Enchufismo, enchufados y enchufadores



Basado en hechos reales

Enchufismo: dícese de la acción por la cual determinadas personas se ven beneficiadas de algo sin méritos propios.

Enchufados: aquellos semejantes que, por lazos de amistad o sangre, se aprovechan de algo que no merecen.

Enchufadores: benefactores de terceras personas, por vínculos fraternos o de parentesco, para que accedan a un lugar apetecible sin la acreditación necesaria.

Pese a escribir sobre femmes fatales y cargarme o calzarme al más pintado, en el momento del suceso seguía creyendo en la igualdad de oportunidades y en el Estado de derecho español. Y, ciertamente, me comí un marrón bastante desagradable. El asunto se desarrolló de la siguiente forma…

Estaba en la cinta del gimnasio cuando sonó el móvil. Algo extraño porque nunca me lo llevo al deportivo, y si lo hago, lo dejo en la taquilla. Pero ese día estaba destinado a ser especial: victorioso o catastrófico; según se mire. Dos parámetros insólitos confluían simultáneamente:

1.                     Llevaba el móvil.
2.                     Lo había sacado de la taquilla para arrástralo conmigo por esa carretera perdida que transitaba bajo mis pies.

Como pude, descolgué y pregunté una tanto sofocada:

 ¿Digaaa…??? 

El zumbido de la música gruñía en mis tímpanos y las cuerdas vocales vomitaban los monosílabos que exhalaba mi cansada hechura. Hice un esfuerzo sobrehumano para escuchar las palabras que salían del Smartphone.

 ¿Es usted Ana María Genovés Badenes? –preguntaron.

El respingo mecánico de mi cuerpo por casi me deja hecha papilla sobre el asfalto de poliuretano que recorría. Hacía tanto tiempo que no escuchaba mi nombre completo que me sonaba a chino. Tras una pausa, contesté de mala gaita pensando que era una compañía telefónica a la caza del incauto de turno:

 La misma –¡chicos! Me equivoqué de lleno. Lo supe cuando la interlocutora dijo:
 La llamo del INEM.

Una ráfaga olvidada en el retículo más profundo de mi cerebro, brilló. Pensé en los años de curro en televisiones, colegios, polideportivos, boutiques y un largo etcétera... Volví en sí como el badajo de la campana que recibe el Ángelus. Entonces, pregunte:

 Usted dirá, señorita.
 ¿Estaría interesada en una oferta laboral como Maestra de apoyo de una escuela taller que se va a impartir en el pueblo de Becerra? El contrato es a tiempo parcial y la duración sería de un año –explicó la solícita verbosa desde el otro lado del satélite.

Incrédula hasta la médula, contesté con rotundidad:

 Sí.

Bajé de la cinta y un cliché descarado me recordó que formaba parte de ese millón y pico de parados de larga duración, mayores de cuarenta y cinco años. ¿Cómo iba a decir lo contrario si mis labores como escribiente de medio pelo no me dan ni para pipas? ¡Hostia puta! Claro que estoy interesada, pensé.


 La oigo muy mal... –escuché de improviso mientras mi galimatías sesudo se daba de bruces con una piedra. ¿Qué digo con una piedra? Con el mismísimo muro de hielo que protege la Guardia de la Noche en GOT.
 Un momento –repliqué antes de salir como una flecha hacia la recepción del gym para agarrar boli y papel bajo la mirada atónita de la secretaria, que seguro pensaba: “¡Esta mujer se ha vuelto loca!”.
Doña Ana, ¿seguro que me escucha bien? –la frecuencia tierna y melódica que salía del celular quería envolverme en su plática… ¡Puñetera psicóloga de vocecilla conciliadora! Rumié al instante.
 ¿Ahora me recibe mejor, señorita? –dije elevando ligeramente la voz.
 Sí. Un poco mejor. Le decía… bla bla bla bla bla… –repitió el rosario de ‘pe a pa’ y añadió—: Lo primero que tiene que hacer es hablar con la encargada del proyecto.

