Promoción Navidad: Descargas eBooks gratuitas



Más de 1.000 personas (chicas y chicos, vosotros, compañeros de fatiga), se han beneficiado de esta promoción navideña de lectura gratuita. ¡GRACIAS A TODOSSS…!!!



Recordar que podéis bajar COMPLETAMENTE GRATIS hasta el domingo:

Tinta amarga
La caja pública | relatos
El Legado de la Rosa Negra
Las cicatrices mudas

Desde cualquier enlace de Amazon. En España desde Amazon.es aquí


¡Felices fiestas! 



Pensé hacer algo especial para esta Navidad... Y, de inmediato, decidí ofreceros las descargas gratuitas de los cuatro libros que tengo publicados en Amazon hasta la fecha –estoy ultimando un poemario que os presentaré para Fin de Año.

Las promociones de libros gratuitos tienen una validez máxima de cinco días. Recordad: desde el miércoles 23 de diciembre al domingo 27 de diciembre, las descargas de los eBooks La caja pública | relatos, El Legado de la Rosa Negra, Tinta amarga y Las cicatrices mudas. SON COMPLETAMENTE GRATIS.

Por si no sabes cuál elegir, os dejo enlaces, sinopsis y primeras páginas de los mismos. Si me pedís ayuda, desde mi humilde punto de vista, las mejor desarrolladas son  El Legado de la Rosa Negra y Las cicatrices mudas. Claro, los géneros son dispares y todos no tenemos los mismos gustos. Pero, ya puestos, bajaros las cuatro y opináis. Os aseguro que enganchan desde el principio: puro divertimento con unas cuantas vueltas de tuerca que os dejarán boquiabiertos.

Si no os apetece leer las sinopsis y etcétera... Podéis ir directos al enlace para descargar las cuatro novelas desde la misma página:

PROMOCIÓN VÁLIDA desde el miércoles 23 de diciembre al domingo 27 de diciembre

Si compartes, mejor. ¡Felices fiestas!

©Anna Genovés







Sinopsis

Recopilación de relatos y microrrelatos escritos desde 2010 a 2014. Algunos, editados en el blog personal de la autora u otras plataformas digitales; otros completamente inéditos. De ahí su nombre: La caja pública | relatos. 

Sin embargo, todos se eliminaron al publicar este libro y, anteriormente, no estaban divulgados tal y como aparecen en esta compilación. El conjunto recoge los siguientes apartados: 1. Relatos actuales 2. Relatos eróticos 3. Relatos fantásticos.

Primeras páginas

ANNA GENOVÉS
La caja pública | relatos

Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Titulo de la edición: La caja pública
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon Alonso
Ilustración: Anna Genovés
Propiedad intelectual:
09/2013/2345
09/2013/2206
09/2004/1196
V ― 488 ― 14
ASIN: B00O9E3ZNM
ISBN-10: 1502468433
ISBN-13: 978-1502468437




A mi hermana Marian, a mi sobrina Irene,
a mi amiga Sofía y a mis modistas preferidas


«El erotismo es una de las bases del
conocimiento de uno mismo,
tan indispensable como la poesía.»

Anaïs Nin


Contenido


1.               Relatos actuales

Anaïs
Doctorcita
El chihuahua y su dueña
El retrato de Pauline
Freak
Ghost friend
Guzmán
Huevos de madera
I love Facebook
La señortia de Ciencias Naturales
Línea amarilla
Ogros
Sr. Pérez Martínez
Te lo prometí mamuchi
Todos los muertos son iguales
Un freak con pedegrí
Voulez-vous m’épouser?
Whisky y celuloide

2.               Relatos eróticos

Ángel o demonio
Arbustos y otras hierbas
Conversaciones de hombres
Elástica
El club del ganchillo
El conductor
El tercer sexo
Juegos ardientes
Kits eróticos
Revelación tántrica
Sexo exprés
Singles
Sueños de poeta
Tatuajes y piercings
Una cocina llamada deseo
Un Noel muy travieso
Vampirella Gay
Wasapéame


3.               Relatos fantásticos

Asylum
Blandiblú grana
Bloody Christmas
El infierno de Precious
Gominolas
Huesitos a tutiplén
La Venus cibernética
Los mininos de angora
My chocolat
Patrick
Peep-toes y dagas
Poison navideño
Segundo plato
Trato sangriento
Un buen filetito



