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EN UNA ESQUINA DEL SOHO


Te vi de pasada, cuando nadie nos miraba,
y supe que eras tú, mi dulce hada.
Cabellos rojos como el fuego
y violeta la mirada.
Nunca me abandonarás
y a tu lado estaré, hasta que me vaya...


Kim es una joven entusiasta que dirige una academia de artes plásticas en el corazón de Manhattan. Le gusta ir al teatro con su amigo Thomas, un gay descarado y seductor al que ama porque sabe que la idolatra.

A Thomas le gustaría ser idéntico a Kim, aunque con algunos matices. Su amiga es pelirroja, y él siempre quiso ser rubia. Ella utiliza la talla noventa de sujetador y él querría llevar la ciento diez.

Por lo demás, se conformaría con lo que tiene Kim: un negocio próspero, un dálmata precioso, un loft de trescientos metros con vistas a la Estatua de la Libertad y un novio que, para Thomas, está como el queso danés, el preferido por su exquisito paladar.

Thomas había nacido en Arizona, en el seno de una familia de rudos ganaderos. Siempre se había sentido como un pececillo verde y, los malos tratos, le habían aislado de todos. Cuando cumplió la mayoría de edad, no lo pudo soportar más… Y, una noche, se escapó del rancho.

Pasó hambre, frío y una insoportable soledad. No le quedó más remedio que robar y prostituirse… Por fin, un veinticinco de diciembre, llegó a Manhattan y tropezó con Kim. De eso hacía cinco años y, desde entonces, se habían vuelto inseparables.

Se conocieron en una esquina del Soho de New York, donde Kim era una reconocida artista en los círculos bohemios. Thomas poseía el don de transformar todo lo que tocaba en una hermosa efigie; trabajaba con toda clase de material que llegara a sus divinas manos.

Comenzaba a llover cuando Kim abrió su paraguas y, de repente, se dio de bruces con Thomas, que caminaba ensimismado mirando los resplandecientes neones.

Hacía mucho frío y Thomas se había enrolladlo una bufanda de cuadros alrededor del cuello, sobre su trenca marrón de Zara. Ella, era la viva imagen del buen gusto: abrigo negro de Dolce & Gabbana y, chalina y boina, rojas.

Sus miradas se cruzaron, y la sensibilidad de Thomas vislumbró la aureola que rodeaba a la chica de la preciosa gorra carmesí… Tenue y nacarada, como una perla recién cautivada, formaba una especie de campanilla desde la borla de su sombrero hasta la parte baja de las suelas de sus botas de Charles Jourdan.

Volvieron a mirarse y sonrieron y, sin mediar palabra, caminaron hasta la galería de Kim. Cuando llegaron, la lluvia se había convertido en pequeños copos de nieve.

Kim abrió las luces de la pinacoteca y, unos diminutos halógenos, esparcidos por el añil del techo a modo de estrellas de un radiante universo, comenzaron a florecer. Por la sala se distinguían óleos, acuarelas y esculturas refinadas… Él comenzó a examinarlos con detenimiento, mientras ella lo observaba desde la puerta: se había quitado la boina, la bufanda y el abrigo. Una melena bermeja y ondulada, se deslizó desde sus hombros hasta la cintura en forma de “u”. Sus risueños ojos violetas, oteaban los distraídos movimientos del recién llegado:

- Anda, no seas tímido -le dijo- acércate a ellos… ¡Tócalos!.

- Son tan hermosos -contestó un embelesado Thomas, observando que todos representaban escenas bucólicas con gnomos y hadas-.

De súbito, se detuvo delante de una acuarela con matices turquesas que representaba la llegada de la luz y del amor.

Como hipnotizado, se acercó y acarició con sus flexibles dedos el suave contorno de sus figuras… Como por obra de magia, un sendero de lucecillas, cobraron vida y se difuminaron ante sus ojos. Cuando volvió a abrirlos se encontraba inmerso en el lienzo; en el país de la Hadas.