Inmediato, me dio un teléfono y un nombre que apunté en el papel que le había mangado a la administrativa.  Con las consignas anotadas, mi cabeza parecía una de las ruletas del gran casino Venetian de Macao que no dejan de girar. Olvidé la gimnasia y me marché a casa.

Horas más tarde, llamé al teléfono indicado; era del Ayuntamiento de Becerra. Pero, claro, los ‘funcis’ no trabajan por la tarde. Repetí la fórmula por la mañana. En el cabildo me dieron otro número. Lo marqué convulsa y una voz con acento marcado me indicó que la persona buscada estaba reunida. No os suena esta canción…, siempre sucede lo mismo cuando llamas a alguien con cierto pedigrí que no desea atenderte. Bueno, me dije a mí misma, tendré que contarle la película al oyente. Después de mostrar mis cartas, el pavo –que parecía enterarse de la misa la mitad—, me dijo dónde y cómo presentar los credenciales.

Se me quedó un no sé qué raro… la información era tan vaga como las nanas que me cantaban a través los barrotes de la cuna. La primera cárcel de la vida, me dije a mí misma sin venir a cuento.

En ese momento de soberana lucidez, decidí buscar en Internet el Email de la persona clave. Tras el descubrimiento de ese correo ilustre, remití un mensaje con los datos que me habían facilitado. Y… ¡mira por dónde! Su majestad, la reina de Becerra, me contestó con una explicación concreta. Tras leer la nota repetidas veces, percibí el deseo de conocerme como si fuera otra yegua de su establo.

En pocas horas, reuní la información necesaria; hasta el primer Támpax que usé, quedó reflejado en el mamotreto fotocopiado. A toda prisa, embarqué en el metro. El traqueteo me dio malas vibraciones, mis dientes rechinaban. Demasiadas huertas de señores feudales, profusos municipios olvidados de la mano de Dios con carteles transparentes que me hablaban: “Aquí sobras, señorona capitalina”.  Con este paisaje futurista y distópico aterricé en el andén, medio roído, de Becerra.

Una cuesta larga más inclinada que el Everest, se abría ante mis ojos. Paso a paso, seguí la ruta hasta avistar los pendones de España en el balcón del concejo. Entregué mis méritos a un señor agridulce cuyos ojos me decían: “¡Gilipollas! No ves que este territorio es nuestro”.

La boca estaba pastosa como cuando me salto el Trankimazín de las doce y la lengua, gruesa, me pedía soma. Mis ojos chisposos habían dejado de emanar incandescencia. Era una mujer madura y deshidratada que no le hacía ni un pelo de gracia lo que veía. Sin embargo, seguía sonriendo como una tonta a la que le ha salido el Gordo. ¡Ayyy…!!! Amigos, ya lo dice el refrán: “La fe mueve montañas”.

De regreso a la estación, un espejismo alimentado por el mono y el sofocante calor del mediodía, me hicieron ver una fuente donde solo había un anciano que me observaba como si fuera una alienígena de otra galaxia. La ‘cosa’ estaba más que clara. Transparente.

A falta de un día para presentar los documentos, salieron las listas baremadas. ¡Toma ya! Razoné al comprobarlas. O sea, que la convocatoria sigue abierta y ya han calificado los méritos. Lagarto, lagarto… Empero, como mi nombre encabezaba el censo, sonreí de oreja a oreja y me dije para mis adentros: “Esta es la tuya, Anna. Olvídate de escribir para el aire y de rascar la pared de casa. Por lo menos tendrás un añito de sosiego”

A un día de la entrevista, imitaba a una teenager de short zarrapastrosos y top ombliguero en su primera cita: pasé toda la noche en blanco. Al levantarme, vi mi tez más apagada que una bombilla fundida. Pues nada, filosofé, me pongo una Ampolla flash de vitamina C y a rular por el mundo. Me coloqué unos jeans que estilizaban mi figura y una camiseta azul marinero; todo muy neutro para no levantar suspicacias. Aunque mi cabellera, larga, enroscada y rubia de bote, cantaba de lejos.

