Erotika recopila una serie de 24 relatos carnales que
finalizan con un cuento más extenso –con el mismo título que el libro— donde Adriana
tiene encuentros sexuales con diferentes compañeros/as a partir de su entrada
en una red de contactos para adultos.
Un libro de historias cortas para disfrutar de esa picaresca que levanta el ánimo a cualquiera.
EROTIKA
Anna Genovés
Copyright © 2016 Anna
Genovés
Todos los derechos
reservados a su autora
Título de la edición:
Erótika
Autora: Anna Genovés
Propiedad
intelectual:
09/2015/427
ISBN-13:
978-1539188759
ISBN-10: 1539188752
ASIN: B01M2270Q9
1. Cara de Ángel
La belleza es un
arma
de doble filo
el asesino es un
Apolo
que delinque
Christian era tan guapo que todos
le conocían por su apodo: Cara de ángel. Era hijo de una cuarterona senegalesa
con sangre iraní y de un medio libanés cuyo padre había llegado a Colombia
desde Dinamarca.
El chico había heredado unos
preciosos ojos turquesa de mirada seráfica a lo Monty Clift; un óvalo como
Fredrik Ljungberg cuando anunciaba slips Calvin Klein. Un cuerpo igual de
esculpido que Brad Pitt en El club de la Lucha y una piel sedosa con un puntito
de café Illy arábigo.
Un espécimen más suculento que un
queso Gran Reserva de la Dehesa de Llanos. Sin embargo, el querube tenía genes
depredadores.
Comenzó a delinquir a una edad
temprana. Por su vasto historial policial existían todo tipo de delitos por los
que cumplía condena en la cárcel de La Picota de Bogotá. Empero, Cara de ángel,
sabía camelarse a todo el mundo con apenas una caída de párpados.
En comisaría había intimidado con una policía y, ésta, había difundido sus fotografías por las redes sociales. ¡Madre mía el club de fans que tenía! Y las animaladas que le ponían las mujeres, como si nunca hubieran visto a un hombre atractivo. Ni Sandokán cuando llegó a España allá por los 70 y salieron todas las madres del Cuéntame con pancartas que decían: «Queremos un hijo tuyo». Por lo menos, el actor hindú era todo un gentleman.
Cara de ángel superaba todas las
pruebas. Había conseguido su propio trono por razones obvias. Hasta el gobierno
colombiano dejó que la prensa rosa de USA entrara en prisión y lo fotografiara
a cambio de untar sus bolsillos. Al final, se fugó de la penitenciaría y fue a
parar a una banda criminal que operaba en la famosa colina de Los Ángeles, muy
a juego con su sobrenombre.
***
Pam era una actriz decadente. A
sus 55 años nadie le ofrecía un papel en TV y menos en la gran pantalla. Pese a
ello, vivía en una lujosa mansión de Hollywood. No obstante, como tantas
estrellas venidas a menos, estaba más sola que la una.
Una corte de siervos amenizaba
sus días embalsamados en champagne y Beluga. Reían sus gracias, esnifaban
cocaína y follaban como locos. Después, cada uno volvía a su cuchitril de oro y
diamantes de sangre.
La servidumbre recogía los
excesos de las orgías, mientras ella dormitaba repleta de barbitúricos con un
antifaz de colágeno y diversos vibradores: los coleccionaba por si en algún
momento se terciaba utilizarlos.
Esa noche, sus caprichos la
habían mantenido como una espectadora VIP: voyeur de luxe. Le apetecía un totum
revolutum de cuerpos gimiendo. Era feliz viendo cómo goteaban las vaginas
repletas de semen y cómo lo machitos del celuloide se fornicaban unos a otros.
Al final, había conseguido formar
un trenecito en el salón de su excelsa residencia. Esfínteres ligados por las
vergas de sus vecinos. Cuando acabó la bacanal, se retiró a sus aposentos
privados. Dormía profundamente cuando escuchó a su chihuahua albino ladrar.
–Tarzán –dijo soñolienta—. Ya sé
que te he dejado fuera de la habitación. Hoy quiero dormir sola.
Pero no pudo conciliar el sueño.
Se dispuso a introducirse un
vibrador de última generación con secreción seminal y turbo orgasmo de Victoria
Secret –una colección muy cool que la celebrity vendía en exclusiva a sus
íntimos—. No obstante, tras acariciar sus labios vulvares y sentirse húmeda.
