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Enamorados bajo el fuego

 

 


El amor no está reñido con la guerra

los cartuchos acompañan a las frutas

igual que las aventuras de supervivencia

 

 

 

Escenario: un barrio obrero lleno de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.

 

 

***

 

 

Ángel recogía escombros cuando el comisario del ejército republicano lo reclutó.

 

 

―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene? ―preguntó el hombre.

―Diecisiete señor ―contestó el joven de ojos aguamarina.

―Suficientes para coger un arma y defender a su patria.

―Pero señor, mi padre murió en el último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy el hombre de la familia.

―La Patria es su única familia. Además, tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas responsabilidades.

 

Así fue como el joven se vistió de soldado.

 

***

 

 

Ángela leía el periódico junto a su hermano en la Estación del Norte de Valencia.

 

 

―Vicente mira lo que dice la ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de vacaciones».

―Es cruel. La mayoría nunca se convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.

 

Vicente era un brigadista de la FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a golpe de fuego cruzado.

 

Los trenes de mercancías estaban repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas. Vicente llamó a su cabo.

 

 

―Ángel pase revista.

―A sus órdenes mi teniente.

 

 

Se escuchó una voz ágil que leía una retahíla de nombres.

 

 

―Mi teniente faltan cinco soldados.

― ¿Cómo puede ser?

―Lo desconozco, señor ―contestó el cabo.

―Claro. ¿Qué va a decir usted? En el permiso anterior estuvo extraviado varios días.

 

 

Vicente se acercó a Ángela y le dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró decirle a su hermano—:

 

 

― ¡Por Dios, Vicente! No digas eso.

―Es imposible ganar una batalla con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te agrada.

 

 

Minutos después, la muchacha regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.

 

 

―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa pregunta.

― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó orgullosa con la barbilla levantada.

―Iba a pedirte que me compraras una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme una, por favor.

 

 

Ángela se hizo la remolona. Pero fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.

 

Cuando regresó el cabo estaba subido a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.

 

 

― ¿Qué te ha dicho El francés? ―preguntó Vicente.

― ¿Quién?

―El cabo.

― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella lo señaló con el dedo.

―No coquetees. Nos marchamos a la guerra.

― ¿Por qué lo llamas El francés?

―Porque sus padres emigraron a Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.

― ¡Anda! Pues… tengo que darle la cartera y la manzana.

―Un poco tarde hermanita.

―Cométela tú, te sentará bien.

 

 

Ángela se hizo un hueco entre la mixtura de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.

 

 

― ¡Lo siento francés! ―le gritó.

― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!

― ¡Qué gracia! Yo me llamo Ángela.

―Lo que yo pensaba… estamos hechos le uno para el otro –murmuró.

― ¿Qué has dicho? Con el ruido no te he oído.

― ¡Disculpa, he dicho tonterías! ¡Quédate mi portamonedas! –gritó.

― ¡¿De verdad?!

― ¡Así tendré algo por lo que volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito pelado.

― ¡¿Qué?!

 

 

Los traqueteos de la máquina de vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire. Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.

 

 

***

 

 

Semanas más tarde, en un alto cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas, surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su teniente. Entró en la tienda de campaña.

 

 

―Permiso para informar, señor.

―Entre francés, entre.

―Los nacionales están ganando terreno. La situación es difícil.

―Un duro golpe –contestó Vicente con los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de su tienda.

―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?

―Resistencia, cabo. Resistencia.

―Como mande, señor.

 

 

Vicente restregó la boina por su cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:

 

 

―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?

―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.

 

 

El oficial sonrió. Le caía bien ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o paz, pensó.

 

 

***

 

 

Meses después, Vicente y sus hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y le preguntó por él.

 

 

― ¿Vicente dónde está tu cabo?

―Lo enviaron a primera línea. No sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento ―contestó el teniente arrugando la boca.

 

 

Los iris de Ángela se tiñeron de sangre grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.

 

 

―Todavía conservo su cartera. Se la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.

― ¡Ya tenías que haberlo hecho!

―Juré que se la guardaría y nunca incumplo una promesa.

 

 

Siguieron parloteando entre abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados, las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.

 

Por la noche, Ángela volvió a mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías, unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se contrajeron. En unos segundos envejeció una década.

 

 

***

 

 

Simultáneamente, en el Campo de concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado. Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte. El cuarto: la victoria, nunca llegaba.

 

Los registraron uno a uno, Ángel carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto, pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.

 

La ciénaga del suelo embadurnaba sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse. La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los perdedores.

 

Al octavo día de su llegada, El francés era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería. Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.

 

 

***

 

 

En la madrugada del 31 de marzo de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre. La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.

 


― ¿Quién es? ―preguntó con voz temblorosa.

―Nadie ―respondió una voz agónica. 

 

 

Abrió por instinto. Un cuarto de Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para no despertar a nadie.

 

 

―Ángela soy El francés.

― ¡Mientes! Él está muerto.

 

 

La irradiación lunar iluminó el aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el color del Mediterráneo.

 

De madrugada, Vicente y El francés hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración. El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el cabo, cuidaría de su familia.

 

Ángela los interrumpió. Llevaba unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa limpia. Vicente los dejó solos.

 

 


― ¿Ángel por qué has venido a nuestra casa en vez de ir a la tuya?  ―preguntó la joven.

―Porque un hombre no puede ir por el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.

 

 

Ella introdujo la mano en el faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.

 

 

― ¿Cómo la has conseguido? ―preguntó la joven.

―Me la dio tu hermano cuando le confesé que me había enamorado de ti.



Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...



―Está casi nueva. ¿Cómo puede ser?

―Es lo único hermoso que he visto desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he guardado a buen recaudo.

 

 

Ángela bajó la mirada. Cosas de la guerra, pensó.



―¿Te callas? No me contestas.

―¿A qué?

―Que te quiero, mujer. Que te quiero.



Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.

 

 


***

 

 

Pasado el tiempo, la pareja regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años de Servicio Militar.

 

 

― ¿Me compras una manzana? ―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.

―Guárdatela. Hoy, invito yo.

 

 

Cuando regresaba con la jugosa fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.

 

 

― Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó a grito pelado.

― ¡Es lo mismo que me dijiste cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.

―¡¿Quieres casarte conmigo?!

 

 

 

Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le lanzó un beso al aire. Ella suspiró.

 

 

Lo esperaría el tiempo que fuera necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado durante la guerra.

 

 

©Anna Genovés

*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias. 

 

Rectificado el sábado seis de abril de 2024

Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.

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Te lo prometí mamuchi

 

Las promesas se las lleva el viento

el corazón permanece alerta

 

Mi madre era una ávida lectora. Su escritora preferida era Agatha Christie: tenía la colección completa. Pasados los 75 años, le enseñé a manejar el ordenador. Un día le abrí uno de mis manuscritos –un tocho bien grueso que había escaneado página a página para tenerlo a buen recaudo dentro del PC—. Una de las muchas novelas que rulan por mis cajones. Estaba absorta leyendo mientras yo la controlaba de lejos, observando sus reacciones…

 

― ¿No te cansas mami? ―pregunté.

―No hija. Es muy interesante ―contestó.

 

Cuando acabó el primer capítulo, le dije que era mío.

 

― ¡No puedes ser! Me estás engañando ―insinuó moviendo la cabeza y con los ojos brillantes.

― ¿Por qué dices eso?

―Porque me ha gustado mucho y es muy entretenida. ¿Cómo puede ser tuya?

― ¿Tan poco crees en mí?

―Siempre he creído en todo lo que te hacías. Está mal que lo diga, pero es una gran novela.

―Tengo algunos secretillos… ―sugerí con una mueca.

 

Ella ignoraba que escribía desde que tenía uso de razón. Primero en la memoria. Y cuando aprendí el abecedario, en cualquier sitio.

 

― ¿Y por qué no me lo has dicho antes?

― ¿Para qué?

―Te hubiera ayudado. Ahora, poco puedo hacer.

 

Me encogí de hombros y la besé.

 

―Prométeme que nunca dejarás de escribir ―me dijo.

―Te lo prometo mamuchi ―aseveré reprimiendo mis lágrimas.

 

Para mí fue como ganar el Nobel de Literatura. Desconocía que sus palabras eran premonitorias: se estaba despidiendo de mí. Cuando deseo tirar la toalla y dejar de escribir, escucho sus palabras como si la tuviera al lado. Eso, me ayuda a seguir. Gracias mamá.

 

©Anna Genovés

Relato incluido en el libro La caja pública. Publicado en Amazon. 2014.

 

*Dedicado a mi mamuchi.

 

#microrrelato #emociones #relatosdelavida #amordemadre #madresehijas #autorasespañolas #annagenoves

 


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Seguramente, la mayoría les habéis echado un vistazo. Otros, pasáis. Y estáis en vuestro derecho. Aquí comienza y acaba mi obra literaria. El blog permanecerá vivo.

 

Entre los 9 volúmenes, encontraréis thriller, relatos de distintos géneros, ficción histórica, realismo, ciencia ficción, aventuras y etcétera... La mayoría tienen errores ortotipográficos o están faltos de una buena maquetación o de una portada más agraciada. Nadie me ha ayudado y, esto, es lo que hay. Para mí, es más importante la historia relatada que la presentación‍.️

 

Es obvio que las primeras aventuras tienen más erratas que las últimas. Exceptuando la escrita durante la pandemia.

 

Feliz Año Nuevo para todo el 🌏 Gracias.

 


Listado por orden de publicación

 

1.       Tinta Amarga | mayo 2014. Thriller policiaco 🔫

 

2.       La caja pública | relatos. Octubre 2014. Historias publicadas en este blog. Gratis siempre.

 

3.       El Legado de la Rosa Negra. Enero 2015. Romance en las pirámides

 

4.       Las cicatrices mudas. Agosto 2015. Thriller policiaco 🔫

 

5.       Pasillos nocturnos. Enero 2016. Poemario 🖋

 

6.       Erotika. Octubre 2016. Relatos eróticos 💞

 

7.       SIAH: El Ojo de Dios. Noviembre 2020. Ciencia ficción 👽👾

 

8.       2020 La realidad: de la realidad. Diciembre 2020. Sensaciones durante la pandemia 😥

 

9.       La concubina 111. Febrero 2022. Aventuras en el Lejano Oriente 📜💎

 



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Bloody Christmas


 

Navidades felices

o quizás sangrientas;

la madre asesina al hijo

el hermano se enajena

cocodrilos hambrientos

 


Dorothy Smith adornaba el abeto navideño de su hermoso chalet de Miami. Era Nochebuena y toda la familia se reunía a cenar en su casa. Hacía nueve años que su esposo había fallecido, y aunque sus hijos se llevaban de pena, querían seguir con la tradición familiar. El matrimonio Smith aumentó con el nacimiento de Saúl al año siguiente de la boda. De eso hacía la friolera de cuatro décadas. En la siguiente Navidad, se unió al triángulo Bill. Pasó un lustro hasta que llegó Peter; el peque de la familia. Un pentágono maravilloso hasta que Saúl se casó con Telma. Y la familia volvió a crecer año tras año. Primero con el hijo de ambos, Saulito. Seguido, con Mirian, la esposa de Bill. Al año siguiente, fue Minnie; el retoño de la nueva pareja quien se unió a las fiestas. Y consecutivamente, Helen la novia de Peter y sus mellizos.  Desde la llegada los gemelos, Helencita y Johnny, el clan había permanecido inmutable. Un puñado de personas repletas de hipocresía.


