Un affaire de carretera
Un
Vehículos y carreteras
cafés y pica piedras
el mundo es un pañuelo
buscas lo que encuentras
Magdalena está preparada para ir
a pasar unos días con su madre. Hace unos meses que se ha quedado sin trabajo y
tiene la moral por los suelos. A la postre, ha descubierto que su esposo se la
pega con otras... Lleva años sospechándolo. Hogaño, con tiempo libre, se ha
cerciorado. No es la primera vez que descubre manchas de carmín en su ropa.
Cuando le preguntaba, Jesús, siempre le contestaba lo mismo: «Cariño
he ido a ver nuestra pequeña —una veinteañera emancipada—, ya sabes que es muy
besucona…».
Con las horas de asueto hace sus cábalas. En la perfumería, le dicen el color
exacto del labial. Así que, ni corta ni perezosa, se marcha a casa de su hija
y, ¡zas! La niña nunca ha utilizado el tono rojo coral de Astor.
Siempre ha pensado que los
humanos, como el resto de mamíferos, son bisexuales y polígamos. Sin embargo,
las mujeres —por lo general— son las que llevan la cornamenta. Las de su
género, saben aguantar el temporal y los sudores de la entrepierna. Los machos
no, piensa. Con este panorama, sólo le falta descubrir si su partenaire tiene una
pilingui o se va de putas. Está a punto de contratar a un detective. Pero, en
el último instante, se arrepiente.
Dos semanas más tarde, ha cambiado
de idea. Así que, llama por teléfono a su amiga Dolores a ver qué le parece su
nuevo plan.
—Mira, lo he decidido. Desde que
el comebolas me dio botica, estoy feliz y a gusto con mis protuberancias –se
toca la cabeza para ver si las astas son demasiado exageradas. Le entra la risa
tonta—. ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Me encanta el Prozac! Qué Jesús haga lo que le
dé la gana. Una, se va con mamá.
—¡Muy buena idea, querida amiga!
Ve a pasar unos días con tu mami; te sentarán bien —insinúa Dolores a través
del auricular.
—No Dolores. No me voy para unos
días; me voy para unos meses… Tal vez, vuelva cuando haga calor.
—Y me dejas sola. ¡Qué mala eres!
—¡Estoy harta de mi marido! Qué
se quede de Rodríguez todo el invierno. Ya se acordará de mí cuando haga frío…
—sentencia Magdalena.
Camino de Almagro —donde vive su
progenitora—, Magdalena canturrea. Está escuchando a Camarón. Se engancha en
una estrofa y le sale la risa floja. Seguido, necesita orinar. ¡Mierda, qué me
meo! Hasta dentro de cincuenta kilómetros no hay un área de servicio. ¿Qué
hago? Tengo que parar por narices —parlotea consigo misma con es gracejo
inmenso de las manchegas; todas ellas Dulcineas del Toboso—. Minutos más tarde,
aparca en el arcén y se pone en cuclillas entre unos matojos. El potorro al
aire y el rostro extasiado cuando sale el chorro. La mismísima Santa Teresa en
uno de sus trances. ¡Piii!!! ¡Piii!!! Un ensordecedor claxon, hace que mire
hacia la carretera. Justo, pasa un tráiler. Desde la ventana, el copiloto le
vocea:
—¡Quién fuera hierba para
acariciar tus bajos! ¡Wapa!
—¡Ay Dios! ¡Ay Dios! —repite
(persignándose en la frente, en la boca y en el pecho) con el culo al aire y
subiéndose los pantalones como puede.
El camión se esfuma en el
horizonte. Magdalena vuelve a su Ford, roja como una fresa madura.
—¡La madre que lo parió!
—sermonea—. Si llega unos segundos antes, me corta la meada.
Al decir estas palabras, se
percata de algo inusual: está húmeda. La lívido por los aires...
—¡Madre mía! Me he puesto como
una moto. Si me ve la ginecóloga me dice que, de óvulos lubricantes, nada de
nada. Jejejeee… ¡Estoy hecha una jabata! —se alaba.
Emprende la marcha, más feliz que
unas castañuelas. Enciende el DVD y cambia de artista. Toca algo más sexy; unos
R&B de su hija. La música hace que la carretera se le antoje diferente. Se
apea en el Área de servicio para llenar el depósito. Baja, carga el tanque con
gasolina sin plomo y vuelve a subir. Cuando pasa por la zona de vehículos
pesados, ve el camión del mulato que le ha piropeado.
«Y si paro y veo como está de
cerca. Pero, ¿dónde vas Alfonso XII? Si tienes más años que Matusalén». Se
dice a sí misma, mientras repasa sus labios en el retrovisor. No puede
evitarlo. Para el motor del vehículo y va la cafetería. Está vacía. Entra con
su melena negra, cantoneándose. Sara Montiel en plena madurez. En la barra, el
oscurito con otro bizcochito, de la edad de su vástaga.
—¡Joder! Si los dos están de
rechupete. Unos ciervos para mojar —murmura por lo bajini.
Se acerca a la barra y le dice a
la camarera:
—Ponme lo que estén tomando los
chicos. Pago la ronda.
Media hora después, entra en una
habitación del Motel con el cuarterón de uno noventa. Se siente como la
Bassinger en Una mujer difícil o, quizá, la Dunaway En los brazos de
la mujer madura. Recapacitado el asunto, resuelve que si los hombres se lo
pueden montar con jovencitas; las mujeres se pueden calzar a polluelos. En la
suite sin estrellas, se desviste a lo leona. Poniéndose a cuatro patas sobre la
cama. ¡Gr…!!! Gruñe con sus zarpas de gel. El camionero, se quita la ropa
despacio… Cuando termina el bailecito sexi, la exuberante felina, es una gatita
que quiere huir.
—¡Qué pasa! ¿No te gusto? —le
pregunta el joven; ciclado como una tableta de chocolate puro.
—No hijo, no. ¿Cómo no me vas a
gustar? Eres una estatua de ébano.
—¿Qué? ¿Qué?
—Nada, nada… Que estás muy bien
dotado. Demasiado. No estaba preparada para esto.
El chico no le hace caso, la
tumba; le abre las piernas con sus musculados brazos. Ronronea por su pubis y
le desabrocha el body de encaje negro, que tanto estiliza su figura, con la
boca. Juguetea con todo lo que atisba su lengua, larga y dúctil. Magdalena tiene
un orgasmo. Tal cual, se la carga el torso, la apoya contra la pared y la
penetra hasta la garganta. Ella gime de placer. Chilla como una endemoniada. Un
segundo orgasmo hace que su cuerpo experimente una ola de sacudidas perpetuas.
En uno de los brutales movimientos, se percata que, el acompañante —rubio y con
ojos almendrados—, está sentado. Desnudo, masturbándose.
—Oye, que tu compañero ha entrado
—le suelta al negraco.
—Tranquila —contesta el Apolo
tostado que la mantiene en el Nirvana.
Su fantasía la lleva a otro film
del que no recuerda el nombre. Sólo sabe que la chica se convierte en un
sándwich. Uno por delante y otro por detrás. Se relame, pensándolo… El rubiales
se acerca. Magdalena está convencida, que, en breve, se convertirá en un
bocadillo. De repente, alucina. El nibelungo arremete al mandinga. Forman un
trenecito. La pared, ella, el mestizo y el caucásico.
El affaire de Magdalena es un
regalo del cielo. Pese a tener familia y muchos amigos, tal vez, demasiados. Es
la imagen perfecta de la soledad.
©Anna Genovés
Revisado el dieciséis de agosto de 2022
Imagen tomada de la red
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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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