Los chillidos de Tarzán la desorientaron. Se puso la bata de satén con
cristales de Swarovski y salió al pasillo. Al abrir la puerta, descubrió al
primoroso chucho con el cuello roto. Cubrió su boca para no chillar. La sombra
de un hombre encapuchado husmeaba por el despacho de la caja fuerte.
Pam regresó a su cuarto,
sigilosa. Minutos después, volvió a salir y se deslizo, agazapada, hasta la
estancia inferior.
***
Cara de ángel había abierto el
cofre de las joyas; estaba claro que alguien le había dado el soplo. Se había
quitado el pasamontaña, le gustaba trabajar a rostro descubierto. Cuando Pam lo
vio, supo de inmediato de quién se trataba. Sabía que su cuerpo lucía con
múltiples tatuajes carcelarios: uno por cada delito cometido. Y también lo
apetecible que estaba. Relamió sus labios golosos; su cuerpo experimentó una
secreción extrema. La misma que cuando practicaba cualquier deporte de riesgo:
se había excitado al ver a ese delincuente con tesitura de Apolo. Apretó sus
muslos mirando la boca del adonis; imaginándola lamiendo su clítoris. Unos
salvajes temblores brotaron de su vientre.
—No te muevas o te vuelo los sesos
—dijo cara de ángel en un inglés chapucero.
—¿Por qué no hablamos primero?
—propuso la vieja gloria abriéndose la bata y exhibiendo sus perfectos senos
siliconados, talla 100.
—¡Pendeja! Aunque estés muy buena me he follado a tantas tías que paso. Se abren la cuca sólo con olerme —cara de ángel se tocó la entrepierna con vulgaridad—. Además, me gustan jovencitas. Niñas, no momias.
—Si quieres pasamos un buen rato.
Después, te doy las joyas. El seguro me pagará su valor y los dos saldremos
ganando —insinuó Pam con sigilo.
—¡Joder! ¡Corta el rollo! ¿A ver
qué sabes hacer? —sugirió cara de ángel apuntándola con su Glock.
Pam sacó el súper vibrador de un
bolsillo y lo deslizó por su piel aterciopelada; hasta introducirlo en su
hendidura, jadeante. El falo de cara de ángel se puso como una barra de acero
al rojo vivo. Dejó el arma y se acercó a ella.
—Eres una mature con la totona
muy caliente. A ver si tu culo responde igual —le pegó una palmada
extremadamente fuerte. Un latigazo que dejó las nalgas de Pam marcadas. Gritó
de placer.
—Te gusta clavarla por detrás y
con fuerza, ¿verdad? —preguntó la actriz, sensual.
—¡Ponte a cuatro patas y cállate
de una puta vez! —ordenó cara de ángel antes de pegarle una leche. Pam se
tocó la mejilla y sonrió.
—A ti te consiento lo que quieras.
Seré tu perra. Pero antes dame un besito —Pam puso morritos besucones.
Cara de ángel pellizcó sus pezones
y mordió sus brazos. Ella se agitó. Las bocas se unieron. La estrella lamió la
lengua del intruso como si fuera un helado de frambuesa. Después, sumergió la
suya entre los labios divinos del soberbio macho. Segundos más tarde, el bicho
la empujó encarando su falo hacia las grietas perianales. De repente, Pam sacó un
spray antivioladores y literalmente embadurnó su rostro. El malhechor restregó
sus ojos, chillando. Quemaban como si tuvieran gas mostaza.
—¡Cabronazo! ¿Con que te gustan
muy jovencitas o casi niñas? Que enfermo está el mundo para que millones de
jóvenes suspiren pensando en ti. Solo eres basura criminal. Más vulgar que
Sacha Baron Cohen en Borat.
Acabados los exabruptos, Pam cogió
el Óscar, que un día pretérito le había concedido La Academia y le destrozó el cráneo a golpes. Cara de
ángel yacía ensangrentado y completamente desfigurado sobre la alfombra Persian Vase del siglo XVII –única en el mundo—.
Ipso facto, llamó al Sr. Lobo –una especie de Ray
Donovan que limpiaba la
mierda de todos los hollywoodenses.
—Erik soy Pam. Ven: es urgente
cielo. He matado a una verdadera cucaracha. Quiero que te deshagas del cuerpo.
Cara de ángel no volvió
a delinquir. Su cuerpo yacería in aeternum a dos metros bajo tierra en algún
lugar desconocido.