Eran las nueve de la noche cuando Dorothy, auxiliada por Telma y Mirian, sacaban los suculentos manjares a la mesa. Dorothy era la anfitriona perfecta. Pese a ser sesentona, todos la envidian; su look era de lo más cool y su belleza seguía sempiterna: la mismísima Jessica Lange en American Horror Story. Durante la ingesta del primer plato, estuvieron muy amables. En el segundo, Saúl empezó una azarosa discusión con su cuñada Helen. La cosa terminó con el cuchillo jamonero sobre la mano de la mujer que chilló mientras los dedos sangrientos no dejaban de gotear; el índice y el anular, bailaban sobre el mantel.


—¡Cógelos!!! Y vámonos al hospital a que me los injerten. ¡Ayayay!!! ¡Malnacido! —chilla estrepitosa la víctima.


—Pero Bill —su esposo— estaba pegándose con su hermano. Y para rematar: le clavó el tenedor en un ojo. El silencio inundó el salón. Saúl cayó sobre la alfombra. Dorothy le quitó leña al fuego:


—Tranquilos hijos. A Helen le coso los dedos. Después, me encargo de Saúl… Tú tranquilo, hijo mío —le dice al tuerto— ya sabes que mamá fue enfermera.


—Madre no te preocupes por mí, soy un guerrero como el papá —dice Saúl antes de sacarse el arma homicida del ojo sin tan siquiera pestañear.


La sangre riega su rostro, pero la reemprende con su hermano, deteniendo la hemorragia con una servilleta. Lo mismo que utiliza Helen para sus dedos.


La espectacular mesa, se ha convertido en un campo de batalla. Vuelan panecillos, verduras, platos y enseres…


—¡Hija de puta! Cómo mi padre se quede tuerto, te juro que te saco un ojo con mis propios dedos —vocea Saulito a su prima Minnie.


—No te atreverás. Si me tocas te juro que te meto un cuchillo por la boca —grita la niña.


Los gemelos, que tampoco se soportan, se retuercen el pelo y Telma la emprende con Mirian: están pegándose zarpazos como verdaderos felinos. Nadie se da cuenta que Peter (el hermano pequeño) ha desaparecido…


—Te odio ¡guarra!


—Y yo a ti ¡cabrona!


Braman las damas convertidas en leonas.


—Voy a dejarte la cara como un mapa. Ni el mejor cirujano plástico del mundo podrá arreglártela —grita Telma.


—Y yo te filetearé tu culo seboso —vocea Mirian.


—¡Ah, sí! Habéis venido porque no tenéis donde caeros muertos. Aquí, ¡a pedir dinero! ¡No os daremos ni un puto dólar!


De repente, suena un disparo en el piso de arriba. Segundos después, Dorothy se asoma a la barandilla de la escalera, pistola en mano:


—Aquí hay un problema más grave. Helen olvídate de tus dedos y tú, Saúl, a partir de ahora serás tuerto. Peter está muerto; estaba robando las joyas de la familia. Cuando lo pillé, me dijo que si chillaba o pedía auxilio me pegaba un tiro.


—¿Y?... —pregunta Saúl.


—Discutimos y, accidentalmente, el revólver se disparó. Está en medio de la habitación con un agujero en la barriga.


—Madre, ¿cómo has podido? —Pregunta Bill.


—Me defendía: os lo juro.


—Claro —dice Saúl—. Como el ventanal que le cayó a papá hace nueve años y lo decapitó. Aflojaste las bisagras porque cuando se emborrachaba —bastante a menudo, por cierto— te pegaba más de una leche.


—Dejémoslo estar…   —comenta la madre. 


—¿Qué propones? —Secunda Bill.


—Lo mejor para todos será que llamemos a la policía —insinúa Helen.


—¡De eso nada! ¡Chitón!!! —vocea la mater familia, autoritaria—. Descuartizamos a Peter y lo echaremos en los Cayos. Los cocodrilos harán el resto. Tú, Helen —le dice a la viuda— ni rechistar. Estabas de tu marido hasta el moño. ¡A trabajar! ¡Ya está solucionado!


Bajan el cadáver por la escalera enrollado en la alfombra de cachemires del dormitorio. Saúl va delante, sujetándole los pies y Bill detrás, asiéndolo de los hombros. Dorothy guiándolos. La cabeza del muerto pende hacia atrás. Depositan el cuerpo yacente sobre la mesa de Nochebuena, y, entre todos, lo trocean. Acabada la faena, la madre saca varios plásticos y los reparte.


—¡Venga! Metamos los trozos en estos sacos. Hemos hecho un trabajo estupendo. Alto, Saulito. La cabeza se queda en casa.


—¡Caray, madre! ¡Qué obsesión con las cabezas! —manifiesta Saúl de mala leche.


—Bueno, son mis trofeos.


—¿Las cabezas? —pregunta Telma, lenta de reflejos.


—Sí, las cabezas —repite Dorothy—. Si no te callas después vas tú.