De vuelta al zarandeo del trenecito de Becerra por las huertas y caseríos de esta España que se desgaja como los penachos de los alabarderos de un Alfonso XIII exiliado, fantaseé con mi futuro… con el futuro de este país que vislumbro antiutópico. Se me fue el tiempo del pasado al futuro para quedarme en el presente. Así pues, sin comerlo ni beberlo, llegué a la Diputación de Becerra media hora antes de la fijada. Justo, con las entrevistas de otros cargos del programa.


La sala está concurrida por un grupo de mujeres que armaban un jolgorio ameno. Podrían ser amazonas  en plena batalla, damas aristocráticas, cortesanas de un burdel pendejo o gallinas de corral, deliberé antes de agudizar las antenas…

–No te preocupes –le decía una a otra de las congregadas—. Si no te toca de directora, será de secretaria y sino de profesora.
–Por supuesto. Y a ti te sucederá lo mismo, guapi…
–Cariño, y a mí, idéntico  –cacareó una tercera del corrillo jocoso. Y agregó—: Amigas nos conocemos desde hace tiempo y sabemos que, todas, marcharemos a casa con un trabajo nuevo.

¡Joder! –exclamé por lo bajini. Bufé. A continuación, recapacité—: “Ya estamos conque la abuela fuma. Me huele a gallinas de picoteo”. De improviso, alguien dijo:

–Fulanita de tal y menganita de tal, pasen conmigo.

Después llegó sotanita de tal y pascual. Y así, varias veces, hasta que las ponehuevos accedieron y salieron de un despacho de la empresa. Entretanto, la estancia se llenó de otras mujeres: mis compañeras. Desde luego que, en Becerra, se toman al pie de la letra la paridad femenina. Cavilé viendo que no había ni un solo ‘barón’ por coronar.

Llegó mi turno. Y, por fin, conocí a la dama que manejaba el cotarro: una mujer encogida, de aspecto un tanto desagradable, con arrugas verticales sobre el labio superior; fumadora empedernida con aliento de alcohol y modos de alcahueta. ¡Qué desilusión! Me miraba con ojos escudriñadores y preguntó:

–¿Y su currículum?
–Lo entregué junto al resto de credenciales en el Ayuntamiento –contesté con una sonrisa arrebatadora.
–Sí, sí... eso lo dirá usted. Pero no aparece por ningún sitio.
–¿Cómo que no aparece? Oiga le aseguro que lo presenté. Traigo los originales. Mire… aquí está mi currículo  –repliqué con amabilidad, señalando el documento indicado.
–Pues aquí no está –insinuó la doña mirando las copias de mis papeles.
–A lo mejor se ha extraviado… –sugerí, humilde.
–A mí nunca se me pierde nada –insistió con ojos de sapo. Y añadió—: Bueno, bueno… démelo que lo fotocopio y ya está.

Me marché más contenta que unas castañuelas. Superado el escollo, la audiencia me había salido con encaje de bolillos.

Dos días más tarde, salieron las listas y puntuaciones de los pretendientes a… lo que fuera. ¡Sorpresa! Desagradable sorpresa. La mayor parte de los puestos laborales ofertados, se declararon desiertos. Según la anotación a pie del listado, los candidatos o no cumplíamos con los requisitos mínimos o nuestro perfil no encajaba con el demandado.

Jarrón de agua fría sobre el rostro sofocado. Impotencia. Frustración. Cuerpo que se torna náuseas tras una sopa de almejas en mal estado. Toda yo un saco de heces líquido.

Una semana más tarde, ojeo el tablón de anuncios virtual de Becerra y veo que todas las plazas están cubiertas por las pitas que cacareaban en el mercadillo de susodicho pueblo.

Señores y señoras. Querida platea: si este hecho sucedió en un contexto menor, imaginen qué ocurrirá en las altas esferas.

Nunca mejor dicho: Genovés eres un saco de mierda. Enchufismo, enchufados y enchufadores.


©Anna Genovés
22/08/2017

Juanes - Hermosa Ingrata