuera por la mañana o la tarde, siempre
encontraba el momento necesario para seguir activa. Considero el ejercicio
como una hermosa extensión de los juegos de niña y las clases de Educación
Física del colegio.
Cuando no he podido ir al
gimnasio, me he ejercitado en casa. He reunido un micro gym en mi hogar.
Ahora es muy fácil seguir activa si no puedes o no te apetece ir al club
deportivo; basta con comprar algunas pesas, buscar un vídeo en YouTube sobre
cómo mantenerte en forma en casa y seguirlo. Si quieres, puedes.
Este método lo utilizo cuando,
por cualquier motivo, no puedo desplazarme al gimnasio. La última vez que recurrí
a él fue durante la pandemia, y me ayudó a seguir adelante porque la actividad
física es el mayor antidepresivo que conozco. Sin lugar a dudas, tiene
beneficios emocionales y físicos durante todas las etapas de nuestra
existencia.
¿Qué tipos de ejercicio
disfrutas más en la actualidad?
En la actualidad disfruto con los
mismos ejercicios de siempre. Quiero decir, practico fitness y ejercicios
aeróbicos, ya sea participando en clases dirigidas –body pump, body combat,
zumba, pilates, yoga…— o recurriendo a las máquinas donde ejercito el core:
caminar en cinta con pendiente, remo, elíptica o stepper. O, ¿por qué no?,
algún circuito de CrossFit o Tabata.
Realizo rutinas variadas en las que procuro equilibrar los ejercicios de fuerza con los que fortalecen el sistema cardiovascular. Por lo general, se traduce en un entrenamiento de una a dos horas tres o cuatro veces por semana. ¡Ah! Y procuro que nunca se me olvide estar bien hidratados y tener siempre una botella de agua a mano.
¿Qué importancia tiene para ti
el ejercicio físico en el envejecimiento saludable?
En las redes sociales he
comprobado que hay una fijación por el deporte en personas mayores que va en
crescendo. Entras en cualquiera y surgen reels de hombres y mujeres de +60,
70 y hasta 100 años ejercitándose: es maravilloso. Antes, era cosa de
jóvenes. Y estaban esos refranes anticuados como: «De los cuarenta para arriba,
no te mojes la barriga». Tonterías. No se debe generalizar.
Los humanos tenemos tres edades:
la biológica, la cronológica y la psicológica. Y, dependiendo de la genética,
el estilo de vida y el pensamiento, podemos llegar a la senectud en mejores o
peores condiciones. Está claro que llevar una vida sana, exenta de alcohol,
tabaco y comida basura, ayuda a mejorar o incluso alargar nuestras vidas. Si,
además, haces deporte, la ecuación puede dar unos resultados magníficos contra
el envejecimiento.
¿Qué beneficios emocionales y
físicos has experimentado gracias al deporte?
Hace cuatro décadas, ir al
gimnasio era algo poco habitual, sobre todo para las mujeres. Me siento
feliz solo con pensar que he sido una precursora de los mismos.
A punto de cumplir sesenta y
cinco años, siempre salgo del gimnasio con una sonrisa porque soy
consciente de que libero la serotonina que necesito. Recordemos que esta es
conocida como la "hormona de la felicidad", clave en la regulación
del estado de ánimo, el sueño y el bienestar emocional. Además, estimula la
producción de endorfinas, que generan sensaciones de placer y alivio del
estrés. Y conste que no voy al gimnasio a distraerme, sino a entrenar. Pero, es
magnífico llegar cansada y salir como una rosa.
¿Qué consejo le darías a
alguien que quiere empezar a entrenar después de los 60?