—¡Buaaa!!! ¡Buaaa!!! —la mujer rompe a llorar.


—¡Deja de lloriquear, zoquete! Era broma. Me quedé la de mi esposo para darle un entierro digno. Lo mismo haré con la de mi hijo Peter. ¡Así pongo flores cuando me apetece! —vocea Dorothy, como una posesa.


—¡Hala! A echarlo a los Cayos —finiquita Saúl.


Sacan los pedazos del cuerpo en diferentes bolsas. Las meten en la camioneta y emprenden la marcha cantando villancicos. Forman una coral siniestra con sonrisas macabras y alguna que otra mancha sanguinolenta, en sus trajes. A pocos kilómetros, aparcan en una zona cercana a los Florida Keys. Una a una, sacan las bolsas con los restos de Peter. Dorothy, delante –linterna en mano— dirige la comparsa.


—No acercaros demasiado que por aquí hay demasiados cocodrilos sueltos —sugiere la matriarca de la Santa Compaña.


Asestan diversos tajos en los paquetes para que los aligátores huelan los trozos de carne y los devoren como un suculento manjar navideño.


—Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y ¡doce! Ya está. ¡Bravooo…!!! —palmea, Dorothy, pegando saltitos.


—Madre que era tu hijo —manifiesta Bill.


—¿Y qué? Era un zángano —contesta ella sin inmutarse.


Unos ruidos los alertan. Enfocan hacia los manglares. Una marabunta de reptiles comienza a zambullirse en el agua. A los pocos minutos, empieza un baile salvaje para ver quién se lleva la mejor parte. La familia al completo se despide con grotescas palabras.


—Jua, jua, jua… ¡Adiós, adorado hijo!


—Jejejeee… ¡Adiós, querido tío!


—Jijiji… ¡Bye Bye, estimado hermano!


—Hasta nunca, amado esposo.


—Papi eras feo y no te queríamos. Allí serás más feliz.


—Cuñado, polla floja y enana, quise que me la metieras y no lo hiciste ¡qué te den!


—¿Qué has dicho, Mirian? —interpela Bill.


—¿Acaso tú no te lo montas con Helen, su querida viuda? Por nombrar alguna de tus amantes…


—Está bien. Ya lo sabemos, en nuestra familia ¡viva el totum revolotum! ¡Viva la anarquía!  Jajajaaa… Jajajaaa… Jajajaaa… —replica el marido riendo, histérico.


Acabado el ágape réptil, la familia, vuelve a casa entonando Jingle Bells. Terminan la cena con una gula incontenible. Pero la noche no acaba bien. Días después, hallan la mayoría de cabezas del grupo. Los cuerpos son un misterio por resolver.

 

 

© Anna Genovés

Revisado el 24 de diciembre de 2022

Republicada el 22 de diciembre de 2023

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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Bloody Christmas

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    Bloody Christmas   Navidades felices o quizás sangrientas; la madre asesina al hijo el hermano se enajena cocodrilos hambr...



 


La pasión de Napoleón y Josefina

 


A las maduras

nos agrada el escondite

el premio es bello

y las risas, caramelos

 


Josefina es una mujer madura exultante con unas mini vacaciones de invierno. Después de trabajar duro durante todo el año, se ha tomado una semana de relax. Ha decidido que la mejor medicina para reponerse del estrés al que está sometida, es cambiar la rutina: nada de trabajo, ordenador, dietas, redes sociales o deporte. Necesita comer sin pensar en las caloría que engulle y cambiar las máquinas del gimnasio por el sofá. Sin embargo, pasados los primeros días, se da cuenta que está falta de sexo y necesita un poco de acción. Se pone a mirar los artilugios eróticos que ha ido comprando en diferentes sex shops cibernéticas, pero ninguno le llama la atención lo suficiente como para usarlo. Es una compradora compulsiva y tiene un buen surtido: un hermoso plumero decorado con strass, unos antifaces, unas esposas, vibradores con potencia plus, un babydoll de Chantilly marfil, bolas chinas de diferentes tamaños y texturas, medias de rejilla en diferentes colores… En fin, un ajuar completo.


Luego de repasarlo, es obvio que fantasee con todo lo que ha hecho y todo lo que podría hacer. Y… se excita más de lo habitual. La fragancia a mujer experimentada se dispersa por el ambiente. Acaricia sus pezones y su sexo se humedece. Sus dedos se deslizan por sus esculturales curvas, el bello se le eriza cuando roza los labios de su vulva y aprieta el clítoris. Convulsiona y gime de placer mientras su vientre se agita. Saciada, wasapea a una amiga y le cuenta la historia. Y, ésta, le dice que necesita algo más fuerte y la invita a una fiesta picante que celebra su troupe en el club privado Versalles. Al día siguiente, se pone el babydoll y unas medias de rejilla por arriba de las rodillas con ligueros de encaje. Se recoge la melena azabache en una diadema dorada. Toma un antifaz de estilo afrancesado. Se calza unos Manolo Blahnik con tacón de aguja forrados en satén. Y, encima, se coloca un abrigo masculino de paño. Toma un taxi que la deja en la puerta del antro.


Versalles está extrañamente iluminado y la puerta aparece cerrada. No obstante, cuando la golpea los paneles de forja repujada se abren. No hay nadie esperándola. Pese a ello, ve una espectacular butaca de seda en tonalidad blanco roto con dibujos florales en el que han dejado un sobre lacrado que lleva su nombre, sonríe maliciosa. Lo abre y lee: «Ponte cómoda Josefina. Jugaremos al escondite. Te divertirás». ¿A ver dónde me he metido? Piensa mientras se quita el abrigo y se coloca el antifaz.


