La señorita Merche
La señorita Merche
Merche olía a jabón
a flores recién cortadas
a deseo entre las piernas
a ternura deseada
Hacía tanto calor que no cantaban
ni las chicharras. La sucursal estaba vacía y yo aburrido como una ostra. De
repente, abrió la puerta y entró; una aparición celeste con pasos distinguidos
de dama. Sus tacones repicaron en mis oídos.
―Buenos días joven. Quiero
ingresar doscientos euros en mi libreta de ahorros ―dijo (con su voz modulada)
haciendo hincapié en la dicción de las palabras agudas y esdrújulas.
Leí: «Mercedes Luján Ródenas».
No me había equivocado. ¿Cómo iba a hacerlo? Su cabello taheño y su rostro de
porcelana. Me puse como un flan. Era incapaz de contestar. La boca me temblaba
y un ligero rubor enardeció mis mejillas.
***
Luces de colores se fundieron en
mi cabeza y ahí estaba yo brincando frente a la Academia Levantinos donde
íbamos los niños de casa bien descarriados...
― ¡Juanito! ¡Juanito! ―gritaron
desde una de las ventanas―. Date prisa que ya viene.
―Ya voy. ¡No me pierdo su
entrada! ―contesté mientras salía como un rayo entre los vehículos aparcados.
Y, ¡zas! Empapelé la luna frontal
del Seiscientos que pasaba. El mundo cambió de color. Pasé de las tonalidades
fuertes a la negrura más absoluta. Después, a los pasteles de las acuarelas de
Sorolla.
―Ya vuelve en sí ―escuché que
decían.
― ¿Y cómo ha vuelto? ―era la voz
de mi madre.
Risas y lloros entre sábanas
blancas de algodón almidonado y monjas con caras circunspectas que desconocían
la sonrisa. Desde entonces, todas las mañanas desperté en esa nebulosa
azucarada de ensoñaciones hermosas. Al final, descubrí que ese fluido que
manchaba la cama podía surgir en cualquier momento.
Mis amigos miraban los
calendarios con la foto de Nadiuska. Yo imaginaba siempre a Mercedes. Sus
tacones de aguja, su cabello recogido con moño italiano, su insinuante Cruzado
Mágico bajo las camisas de popelín recién planchadas y sus faldas de tubo ―con
abertura trasera― resaltado el sensual balanceo de su pelvis.
Cuando llegaba al colegio, los
maestros carraspeaban y el cura escondía las manos en los bolsillos de la
sotana para calmar su rosario. Cada cual hacía sus cábalas: «¿Será
una pervertida con cara de ángel o una ingenua con maneras de Femme Fatale?»
Obviamente, era la única que te dejaba entrar en clase, aunque llevaras los
pantalones unos centímetros por encima del suelo. Sonreía y te guiñaba un ojo
mientras decía: «Mis queridos salvajes, ¡crecéis demasiado rápido!».
***
― ¿Le pasa algo? ―escuché de
pronto.
―Nada, Señorita Merche ―contesté
atribulado.
―Anda, ¡si eres mi Juanito! ¿Por
qué no me lo has dicho antes?
Me había reconocido pese a que
habían pasado más de tres décadas. Me sentí el hombre más afortunado de la
Tierra. Entonces, recordé ese lapsus de vida que se repetía en mis sueños una y
otra vez cuando me trasladaban al hospital resguardado entre sus brazos. Era
ella. La señorita Merche: la profesora de Ciencias Naturales.
©Anna Genovés
Revisado el 3 de agosto de 2022
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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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