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GIGGI OJOS TRISTESCUENTO SEGUNDO



Ojos tristes y piel de amapola
ojos infinitos y eterno final
no me ayudes, no me temas
ámame y sigue conmigo
amigo de la verdad


Cuando abrí los ojos por primera vez, los colores que vislumbré eran turbios y desvaídos, sin ápice de matices, sólo tonalidades neutras y diáfanas, como si la tristeza impregnara el lugar, como si algo trágico acabara de suceder. Había muchas personas contemplándome en una lóbrega y pequeña habitación del hospital general de mi ciudad natal, iluminada únicamente por un escueto ventanuco en el lateral izquierdo; un leve hilillo de claridad entraba a través de su cristalera, y, entre sombras y claros, pude inspeccionar al gentío congregado. Los grupitos más cercanos a mi cuna, susurraban palabras con una elocución incomparable al de las otras más alejadas.
La comunicación entre ambos sectores era nula, la situación parecía tan extraña y aburrida que cerré mis gatunas pupilas para volverlas a abrir, pasado el tiempo, en el que sería mi hogar durante varios años. En él no existían curiosos fisgoneando mi parecido con los diferentes ancestros familiares. La casa, pequeña y repleta de trastos por todos los rincones, contaba tan sólo con dos estancias, y los tres seres que me rodeaban eran mi familia más allegada: Benito -mi progenitor-, Elvira –mi madre- y Merche –mi hermana-
Al primero que observé con detenimiento fue a Benito: me miraba entusiasmado con sus ojos violetas, su cabello medio claro con ondas inversas, sus pómulos marcados, sus carnosos labios y su infinita y agradecida sonrisa. Se le caía la baba vigilando a su retoño. Elvira parecía algo contrariada, ya se sabe que las mujeres, tras un parto, sufren alteraciones hormonales que, en ocasiones, las desequilibran de vez en cuando. Me atendía con incredulidad, como si no se terminara de creer que aquella pequeñaja regordeta como un bollo, chata, de ojos chispita y constantes balbuceos repletos de sonrisas, hubiera nacido de entre sus piernas unos meses atrás. Me observaba a través de sus gafas de pasta color avellana rasgadas hacia las sienes, que enmarcaban a la perfección sus plomiza y lánguida mirada.
Merche era una adolescente de cabello castaño hasta la cintura, lacio y mortecino como casi todas las chicas en la edad de los magistrales cambios. Se asemejaba a esas muñecas medio usadas y tristonas que no son de nadie en particular, nada en ella expresaba algo especial. Bueno, a decir verdad, su sonrisa ladeada exteriorizaba que algo no andaba como a ella le hubiera gustado…
Vivíamos en Bremen, una ciudad norteña de Alemania a orillas del río Wesser, limítrofe con la tierra de los vikingos. Éramos oriundos de Cantabria y habíamos llegado al norte de Europa por motivos económicos. Papá era soldador y en Bremen, la vida caminaba mucho mejor que en nuestra alejada tierra. Sí, se nos miraba con el mismo recelo, y a veces desprecio, que ahora se mira a los emigrantes que vienen de Marruecos o Latino América. El péndulo de la existencia se balancea de uno a otro lado de manera continuada y persistente, y los que hoy viven en la parte cómoda de la ribera, a la vuelta de la esquina pueden cambiar su privilegiado lugar para encontrarse, de repente, en la orilla de los infelices. Es la evolución de la vida, el caminar de la esencia humana sobre este planeta aquejado de falta de cuidados y despreocupaciones… pero ése es un tema muy distinto al que hoy voy a referirme.
