Torres de Carne y Silicio
Torres de Carne y Silicio
La niebla pútrida se arremolinaba
entre los arcos corroídos de lo que alguna vez fue la Avenida de las Américas.
Cada paso que daban los expedicionarios parecía despertar criaturas que no
pertenecían a este mundo: cuerpos retorcidos, ojos múltiples, extremidades que
se arrastraban como raíces enfermas. Salían de las grietas, de las sombras, del
aire mismo.
Una figura femenina se adelantó
al grupo. Su nombre era Naia. De rostro curtido y mirada líquida, arrancó un
cartel oxidado que colgaba de un poste inclinado. Lo leyó en voz baja, como si
pronunciara un conjuro.
—Avenida de las Américas
—murmuró.
Frente a ellos, emergía el
edificio de las Torres Blancas. O lo que quedaba de él. Aún en pie, pero
convertido en un cadáver arquitectónico, mostraba una grotesca mezcla de
estilos: organicismo y brutalismo fusionados en una pesadilla de concreto y
madera. Uno de los chaflanes estaba medio derruido, y los balcones de madera
con celosías seguían encajados en los cilindros redondos, como ojos que se
negaban a cerrar.
Naia silbó.
—Vaya. Qué original.
—¿Te gusta? —preguntó Liam, uno
de los supervivientes del grupo.
—Es la primera vez que veo algo
así. Me llama la atención. ¿Quién diseñó semejante monstruosidad?
—Un arquitecto del siglo XX. Pero
lo que ves ahora… no es su obra. Es una mutación.
Otro joven, de rostro marcado por
cicatrices y ojos febriles, se unió a la conversación.
—La primera vez que la vi, me
impresionó. Pero cuando entré… fue peor.
—¿Has explorado su interior?
—preguntó Naia.
—Todos lo hemos hecho. Es nuestro
hogar.
Ella lo miró con incredulidad.
—Por eso conocíamos los atajos.
Aunque ni eso nos salvó de los ataques.
—¿Dónde vivís?
—En los apartamentos que aún son
habitables.
Naia alzó la vista. El coloso
tenía agujeros tapados con materiales reciclados.
—¿Sois muchos?
—Pregúntale a Connor. Él es uno
de los inquilinos.
Connor sonrió, pero había algo
tenso en su gesto.
—No he sido del todo sincero
contigo. A veces, se infiltran especímenes no deseados en nuestras filas. Por
eso protegemos a la jefa.
—¿Estáis con la oceanógrafa
Goyanes?
—Sí. De no ser así, no estaríamos
vivos. Somos su milicia. Nuestros atuendos cambian según la amenaza.
Un sonido agudo cortó el aire. Connor
tocó el botón de su muñeca. Una luz azul parpadeó.
—Connor1 en la cercanía. ¿Todo
libre?
Una voz femenina respondió desde
el dispositivo:
—Hemira3 desde lo alto de la
torre. Todo limpio. Podéis avanzar. Os cubrimos.
—Ya estamos cerca, Naia.
—¿En qué piso están los
laboratorios de Goyanes?
—En el treinta y tres. Es la
única planta intacta, con revestimiento de silicio orgánico. Si una bomba
estallara, el edificio se fragmentaría y la planta treinta y tres se
convertiría en una nave nodriza. Fue diseñada para eso.
—¿Está bien protegida?
—Como una fortaleza.
—¿Qué tecnología tiene?
—La de tu mundo.
—¿Te refieres al mundo acuático?
—Sí. Goyanes ha viajado por los
océanos nacarados de Xerón11. Trajo planos, materiales, ideas. Todo lo
sintetiza en sus laboratorios.
—Necesito hablar con ella. Tal
vez sea la única que pueda ayudarme a encontrar la fuente de la sabiduría.
—Es posible. Pero debemos darnos
prisa. Te esperaba hace horas.
Subieron por el núcleo del
edificio, esquivando zonas infestadas de criaturas que parecían hechas de carne
y cables. Algunos tenían rostros humanos, otros eran amalgamas de metal y
hueso. El ascensor estaba sellado, así que treparon por los conductos de ventilación.
Al llegar al piso treinta y tres,
una compuerta se abrió con un suspiro. Dentro, el aire era puro. Las paredes
vibraban con energía. En el centro, rodeada de pantallas flotantes y tanques
con organismos desconocidos, estaba Goyanes.
No era humana. O no del todo.
Su piel tenía un brillo perlado,
sus ojos eran pozos de datos. Cuando habló, su voz parecía venir de todas
partes.
—Naia. Has tardado.
—El camino estaba infestado.
—Lo sé. Os he estado observando.
¿Has traído el fragmento?
Naia sacó de su bolso un
cilindro de cristal. Dentro, flotaba una sustancia negra que se movía como si
tuviera conciencia.
—Lo encontré en las ruinas de la
estación Atlántida.
Goyanes lo tomó con delicadeza.
—Esto… es el núcleo de la
sabiduría. Pero también es una semilla de destrucción.
—¿Qué significa?
—Que, si lo activamos sin
control, puede devorar la memoria del planeta. Pero si lo canalizamos… puede
restaurar lo perdido.
—¿Y qué necesitas?
—Tu mente. Tu conexión con el
mundo acuático. Solo tú puedes sincronizarte con él.
Naia dudó. Sabía que el proceso
podía destruirla. Pero también sabía que no había otra opción.
—Hazlo.
Goyanes asintió. La sala se llenó
de luz. El cilindro se abrió. La sustancia negra se deslizó hacia Naia,
envolviéndola. Ella gritó, pero no de dolor. Era un grito de revelación.
Vio el pasado. Vio el futuro. Vio
los océanos de Xerón11, las ciudades sumergidas, los pactos rotos. Vio a
Goyanes en mil formas, en mil tiempos. Y entendió.
Cuando despertó, estaba sola. El
edificio temblaba. Afuera, las criaturas se habían detenido. Miraban hacia la
torre, como si esperaran algo.
Naia se levantó. Su piel
brillaba. Su voz era nueva.
—Soy la memoria. Soy la
guardiana. Soy la última esperanza.
Y caminó hacia el abismo,
sabiendo que el terror no había terminado. Solo había cambiado de forma.
©Anna Genovés
🖋️ Nota editorial Este relato fue creado por Anna Genovés en 2022, revisado
en 2025 con la colaboración de Copilot, su asistente literario.
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