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Cara de Ángel - primer relato del libro EROTIKA
Enamorados bajo el fuego
El amor no está reñido con la guerra
los cartuchos acompañan a las frutas
igual que las aventuras de supervivencia
Escenario: un barrio obrero lleno
de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.
***
Ángel recogía escombros cuando el
comisario del ejército republicano lo reclutó.
―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene?
―preguntó el hombre.
―Diecisiete señor ―contestó el
joven de ojos aguamarina.
―Suficientes para coger un arma y
defender a su patria.
―Pero señor, mi padre murió en el
último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy
el hombre de la familia.
―La Patria es su única familia. Además,
tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas
responsabilidades.
Así fue como el joven se vistió
de soldado.
***
Ángela leía el periódico junto a
su hermano en la Estación del Norte de Valencia.
―Vicente mira lo que dice la
ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete
años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de
vacaciones».
―Es cruel. La mayoría nunca se
convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.
Vicente era un brigadista de la
FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército
Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada
de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a
golpe de fuego cruzado.
Los trenes de mercancías estaban
repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas
dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama
de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos
en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas.
Vicente llamó a su cabo.
―Ángel pase revista.
―A sus órdenes mi teniente.
Se escuchó una voz ágil que leía
una retahíla de nombres.
―Mi teniente faltan cinco
soldados.
― ¿Cómo puede ser?
―Lo desconozco, señor ―contestó
el cabo.
―Claro. ¿Qué va a decir usted? En
el permiso anterior estuvo extraviado varios días.
Vicente se acercó a Ángela y le
dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos
lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró
decirle a su hermano—:
― ¡Por Dios, Vicente! No digas
eso.
―Es imposible ganar una batalla
con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados
a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero
endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te
agrada.
Minutos después, la muchacha
regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se
acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver
a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se
acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.
―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a
ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa
pregunta.
― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó
orgullosa con la barbilla levantada.
―Iba a pedirte que me compraras
una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme
una, por favor.
Ángela se hizo la remolona. Pero
fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la
circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los
cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz
negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.
Cuando regresó el cabo estaba subido
a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.
― ¿Qué te ha dicho El francés?
―preguntó Vicente.
― ¿Quién?
―El cabo.
― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella
lo señaló con el dedo.
―No coquetees. Nos marchamos a la
guerra.
― ¿Por qué lo llamas El francés?
―Porque sus padres emigraron a
Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.
― ¡Anda! Pues… tengo que darle la
cartera y la manzana.
―Un poco tarde hermanita.
―Cométela tú, te sentará bien.
Ángela se hizo un hueco entre la mixtura
de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.
― ¡Lo siento francés! ―le gritó.
― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!
― ¡Qué gracia! Yo me llamo
Ángela.
―Lo que yo pensaba… estamos
hechos le uno para el otro –murmuró.
― ¿Qué has dicho? Con el ruido no
te he oído.
― ¡Disculpa, he dicho tonterías!
¡Quédate mi portamonedas! –gritó.
― ¡¿De verdad?!
― ¡Así tendré algo por lo que
volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito
pelado.
― ¡¿Qué?!
Los traqueteos de la máquina de
vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela
giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire.
Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.
***
Semanas más tarde, en un alto
cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas,
surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones
recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones
republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La
ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su
teniente. Entró en la tienda de campaña.
―Permiso para informar, señor.
―Entre francés, entre.
―Los nacionales están ganando
terreno. La situación es difícil.
―Un duro golpe –contestó Vicente con
los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de
su tienda.
―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?
―Resistencia, cabo. Resistencia.
―Como mande, señor.
Vicente restregó la boina por su
cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:
―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?
―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea
mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.
El oficial sonrió. Le caía bien
ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o
paz, pensó.
***
Meses después, Vicente y sus
hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba
a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como
las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había
visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y
le preguntó por él.
― ¿Vicente dónde está tu cabo?
―Lo enviaron a primera línea. No
sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento
―contestó el teniente arrugando la boca.
Los iris de Ángela se tiñeron de sangre
grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que
la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.
―Todavía conservo su cartera. Se
la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.
― ¡Ya tenías que haberlo hecho!
―Juré que se la guardaría y nunca
incumplo una promesa.
Siguieron parloteando entre
abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados,
las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.