Durante el tiempo que cohabité en la tierra de los teutones, sobre ser una párvula, comencé a tener mis preferencias… y, en mi mundo de plexiglás confortable y asequible, Elvira y Merche no tuvieron cabida. Ellas no me prestaban la atención que yo requería, y por este motivo, existente en mi mente de criatura recién hornada, todo mi amor lo volqué en Beni: él me comprendía a la perfección y sabía entretenerme como el mejor de los juguetes. Me convertí en un bebé repolludo que cada tarde esperaba la llegada de su papi como quien espera a Dios. Cuando él traspasaba la entrada del apartamento, silbando para llamar mi atención, yo agitaba mis tiernas y rollizas piernecitas, suaves como finos pétalos rosados y elásticos como muelles, y esperaba a que me hiciera la pregunta de siempre; después venían los caramelos, los mimos y las diversiones. ¡Era genial tener un papi tan entretenido!.
Es una instantánea imperecedera en mi memoria colapsada por los años, cada jornada, cuando pasadas las siete de la tarde, la puerta de la amplia estancia que hacía las veces de salón, cocina, retrete, y alcoba nocturna para Merche, se abría, y Benito entraba preguntando si le quería, yo contestaba revoloteando en mi tacataca cuadrado de madera de haya:
- Gi.
Y tantos fueron mis sis, convertidos en gis, que papá terminó por llamarme Giggi, en honor a Leslie Caron -su actriz preferida- y la película que con el mismo nombre interpretó dos años antes de mi nacimiento, en 1958, aunque mi verdadero nombre es Olga.
Eran  tantas mis ansias por el regreso diario de papi, como si mi madre y mi hermana fueran personas ajenas a nuestra realidad, que a los nueve meses comencé a caminar para ir correteando hasta sus piernas. Me agarraba a sus pantalones y los zarandeaba hasta que me aupaba al techo y comenzaba a darme vueltas por los cielos opacos de aquel hogar de cincuenta metros cuadrados. Había nacido con sus mismos ojos, no podía decir que no era mi padre: violetas como esas flores pequeñas y agraciadas que atraen como la miel. Claro está que yo no era consciente de tenerlos iguales, pero los suyos si los veía, y me absorbían como un imán.
Mami, abrumada por mi baby Electra no sabía qué hacer para subsanar nuestros arrebatos, y lo mismo le sucedía a la pobre de mi hermana: relegada a un segundo plano desde mi llegada. Ninguna de ellas tenía la suficiente gracia para divertirme, y por tanto, conscientes de su falta, no podían interponerse entre nuestra mutua idolatría. Un día Elvira se empeño en que mis piernas se estaban torciendo por la exagera prontitud de mis primeros pasos…
 Y no se le ocurrió otra cosa que atármelas desde los pies hasta más arriba de las rodillas para que mi hiperactividad se ralentizara; pero yo, que era toda una pensadora, me sentaba en el suelo, cuando ella dormitaba en el sillón con alguna que otra revista del corazón medio caída en sus rodillas, y me quitaba las ataduras de la misma forma que se me habían puesto. Entonces, tapaba mi boquita con una de mis manos para no destornillarme de risa por mi atrevimiento y su torpeza, y esperaba con sigilo el regreso de papá. El alboroto comenzaba con sus chiflidos y sus cantadas:
- Yo tengo una Giggi que es sólo para mí –cantaba mientras subía los escalones de dos en dos-.
Y yo, que hablaba cuanto apenas, pensaba:
- Yo teno uno papá que es sólo para Giggi y nada más.
Y todos los días, nuestro ritual se tornaba en una fiesta. Mamá era aburrida, era buena pero no sabía jugar, y Merche se creía mi dueña y señora, se creía mi mamá y quería hacer y deshacer todo lo que se me ocurría bajo su recelosa mirada: la pobre tenía unos celos inmensos. Hogaño entiendo que no era para menos.
Al poco de cumplir los tres años, regresamos a Santander gracias al esfuerzo sobre humano que Benito y Elvira habían realizado durante su austera década de permanencia en Bremen.
Habían ahorrado muchísimo, y se permitieron el lujo de retornar a España con el caudal necesario para comprar una vivienda y una nave industrial en el polígono de Torrelavega, localidad en donde Benito inauguró un negocio de soldaduras con el nombre del gentilicio de los cántabros: “Talleres montañeses”. El bueno de papá siguió trabajando de sol a sol, y comenzamos a vivir con verdadera holgura.