Le llama la atención la suave música de cámara que oye en la lejanía; se encamina hacia ella entre habitaciones vacías y mesitas barrocas. Sube al primer piso despacio y altiva como las celebrities de pasarela. En la primera planta solo una puerta está abierta. Se dirige hacia ella y descubre un salón rococó decorado por cortinas y mobiliario de terciopelo púrpura con medallones semitransparentes ribeteados en oro, en los que aparecen escenas eróticas. ¡Vaya! Creo que llegué al salón de la lujuria, recapacita.


Unas risas fluctúan cerca. Se sienta en un canapé mullido y la luz se afloja hasta llegar a una penumbra sinuosa donde todo se intuye y nada se ve. Alguien, que no llega a reconocer, deja el aliento en su nuca. No pregunta. No intenta acariciar el aire denso de la habitación de los placeres. Pero, se estremece cuando unos labios besan su cuello y unas manos la incitan a levantarse para rodear su cintura y, de improviso, destrozar su braguita y rebuscar entre su partes íntimas. Sobreexcitada por la sorpresa, se gira. Empero, sólo distingue una máscara que se lanza sobre sus pechos, muerde sus hombros y lame su piel con una lengua depredadora. Josefina busca su miembro endurecido. Sin embargo, encuentra unos genitales femeninos de labios inflamados: los acaricia. Introduce los dedos por la abertura. Nota cómo se contraen y dilatan las paredes húmedas. De repente, la enmascarada desaparece en la opacidad de la sala.


Agitada, sigue a la sombra. Pero cuatro manos la atrapan y la deslizan hacia la pared donde miman su cuerpo. Aproxima sus manos y roza unos pechos generosos con pezoneras temblorosas. Los estruja, igual que comprimen los suyos. Su boca acuosa necesita alimentarse, se lanza hacia las redondeces; las lisonjea y resbala su lengua hasta alcanzar unos labios glotones que la engullen. Jadea. Deja que su humedad penetre en el interior de esa boca desconocida y gozosa. Lenguas entrelazadas. Carne trémula. Cambia de pareja y otros labios le proporcionan un sabor afrodisiaco de fresas con champagne que enardecen su libido. Quiere más. Necesita eclosionar. Pese a ello, las siluetas se esfuman traviesas.


Camina a tientas entre los persuasivos cortinajes y el mobiliario de lujo. Se le antojan cuerpos errantes que necesitan amor, acaricia sus caderas. Resbala las palmas hasta el pubis. Antes de adentrarse en su templo ardiente, otros dedos pellizcan su espalda y un miembro eréctil se abre camino entre el surco de sus nalgas. Quiere tenerlo dentro, piensa con ojos felinos y labios jugosos. Su almendra rosada, gotea. El macho sigue el juego amoroso frotando sus senos. La invita a tumbarse sobre un mullido sofá donde la inmoviliza y la besa voraz. Josefina siente unos espasmos musculares fortísimos: tiene un orgasmo múltiple que la deja exhausta. Su organismo tiembla exterior e interiormente en el preciso instante en el que un taladro de considerable tamaño, irrumpe en su intimidad y numerosas manos agasajaban su convulsa hechura. Los movimientos endiablados aceleran los calambres de su pubis, de su cuerpo. El semental no se aparta. Siguen bailando hasta que sus cuerpos sudorosos caen extenuados sobre las finas tarimas de madera pulida.


Es entonces, cuando recoleta como una paloma virginal repleta de amor, le dice a su partenaire…


–La experiencia me ha gustado y quisiera repetir en otras ocasiones. ¿Cómo puedo encontrare? ¿Cuál es tu nombre?

–¿Cómo? Mi amada Josefina. ¿Aún no me has reconocido? Soy tu Napoleón.


Josefina deja Versalles horas más tarde. Sonriente y hermosa. Se ha sentido como un apetitoso filete de carne picada espolvoreada por distintos condimentos. Ha fluctuado entre todo tipo de secreciones gozosas. Una experiencia gravitatoria.


 

© Anna Genovés

Revisado y tuneado el viernes 1 de diciembre de 2023

Imagen tomada de la red

 *Cuento original incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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Las crónicas de Ileh

 

 

El hombre es mujer

y la mujer es hombre.

 

Lo bello es cruel

y la fealdad es amor.

 

Nada es lo que parece…

Pero, tú y yo, siempre

nos buscaremos.

 

 

 

 

Capítulo 1 – Meneroc, el guerrero

 

Meneroc estaba solo; apostado en una lúgubre esquina a la par del viento gélido que atormentaba su capa y dejaba al descubierto su bello torso. Era un semidiós casi perfecto. Me encaminaba hacia él completamente tapada, nada en mí denotaba sentimientos. Sin embargo, sabía que él me esperaba, ya que, ladeaba su esbelto cuello simulando el ronroneo de mis caderas.

 

Cuando estuve cerca me precipité hacia su boca cual neonato hambriento al pezón que lo amamanta, aferrándome a sus afrutados y voluptuosos labios. Ávida de todos sus secretos, entreabriendo su intimidad y absorbiendo su elixir prohibido. Degustándolo como nunca lo había hecho; así me mantuve en unos minutos eternos de efervescencia, hasta que comprendí que su cuerpo nada podía ofrecerme que provocará mi aliento. De manera que, sin sospecharlo, mi adonis se quedó sin cabeza. De un solo golpe desenfundé mi espada y sesgué su cuello.