1.               Relatos actuales


Anaïs 21

Anaïs no decaigas
eres el principio y el fin
la vida y la nada

Anaïs es una bloguera con ganas de comerse el mundo. Sin embargo, no sabe para dónde tirar. Escribe de todo. Su imaginación es un totum revolotum: cuentos eróticos, microrrelatos gore, novelas históricas, poemas, relatos góticos… Está hecha un lío.
Tras una noche loca con su novio, inventa un relato apasionado y directo; vamos, que no se muerde la lengua si tiene que explicar cómo hacer una felación, por ejemplo. La aceptación es rotunda: más de 5.000 visitas en un día.
Empero, no todo es satisfacción. Cuelgan vídeos porno en el muro de su facebook, recibe emails obscenos, insultos a tutiplén de anónimos fanáticos y le piden amistad beocios indecentes. Está hastiada de la falsedad del siglo 21. Un día telefonea a una amiga y le cuenta la verbena:
―¡Tía, qué no me dejan en paz. Se creerán que cuento mis affaires o que soy ninfómana. Yo qué sé! ―le dice.
―¡De dónde narices sales, preciosa. Bienvenida al gran teatro las redes sociales! Hay personas elegantes, discretas, agradables y otras con perfiles falsos… ―contesta la amiga.
―¡Menuda mierda! Si fuera un tío, seguro que nadie se metía conmigo. Pero tengo ovarios. No es lo mismo… ―se defiende ella.
―Anaïs el mundo es machista e hipócrita.
―Tienes razón. ¡Juro por Dios qué no volveré a escribir otro relato picante! Es mi suicidio erótico.
―Sólo por fastidiar a esos tíos casposos que piensan con la entrepierna y que cuando nadie los ve se la amasan a tu costa. O a esas urracas del mea culpa que te ponen verde y después utilizan vibradores hasta pulverizarlos. Haría todo lo contrario ―insinúa su confidente.
―¿Estás segura?
―Completamente.
―Pues, ¡qué les den! ―termina por decir Anaïs.
Caprichos del destino: triunfa como el Avecrem.

Doctorcita


Doctorcita esté atenta
no vaya a creer que mi apéndice
es la cabeza

Situación: sala de espera DUE del barrio. Carmen entra a consulta y ve a la simpática María (la ATS de toda la vida) con una chavalita de “veintipocos años”
—Hola Carmen. ¿Qué tal estás? —pregunta la enfermera.
—Bien, bien… Vengo a que me pongas la vacuna de la gripe —contesta Carmen.
—Haces bien. Prevenir siempre que se pueda —dice la DUE.
—Por supuesto —asevera la paciente.
—Mira, esta es mi sobrina. La tengo de prácticas.
María presenta a la muchacha de melena larguísima y ojos azulinos enormes.
—Hola —dice la jovencita con una sonrisa repleta de inocencia.
—Hola guapa… Así que tú serás la nueva banderillera dentro de unos años —dice Carmen por hacerse la simpática.
—No, no —contesta María—. Está estudiando segundo de medicina. Lo que pasa es que quiero que se vaya familiarizando… —asevera con orgullo María.
—¡Ah! ¡Qué guay! Yo también quería ser médico. Pero al final, estudié Arqueología —recuerda Carmen con guasa.
—¿No me digas? —comenta María.
—Sí. ¿No sabías que soy arqueóloga?
—Pues no…
—Arque… ¿Qué? —sugiere la doctorcita asombrada.
—Arqueóloga —refunfuña Carmen de mala gaita.
—¿Y eso qué es? —pregunta la futura doctorcita.
—Es una especie de Indiana Jones —dice Carmen para disimular su perplejidad.
—¿Eh…? —la joven no conoce al mítico personaje.
—¡Ah claro! Es que eres muy jovencita —disimula Carmen—. Pero a Lara Croft sí la conoces, ¿verdad?
—¡Ah! Sí. Ahora sé a qué te refieres… ¡Qué chulo! —asevera la sonriente universitaria.
—Sí, muy chulo…  No obstante, más me hubiera valido estudiar medicina —ratifica Carmen torciendo el morro.
—Pues de arqueóloga hay trabajillo, ¿no?... —sugiere la DUE.
—Sí. En Atapuerca o de profesora de alguna de las asignaturas que están en vías de extinción… —dice Carmen.
—Ata… ¿qué? —interfiere la doctorcita.
—Nada, cariño… —objeta la encandilada tía como diciéndole: “es cosa de mayores”.
—Claro —asiente Carmen sin salir de su asombro.
—Pues yo he estudiado Medicina porque me gusta Anatomía de Grey. ¡A ver si me sale un novio tan guapo como el Dr. Shepard! —dice la preciosa mujercita.
—¿Ahhhh??? —contesta Carmen poniendo cara de incrédula.
—¡Ayyyy! ¿Qué no sabes de quién te hablo? Jua, jua, jua… —ríe la joven dando por sentado que la paciente es una carca.
Carmen sigue la cháchara haciéndose la tonta. Fuera de la consulta piensa que le ha faltado preguntarle:
—Doctorcita. ¿Sabe usted dónde está el apéndice o todavía no se lo ha enseñado ese doctor tan guapo?
De regreso a casa, anda cabizbaja rememorando su juventud. Por aquel entonces, sabía latín, griego, ecuaciones de segundo grado, las constelaciones del firmamento, hacía el pino puente lo mismo que bordaba una almohada con punto de cruz o dibujaba diferentes curvas elípticas para pintar a carboncillo una bóveda. Carmen conocía a los héroes cinematográficos del momento y a los del pleistoceno como John Wayne… Sabía el nombre y la ubicación de todos los huesos del cuerpo humano, los músculos… Sabía muchas cosas, como la mayoría de jóvenes que preparaban la selectividad. ¿Cómo una señorita que está en segundo de medicina no sabe lo que es la arqueología? Es obvio que algo no funciona bien —termina por decir en un soliloquio sombrío.





Sinopsis

Una arqueóloga joven y bella, viaja a Marruecos y Egipto. Tras conocer a un atractivo caballero, queda atrapada en un siniestro triángulo amoroso que pone en peligro su vida. Por este motivo, regresa a España. 

Años después, vuelve al país de las pirámides para investigar un linaje antiquísimo. En el transcurso de sus arduas e intrigantes pesquisas, descubrirá un legado que cambiará el destino de la civilización junto a otros atrayentes y místicos descubrimientos que se remontan al principio de los tiempos. 