Nuestro nuevo hogar, en el paseo de Pereda, estaba ubicado en uno de los edificios neoclásicos que dan justo al Cantábrico, ese mar embravecido de aguas turquesas e infinita belleza, que captura por siempre el corazón de los románticos. Cuando lo ves una vez, ya o puedes separarte de él; es así, tan hipnótico como un imán, tan salvaje como una yegua por domar, tan hermoso como una estrella fulgurante. Y en nuestra vivienda, todas las habitaciones eran exteriores. Los tres dormitorios, el salón comedor, la cocina, el cuarto de baño y el despacho de Beni. Todas daban al mar. Un lujo edulcorado con el profundo y relajante sonido de las olas, y el olor a salitre. Las ensambladuras habían dañado la retina de papá, y el pobre pasó una temporada nefasta.
Por aquel entonces, el único remedio para reparar su encantadora mirada, era soportar unas gafas de armazón fuliginoso y compacto, cuyas opacas y negras lunas tan sólo le permitían ver por un minúsculo agujero concéntrico, y menos mal que tenía el abismo de sus amores cerca. La inmensidad de sus aguas, suavizaron su padecimiento y dolor. Yo jugueteaba a taparle ese único orificio velado por cartón cuché; pero él nunca se enfadaba, y a veces me dejaba utilizarlas.
Pasado el suplicio de aquella insoportable pantalla que cubría la hermosura de sus ojos, todo volvió a ser maravilloso. Pero Benito había nacido con una pesada carga: el infortunio. Un día de primavera tardía, cuando las flores de los jardines comenzaban a brotar y el sulfurado piélago que acompañaba nuestras noches, sonreía con un leve canto vespertino, llegó a casa el encargado de la fábrica, y, tras una breve conversación en el despacho, mamá se deshizo en un torbellino de lloros que no entendí hasta pasadas varias jornadas.
Benito había sucumbido cuando realizaba una soldadura dentro de un silo de grava. Se había quedado terminando la faena durante la hora de la comida, y cuando el operario que ponía en funcionamiento el depósito, regresó del almuerzo, olvidó que Benito estaba dentro.
Dio al botón “on”, y… roug, roug, roug, las piernas de mi pobre papá sobresalieron por la abertura de la cuba entre toneladas de gravilla: se asfixió entre una arena mucho más gruesa que la de la playa del Ris o la del Tregandín que tanto amaba. Unas rugosas y consistentes partículas que sesgaron su vida en la plenitud de la madurez.
Mamá se quedó viuda con cuarenta y siete años, y Merche huérfana de padre a los diecisiete; convertida en una jovencita pequeña y atractiva, encontró el apoyo necesario para superar su tristeza en el cariño y la comprensión de Patxi: su novio. Un mozo moreno y espigado que la mimaba con el respeto que merecía. Yo, recién cumplido mi quinto aniversario, pasé de ser Giggi ojos chispita, a ser Giggi ojos tristes. Mis violáceas y felinas niñas, se quedaron macilentas como las turbias aguas de una tarde nublada y otoñal del mar de mis sueños.
Me llevaron por un tiempo a casa de una amiguita. Y cuando regresé a casa, mamá se había transformado. Estaba sentada en una de las sillas verde agua de la cocina, y al instante de contemplarla me fui llorando y gritando a moco tendido, ¡que ésa no era mi mamá!. Elvira nunca se había convertido en una señorona como pudo haberlo hecho a nuestro regreso de Alemania, mantuvo la humildad de los obreros. Y éste, su particular encanto, la separaba de los nuevos ricos cuyos excesos pretenciosos los ridiculizan.