 

Inmediato, succioné su efímero museo; sujeté su hermosa cabellera mientras desangraba el cuerpo. Lo hice mil pedazos y relamí el sabor férrico sobre mi filo de acero. Comprendí que no era momento de copular, que ese hombre de mente plana y hechura milimétrica, no podía darme más que un envoltorio fugaz. Revisé sus sensaciones y experimenté sus deseos. Después, abduje su carne y la convertí en mi apariencia.

 

Era mi primera experiencia con humanos y resultó más grato de lo imaginado. Adoptada mi nueva forma, aparté los deshechos y anduve a pecho descubierto por las ruinosas calles del taciturno puerto. Comprendí que mi aspecto no pasaba desapercibido. Los hombres me abrían paso, apartando la mirada con frustración; las mujeres se insinuaban enjugando sus labios y agitando sus pechos.

 

Un instante más tarde, cuando hube inspeccionado la agasajada vida que había tenido ese príncipe de las cloacas de porte gallardo y talento hueco, la mente colmena de mi avispero, me trasmitió el objetivo de mi llegada a la Tierra: debía aniquilar a Salmark. Un espécimen de nuestro linaje exiliado del planeta y que, en la Tierra, se había convertido en hechicera. Como hembra, tal vez, no podría acercarme a su templo. Pero, como varón, tenía más posibilidades, pensé antes de tomar a Menorec.

 

 


Capítulo 2 – Nerut, la afrodita

 

Decidido a contactar con Salmark –únicamente por mi bizarro cuerpo— me encaminé hacia el palacio de la gran pitonisa. El alcázar estaba rodeado por una aureola magnética y perversa que hipnotizaba tanto a los piadosos como a los siniestros. Pero que, en mí, movido por la mente colectiva de mi especie, no tenía ningún efecto.

 

A pocos metros de la entrada principal del palacete de Salmark, avisté algo inusual; apostadas en los laterales del acceso, no había soldados, sino amazonas. Dos a cada lado del pórtico. Ataviadas con una toga escotada que apenas cubría sus muslos y sus pechos. Sonreí con una mueca sesgada. Gracias a mi porte, no tendré que lidiar demasiado con las guerreras; seguro que se doblegan ante mi extraordinario cuerpo, pensé.

 

Nada más lejos de la realidad…

 

–¡Alto! ¿Quién va? –pregunta la voz grave de la adalid de cabello azabache fúlgido al viento.

 

–Soy Meneroc de Orionkulis y vengo a hablar con su señora –ataja el multiformas.

 

–¿Y qué desea de Salmark, la Hechicera?

 

–Ponerme a sus pies para lo que desee vuestra dueña –contesta Meneroc enseñando su hercúleo torso.

 

–Si piensa fascinar a Salmark con su hombría, mejor que se marche, pues ella, apaga su pasión con nosotras –prosigue mirando a sus compañeras.

 

Por unos segundos dispersos, Meneroc se descoloca. Pero, su mente colmena, le revela que solo es un contratiempo: deberá cambiar de cuerpo. No se lo piensa dos veces. Desenvaina la espada y realiza un movimiento elíptico que amputa los golletes de las curtidas mujeres. Disfruta con la sangre grana que cae como una cascada pútrida hasta el suelo. Poco le cuesta devorar, una a una, la esencia de sus cuerpos. Sorbe con apetencia las profundidades de sus blasfemas existencias.

 

En unos minutos, su conversión se materializa. Y, fusionada en un solo ente, nace la mujer más hermosa jamás concebida. Sus voluptuosos labios, de los que todavía resbala un riachuelo de plasma –que limpia con el dorso de su palma y relame con su lengua bífida—, sonríen por el ágape.

 

En una esquina, el cuerpo de Meneroc sucumbe desnutrido e inanimado como si nunca hubiera tenido vida. Junto a él, agrupados en un pira, los despojos de las cuatro amazonas: el torso de la que habló, las piernas de la valquiria, los brazos de la africana y las piernas de la asiática. Adyacentes, las cabezas y los restos sanguinolentos de los órganos internos.

 

El cambiaformas ha fusionado las partes más sublimes de las víctimas para crearse excelsa como ninguna hembra conocida. Toma por nombre Nerut de Orionkulis.

 

De repente, una gutural voz que proviene de la torre serpenteada con basamento en el flanco izquierdo de la ancha puerta, retumba en su sórdida masa encefálica.

 

–¿Quién eres mujer escarlata? ¿Qué has hecho con mis guardias?

 

–Me llamo Nerut de Orionkulis. Soy aquella que salvaguardará tus tesoros de ladrones maliciosos y tu cuerpo de despiadados asesinos. Por eso he lidiado con tus guardianas. Mi fuerza unida a la tuya nos hará indestructibles. Y nuestros cuerpos, unidos, conocerán el placer más absoluto.

 

–Eres osada. ¿No sabes que podría destruirte con tan sólo una mirada?

 

–Sí. Pero si ya no lo has hecho es porque te ha gustado la escena. Ambas disfrutamos con la sangre, las dos reímos con las atrocidades. Dame tu beneplácito y juro por mi honor que te serviré hasta la muerte. He venido desde Orionkulis para protegerte; como tú, soy una exiliada. Tu estela es la muerte y, la mía, el horror –dice ojeando con desprecio los cuerpos desmembrados que la rodean.

 

Nerut muestra su cuerpo desnudo a la lasciva hechicera que, al verlo, se humedece en la penumbra. De inmediato, abre el portón para que entre la afrodita. De improviso, la cabeza de Meneroc emite un sepulcral murmullo. Ella se gira escéptica, desgarra por completo la cabellera y le dice a la hechicera:

 

–Buen cuerpo: fuerte y apuesto para ser humano –abre la boca, expande su apéndice y devora uno de los ojos—. Ahora, mis pupilas adquirirán una tonalidad cobaltina.