El amor fue el arma con que Eva Lagos se enfrentó al mal, recuperó su libertad y descifró los enigmas de una estirpe milenaria cuyos orígenes se remontan al Egipto faraónico. Un apasionante thriller cultural e histórico, con pinceladas de misterio y romanticismo.

Primeras páginas


ANNA GENOVÉS
El Legado de la Rosa Negra


Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Titulo de la edición: El Legado de la Rosa Negra
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon Alonso
Presentación: Anna Genovés
Asiento Propiedad Intelectual 09/2004/1549
Última modificación V-1773-13





A mis padres y a mi tía Marujita.
Gracias por alimentar mi fantasía.



…“Se parecía a esas aventuras fantásticas
que sólo los dioses y los héroes
son dignos de protagonizar”…

Victoria Holt


El Legado de la Rosa Negra


Entrelazados como uno sólo
vagamos por el firmamento onírico
de nuestras incautas mentes
juntos, el uno con el otro,
para siempre, amanece y amanece.



1

Ahora que la granada de la madurez platea mis sienes, y que el tapiz de la hermosura comienza a desprenderse de mi cuerpo, he decidido escribir la gran aventura de mi vida; remarcando el fantástico episodio acaecido en mi juventud, tal como la recuerdo. Es tan romántica que me perece imposible haber sido la protagonista de esta sorprendente historia. Pero lo fui.
Dicen que los hechos, sobre el papel, se hacen más certeros. Quizás sea la única forma de vigorizar esta memoria marchita antes que el árido viento del desierto cubra mis palabras y las convierta en arena malograda. Mi debilidad siempre fueron los polígonos. Sobre todo los de tres lados: los triángulos. Y todo en esta vida tiene una explicación…
Mi padre se llamaba Alejo y era el sexto hijo de la quinta mujer de un señorón gallego. Vino al mundo con demasiados hermanos a cuestas; tan sólo heredó el apellido y una buena educación. Al enamorarse de mamá, pensó en emigrar a una región más próspera. Madre se llamaba Rosalía y era de origen humilde. Al conocer a papá, un pretendiente galante y de ojos aguamarina, cayó rendida a sus pies. Se convirtió en el príncipe de sus sueños. A los pocos meses de conocerse, se casaron y emigraron al Levante peninsular. De inmediato, quedó encinta.
Padre consiguió trabajo en una fábrica de maderas limítrofe al puerto marítimo de la capital del Turia. Todo iba viento en popa hasta que Rosalía falleció tras una pulmonía. El sepelio reunió a gran parte de la familia gallega. La abuela permaneció varios meses con nosotros e intercedió para que Marina ―una de mis tías— se ocupara de mí.
El tiempo pasaba tan deprisa como la suave y cálida brisa de principios de otoño. El esfuerzo sobrehumano de Alejo comenzó a dar sus frutos. Aunque tuvo un elevado costo; el pobre apenas disponía de tiempo libre. Por las mañanas trabajaba en la fábrica y por las tardes, en un taller de ebanistería. Nunca se quejaba porque era feliz viéndome crecer. Con los años, la fascinación fue recíproca. Llegué a idolatrarlo como si fuera el epicentro del Cosmos.
Mi escolarización fue temprana; igual que mis habilidades describiendo historietas que inventaba día a día. Alejo creía en mí y decidió matricularme en un colegio de pago donde trabajaba la tía Marina: Las Hermanas Salesianas. En septiembre de 1975, con uniforme de cuadros príncipe de Gales y babero de rayas azules, comencé entusiasmada la nueva etapa educativa. Todas los jornadas, regresaba a casa con una sonrisa y nueva aventura que contar.
Con este cambio, Alejo ganó un ápice de libertad que dedicó a su hobby: la egiptología. Era su amante público desde la infancia. Mi abuelo le había mencionado un cuento sobre el país de los triángulos y, desde entonces, había devorado tantos libros sobre Egipto que se había convertido en un especialista. Siempre albergó la esperanza de visitarlo. A los siete años comencé a imitarlo. Leía y guardaba todos los artículos sobre aquella Civilización Milenaria. En mi doceavo aniversario, me llevó al Cine Xerea a ver Faraón, de Jerzy Kawalerowicz. Nunca lo olvidaré. Ese día decidí ser arqueóloga. Estaba tan segura de conseguirlo que inventé un juego para ser intrépida en las excavaciones subterráneas. Nuestra vivienda tenía pasillos largos; cuando papá se quedaba dormido con una novela de Estefanía entre sus manos, recorría toda la casa a oscuras. Una noche se despertó y descubrió mi pasatiempo. Pero en vez de reñirme aplaudió mi esfuerzo: «Eva Lagos de Ulloa, llegarás lejos, muy lejos. Lo presiento» –dijo sonriendo.