Pero tras la muerte de Benito, su negro sepulcral me horrorizó. Falda bruna por debajo de la rodilla, suéter cisne más azabache que la mismísima piedra semi preciosa del mismo nombre, bajo rebeca de idéntico color, medias más opacas que una noche sin Luna, zapatos tenebrosos como los más ortopédicos de todos los existentes en un escaparate para dichos menesteres, y a la postre una pamela de ala corta soportando un traslúcido velo que cubría su rostro y su cuello, envejecidos diez años en tan sólo diez días. Su nueva y lúgubre presencia, produjeron en mi mente de chiquilla un espantoso rechazo. Elvira pasó de ser una mujer sencilla y ahorradora, a ser la fiel aliada de la dama de la Hoz.
En los días sucesivos a esta catarsis materna, comencé a sufrir mis primeros trastornos psicológicos y también mis primeras visiones: estábamos sentadas en la mesa, preparadas para comer, y de repente decía con los ojos desorbitados:
- Mami, ¿por qué no le pones un plato de comida a papi?. Está a tu lado esperando que lo hagas.
Cuando me reñían por mis continuas fantasías. Iba a la cómoda de la habitación, cuyo espejo sostenía la única fotografía que habían dejado del pobre Benito en toda la casa…
Y abría los cajones a modo de escalera para trepar hasta el más alto y hablar con la única persona del universo que me entendía: mi padre. Y razonaba con él como si estuviera tan presente como las mismísimas gavetas que me aupaban. A éstos continuos desvaríos, les acompañó una fiebre tan alta que tuvieron que velar mis intranquilas noches. En mis agitadas pesadillas sólo evocaba a Benito cogiéndome los pies para jugar. 
Mi tía Águeda, religiosa hasta la médula, tenía por costumbre ir a visitar a una señora cuyos dones celestes eran vox populi en el vecindario, y un día, sin decir nada a nadie, me asió de la mano y me llevo ante su presencia sin avisarle de mi particular trastorno. Rosario, que así se llamaba la bendita, al instante de verme exhaló un pequeño chillido:
- ¡Dios Bendito!. ¿Cómo no me has traído a esta criatura antes, Aguedita?.
- Por, ¿por qué dices eso? -contestó entre balbuceos la buena de mi tía-.
- Porque de no haberlo hecho, esta pequeña luciérnaga, casi extinguida, hubiera seguido debatiéndose entre la vida y la muerte hasta que el destino hubiera decidido su final.
A Águeda, del susto que se llevó, se le erizó todo el bello de su cuerpo.
Yo, que no entendía nada de nada, y que vi su cara de circunstancia y el posterior salto que la ubicó de lleno en un sillón, me puse a reír con unas grotescas carcajadas. Rosario acarició mi cabello y sentí que me entendía, la miré, y me callé; seguido me acomodé en su regazo y escuché la trémula voz de mi tía
- ¿Y cómo es eso? –le preguntó-.
- Esta niña estaba tan unida al desdichado de su padre, que ahora, al verla tan desamparada en este mundo, la arrastra con él. Es su sombra.
Mi madrina, temblorosa como una hoja de árbol fútil y endeble, terminó por desmayarse. Cuando despertó “Giggi ojos tristes” volvía a sonreír. Águeda nunca creyó que Rosario sólo había rezado una de sus muchas oraciones acariciando mi espalda e implorando para sus adentros que todo pasara. Pero eso fue lo único que sucedió. Desde entonces cesaron las pesadillas y las fiebres, y las apariciones de papá, en vez de debilitarme y entristecer mi semblante, me aportaron nuevos amigos que le acompañaban en su vía crucis celeste. Fui creciendo como una niña, en apariencia, normal, aunque siempre necesitaba unos momentos de soledad para mis ensoñaciones y mis compañeros imaginarios.
En el colegio, las religiosas, pese a ser la primera de la clase, estaban enojadas de tenerme que castigar cara a la pared por mi continua verborrea.
