La gata de angora
La gata de angora
El amor traspasa fronteras
ella no quiere marchar
pero él la reclama
y, al final,
se marcha sin hablar
con su gata de angora
Marisa está frente a una hilera
de nichos. De negro riguroso mirando una lápida con coronas semifrescas que
rezan: “Fernando González Pérez. 1990-2020. Quererte fue fácil. Olvidarte,
imposible”.
― ¿Cómo se te ha ocurrido dejarme
en la flor de la vida? ―pregunta la joven viuda con lágrimas en los ojos.
Un viento gélido hace que las
ramas de los cipreses aleteen. Las flores marchitas apostadas en el contenedor
de basura, se sumergen en un torbellino que levanta una arenisca fina. Una gata
blanca de angora se contonea por las tupidas medias de la plañidera y se
aposenta entre sus zapatos, de tacón alto.
―No me digas que llegó tu hora y
ya está. Estoy harta de oírtelo decir desde que te fuiste ―sigue en su
particular memento, la compungida.
Se sienta en un banco de madera
roída frente a la tumba. Acariciando a la gatita, como si ésta hubiera perdido
a su partenaire y se consolaran mutuamente. Recuerda que conoció al que fue su
esposo en la boda de una amiga. Sus miradas se cruzaron en la iglesia. Allí
mismo, en la sacristía, se entregaron a una lujuria desmesurada. Unas semanas
más tarde, se casaron. De eso hacía un año. Todo funcionaba de maravilla hasta
que una tarde, Fernando, cayó fulminado. Un hombre fuerte y joven que nunca
había estado enfermo. Desconsolada, llamó al 112 y después a la funeraria. No
podía olvidar la imagen: lo sacaron en una bolsa con asas, como si fuera un
violonchelo. El rellano de la finca era estrecho. Marisa cerró de golpe.
Segundos después, escuchó un ruido seco y miró a través de la mirilla. ¡Qué
horror! El cadáver embolsado había golpeado la puerta al intentar meterlo en el
ascensor. Parecía que Fernando le dijera: «¡Todavía no me he ido mi amor!».
Desde entonces, tenía pesadillas. Siempre la misma historia. Una voz de
ultratumba la llamaba: «Marisa, Marisa. Ven conmigo». Repetía hasta la saciedad.
Un día y otro día, y Marisa se acostumbró a ir al camposanto, a menudo. Hablaba
con su Fernando como si lo tuviera al lado.
―No sé qué hacer. ¿Qué quieres ángel
mío? ―insinúa Marisa sofocando su llanto en un pañuelo de hilo con las
iniciales de su desafortunado marido bordadas en grana.
―Estoy solo y hace frío… ―hablan
las tumbas mudas y las cruces pétreas.
―Tú ganas ―indica Marisa con los
párpados entornados.
Abre el bolso, saca un botellín
de Bezoya y un envase de Propanolol Hidrocloruro. Un betabloqueante que
utilizaba su esposo ―doctor en psiquiatría― cuando iba a los simposios y tenía
que hablar en público. Era hombre de acción y pocas palabras.
―Si cariño. Lo que tú digas. Sé
que no sufriré ―sigue parloteando.
Las hojas gasifican un baile
sepulcral, ligero.
―Además, estas pastillitas
fresadas son muy hermosas. Como mis labios, dirías tú.
Seguido, coge un blíster y extrae
las grageas. Las deja en su mano, mirándolas como abducida. La minina que ―con
un iris verde y otro azul― ronronea. Le guiña un ojo.
― ¡Ay mi niña! Quieres tu parte.
Deseas irte con Don Gato ―le da una. La felina la chupa hasta dejar un polvillo
inocuo.
Marisa ve cómo se atonta y se
deja caer de medio lado, maullando soñolienta mientras ella la acaricia. Hasta
que su cola deja de moverse. Ha sido rápido e indoloro ―piensa.
Ella, hermosa como la porcelana
fina, sigue el ritual con una parsimonia escalofriante. Se traga las píldoras. Una, dos, tres… hasta llegar a la docena. Bebe
agua y se tiende sobre el banco, mirando el cielo –diáfano, de un zafiro
intenso—. Experimenta una felicidad inaudita: han desaparecido las
preocupaciones. Ve el rostro de Fernando, sonriente. Alza la mano para tocarlo
a la par que su corazón enmudece. Entra en una catarsis cuasi divina. Llega al
Nirvana con los ojos entornados. Feliz.
***
Un año después, el piso tiene
otros inquilinos. Durante el traslado, la nueva pareja encuentra una fotografía
con un hombre y una mujer de perfil, besándose. La flamante novia, la mira y se
sobresalta.
― ¿Qué te sucede, cariño?
―pregunta el hombre.
―Los perfiles me han mirado…
―contesta ella, blanca como un espectro.
― ¡Chorradas! Estás nerviosa. Es
normal.
Pasan los días y la recién casada
sigue intranquila. Experimenta sensaciones extrañas: ráfagas de aire, siluetas
difuminadas, risas vagas… Una mañana se despierta ―puesta de somníferos hasta
las cejas― y cepilla la melena en el espejo de la cómoda. De repente, chilla
con todas sus fuerzas: la pareja del retrato está en la cama rodeada de gatitos.
La mujer mima a una hembra de angora, nívea como el nácar. El hombre la señala
con el índice, diciendo: «Eres nuestra». Los felinos saltan sobre ella y
arañan su cara. La sangre gotea por sus pómulos y se introduce en su boca. La
rodea un olor metálico con sabor ferroso que anuncia el peligro. Corre hasta la
entrada, pero los pestillos se cierran. Gira hacia la alcoba y los espíritus le
impiden el paso. Los objetos comienzan a volar. Unas sonrisas macabras se
funden en sus oídos. Horas más tarde, el esposo encuentra su cadáver sobre el
gres de la cocina junto a unas latas de comida para gatos, vacías. El cuerpo
está ensangrentado; lleno de rasguños y acuchillado. Como si en un ataque de
esquizofrenia, se hubiera rajado a sí misma. Lo extraño es que, en la finca,
nadie tiene animales de compañía.
©Anna Genovés
Rectificada el 4 de julio de
2022
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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