Recién acabado el COU con notas brillantes, Alejo tuvo un accidente laboral y no regresó a casa. Como era su única hija, me convertí en una adolescente heredera sin más parientes cercanos que la buena de Marina. Sin embargo, la fortuna incrementó mi parentela. ¡Todos deseaban encargarse de mi tutela! Claro, me quedé con Marina. Siempre me había ayudado. Por otro lado, las Religiosas Salesianas se hicieron cargo de los trámites burocráticos y la tía se vino a vivir conmigo.
Marina era una señora de mediana edad menuda y bien proporcionada; rostro afable y carácter dicharachero —no comprendía su soltería—. En más de una ocasión había deseado que se casara con papá: la quería mucho. Al poco tiempo de su defunción, comprendí que a ella también le hubiera gustado ser mi madrastra. Por desgracia, era demasiado tarde. No obstante, el amor por Alejo cimentó nuestra vida en común. Marina se transformó en mi segunda madre y, pese a que lo hacía bien, desde la muerte de nuestro hombre, la vida se había convertido en una mentira para ambas. Marina se refugió en Dios. Yo, en mis fantasías.
Aniquilé mis sentimientos y me convertí en la niña bonita que nunca rechistaba. Necesitaba llenar el profundo hueco que papá había dejado; quizás, convirtiéndome en sumisa todo el mundo me querría —eso pensaba en aquella etapa de cambios perpetuos—. Pero no lo conseguí. Un día caí al vacío. Comencé a sufrir insomnio y trastornos psiquiátricos: pérdida de apetito, irritabilidad, tristeza, sentimiento de culpabilidad, incapacidad de concentración, bajo rendimiento académico, disortografía y pensamientos suicidas recurrentes. Me sentía fatal. Marina, mal aconsejada por la Iglesia, repetía mi inmadurez hasta la saciedad; se convirtió en un insaciable Pepito Grillo. Pasé una buena temporada preguntándome si me había equivocado con ella.
Recién cumplidos los dieciocho busqué un especialista. Me dejé llevar por la intuición. Y acerté. Mi psiquiatra se llamaba Antonio Müller Beneito. Tenía la consulta en un barrio céntrico de Valencia. Al principio lo visitaba dos veces por semana. Después, los encuentros se espaciaron. Mi Freud particular me hizo entender que el duelo por la muerte de Alejo había degenerado en una depresión mayor. Con su ayuda, recobré la alegría en pocos meses. Nació la verdadera Eva: apasionada, creativa, enérgica, generosa, independiente y sensible. Dejé de ser la niñita que siempre agradaba a todos.
Marina sufría mi metamorfosis y, nuestra relación, hacía aguas. A los seis meses, la convencí para que conociera a mi terapeuta. Tras varias sesiones conjuntas, volvimos a entendernos de maravilla. Pese a ello, no perdoné a las monjitas porque mis finanzas habían mermado demasiado. Su asesoramiento espiritual había salido muy costoso. A la tía no le parecía bien mi distanciamiento eclesiástico; pero terminó por claudicar al ver con sus propios ojos, cómo había disminuido nuestro capital.
Aparqué el Selectivo un año académico: necesitaba comprenderme. Empero, como no deseaba estar inactiva, durante ese periodo de asueto académico, decidí sacarme el título de monitora de Aeróbic. Algo que, a posteriori, resultó esencial en mi vida. Era una fiel seguidora de Jane Fonda y en poco tiempo tuve la acreditación pertinente. Meses después, me matriculé en la Universidad de Geografía e Historia. Especialidad: arqueología y prehistoria. Disfrutaba estudiando y no me costaba demasiado esfuerzo conseguir buenas notas. Todo cambió cuando descubrí que entre chicas y chicos hay un gran abismo. Hasta ese momento, mis escarceos amorosos habían sido tan escasos como un dique seco.
Tenía que recobrar el tiempo perdido a toda pastilla. Llegado este punto, inventé miles de artimañas para agradar a los hombres. Descubrí mi sexapil y me convertí en una presumida: edad de vanidad. Maquillaba mis golosos labios y perfilaba mis ojos de gato con kajal negro. Utilizaba faldas entubadas y camisetas provocativas. Mis flirteos fueron in crescendo; y el rendimiento académico descendió. En segundo de carrera conocí a Salva, cuya tesis sobre Las Mujeres en el Egipto Faraónico unido a sus atributos viriles, terminaron por cautivarme. En pocos días, comenzamos a salir juntos. Fue mi primer amor.
La tía estaba feliz. Salva le caía bien y las notas volvieron a ser excelentes. Al año siguiente, le concedieron una beca de investigación en Londres. Más tarde, marchó a una excavación en Irán. Allí, conoció a una antracóloga que le robó el corazón. La distancia, no equivale al olvido. No obstante, puede mostrarte placeres irresistibles.




