El chihuahua y su dueño
El chihuahua y su dueño
Ladra mamífero de cuatro patas
ladra vecino carca
deja vivir a los jóvenes
con sus alegrías y sus chanzas
—Guau, guau, guau, guauuuuuu… —suena el constante y estridente ladrido de Frufrú:
el chihuahua del vecino de abajo.
Mar entra en la cocina con cara de
póquer. Rubén –su
marido— se burla del rictus malhumorado de sus labios. Claro,
él nunca tiende la ropa. La que sale por uno u otro motivo a esa galería con el
perpetuo retintín del asqueroso perrito es ella, piensa la recién casada. La
pareja son los inquilinos más jóvenes de todo el inmueble. Muchas fueron las
viviendas que visitaron antes de decidirse a comprar la que sería su hogar.
Pero cuando la joven vio el apartamento en el que viven, literalmente se
enamoró. Todo era perfecto: precio, diseño, ubicación.
Las primeras semanas se
instalaron a modo de okupas. Un colchón en el salón y algunos muebles
desperdigados por los cien metros de su divina conquista. Los anteriores
propietarios se lo habían puesto muy fácil. Ellos se preguntaban el porqué de
la rebaja económica. A los pocos días, comprendieron el quid de la cuestión.
Justo bajo su flamante apartamento vive D. Agapito: un longevo neurótico con un
chihuahua demasiado impertinente. Un viernes por la tarde, Rubén clavaba una
litografía en la pared de la habitación principal. De repente, como si el ruido
fuera superior al de una discoteca con todos los decibelios a pleno
rendimiento, escuchan:
—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está bien de
hacer ruido! —Berrea don Agapito pegando golpes en el techo con el palo de la
escoba; coreado por los fastidiosos ladridos de su rata ladradora.
—¡Me caguen Dios! Que le pasa al
carcamal de abajo —gruñe Rubén.
—Calla hombre, que es muy mayor
—dice Mar.
—Y eso le da derecho a protestar
cuando le da la ¡ganA-A-A!!! —vocea el esposo.
De repente, suena el teléfono.
Mar se apresura a cogerlo.
—¡Oiga señora! ¡Ya está bien de
golpes! —grita el vecino.
—Pero si sólo hemos fijado un
clavo y son las seis de la tarde —protesta Mar.
—¡Pues debían de haberme avisado!
—chilla por el auricular don Agapito.
—Per…, per…, perdone —farfulla
Mar que no se lo puede creer.
—Ni perdón ni nada. Se avisa y punto —grita antes de colgar el histérico setentero.
El perrito ladra que ladra. A Rubén
se le hinchan las narices…
—¡Joder, joder, joder! —ruge a
pleno pulmón—. Manda huevos, con el vejestorio y su chucho. Ya decía yo que
esta casa tenía trampa.
—No te enfades amor. El señor es un cascarrabias, pero parece agradable…
—¡Ya veremos!
Mar abraza a su esposo y acaricia
su espalda. Él se rinde a sus mimos y pasa página. Dos días después, la joven
coloca la vajilla que le acaban de traer en el aparador. Rubén todavía no ha
regresado del trabajo.
—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está otra vez
haciendo ruido! ¡Que no puedo más! —grita y pega escobazos en el techo el neurasténico
de abajo.
El teléfono no deja de sonar. Los
ladridos del chihuahua destrozan sus tímpanos. Cuando Mar coge el teléfono,
sólo escucha chillidos junto a los aúllos insoportables de Frufrú. La pobre,
alucina.
—¡Qué ruido ni que ocho cuartos!
Si al final va a tener razón Rubén. Este piso tiene trampa —contesta cabreada.
Cuelga y deja que el fósil
neurótico siga berreando a través de las paredes. Pone un DVD de Sus satánicas
majestades y se olvida del asunto. No le dice nada a su chico. Ya lo
solucionara ella, a su modo… recapacita.
Pasan unos días y Mar canturrea
mientras plancha. El teléfono suena. Lo coge animada.
—¿Diga?
—¡Voy a llamar a la policía!
—chirría la estrepitosa voz de don Agapito con el acompañamiento perruno.
—Creo que se equivoca. Estoy
planchando —dice Mar con tiento.
—¡Pues deje la plancha con
suavidad! ¡Me voy a volver loco!
Mar se derrumba. ¡Qué mala pata! Piensa
entre sollozos. Rubén la pilla compungida y no tiene más remedio que contarle
el suceso.
—¡Me caguen en la puta! ¡Un día
de estos le retuerzo el pescuezo a usted y al cabrón de su chucho! —ruge Rubén
pegándole patadas al suelo.
—¡Calla por favor! —suplica Mar
engatusándolo para que se le pase el calentón.
Acaban haciendo el amor sobre la
mesa del salón. De repente, don Agapito empieza a chillar junto con los gruñidos
de su insolente cuadrúpedo.
—¡Hostia puta! ¡A ver si tampoco
puedo follar en mi casa cuando me dé la gana! —brama Rubén que se ha quedado a
medias.
—¡Cálmate amor mío!
—¡Que me calme! ¡Estoy hasta los
cojones del loco de abajo! ¡Sí, entérese cotilla! ¡Lo que le pasa es que le gustaría beneficiarse a mi parienta y nos espía a todas horas! —vuelve a chillar.
La muchacha se tapa la boca para
no destornillarse de la risa y, por otro lado, disuade al hombre para que lo
deje en paz. Pero sabe que las cosas no quedarán así.
Una semana más tarde, don Agapito se ha vestido de un azabache sepulcral que asusta al aire; su pobre Frufrú ha muerto. Ellos brindan con cava la desaparición del bicho. Nadie, excepto la Mar, sabe la verdadera causa del desenlace: un caramelo envenenado que deslizó con un hilo de pescar desde su galería mientras la finca, al completo, roncaba.
Sonríe satisfecha con un único pensamiento: el próximo don Agapito. En su rostro angelical se dibuja una tímida sonrisa.
© Anna Genovés
Revisado el 21 de enero de 2023
Imagen tomada de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427.
Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13:
978-1502468437
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