Pero sus reprimendas les servían de poco, pues frente al lienzo de ladrillos tostados de mi aula, seguía hablando. Una mañana, la señorita Mª Jesús me preguntó que con quién hablaba, y yo le contesté que con Sor Marieta del Niño Jesús. Noté que un profundo escalofrío recorría su ajado y diminuto cuerpo… unos segundos después, tras carraspear en repetidas ocasiones, se recompuso. Entonces me preguntó con su habitual y dulce timbre de voz:
- Tesoro, ¿cómo es Sor Marieta?.
Cuando se la hube descrito, su rostro estaba más cerúleo que el de las muñecas de porcelana china. Años después, supe, que Sor Marieta del Niño Jesús era tal y como yo la había descrito, sólo que había fenecido diez años antes de mi llegada a la escuela. A aquél conspicuo suceso para las sores y corriente en mi cotidiana vida, le sucedieron otros muchos, y esto mermó mi popularidad… no porque prefiriera estar con los amiguitos que nadie veía, sino porque mis compañeras comenzaron a mirarme de reojo y a llamarme “la niña de los muertos”. Sus lapidarios comentarios nunca me dañaron porque supe fusionar mi particular mundo con el de las Nancys y los juegos populares.
En la adolescencia, y por cuenta propia, comencé a visitar a Rosario de vez en cuando; ella me contaba historias fantásticas y me decía que mi luz saldría al exterior cuando estuviera preparada. Después de visitarla paseaba por la orilla del mar y escribía poesías interminables con interminables preguntas que nunca sabía contestar. Y los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años, pasaban al compás de la dulce brisa que azota mi ventana cada mañana de mi melancólica y privativa existencia. Con la sensación, cada vez más persistente, de ver más allá de lo real, más allá de lo que pulula por la savia conocida, mis sesiones con Rosario se hicieron asiduas: sólo ella comprendía mis percepciones por sufrirlas en sus propias carnes. Un día mantuvimos una conversación que me dejó tan perpleja, que fui incapaz de conciliar el sueño durante la posterior semana.
- Siento que debo ayudar a esas personas que me reclaman del más allá, pero no sé cómo hacerlo. No siento temor, pero la culpabilidad corroe mis entrañas. ¿Qué puedo hacer? -le explicaba yo como tantas otras veces-.
Para mi asombró, Rosario no razonó como solía hacerlo.
- Pues lo mismo que hice yo cuando llegó mi hora: leer los libros prohibidos, los libros de Hades. Y tu hora ha llegado. Debes conocer tu verdad –dijo con una maternal sonrisa que alivió mi sorpresa-.
- ¿Y cómo puedo conocerla?.
- Para sentirte en paz contigo mismo, debes socorrer a ésos seres de ultratumba que te persiguen. Y tu madre es la única que tiene la llave… yo no puedo ayudarte ahora.
- ¿No entiendo?.
- Tranquila mi amor –me arrebujó entre sus gratificantes brazos-, todo saldrá bien. Ya lo entenderás. Pregúntale a Elvira, ella te dará lo necesario para comenzar tu aprendizaje, después volverás a mí, y yo te enseñaré. Ya lo verás.
Cuando me armé del valor necesario para preguntarle a mi madre, esperé a que gozara de un buen día y a que estuviéramos a solas, y tras prepararle su habitual merienda: una taza de porcelana fina repleta hasta la guirnalda oro, de leche desnatada Pascual con una cucharada de Nescafé descafeinado y un terrón de azúcar moreno, junto a un platito con mantel de bolillos y seis galletas príncipe de Artiach, todo servido en bandeja de plata, abordé el asunto que volvía a desvelarme como cuando papá había dejado este mundo. Pero mamá hizo caso omiso a mis muchas peticiones de aclarar ése tema que Rosario había mencionado y que supuraba en mi organismo como una llaga candente que necesita sanar. Y los años pasaron como una sucesión encadenada de cuentas nacaradas, con la egoísta negación de mi inflexible progenitora, y me convertí en una completa anacoreta.
Encerrada en mi casa de ventanales blancos y amigos ilusorios que aparecían y desaparecían sin que pudiera darles una solución. Sólo las vistas al  voluptuoso océano que contemplaba mi vida, me invitaban a seguir caminando por las espinas de mi particular flor.