Sinopsis

La agente del CNI Vera Carmona, es una mujer con doble personalidad; adicta al riesgo y el sexo. Se halla inmersa en una oscura y peligrosa operación contra las mafias del Este y las triadas orientales, llamada Tatuador. Un día conoce a un peligroso capo ucraniano, que la llevará por un submundo donde nada es lo que parece. El contacto con el comisario de policía Antonio Velasco la devolverá a un punto de partida inesperado y surrealista. Acción, riesgo y lugares increíbles, nos deparan un juego endiablado de espías dobles envueltos de cinismo y violencia. 

Primeras páginas

ANNA GENOVÉS
Tinta amarga

Copyright © 2014 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Titulo de la edición: Tinta amarga
Autora: Anna Genovés
Prólogo: José Luis Moreno-Ruíz
Propiedad intelectual: V – 487 -14


Dedicada a Jon Alonso y a José Luis Moreno-Ruíz.
Gracias por creer en mí


«También Emma hubiese querido,
huyendo de la vida, evaporarse en un abrazo».
Gustave Flaubert



1
Vera Carmona era una mujer en la plenitud de la vida, rodeada de una aureola salvaje: una hembra de buen ver que atraía a los machos como la miel a los abejorros. Daba esa caída de la hermosa Raquel Welch de En busca del fuego. Divorciada desde hacía tres años, su pose era robótica; coleccionaba affaires amorosos como si fueran trofeos. Unos por placer, otros por obligación. Ser agente del CESID traía consigo demasiadas exigencias. En 2002, la unidad se reorganizó y pasó a llamarse CNI. A partir de ese instante, comenzó su andadura como infiltrada en una misión de rango internacional llamada Operación Tatuador. Para quienes la conocían en su devenir cotidiano, seguía siendo una madre coraje a cargo de una adolescente precoz y una sexagenaria. Picoteaba en todas las empresas andaluzas que necesitaban una diseñadora gráfica para sobrevivir.
Julio fue especialmente caluroso. Sevilla parecía una pasarela de tuberías llenas de agua caliente encima de un géiser islandés. En cualquier momento, la Giralda podía derretirse como una chocolatina en el bolsillo de una estudiante de primaria. Los viandantes buscaban sombra y botellines de agua con la que calmar su sed. Hacía mucho tiempo que no se conocía una ola de calor tan sofocante. Quizás esa atmósfera de bochorno, fue lo que hizo recapitular a Vera. Sabía que nada volvería a ser como antes. Dos cosas habían cambiado para siempre en su vida: primero, iba a moverse en un terreno farragoso donde un error podía resultar letal. Segundo, había descubierto que su pasado era más turbio que un buen Godello.
La canícula producía un efecto luminoso, entre el tono ambarino y el naranja chillón de un atardecer en el parque de María Luisa. El maldito calor te dejaba sin tensión ni ritmo. Las axilas de los que se aventuraban a recorrer las calles transpiraban como las de un carpintero a pleno rendimiento en su taller de Triana. Vera caminaba viendo espejismos en cada uno de los geranios que adornaban sus balcones. Se había levantado con el pie izquierdo e iba maldiciendo su mala estrella. La vida era más compleja de lo que parecía. No todo era comer, dormir, trabajar, divertirse o hacer el amor. Había mucho más. 
Tenía dos bocas que alimentar y los contratos laborales huían por el retrete. Cogía lo que fuera. Le había salido una chapuza de siete días a jornada completa como decoradora y organizadora de una exposición de trajes de faralaes. Los dueños eran insoportables: unos pijos aristócratas venidos a menos, como el Pocholo Martínez-Bordiú y su grey. La semana había comenzado bastante mal y podía acabar peor.
―¡Vaya semanita llevo, que ganas tengo de finiquitarla de una puta vez! ―renegó hablando sola y con cara de pocos amigos, mientras repasaba las últimas jornadas de su vida.
A 40 grados, la moral menguaba como una barra de mantequilla fundida. Por lo general, Vera tenía buen humor. Empero, a veces, se derrumbaba con el mogollón que le caía encima. Entonces, era imprevisible.
El lunes, diseñó y envió las invitaciones para la exposición de la boutique de trajes flamencos de lujo que la había contratado ―sita en el corazón de su amada Sevilla― previa conformidad de la propietaria. El martes a partir de las 8:45h se encargó del montaje de dicha “feria” en uno de los salones de los Reales Alcázares. Estaba un poco afligida. A su hija, una teenager efervescente llamada Carlota, se le había reventado un quiste sebáceo adosado a la nuca y le hubiera gustado llevarla al Hospital Virgen del Rocío para que se lo extirparan.
No pudo ser. Para colmo de males, a mitad de tarde, la dueña puso el grito en el cielo al ver los preparativos.
―¡Esto es una mierda pinchá en un palo!  ―soltó, chillando como una descosida.