Sobre un montículo cubierto de índigo césped, destacaba una hermosa mujer de cabellos azabache, piel alabastrina y ojos esmeralda. Morgana: reina de las deidades. Caminó hacia ella como un pajarillo que sobrevuela el cielo por primera vez…  En su neonato recorrido, la sublime visión desapareció ante sus grisáceas pupilas, y la luz se tornó oscuridad.

- Thomas, ya te has despertado. Estabas tan cansado que has dormido catorce horas seguidas. Miraste esta acuarela, te sentaste en el suelo, y, como si fuera el lecho que siempre habías deseado, entraste en un profundo sopor… Te he cubierto con unas mantas.

- ¿Has estado todo el tiempo conmigo?.

- Sí. Coincidencia, hoy, sólo tenía que terminar ésa acuarela...

Thomas ignoraba si todo había sido un sueño, pero el cuadro representaba el delicioso y onírico vergel que recordaba. En el centro, Morgana señalando justo hacia donde se encontraba Kim... Thomas, la miró, y ella sonrió.

Poco importaba lo sucedido, Thomas sabía que Kim siempre le protegería. Había encontrado a su Hada Madrina.



Anna Genovés











               I LOVE ROCKY BALBOA





Tanto fue el cántaro a la fuente, que al final se rompió.
Siempre he sentido admiración por ese campeón llamado Rocky Balboa. He visto la saga completa y cuando escucho el tema principal del film, o visualizo su storyboard, esté donde esté, me recuerda que aún puedo seguir luchando… Que este mundo se acabará el día que tenga que finalizar, pero que hasta entonces, debemos escalar todas sus montañas. Por diminutas o escarpadas que sean.
Estoy desempleada y –todos los días- miro las páginas de ofertas laborales más fiables, o por lo menos esas que dice “el boca a boca” del compendio de parias que formamos parte de España, mi querido y lastimoso país.
Voy con regularidad al gimnasio para mantenerme en forma y potenciar la serotonina que circula por mi organismo. De manera que, siempre, tengo una sonrisa en los labios y parece que vivo en el mundo de Wally. Nada más lejos de la realidad. Mi barrio no es “La Coma”… Pero, mi vida es tan poco generosa que no recuerdo las últimas vacaciones que tuve. Como aquel, que Dios nos dé salud: en realidad es lo importante.
De igual forma, estoy apuntada a tropecientas mil bolsas de empleo público, y hasta me he presentado a las “opos” de Auxiliares de Biblioteca de la Universidad de Valencia. Por supuesto, me han cateado, y casi que lo prefiero porque fui una de las candidatas que ejercieron como testigos en la rutina post-finalización del examen y… La pregunta de la “miembra” del tribunal, fue lapidaria

- ¿Ya has trabajado en la universidad, verdad?

- No.

 - Vaya… pues que tengas mucha suerte: la vas a necesitar. Es que se presentan muchas personas que sí han trabajado con nosotros.