Pasaron muchos años hasta que averigüé mi verdadera historia. La conocí cuando Elvira expiraba, a mis cuarenta y cuatro años de soledad inmadura y eternas vivencias paranormales, entonces, cuando su cuerpo enflaquecido y su mirada exánime, se apagaban con la noche, se prestó a revelarme el secreto que con celo había guardado desde mi nacimiento.
Padre me había llevado a casa cuando contaba con ocho días de existencia, era fruto de una aventura extramarital con una médium que trabajaba de echadora de cartas en un circo ambulante. Nadie podía negar que era su hija: sus mismos perturbadores ojos, su mismo lunar en forma de corazón sobre la comisura izquierda del labio, y su misma sonrisa. Elvira y Merche no pudieron oponerse a que permaneciera y cohabitara bajo su mismo techo, pero ninguna de las dos me quería. En el lecho de muerte, la que había sido mi madre adoptiva por todos y cada uno de mis solitarios y mohínos días, me entregó unos libros que guardaba para la ocasión, y que descubrí eran de mi madre biológica: una danesa con facultades mentales extraordinarias, que murió al traerme al mundo.
Leyéndolos con detenimiento, he descubierto que mi progenitora vino a la Tierra, desde más allá del horizonte albar, con el único propósito de engendrar a una criatura que acercara a los seres humanos a ésa parte olvidada de sus cuerpos: el alma. Por eso mis experiencias parasicológicas, mis continuos tormentos, mis visones y mis conversaciones con las aureolas compungidas entre el mundo de la vida y el mundo de después de la muerte conocida.
También se llamaba Olga, cuya traducción del germánico viene a significar “sagrada”, y eligió a mi padre como a su hombre, por el mero hecho de tener los ojos violetas: el color del misterio, el misticismo y la templanza. El lunar con forma de corazón: símbolo del amor. Y un tatuaje en el hombro derecho que representaba a un querubín divino: señal de sus creencias. Sedujo a Benito porque era un hombre bueno, tan bueno que quiso arrastrarme con él al dejarme desvalida entre dos personas que no me amaban. Pero él no conocía los poderes de su vikinga particular, una influyente hada que me protegía desde el cielo y que me había engendrado para el bien de la humanidad.
Tras leer su legado, y ayudada por Rosario, he llegado a bautizarme como una de las espiritistas en contacto perpetuo con los seres enquistados entre lo terreno y lo celeste.
Nací para socorrerlos, y desde que averigüé la verdad de mi sino, mi vida ha florecido. El Cantábrico nunca está plomizo, y aunque la noche sea oscura, siempre voy acompañada de una brillante luz que esclarece mis recatados pasos como si caminara por los tenues algodones del universo...



Anna Genovés



                                                






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Mar y Tierra



Y ella, sentada sin saber qué hacer
ve que la existencia se le escapa
por los dedos de las manos y los dedos de los pies
Duerme Lucía duerme…
tu nana se está acabando
y cuando despiertes todo será blanco
Blanco como la luz del cielo, blanco como los lirios
blanco como tu sudario y blanco como tu brillo




Podía haber sido una historia como tantas otras de principios del siglo pasado sino hubiera sido por los pesarosos acontecimientos que cambiaron sus vidas para siempre.
Un matrimonio de jóvenes ferroviarios de Castellón es destinado a Madrid, destinado a la capital de España en los albores de mil novecientos, en 1914. Francisco “el mañoso” y Carmencita “la salá”, así los apodaron cuando al poco tiempo de llegar, y gracias a su afabilidad, hicieron buenos amigos.
Francisco, un hombre de mediana estatura con su traje oscuro de cuello mao y sus camales justo a la altura de los zapatos; cabello grueso y castaño, ojos pardos de mirada dicharachera y bigote a lo Borbón como la moda de aquel entonces. Carmencita, algo más menuda y con sus ropas fuscas: falda hasta los pies y blusas con canesú bordado bajo mantelina gruesa. Melena rubia oscura recogida con un moño a lo Katharine Hepburn y ojos azules: era una mujer hermosa.