A muchas compañeras, les disgustó el alboroto insoportable de la dama con modales del lumpen cañí sevillano. No obstante, The Queen es the Queen y se hacía lo que dictaminara sin rechistar. Había que tragar lo que no estaba en las escrituras para comer. A última hora del día, la exposición quedó perfecta. Pese a que el mal trago, se le había atravesado en la cresta de la campanilla. La inauguración era el jueves por la tarde. El miércoles, iba a dedicarlo al envío de emails y a mimar a su niña ―eso creía―. El absceso de la joven volvió a supurar y se marcharon como un rayo al hospital.
Tres horas después, la criatura estaba operada con un boquete de varios centímetros a la intemperie y una pequeña gasa encima. Las curas fueron diarias y la recuperación dolorosa; más lenta que el antiguo mercancías Madrid-Sevilla.
Vera se mantuvo alerta las 24h del día, y aún así, la muchacha comenzó a sangrar. Regresaron a Urgencias en un santiamén. Carlota pasó a cirugía, ella a la Sala de Espera. Estaba a rebosar; no cabía ni un alfiler. De repente, sus vecinas de asiento, unas gitanas de las 3.000 viviendas ―así lo habían coreado― se pusieron a vocear frikitadas…  Era insoportable hacer de acompañamiento. Menos mal que se la trufaban muchas cosas desde hacía años ―pensó, toquiteando las aplicaciones de su Nokia 3310―. Sus glándulas sudoríparas marchaban a pleno rendimiento y las piernas se le pegaban al plástico de la silla. Pero seguía indolente a la espera de escuchar su nombre y saber algo de su hija. De improviso, recibió un sms de la niña para que fuera a recogerla.
El doctor Ridruejo ―conocido de la familia―  atemperó su ánimo:
―Vera todo va bien. El sangrado lo ha causado una bajada de plaquetas.
―Gracias doctor Ridruejo.
―Aquí estamos para lo que necesites ―señaló el médico dándole unas palmaditas en el hombro.
En la calle, Carlota le pidió disculpas.
―Lo siento mami…
―Venga, cielo. No es nada. Nos vamos a casa y ya está.
―Pero no podemos ir a la inauguración de la expo que has preparado. ¡Con lo chula qué estará!
―Es lo mejor del día. A ti te apetecería ir, pero a mí no me gustan nada los acontecimientos con medios de comunicación y pamplinas. Ya lo sabes ―recriminó Vera.
―¡Tampoco podemos celebrar tu cumple!
―Mi cumple… No tiene importancia. De hecho, se me había olvidado. Desde los treinta y tres, dejaron de existir. Además, celebro mi aniversario teniéndote cerca ―quiso apretarla contra su pecho para que se sintiera segura. Sin embargo, se reprimió. No quería parecer una madraza simplona en un reality de Mediaset.
Con todo, terminó por ceder ante la necesidad de cariño que manifestó su hija.
―¡Cuánto te quiero mamá! ―Carlota la abrazó, y Vera, terminó por enrollarse al debilitado cuerpo de la adolescente.
Literalmente, Vera estaba a punto de deshacerse en un mar de lágrimas: la vida era mucho más dura de lo que su hija pensaba. No obstante, no podía mostrarle su debilidad. Se contuvo con todas sus fuerzas. Hacía tiempo que escondía los sentimientos bajo una pétrea coraza.
Por fin había pasado la fatídica semana. Vera estaba más contenta que unas castañuelas. Aunque significara quedarse sin trabajo. Por primera vez en su vida, necesitaba un pequeño respiro. Estaba desperezándose en la cama cuando escuchó el timbre de casa. Era su madre; iba a echarle una mano. Mientras Vera devoraba un tazón de muesli con soja al chocolate, Carlota parloteaba con la abuela. Ella las miraba de reojo haciéndose la sueca: sabía que tramaban algo…
―Hija mía ―dijo la matriarca―. La niña y yo hemos decidido que tienes que airearte un poco. Salir a divertirte. Te compras algún trapito, comes con las amigas… lo que te apetezca. Yo aseo la casa y cuido a Carlota.
―¿Tan mal me veis? ―terminó por decir Vera, resoplando.
―Tienes cara de amargada. ¡Expláyate un rato. Qué digo un rato: todo el día, que buena falta te hace!
―Mami, hazle caso a la abuela. También puedes ir al club de tenis. Por lo menos te mantienes en forma…
―¿Insinúas que no soy buena? ¡Cómo te atreves pequeñaja! ―Vera cogió a Carlota y le retorció la nariz.
Las tres rieron con ganas.
―¡Hala! Disfruta de un día libre para ti sola. Seguro que encuentras algo lucrativo o hedonista que hacer, como prefieras… La niña se encuentra de maravilla sólo hay que mirarle la cara ―terminó por decir la mater familia, antes de abrazar a su nieta.
―La abuelita y yo, somos uña y carne ―aseguró Carlota con una amplia sonrisa que decía: «ya tardas, mami. Sin ti nos las arreglamos de rechupete».
―¡Vale! Os hago caso. Me voy a dar una vuelta ―concluyó Vera con tal de huir de cualquier obligación por unas horas.
Minutos después, bajaba las escaleras dando saltos. Parecía una chiquilla que salía a jugar tras un largo castigo. Desde luego, necesitaba distraerse. De repente, se quedó absorta: no sabía qué hacer. El sonido del  móvil la distrajo; acababa de recibir un mensaje anónimo que decía: “todo tuyo” ―sonrió de medio lado―. Miles de figuras recorrieron su mente y una idea estrambótica atravesó su mollera; los ojos se le iluminaron.
―Voy a retocar mis tatuajes. Eso es lo que voy hacer ―voceó por la calle.
Lo había dicho gritando como una loca, justo cuando pasaba por un banco de la plaza. Las chismosas del barrio ―abanico en mano― la miraron con cara de asombro.