Veo personas mayores que hacen
esfuerzos sobrehumanos y, en pocos años, pasan de tener un cuerpo con sobrepeso
a una musculatura potente. No soy nadie para decir lo que se debe o no
hacer, pero lo que sí tengo claro es que, para someterse a estos cambios
radicales, hay que mantener una dieta rigurosa, tomar una batería considerable
de suplementos y llevar un control exhaustivo con el entrenamiento, que supongo
diario y de varias horas, o incluso dos o más sesiones en una misma jornada. O
sea, tienes que sacrificarte. Y como ya he dicho, lo que es un sacrificio,
si no tienes una fuerza de voluntad poderosa, más pronto o más tarde, se
abandona. ¿Qué sucede cuando lo dejas? Que en pocas semanas estás como
antes de comenzar.
Mi consejo: si nunca te ha
motivado el ejercicio, piensa en algo que te agrade. ¿El fútbol, por
ejemplo? Pues busca en internet o consulta con la IA para encontrar un listado
de clubes senior. ¿Te gusta ir de excursión por el monte? Lo mismo. Haz lo que
te satisfaga, porque cuando comiences, la mejoría que te proporcionará la actividad
que realices te hará sentirte feliz y no lo dejarás.
Si te decides por el gimnasio,
busca uno que esté cerca de tu domicilio o trabajo y ve a verlo. Si te
convence, prueba. Seguro que hasta te dejan ir algún día sin costo alguno.
Además, tendrás a tu disposición opciones alucinantes: fitness, calistenia y
cualquier tipo de actividad dirigida. Lo que al principio verás más difícil
que escalar el Everest, en unos meses se convertirá en una cuesta chiquita por
la que pasearás alegre. Verte físicamente más parecido al que fuiste años atrás
te sentará bien. Estarás más contento, y la vida, aunque tenga dificultades,
será más llevadera.
¿Qué opinas de los suplementos
deportivos?
Me parecen una buena opción si
son productos confiables y realmente necesarios. Por ejemplo, pueden ser
útiles cuando el nivel de entrenamiento es competitivo o demasiado exigente, y
la alimentación por sí sola no cubre las necesidades energéticas y
nutricionales. Hace unos meses descubrí en los supermercados Consum una línea
deportiva que me pareció de calidad.
En los clubes deportivos, la
ingesta de proteínas en polvo es bastante habitual. No obstante, cuando se
sigue una dieta equilibrada con carnes, huevos, legumbres y lácteos, en general
no es imprescindible. Ante la duda, siempre es recomendable consultar con un
profesional, ya que el exceso puede ser perjudicial.
Recuerdo que conocí a un
personal trainer que comenzó a trabajar siendo delgado y logró desarrollar
una gran musculatura, pero a base de suplementos sin control alguno. Hasta que
un día su cuerpo "explotó": sus órganos vitales estaban
sobrecargados, y sus potentes bíceps comenzaron a llenarse de estrías.
¿Qué mensaje te gustaría
transmitir a las nuevas generaciones sobre mantenerse activos?
A los jóvenes les diría que
adopten la actividad física como parte de su rutina diaria, que prolonguen
las clases de gimnasia o el deporte que más les agrade del instituto o la
universidad a sus horas de ocio, porque es algo que les beneficiará de por
vida. No solo los fortalecerá físicamente, sino que los protegerá de ciertas
enfermedades como la obesidad, algo que el hábito de los ordenadores ha hecho
que aumente. Y no nos engañemos: no es ni será una moda, es una enfermedad.
Si planificas tu vida, hay
tiempo para todo: para estar con los amigos, estudiar, trabajar, ver
series, cotillear los perfiles de las redes, jugar a videojuegos o montar
grupos de WhatsApp…
Unas palabras para finalizar…
Recordando mi pasado con el
deporte, me doy cuenta que he hecho de todo, menos artes marciales.
Llego un poco tarde, pero me gusta mucho el Aikido y, más todavía, el Kendo.
Tal vez en otra vida… Aunque, ¿quién sabe? Nunca es tarde si la dicha es buena.
Una frase…
El deporte es el mayor
antidepresivo que existe
No es culto al cuerpo, sino
bienestar personal
©Anna Genovés
Las preguntas de la entrevista están generadas por la IA
Copilot
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