Visto para sentencia. Más vale un suspenso matutino que un muy deficiente al final del camino. Hoy estoy espesa: why? Porque ayer, por darle un toque especial a mi monótona vida, como la de casi todos los mortales que pululan por nuestro fatigado planeta. No fui la gym si no de paseo con mi esposo, y la zozobra que debió producirme la ausencia de serotonina a la que estoy acostumbrada ha hecho que la noche se perturbara… Primero, no podía conciliar el sueño y, después, llegaron las pesadillas.
Me he levantado varias veces, siempre con la luz apagada y los ojos cerrados –manías que tengo-. En una de mis andanzas “sonambulistas” he querido ser metamórfica y traspasar la puerta del dormitorio. Resultado: me he dado de bruces con el canto de la misma:  “¡Hija de puta!…” –Le he dicho-. Pero, la muy cazurra ni se ha inmutado y, yo, he comenzado a tambalearme por el –larguísimo- pasillo hasta llegar al cuarto de baño. Allí, he comenzado a notar que todo me daba vueltas, que un sudor frío recorría mi cuerpo y que algo recorría mi pómulo izquierdo. Al abrir la luz, ¡joder! Si no me sujeto me voy al suelo –entre el mareo y la sangre (rojo intenso) que fluía de mi párpado a borbotones-. En vez de pedir ayuda, me he sentido como el “potro italiano” al que tanto admiro, y –como he podido- me he sentado en el inodoro, sujetando una toalla sobre mi –sanguinolento- ojillo.
Pasados unos minutos, me he levantado –flotando en una nube extraña y turbadora que me ha empujado hasta la cocina-. He abierto el congelador, he envuelto unos cubitos de hielo en un paño; y, seguido –dando unos pasos más hieráticos que los de Frankenstein-, me he dejado caer en el sofá-. La saliva se me antojaba agria y pastosa. Me he acordado de Johnny Deep en “Miedo y asco en las Vegas” y –con una carcajada socarrona- he pensado que aquello era como un mal ácido…  No sabía si estaba despierta o dentro de una pesadilla: no pensaba con claridad. Veía nubes amarillentas y tenía escalofríos que trastocaban mi temperatura –desde un calor intenso hasta el gélido frío de la Antártida.
Recuperada, me he puesto –con un bastoncillo- Betadine sobre la brecha. Amanecía cuando me tumbaba en la cama y lograba dormir unas horas… En el hospital, me ha reconocido una enfermera y he pasado a la sala de espera:

-                     Coloque su historia clínica en el buzón y ya la llamarán

-                     Gracias.

Debería haber añadido… Y, desgracias. Porque, entre la primera, segunda, tercera, cuarta y quinta hora de mi permanencia en susodicho saloncito, los lloros se han sucedido igual que los chillidos. ¡El panorama era para matar! Y eso que llevaba un ojo a la funerala.

Mostrador con dos patas metálicas y cubierta cristalina –con una señorita al mando de un teléfono, un ordenador y un “walkie”-. Era una visión cómica, una muñeca articulada en un frenético ir y venir hacia dentro y hacia fuera, llamando por un celular, introduciendo datos y auxiliando a los damnificados o acompañantes.

Las sillas –de reconfortable plástico azulón- se adosaban a lo largo de la pared. Un grupo de horondas señoras ataviadas de “todo a cien” hablaban, animadamente. Nadie diría que estaban en un hospital. Lo tenían muy claro, vamos a pasar un ratito a urgencias, como quien dice: “a tomar un café o beber una cerveza…”

En la esquina cercana –dos latinas- se han puesto a sollozar, cuando una tercera salía de “boxes” hecha una Magdalena. Las anteriores mantenían su jolgorio.

A mi derecha, un grupo de “afros” con sus peculiares atavíos y sus tribales fonemas. Español poco, pero, educación, bastante. Al lado, un mandarín que no ha dicho ni pruna hasta que la enfermera ha pronunciado: Chu Lin. Y Chu Lin, abnegado y cabizbajo, se adentraba tras ella con sus pasitos diminutos y su pelo lacio.

Enfrente, la pareja de cincuentones acostumbrados a la sala, correctos y sin meterse con nadie –uno al lado del otro-. Él, con un periódico; ella, tejiendo un suéter verde oliva, del que más tarde ha asegurado:

-                     A este paso, aquí lo he comenzado y aquí lo acabo.

 Y de repente, la moderada fraternidad del lugar se ve truncada… Hace aparición la princesa de “Las Baratas”, perdón, quiero decir de “La Olivereta”. Moño pardusco –alicaído y enmarañado- con más de un habitante por sus lares, camiseta de yo que sé cuánto tiempo sobre su escuálido torso –de color indeterminado- y pantalones “cagaos” con dibujos cada uno de su madre y de su padre. Entra cojeando, sujetándose la cadera derecha con una mano, y con la otra, boceando por el móvil:

-                     Pápa, que toi en el hospitá. Siii que me duele muxo el pié –y, ahí, voy yo y se lo miro.