Sinopsis

El cadáver de una mujer sin identificar, aparece flotando por el Guadalquivir. El inspector Juan Utrera, encargado del caso, tiene que determinar si se trata de una muerte fortuita o de un asesinato. A medida que descubre datos sobre la fallecida, surgen personajes de un pasado casi olvidado en el que era agente de Asuntos Internos y cooperante del CNI, junto a su compañera Vera Carmona, la Espía. Un thriller neo-noir trepidante, rodeado de acción, intriga y antihéroes que recorren los oscuros pasadizos del hampa y esconde una relación de amor/odio truculenta, donde nada es lo que parece. 

Las cicatrices mudas es atrevida, moderna, turbadora y divertida: un chute de adrenalina con una ‘previus’ que muestra a los personajes principales y 68.000 palabras para alegrar la vida a cualquiera; nadie bostezará mientras la lea. Vamos, que entretiene un montón. La trama comienza en Qatar, se planifica en Sevilla, se resuelve entre Río de Janeiro y Shanghái, y se finiquita en España… más concretamente en Valencia. ¿Qué más se puede pedir? Que tenga una chica peligrosa y un policía atractivo: los tiene. 

Primeras páginas


ANNA GENOVÉS
Las cicatrices mudas


Copyright © 2015 Anna Genovés
Todos los derechos reservados a su autora
Autora: Anna Genovés
Título: Las cicatrices mudas
Serie: Thriller neo-noir (volumen 2)
Propiedad Intelectual
V ― 489 ― 14
ISBN-10: 1517129850
ISBN-13: 978-1517129859
ASIN: B014OGOI3K





Dedicado a Jon Alonso,
amigo, compañero y esposo



«La guerra es la mejor escuela del cirujano».
Hipócrates



1
Tania Pérez está mirando la excelsa panorámica de Doha desde el ático de la suite privé del Doha Marriott Hotel. Las cortinas están recogidas y una luna mayestática ilumina el golfo Pérsico; los yates del puerto deportivo, los rascacielos iluminados, y, en el fondo lejano e invisible donde solo su imaginación reside, la antigua Persia. Desde el sur de Irán, traza una línea imaginaria y recta que atraviesa Pakistán e India hasta llegar a China. Con los pensamientos centrados en el lejano Oriente, se enciende un Virginia Slims, y se recuesta sobre el confortable diván de brocado grana. Un folio de tonalidad cáscara de huevo con el encabezado del hotel, junto a una estilográfica Marte de Omas, reposan sobre sus piernas. Las volutas de humo se convierten en pequeños círculos que ascienden hasta el techo. Cuando acaba el pitillo, coge la pluma y comienza a escribir una carta:

Madre:
Espero que estés bien, aunque desconozco por qué te lo pregunto, siempre me contestas: «Mejor que nunca, hija.» Nunca me lo creo, claro. Bueno, tú misma. Estoy entrado en una fase vital; ciertamente, he decidió retirarme. El CNI me ha propuesto que sea instructora de los nuevos cachorros, pero necesito un cambio radical... En unas semanas, regresaré a España. La última fase de la misión que tú comenzaste en Sevilla, está a punto de finalizar en Qatar. Estoy segura que la península arábiga es solo una pieza del gran puzle que mueve el tráfico ilegal desde el Pacífico al Mediterráneo. Y desde nuestro país, al resto del mundo. La Operación Tatuador seguirá en China bajo el nombre de Operación Dragón u OD, ya sabes que siempre utilizamos acrónimos para mencionarlas. Pero yo no estaré implicada. Enviarán a otro agente al verdadero centro neurálgico: Shanghái. Desde esa monstruosa ciudad, se manejan todos los hilos.
Por otro lado, ya sabrás que me he separado. Mi ex marido es solo un vividor adicto a la cocaína, el alcohol y, cómo no, a las jovencitas; ambas sabíamos que era un matrimonio de convencía ex profeso para vigilar Qatar de cerca. Sea como fuere, he vivido a cuerpo de reina en un país sexista y ultra religioso, que únicamente mira a Occidente para su conveniencia: somos los idiotas que les proporcionamos algo más del 10% del producto interior bruto en turismo. Además, los cataríes son depravados y pretensiosos: los amos del petróleo; no los aguanto. No hace falta que me preguntes si he visto algún miembro yihadista entre los círculos aristocráticos en los que me he movido. La respuesta es rotunda: no.

De repente, suena el móvil de Tania. Al mirar el número, tuerce el morro: responde al nombre de Lucía Bvlgari, pero en realidad, es el CNI. Minutos después, recoge sus enseres y se marcha de la suite. Guarda la carta sin acabar en un compartimento especial donde está la copia del diario de su madre, y otras notas: todas destinadas a su progenitora. Mensajes comprometidos que una agente secreto nunca debería redactar. Ella lo ha hecho, pero nunca las ha enviado.


