Enamorados bajo el fuego
Enamorados bajo el fuego
El amor no está reñido con la guerra
los cartuchos acompañan a las frutas
igual que las aventuras de supervivencia
Escenario: un barrio obrero lleno
de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.
***
Ángel recogía escombros cuando el
comisario del ejército republicano lo reclutó.
―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene?
―preguntó el hombre.
―Diecisiete señor ―contestó el
joven de ojos aguamarina.
―Suficientes para coger un arma y
defender a su patria.
―Pero señor, mi padre murió en el
último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy
el hombre de la familia.
―La Patria es su única familia. Además,
tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas
responsabilidades.
Así fue como el joven se vistió
de soldado.
***
Ángela leía el periódico junto a
su hermano en la Estación del Norte de Valencia.
―Vicente mira lo que dice la
ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete
años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de
vacaciones».
―Es cruel. La mayoría nunca se
convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.
Vicente era un brigadista de la
FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército
Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada
de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a
golpe de fuego cruzado.
Los trenes de mercancías estaban
repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas
dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama
de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos
en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas.
Vicente llamó a su cabo.
―Ángel pase revista.
―A sus órdenes mi teniente.
Se escuchó una voz ágil que leía
una retahíla de nombres.
―Mi teniente faltan cinco
soldados.
― ¿Cómo puede ser?
―Lo desconozco, señor ―contestó
el cabo.
―Claro. ¿Qué va a decir usted? En
el permiso anterior estuvo extraviado varios días.
Vicente se acercó a Ángela y le
dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos
lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró
decirle a su hermano—:
― ¡Por Dios, Vicente! No digas
eso.
―Es imposible ganar una batalla
con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados
a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero
endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te
agrada.
Minutos después, la muchacha
regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se
acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver
a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se
acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.
―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a
ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa
pregunta.
― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó
orgullosa con la barbilla levantada.
―Iba a pedirte que me compraras
una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme
una, por favor.
Ángela se hizo la remolona. Pero
fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la
circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los
cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz
negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.
Cuando regresó el cabo estaba subido
a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.
― ¿Qué te ha dicho El francés?
―preguntó Vicente.
― ¿Quién?
―El cabo.
― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella
lo señaló con el dedo.
―No coquetees. Nos marchamos a la
guerra.
― ¿Por qué lo llamas El francés?
―Porque sus padres emigraron a
Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.
― ¡Anda! Pues… tengo que darle la
cartera y la manzana.
―Un poco tarde hermanita.
―Cométela tú, te sentará bien.
Ángela se hizo un hueco entre la mixtura
de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.
― ¡Lo siento francés! ―le gritó.
― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!
― ¡Qué gracia! Yo me llamo
Ángela.
―Lo que yo pensaba… estamos
hechos le uno para el otro –murmuró.
― ¿Qué has dicho? Con el ruido no
te he oído.
― ¡Disculpa, he dicho tonterías!
¡Quédate mi portamonedas! –gritó.
― ¡¿De verdad?!
― ¡Así tendré algo por lo que
volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito
pelado.
― ¡¿Qué?!
Los traqueteos de la máquina de
vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela
giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire.
Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.
***
Semanas más tarde, en un alto
cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas,
surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones
recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones
republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La
ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su
teniente. Entró en la tienda de campaña.
―Permiso para informar, señor.
―Entre francés, entre.
―Los nacionales están ganando
terreno. La situación es difícil.
―Un duro golpe –contestó Vicente con
los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de
su tienda.
―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?
―Resistencia, cabo. Resistencia.
―Como mande, señor.
Vicente restregó la boina por su
cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:
―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?
―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea
mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.
El oficial sonrió. Le caía bien
ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o
paz, pensó.
***
Meses después, Vicente y sus
hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba
a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como
las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había
visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y
le preguntó por él.
― ¿Vicente dónde está tu cabo?
―Lo enviaron a primera línea. No
sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento
―contestó el teniente arrugando la boca.
Los iris de Ángela se tiñeron de sangre
grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que
la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.
―Todavía conservo su cartera. Se
la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.
― ¡Ya tenías que haberlo hecho!
―Juré que se la guardaría y nunca
incumplo una promesa.
Siguieron parloteando entre
abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados,
las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.
Por la noche, Ángela volvió a
mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías,
unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un
billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su
vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El
rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se
contrajeron. En unos segundos envejeció una década.
***
Simultáneamente, en el Campo de
concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los
prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y
los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la
porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado.
Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte.
El cuarto: la victoria, nunca llegaba.
Los registraron uno a uno, Ángel
carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El
capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto,
pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció
todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos
barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.
La ciénaga del suelo embadurnaba
sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como
vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse.
La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de
los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre
otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa
de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los
perdedores.
Al octavo día de su llegada, El francés
era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería.
Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una
mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir
por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.
***
En la madrugada del 31 de marzo
de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros
ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre.
La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía
tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras
enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros
ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.
― ¿Quién es? ―preguntó con voz
temblorosa.
―Nadie ―respondió una voz agónica.
Abrió por instinto. Un cuarto de
Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados
y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para
no despertar a nadie.
―Ángela soy El francés.
― ¡Mientes! Él está muerto.
La irradiación lunar iluminó el
aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el
color del Mediterráneo.
De madrugada, Vicente y El francés
hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración.
El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre
conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra
estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante
los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el
cabo, cuidaría de su familia.
Ángela los interrumpió. Llevaba
unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa
limpia. Vicente los dejó solos.
― ¿Ángel por qué has venido a
nuestra casa en vez de ir a la tuya? ―preguntó
la joven.
―Porque un hombre no puede ir por
el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.
Ella introdujo la mano en el
faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un
cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada
de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto
de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.
― ¿Cómo la has conseguido?
―preguntó la joven.
―Me la dio tu hermano cuando le
confesé que me había enamorado de ti.
Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...
―Está casi nueva. ¿Cómo puede
ser?
―Es lo único hermoso que he visto
desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he
guardado a buen recaudo.
Ángela bajó la mirada. Cosas de
la guerra, pensó.
―¿Te callas? No me contestas.
―¿A qué?
―Que te quiero, mujer. Que te quiero.
Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.
***
Pasado el tiempo, la pareja
regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con
la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años
de Servicio Militar.
― ¿Me compras una manzana?
―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.
―Guárdatela. Hoy, invito yo.
Cuando regresaba con la jugosa
fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido
ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las
mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.
― Tu veux te marier avec moi? ―le
preguntó a grito pelado.
― ¡Es lo mismo que me dijiste
cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.
―¡¿Quieres casarte conmigo?!
Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas
resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le
lanzó un beso al aire. Ella suspiró.
Lo esperaría el tiempo que fuera
necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado
durante la guerra.
©Anna Genovés
*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias.
Rectificado el sábado seis de abril de 2024
Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.
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