 

Seguido, arroja la cabeza hacia la torre. Y, en un golpe preciso, la instala en las manos de Salmark.

 

No te coacciones –le dice a la hechicera—. Sé que devoras humanos y conviertes sus cuerpos, una y otra vez, en tu hechura. Tienes miles de años y millones de rostros con voces infinitas. Hoy, te llaman hechicera igual que antes te bautizaron como lanista.

 

Salmark se deja entrever desde del esquivo torreón; camuflada entre las sombras. Expande su lengua y sorbe el cerebro oscilante del portentoso luchador. Acabado el festín, suelta unas grotescas carcajadas e invita a entrar a la recién llegada.

 

–Entra, amiga. Entra al palacio de los placeres y los horrores.

 

 


 

Capítulo 3 – Salmark, la hechicera

 

Nerut había asimilado todos y cada uno de los capítulos de la historia de la humanidad. Conocía a la perfección las ciudades bíblicas del pecado. Aun así, los primeros minutos en la antesala de la guarida de la hechicera, le impresionan.

 

En el lateral zurdo, unas sombras humanoides se arrastran anexionadas a colas reptiles: rostros de féminas con cuerpos de serpientes. Anda hacia ellas para otearlas de cerca y comprende que la mutación es fruto de los ensayos clínicos. El olor a descomposición y a cuerpos putrefactos, acompañan el atrio de la guarida de Salmark.

 

En el lado opuesto, igual de obsceno: una hilera infinita de hechuras empaladas todavía agonizantes. A sus pies, depredadores extraños; enormes escarabajos de piel humana junto a cerebros palpitantes que caminan a dos patas y devoran la carne muerta que se desgarra de las víctimas. Criaturas espeluznantes fruto de los macabros experimentos de Salmark, piensa sin inmutarse.

 

La oscuridad que reina en lo más profundo de Nerut y de sus análogos, hace que sienta una lejana simpatía hacia ella. Pasado el trecho vestíbulo, el lobby se puebla de seres antropomorfos apareándose por doquier. Posiciones inimaginables entre antropoides infernales salidos de la retorcida mente de la nigromante y sus investigaciones. Admira la dantesca estampa al descubrir que, sin lugar a dudas, Salmark es tan terrorífica como sabia.

 

Nerut fue enviada a la Tierra con el único propósito de aniquilar a Salmark por las aberraciones que había cometido desde que el homo sapiens comenzó a gatear. Sus congéneres la desterraron de Orionkulis, su planeta origen, por rebelarse contra la fusión de su mente a la colmena. La introdujeron en una cápsula uniplaza de orionkulita –un mineral resistente a cualquier impacto: sempiterno y volátil—, creyendo que vagaría por todos los multiversos conocidos hasta el final de los tiempos. Pero, nada más lejos de la realidad. Su fuerza mental eligió la Tierra para llevar a cabo sus aterradores experimentos.

 

Cuando los orionkulianos lo descubrieron, le dieron rienda suelta para ver hasta dónde llegaba. Sin embargo, este cambiaformas de poder exuberante –cuyo verdadero nombre era Phi— había roto todos los esquemas. Debían exterminarla. Y, ahí estaba Nerut dispuesta a sacrificarla, caminado con paso firme y sinuoso, hacia la entrada principal de su alcázar.

 

Las puertas, franqueadas por dos perros gigantes con estiletes férricos a lo largo de la columna y colmillos puntiagudos de acero, se abren emitiendo unos crujientes sonidos. Los paneles son negros y pesados, con repujados apocalípticos. Monstruos alados, hombres y mujeres con cuerpos de bestias. En el centro, Salmark de perfil. Sin cuerpos engullidos. El mismísimo Phi: un grotesco hermafrodita. El panel derecho se abre, llevándose la parte masculina. Mientras que en el izquierdo permanece la femenina.

 

Del interior de la fortaleza surge un destello estelar que ciega la vista de Nerut momentáneamente. De repente, ante sus ojos aparece una estancia acogedora de tonalidades nacaradas; es rectangular y tiene numerosas columnas rematadas por arcos de medio punto y una hermosa bóveda de crucero, preciosa, en el corazón. En los muros, se exhiben lienzos exquisitos. Y, al fondo, un trono pulido desde donde Salmark la observa jugueteando con los tirabuzones blondos de su abundante melena. Sus ojos, rasgados y angelicales –en tonalidad violeta—, enmarcan un óvalo perfecto de pómulos marcados y labios rosas. Es la viva imagen de virgen inmaculada libre de pecado y malevolencia. ¿Cómo un ángel puede ser tan pérfido? Piensa Nerut sin tener en cuenta que, ésa, no es su verdadera fisonomía.

 

–Espero que hayas disfrutado de los horrores de mi antesala. Ya sabes por qué me temen –dice con voz candorosa.

 

–Nunca he dudado de tus proezas –contesta ella.

 

–Pues todavía no has visto mis tesoros.

 

Nerut se acerca para reverenciar a la taumaturga.

 

–Dices que te llamas Nerut.

 

–Eso he dicho.

 

–Mientes.

 

–¿Por qué dudas?

 

–Porque ningún orionkuliano ha tenido, jamás, un nombre que acabe en consonante sonora. Y sé que eres de mí especie.

 

–Te he dicho mi último nombre terrícola; designado a las puertas de tu palacio.

