Una cocina llamada deseo
Una cocina llamada deseo
El sudor resbala por las piernas
por los brazos
y las posaderas
el sexo a flor de piel
Verano del cincuenta y uno en Nueva
Orleans. La habitación vibra con John Coltrane. Estela está sentada en el sofá
con las piernas abiertas; frente a ella un ventilador de General Electric mitiga
su fogosidad. Acaba de lavar los platos y las altas temperaturas le han hecho
fantasear. Parlotea con su voz interior: «A ver si viene mi hombre y me
echo en sus brazos como una leona hambrienta. ¡No, no! ¡De eso nada! Me
enseñaron a comportarme como una señorita bien. Las mujeres nunca deben
soliviantar a los hombres. Son ellos los que tienen que buscar a la hembra.
¡Faltaría!».
Se levanta con unas ganas de
orinar tremendas. Una vez descargada, ve que sus labios vulvares están
dilatados como una granada jugosa: «¡Qué vergüenza! Estoy más húmeda que
cuando tenía dieciocho años». Se regaña a sí misma.
El rubor inunda su rostro. Coge
la toalla y comienza a girarla a modo de aspas. Pero el mero hecho del aire
denso y pegajoso, la excitan todavía más. En un ataque vehemente acaricia sus genitales
y acaba introduciéndose los dedos en esa cueva ardiente y esponjosa que la
reclaman. Aúlla como una posesa. Los calambres de su vientre se aceleran y
tiene un orgasmo tan satisfactorio que relaja su porte y toda ella rejuvenece.
Sonríe como un ángel recién abiertas las alas. Su óvalo esplendoroso magnifica la
belleza de una fémina en la medianera de la vida. Pasado el arrebato, regresa a
sus quehaceres domésticos como si nada.
Lleva una bata de tirantes
gaseosa que, unos segundos más tarde, se pega a sus carnes. Es inevitable
recordar los escarceos juvenales. La fragancia temprana de un pasado vigoroso en
brazos de un hombre maduro; la piel sudorosa y mugrienta tras una jornada de
trabajo aglutinada a su cuerpo sediento de sexo. Sólo con él gimió de placer.
Poco después, se casó y pasó a simular que disfrutaba cuando su esposo requería
los servicios maritales.
En ese momento, el tisú de su
vestido se introduce entre las nalgas y al moverse le producen un goce
inusitado. Agita su cuerpo ligeramente a la par que las gotas de sudor resbalan
hasta las baldosas formando lágrimas microscópicas. Está tan embelesada que no
ha escuchado los pasos de su esposo al entrar en casa. El hombre camina por el
pasillo con camiseta sport y unos pantalones de trabajo: los músculos
brillantes. La mira desde el otro lado del salón. La silueta de Estela dibujada
a través de los rayos luminosos. El contorno de sus grupas perversamente
siluetados.
¡Qué hermosa es! Si no fuera tan
recatada disfrutaríamos como es debido. Dejaría mis vicios por ella, piensa
contemplando su figura. La imagen es tan apetitosa que decide acercarse
despacio y atraparla por las caderas. Ella huele el fuerte aroma a testosterona
y se gira vanidosa. La punta de la lengua jugueteando con el contorno de sus
labios gruesos.
—Stanley hazme tuya —le susurra
con voz ganosa.
—Mmm…
Las bocas se acercan y el beso
inicial, pueril y decoroso, acaba con lenguas entrelazadas en el interior estimulante
de sus gargantas. Stanley mima su espalda con delicadeza, acaricia sus nalgas
prietas y gira su cuerpo para besar esa nuca sudorosa que tiembla con el tacto
de su hocico ardiente como una babosa. Estela vuelve a convulsionar y deposita
las manos del macho sobre sus pechos. Voluminosos, con pezones afilados y
aureola marcada. Stanley descubre que su dama ha olvidado la ropa interior. Levanta
su falda y lisonjea su clítoris.
—Estela, cuánto tiempo sin sentir
tu excitación. Tu cuerpo mullido y deseoso —susurra en el oído mientras las
manos agasajan el cuerpo de la mujer.
—Demasiado. Hoy, voy a
recompensarte.
Inseparables. Agitados. Jugosos. La
atmósfera placentera se anega de secreciones eróticas. Estela respinga el
trasero y abre ligeramente las piernas –la espalda de Stanley adosada a su lomo—.
Siente cómo el miembro rígido de su hombre traspasa las piernas y se introduce
en su vagina. Templo acuoso que lo devora insaciable. Una lucecita se enciende
en su mente tórrida. Sabe que en algún libro ha leído que si comprime y suelta la
pelvis provocará contracciones voluptuosas con las que enloquecer a su Stanley.
Mueve las caderas al ritmo del Boogie Woogie Choo Choo Train de Mabel
Scott que suena en la estancia del placer. Ella acompaña el ritmo a la par que
atrapa y suelta el interior de sus entrañas.
—No sé dónde has aprendido a
cerrar tus carnes y a soltarlas. Pero poco importa. Eres tan ardiente que me trastornas
—insinúa un Stanley jadeante.
—Leer es bueno. Ahora no pares,
amor —sugiere Estela con los ojos entornados y el rostro descompuesto. Rozando
el éxtasis.
Desde ese día, Estela recibe a Stanley
en la cocina vestida únicamente con un delantal.
© Anna Genovés
Revisado el veinticuatro de mayo de 2024
Imágenes tomadas de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual
09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433
ISBN-13: 978-1502468437
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Mabel Scott -
Boogie Woogie Choo Choo Train
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