Por la noche, Ángela volvió a
mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías,
unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un
billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su
vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El
rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se
contrajeron. En unos segundos envejeció una década.
***
Simultáneamente, en el Campo de
concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los
prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y
los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la
porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado.
Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte.
El cuarto: la victoria, nunca llegaba.
Los registraron uno a uno, Ángel
carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El
capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto,
pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció
todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos
barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.
La ciénaga del suelo embadurnaba
sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como
vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse.
La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de
los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre
otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa
de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los
perdedores.
Al octavo día de su llegada, El francés
era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería.
Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una
mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir
por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.
***
En la madrugada del 31 de marzo
de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros
ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre.
La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía
tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras
enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros
ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.
― ¿Quién es? ―preguntó con voz
temblorosa.
―Nadie ―respondió una voz agónica.
Abrió por instinto. Un cuarto de
Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados
y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para
no despertar a nadie.
―Ángela soy El francés.
― ¡Mientes! Él está muerto.
La irradiación lunar iluminó el
aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el
color del Mediterráneo.
De madrugada, Vicente y El francés
hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración.
El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre
conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra
estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante
los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el
cabo, cuidaría de su familia.
Ángela los interrumpió. Llevaba
unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa
limpia. Vicente los dejó solos.
― ¿Ángel por qué has venido a
nuestra casa en vez de ir a la tuya? ―preguntó
la joven.
―Porque un hombre no puede ir por
el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.
Ella introdujo la mano en el
faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un
cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada
de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto
de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.
― ¿Cómo la has conseguido?
―preguntó la joven.
―Me la dio tu hermano cuando le
confesé que me había enamorado de ti.
Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...
―Está casi nueva. ¿Cómo puede
ser?
―Es lo único hermoso que he visto
desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he
guardado a buen recaudo.
Ángela bajó la mirada. Cosas de
la guerra, pensó.
―¿Te callas? No me contestas.
―¿A qué?
―Que te quiero, mujer. Que te quiero.
Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.
***
Pasado el tiempo, la pareja
regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con
la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años
de Servicio Militar.
― ¿Me compras una manzana?
―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.
―Guárdatela. Hoy, invito yo.
Cuando regresaba con la jugosa
fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido
ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las
mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.
― Tu veux te marier avec moi? ―le
preguntó a grito pelado.
― ¡Es lo mismo que me dijiste
cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.
―¡¿Quieres casarte conmigo?!
Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas
resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le
lanzó un beso al aire. Ella suspiró.
Lo esperaría el tiempo que fuera
necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado
durante la guerra.
©Anna Genovés
*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias.
Rectificado el sábado seis de abril de 2024
Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.
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Enamorados bajo el fuego
I love you Facebook
Redes sociales, futuro
amores compartidos
pulgares metálicos
y mente decodificada
My dear Face:
El día que vi Her, supe que
todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies
de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social
muy masculina con un harén incontable de concubinas.
Recuerdo el día que te conocí.
Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con
esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba
igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de
rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada
por tus cualidades. Así que aparqué los prejuicios y me adentré en tus
dendritas. Poco a poco, conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no
olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a
diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la
fluorescencia lumínica de la pantalla.
Todo me dio igual, hasta tuve que
rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una
corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las
teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no
podía respirar si no te veía; me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad
condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese
sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente,
no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches
febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio y aparece la nota: «Estás
bloqueada».
¿Qué había hecho yo para merecer
que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las
24h horas del día de todas las semanas; siempre estaba a tu lado. Hasta iba al
servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes.
Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a
Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me
había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el
confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que
rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una
semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones
extramaritales y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del
Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida
sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con
ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han
posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me
han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos
camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos les
había sucedido lo mismo en algún momento y aseguraban que cualquier día me
levantas el arresto.
Entonces volveré a tenerte entre
mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy
obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta
de amor desesperado y regresa al calor de mi hechura: I love you Facebook.
Tuya siempre, Cibernalia
P.D. Tras escribir esta carta de
amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches
eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por
fin, me absolviste. Un día me levanté y volví a navegar por los recovecos de tu
organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura.
¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé
delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti
como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el
portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios
me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!