2
Muelle del paseo Marqués de Contadero. Río Guadalquivir, Sevilla. El cielo índigo realza la belleza del astro nocturno; la humedad roza el setenta por ciento y los 31 de temperatura no dejan descansar a nadie. Las señoras mueven los abanicos al ritmo frenético de sus agotadas muñecas; los señores están sudorosos como lechones a punto de llegar al matadero. Son las 23:32h. El crucero turístico nocturno, con un grupo numeroso de ingleses amenizados por una orquesta, emprende el regreso al embarcadero. De repente, una mujer grita desde proa.
―A body! A body! ―vocea señalando un punto indeterminado de las aguas.
Tres horas más tarde, se levanta el cadáver de una mujer.
En el Instituto Anatómico Forense, una camilla trasporta los restos hasta la sala de autopsias. El forense comienza a trabajar minuciosamente, anotando todas las prendas que lleva. Después, la desviste con inusitado mimo. Cuando llega el inspector Juan Utrera, asignado al caso, los restos yacen impolutos sobre la mesa de disecciones. El patólogo forense comienza su vía crucis bajo los atentos ojos del  inspector. Grabadora en marcha.
―Mujer de entre 40-45 años. Caucásica. Uno setenta. Pupilas dilatadas. No presenta traumatismos recientes. Por su rigor mortis, estimo que falleció hace unas seis horas; sobre las nueve de la noche. En apariencia, se trata de una muerte por ahogamiento. Aunque puedo adelantarle, Utrera, que bebió de lo lindo antes de morir.
―¿No me diga?
―La pobre, huele a Vodka del barato.
―Me lo imaginaba... tengo buen olfato.
―Inspector, ¿a usted qué le parece, homicidio o muerte accidental?
―¿A qué viene eso...? ―Utrera pone cara de asombro, pero le sigue el juego al patólogo—. Todavía es demasiado pronto. De momento, no puedo asegurar que sea un asesinato... me quedo con muerte accidental.
―¿Qué quiere que le diga? He visto tantos crímenes, que pocas veces se me escapa algo... ―contesta el doctor—. Aunque uno no es vidente. Puede parecer una cosa y ser otra muy diferente.
―Allá usted... analizadas las pruebas, me decanto por un ahogamiento con claros indicios de intoxicación etílica. Vamos, que estaría borracha como una cuba y se cayó al río. Fin de la historia ―ataja el inspector cortando la cháchara del experto.
―Puede que tenga razón...
―Sabe, el suceso me ha pillado de servicio. He ido al muelle de Contadero y, al ver el cuerpo, he pedido el caso. La mujer no lleva identificación. Sin embargo, hay algo en ella que me recuerda a otra persona... alguien a quien estimaba. Esperaré el resultado de las huellas dactilares y las piezas dentarias.
―Lo primero, tardará varios días; ya conoce el protocolo, inspector. Lo segundo, no hará falta porque todas las piezas de la boca son implantes.
―Vaya con la señora. ¿Cuántos secretos esconderá?  ―dice Utrera retirando un mechón de cabello rubio que caía sobre los marcados pómulos de la fallecida.
―¡Unos cuantos!
―¿Y eso...? ―pregunta el inspector con interés.
―También lleva implantes mamarios y en otras partes corporales. Acérquese, inspector ―propone el forense señalando la las sienes de la muerta.
―Sí. Ya veo  a qué se refiere...
El forense indica unas diminutas marcas en distintas partes del óvalo. El policía se queda a pocos centímetros del cadáver y mira el nacimiento del cabello, tal como le indica el doctor.
―Ve ―dice el forense señalando una mini cicatriz en la base de la frente—. Es obvio que lleva uno o, ¿quién sabe? Varios liftings.
―Pues, por la apariencia, yo diría que tenía un magnífico cirujano plástico ―sugiere Utrera. El forense asiente.
―Mire aquí ―indica el doctor―, justo delante de los pliegues de las orejas.
―Idénticas marcas. Varias. Más de uno, diría yo. ¿No opina lo mismo, doctor?
―Por supuesto, inspector. Es más, casi me atrevería a decir que llevaba una reconstrucción facial completa.
―¿Tanto...?
―Se lo acabo de afirmar. ¿Eso cambia algo? –indica el forense.
―No. Solo que es una ahogada poco convencional. ¿A ver si va a tener razón usted y estamos delante de un homicidio?  ―comenta Utrera, agrio.
―Algo extraño hay. Tenemos ante nosotros, el cadáver de una mujer bella, sin identificación y con demasiadas peculiaridades... Mejor esperemos los resultados toxicológicos y demás procedimientos ―termina por decir el patólogo forense con el rostro escéptico, tocándose la barbilla.
―¿Quiere decirme algo más, doctor? ―pregunta el inspector.
―Está claro que la dama tenía una posición económica desahogada. ―El forense chasquea los dedos. Los mueve como diciendo que estaba forrada de dinero.
―¿Por qué lo dice, doctor?
―Porque no le hicieron una aberración como a tantas celebrities adictas al bisturí que, una vez salen del quirófano, no hay quién las reconozca ―indica el forense sonriendo de medio lado.
―Bueno, lo cierto es que no sabemos cuál era su verdadero rostro. Igual no la conocía ni su madre, pero el invento le salió bien: era muy hermosa. Creo que ni tan siquiera se le notaba que llevaba cirugía plástica ―comenta el inspector.
―Opino lo mismo. ―El doctor acaricia el rostro de la fallecida con delicada asepsia. Utrera saca un paquete de Kool del bolsillo, pero se retracta  rápidamente al ver el rostro ceñudo del forense. Acto seguido, saca un cigarrillo electrónico y le da palmaditas sobre el dorso de la palma, como si quisiera que el tabaco se comprimiera. Se nota que los utiliza donde no puede fumar nicotina.
―Sí. Era muy hermosa ―asevera el inspector. Con el pitillo colgando de la comisura labial.
―¿No me diga que está dejando de fumar? ―pregunta el patólogo.
―De eso nada.  Estoy chapado a la antigua. A estos –dice señalando el cigarro electrónico—, los utilizo en los interiores que no puedo fumar. Pero son una mierda.
―No me cabe la menor duda. Es usted un poli de los de antes.
―¿Algo que objetar?
―No. Nada de eso... es un tipo duro, nada más.
―Ya está bien de parloteo, doctor. Eso es lo de menos, ¡suéltelo de una vez! Sé que me tiene guardado alguna cosilla... se le nota en los ojos.
―¡Allá va! La fallecida tenía la mano izquierda cerrada con fuerza y escondía un papel de plomo negro. Imagino que de alguna botella de champagne...
―¡A saber qué y cuánto bebió!
El rostro de Utrera se contrae. Aprieta el cigarrillo electrónico con nervio. El forense estrecha los labios hasta dejarlos como una línea recta y estrecha. Ha comprendido que al inspector no le hacen ni pizca de gracia sus donaires: se le están inflando las narices. El aire se torna denso que una veta de iridio. El inspector avanza hacia la salida...