Llegaron a un barrio de modestos trabajadores, donde su monopolizadora empresa, Líneas de Ferrocarriles Españoles, les cedió un terreno con una pequeña edificación de una sola habitación de veinte por veinte. Era un arrabal similar al del film “Las Cenizas de Ángela” pero con casitas de una sola planta, y, en general, algo más lustroso por el mero hecho de estar en la carretera de Extremadura y tener las calles empedradas; además, colindaba con las tapias de la Casa de Campo en dónde el mismísimo Alfonso XIII paseaba y reunía a la corte para sus engalanadas cacerías.
Francisco necesitaba ampliar su vivienda: Carmencita estaba en cinta. Era “un manitas” y además de su trabajo como mecánico de trenes comenzó a edificar una casa digna para su próxima y aumentada familia:
Mucho trabajo para un hombre sólo. Con sus picardías de trueque surgió el tira y afloja entre los vecinos, tú me pones unos ladrillos y yo te hago una cancela para esa desvalijada ventana que tienes. Y así, con la ayuda de todos, a los seis meses de su llegada su nuevo hogar estaba terminado a la perfección.
Entrada amplia con dos alcobas a cada lado, salón comedor con cocina a un lado y por último un hermoso patio con el retrete al fondo. Todo un récord si contamos con que la mayoría de viviendas sólo poseían dos o a lo sumo tres separaciones.
Cuando nació su primogénito, Paquito, la abuela Carmen fue a vivir con ellos por una temporada que se alargó más de la cuenta al venir consecutivamente dos nuevos retoños: Isabel y Lucía. Carmen estaba abrumada con las risueñas habladurías del vecindario que al ver que hablaba en un idioma diferente al español, hablaba su lengua materna: valenciano. Le decían entre risotadas e imitando algo de su vocablo:
-        ¡La abuela parla fransés!. ¡La abuela parla fransés!.
Y la abuela entre ceños fruncidos y griterío perpetuo les contestaba.
-  ¡Cara collons!.  Yo no parlo fransés parle la meua llengua. Deixarme en pau, ¡per la mor de Deu!.
Una familia feliz que prosperaba con los muchos pluriempleos del padre y las ayudas como costurera de la madre.
Los tres hermanos crecían al son de los carromatos y silbidos lejanos de los primeros automóviles. Se subían a los muros de la Casa de Campo para ver al Rey y a los pobres incautos que intentaban coger por su cuenta algún que otro conejo sobrante para las bocas de sus polluelos. Pero los tricornios andaban sueltos y con muchos ojos, y siempre prendían a los que osaban tomar prestado lo que pertenecía a la realeza.
Francisco y Carmencita se hicieron el firme propósito de enviar a sus hijos a la escuela, y, pese a que se encontraba muy cerca de la estación de Atocha, o sea a más de una hora de camino andando, y no les podían pagar ni los quince céntimos de las antiguas pesetas para que hicieran la mitad del recorrido en tranvía, no desistieron en su empeño. Decidieron que Paquito, que era un emprendedor, conduciría a sus hermanas por los polvorientos caminos con la suficiente ligereza y sabiduría como para que las niñas desearan levantarse todas las jornadas a las siete y media de la mañana para ir al colegio.
Paquito e Isabel, lo llevaban bien, pero Lucía al poco de su novedosa actividad empezó a hacerse la remolona, y cuando no le dolía la garganta lo hacía el tobillo. Esto se agravó con la llegada del último miembro de la familia: el pequeño Fernando.
Mientras los hermanos mayores seguían viento en popa a toda vela con sus idas y venidas a Atocha, y sus algunas que otras paradas en la puerta del Ángel para comprarse churros y reponer fuerzas. Lucía se quedaba en casa ayudando a sus dos Cármenes y a su pequeñín: había nacido para ser la perfecta ama de casa. Al contrario que sus hermanos cuya curiosidad por los libros aumentaba día a día.