 

–Ése no me sirve. Necesito tu verdadero nombre –sugiere casta.

 

–Te lo diré si tú me dices el tuyo –contesta Nerut como si no lo conociera.

 

–Menuda impertinencia.

 

Inmediato, el suelo se abre y Nerut cae a un foso interminable repleto de despojos humanos. El olor es nauseabundo. Un ruido ensordecedor repica en sus oídos y unas cadenas llenas de vida, surgen de las piedras para ceñirse a sus muñecas y a sus tobillos. Desde arriba, Salmark ridiculiza a su presa. Su voz ya no es inocente sino perversa. Su cabellera y sus ojos se oscurecen. Sus tirabuzones se alisan, sus pupilas son negras e irradian maldad.

 

–Quiero despojarte de tu vehículo y conocer tu aspecto y nombre orionkuliano. ¡Habla o sufrirás como jamás lo hayas hecho! –grita Salmark extendiendo su apéndice bífido hasta rozar la piel de Nerut.

 

–Mi aspecto no importa. Pero, si digo mi nombre poseerás mi mente y la de toda la colmena que te exilió de nuestro planeta.

 

–Por eso quiero saberlo. La tuya la he leído mientras se abría el portón. Necesito la mente conjunta de los orionkulianos para saber lo que habéis descubierto de mí. No logro acceder a ella. ¿La has bloqueado?

 

–No –dice Nerut con voz sumisa.

 

–Sé que vienes a matarme –contesta Salmark con soberbia—. Subestimáis mi poder.

 

Las cadenas asfixian las extremidades de Nerut hasta seccionar su piel; unos cortes abiertos y sangrantes, aparecen en su hechura. Aunque son extremadamente dolorosos porque el apéndice de Salmark está impregnado de ácido, no se queja.

 

–No puedo darte lo que me pides. Yo no me he bloqueado; ha sido la colmena.

 

–¿Por qué debo creerte?

 

–Quizá porque me ha gustado lo que he visto y me rindo a tus pies. Prefiero vivir a tu lado como una princesa, que como un orionkuliano corriente.

 

Dame algo más para que crea tus palabras.

 

De improviso, el torturado cuerpo de Nerut experimenta unas convulsiones atroces. La ingenuidad de Salmark ha revestido por completo y su hermoso rostro se ha convertido en una piedra gélida y mortífera, carente de sentimientos. Únicamente la depravación subyace sobre su piel marmórea.

 

Nerut, en su metamorfosis orionkuliana, quebranta su cuerpo. La carne se descuaja de los huesos. La osamenta se deshace y se reinventa hasta que su conversión finaliza. La escasa piel que la reviste, luce biliosa. La hechura humanoide deja entrever parte de sus de músculos y de su tejido interno; florecen tendones y terminaciones nerviosas. Convertida en una joven despellejada, como si una granada le hubiera reventado cerca. Su aspecto es desagradable y postapocalíptico. Salmark ríe grotesca.

 

–Orionkuliano dime tu nombre.

 

–Mi nombre es Ileh –termina por decir el multiformas.

 

–Ileh mírame –ordena la hechicera.

 

El cambiaformas, obedece. Y el fucilazo de la cabalista se incrusta en su frente para descifrar la pensamiento colectivo de los orionkulianos. Pasados unos minutos, Salmark habla:

 

–Ya conozco todo lo que puedes mostrarme. Todo lo que nuestros congéneres saben de mí. Ahora, confío en ti.  

 

El subsuelo de la plataforma comienza a ascender hasta la estancia del trono. Las cadenas se aflojan. Ileh cae al suelo dando una vuelta completa. Extendido bocabajo, aparece su fisonomía masculina –similar a la de un hombre desollado—. La verdadera hechura de los orionkulianos: alienes hermafroditas con dos rostros en una sola cabeza. Por un lado, de hembra. Por el otro de varón; ambos desgarrados y con lenguas bífidas que al igual que destripan cuerpos, curan heridas.

 

–Ileh restablece tu organismo humano y sígueme. No quiero que nadie conozca nuestra verdadera apariencia.

 

En el dormitorio, la hechicera se muestra como orionkuliano y tras susurrarle su verdadero nombre se funden en un rítmico erotismo. Promiscuos, copulan como heteros y como homosexuales de ambos sexos. Pasadas las horas, están tan desfallecidos que necesitan alimentarse con algunos esclavos terrícolas antes de rendirse a un largo y placentero descanso. Cuando Phi se sumerge en sus brazos, Ileh expande su apéndice y lo asfixia.

 

Phi en mitad de la ahogo susurra…

 

–¿Por qué?

 

–Porque tú serás muy inteligente, pero nosotros, también. Te ha perdido la lujuria. Deberías haber recordado que los orionkulianos podemos camuflar nuestra mente colectiva como si estuviera desconectada. Te dije que me había desligado de mis hermanos, pero era falso. Mientras me entregaba a tus apetencias, he descodificado todo tu saber y has dejado de importarnos.

 

Ileh comprime al máximo su lengua bífida en un preciso y brutal movimiento que termina por sesgar la vida de Phi. Continúo, se levanta y succiona el interior de Salmark, adoptando su forma. Acto seguido, se deshace de los restos humanos y orionkulianos de la alcoba. Se viste con las mejores galas y abandona el aposento.

 

Desde ese momento, él, ella, tiene el poder terrícola en sus manos y los orionkulianos podrán invadir el planeta.

 


©Anna Genovés

Relato Pulp escrito el ocho de marzo de 1995. Publicado por primera vez en este blog años más tarde. Revisado nuevamente en 2023

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