¡Jesús! Chanclas con florituras de plexiglás y plataformas, y unos talones… ¡Con más mierda que el palo de un gallinero! Justo, se sienta a mi lado, a darme cháchara. ¡La virgen! Ni Yacaré en sus buenos tiempos. Unos minutos… Y, pies en polvorosa: al servicio y cambio de asiento.
Llega la otra aristócrata: la bien vestida, la bien calzada. Maletín en mano, en el que –supuestamente- alberga un portátil… Toma, debo de tener imán, porque se adosa a mí. Yacaré se ha convertido en Bvlgary: buen cambio.
¡Ah! Pero, a mí no me quitas potagonismo. The princess of "The Olivereta" speaks:

-                     ¡Mariii!!! –Vocea.

Mis sueños se hacen realidad: Aparece “the perfect family”. ¡Atentos!. No perdáis detalle: ambos con chándales de elastómero. Él, negro con letras NIQUE en dorado, ella en fresa con logos ADIDOS.  Chaquetas de medio cuello y puños de goma como el pantalón. ¡Ayyyyyyy! Si llevan unas zapatillas galácticas, todas ellas reflectantes y con más goma que el resto de ropa. ¡Cómo me duelen los callos, los sabañones y todos y cada unos de los diez dedos de mis pies! Al bebé del carrito con adornos navideños, sólo le diviso una carita de ¿por qué tengo una papis tan frikis?
Por fin escucho: “Ana Mª Genovés...”
Entro y le cuento la historia al médico, ni se levanta. No tienes nada, te envío a oftalmología para que te hagan unas pruebas. Cambio de pabellón y cambio de sala. Frente a mí, una madre y su hija, más o menos de mi quinta, coincidencia, con el mismo ojo “estropiciao” que yo.
Vuelvo a explicar los hechos por tercera vez, a la señorita que me toma nota y le entrego el historial; cuarta, a la enfermera que llega y, por último, a la doctora que me atiende.
-                     Mareos, dolor de cabeza, sensación de cuerpos extraños…  Tápese el ojo –dudo-. Es disléxica o está mareada.

-                     Perdone. Lo primero –me tapo el ojo afectado. La doctora sonríe.

-                     A ver, qué letra es esta –cambio de pantalla- y esta… Todo parece estar bien, no sé si darle enzimas orales para el hematoma –pues lo sabré yo, pienso.
Más dudas.
-                     A ver, espera que se me olvidaba. Apoya aquí la barbilla –cambio de taburete, cambio de aparato-. A pues no, no está perfectamente sellado como a simple vista parece… –Más dudas- no sé si ponerte dos puntos de sutura –¡la madre que me parió! Lo sabré, yo. (Pienso un poco hasta las narices de la doctora y su indecisión).

-                     A ver doctora, por lo demás, todo está bien, ¿no? –Interpelo.

-                     Sí, sí…

-                     Pues usted es la especialista, haga lo que crea más conveniente. Por cierto…

-                     Dime, dime –a todo esto, ella, sigue enfrascada con mis datos y el ordenador, que (por supuesto) no es lo suyo.

-                     ¿Cree usted que se me notará? -pregunta del millón.

-                     Bueno, pues creo que no… Pero, si te pongo puntos puede que sí. Mira, te voy a poner unas tiritas de estas que sujetan las heridas –puntos americanos- y te doy unas cuantas para que te las cambies. ¿Vale?

-                     Me parece bien –qué voy a decir. Si tengo más hambre que el perro de un ciego y estoy hasta las narices de preguntas, indecisiones y etcétera, etcétera…

Y ahí va, de regreso a casa “la Yegua de Abastos” para plantarle cara al mismísimo “Potro Italiano”.



Anna Genovés