© Anna Genovés
Revisado el 7 de noviembre de 2022
Imagen tomada de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible
en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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El Legado de la Rosa Negra
Anna Genovés
Copyright © 2014 Anna
Genovés
Todos los derechos
reservados a su autora
Título de la edición:
El Legado de la Rosa Negra
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon
Alonso
Presentación: Anna
Genovés
Asiento Propiedad
Intelectual 09/2014/2483
ISBN: 1507697694
ISBN-13:
978-1507697696
Se parecía a esas
aventuras fantásticas
que sólo los dioses
y los héroes
son dignos de
protagonizar.
Victoria Holt
Ahora que la granada de la
madurez platea mis sienes, y que el tapiz de la hermosura comienza a
desprenderse de mi cuerpo, he decidido escribir la gran aventura de mi vida;
remarcando el fantástico episodio acaecido en mi juventud, tal como la
recuerdo. Es tan romántica que me perece imposible haber sido la protagonista de
esta sorprendente historia. Pero lo fui.
Dicen que los hechos, sobre el
papel, se hacen más certeros. Quizás sea la única forma de vigorizar esta
memoria marchita antes que el árido viento del desierto cubra mis palabras y
las convierta en arena malograda. Mi debilidad siempre fueron los polígonos.
Sobre todo, los de tres lados: los triángulos. Y todo en esta vida tiene una
explicación…
Mi padre se llamaba Alejo y era
el sexto hijo de la quinta mujer de un señorón gallego. Vino al mundo con
demasiados hermanos a cuestas; tan sólo heredó el apellido y una buena
educación. Al enamorarse de mamá, pensó en emigrar a una región más próspera.
Madre se llamaba Rosalía y era de origen humilde. Al conocer a papá, un
pretendiente galante y de ojos aguamarina, cayó rendida a sus pies. Se
convirtió en el príncipe de sus sueños. A los pocos meses de conocerse, se
casaron y emigraron al Levante peninsular. De inmediato, quedó encinta.
Padre consiguió trabajo en una
fábrica de maderas limítrofe al puerto marítimo de la capital del Turia. Todo
iba viento en popa hasta que Rosalía falleció tras una pulmonía. El sepelio
reunió a gran parte de la familia gallega. La abuela permaneció varios meses
con nosotros e intercedió para que Marina ―una de mis tías— se ocupara de mí.
El tiempo pasaba tan deprisa como
la suave y cálida brisa de principios de otoño. El esfuerzo sobrehumano de
Alejo comenzó a dar sus frutos. Aunque tuvo un elevado costo; el pobre apenas
disponía de tiempo libre. Por las mañanas trabajaba en la fábrica y por las
tardes, en un taller de ebanistería. Nunca se quejaba porque era feliz viéndome
crecer. Con los años, la fascinación fue recíproca. Llegué a idolatrarlo como
si fuera el epicentro del Cosmos.
Mi escolarización fue temprana;
igual que mis habilidades describiendo historietas que inventaba día a día.
Alejo creía en mí y decidió matricularme en un colegio de pago donde trabajaba
la tía Marina: Las Hermanas Salesianas. En septiembre de 1975, con uniforme de
cuadros príncipe de Gales y babero de rayas azules, comencé entusiasmada la
nueva etapa educativa. Todas las jornadas, regresaba a casa con una sonrisa y
nueva aventura que contar.
Con este cambio, Alejo ganó un
ápice de libertad que dedicó a su hobby: la egiptología. Era su amante público
desde la infancia. Mi abuelo le había mencionado un cuento sobre el país de los
triángulos y, desde entonces, había devorado tantos libros sobre Egipto que se
había convertido en un especialista. Siempre albergó la esperanza de visitarlo.
A los siete años comencé a imitarlo. Leía y guardaba todos los artículos sobre
aquella Civilización Milenaria. En mi doceavo aniversario, me llevó al Cine
Xerea a ver Faraón, de Jerzy Kawalerowicz –film de 1966 que refleja sabiamente
el poder de los distintos estamentos sociales egipcios durante el Imperio Nuevo—.
Nunca lo olvidaré. Ese día decidí ser arqueóloga. Estaba tan segura de
conseguirlo que inventé un juego para ser intrépida en las excavaciones
subterráneas. Nuestra vivienda tenía pasillos largos; cuando papá se quedaba
dormido con una novela de Estefanía entre sus manos, recorría toda la casa a
oscuras. Una noche se despertó y descubrió mi pasatiempo. Pero en vez de
reñirme aplaudió mi esfuerzo: «Eva Lagos de Ulloa, llegarás lejos,
muy lejos. Lo presiento» –dijo sonriendo.