Y así transcurría la vida, cada miembro de la familia engullendo su papel en aquella sociedad que se fraguaba a los pies de continuas revueltas políticas. Eran los tiempos de los interminables partidos políticos, los renovados sindicatos de trabajadores, las huelgas, las delegaciones reales en manos de diferentes cargos militares… en fin, un ir y venir de independentistas y unificadores.
Una primavera de frescura inusual, Carmencita y Fernando contrajeron un mal constipado. El niño pudo superar la enfermedad, pero “la salá” pereció de una pulmonía: hermosa y con una linda sonrisa dibujada en su rostro de porcelana china.
Tenía cuarenta y dos años, era tan joven y estaba tan llena de vida que nadie en el barrio se lo creía a pesar de la elevada  mortalidad de aquella época de constantes cambios y carencias médicas.
Francisco quedó destrozado, pero al cabo de varios meses del sepelio de su Carmencita, pensando en el bien de los niños y aconsejado por las ancianas de la parentela castellonense, comenzó a cartearse con una prima segunda de su difunta esposa. Esta asidua correspondencia terminó en boda.
La elegida nada tenía que ver con la estilizada belleza de Carmencita, y lo cierto era que a Francisco poco le importaba. Carmen, su suegra, no había podido soportar la muerte de su querida hija y había regresado a Castellón, y el pobre ferroviario lo único que deseaba era una madre para sus cuatro hijos.
Pilar, que en boca de chismosos y aves de mal agüero era una consumada solterona que nadie quería, era la persona indicada para tales menesteres: perfecta para sacarla de sus célibes y yermos días y entregarla a los corazones de dos adolescentes, una púber  “quejica” y un muñeco de tirabuzones dorados.
Lo que no sabía la nueva mamá era que sus dos niñas le iban a hacer la vida imposible.

Paquito era respetuoso con ella y comprendía la susceptibilidad del entorno, y Fernando lo único que necesitaba eran los brazos de una mami que lo colmara de arrumacos. Pero Isabel y Lucía no se conformaban con esas fruslerías, porque Pilar nunca sería su verdadera madre. Su mamá era guapa y ella no, su mamá era simpática y a ella ni tan siquiera le dejaban que lo intentase. La llamaban fea y la enredaban en desafortunados compromisos con el pobre de Francisco:
-        Papá “la Pilar” me ha pegado un estirón de pelo porque no he querido lavar los platos. ¡Fíjate!,  eso le toca a ella yo soy una niña –le decía Lucía con ojos llorosos-.
-        Pero Lucía, seguro que no ha sido para tanto –contestaba un Francisco apesadumbrado-.
   Pero entonces saltaba Isabel.
-        Eso no será para mucho pero a mí me ha llamado desvergonzada por no querer ir a por leche a la vaquería cuando estaba haciendo los deberes de la escuela que son mucho más importantes. ¿O no?. Tú quieres que estudie y ella me aparta de mis obligaciones. ¡Es mala y no nos quiere! –e Isabel, que era muy inteligente, se abrazada a su padre llorando a moco tendido-.
-        Basta mi amor. Hay que darle tiempo a vuestra nueva mamá.
-        ¡Nunca será nuestra mamá! –decía Isabel bastante irritada y soltando a su padre-. ¿A que no Lucía?.
-        Pues claro que no. Mamá está en el cielo: ella es “la Pilar” y nada más.
-        Tenéis que ser respetuosas con todas las personas, y más con vuestra tía, que os guste o no hace las veces de madre. Vuestros hermanos nunca se quejan.
-        Claro, ellos son hombres… y los chicos están conformes con todo -aclaraban al unísono las dos hermanas con los brazos cruzados y en pie-.
Dicho esto se marchaban a su habitación con las caras muy largas y dejaban al matrimonio, y a los hombres de la casa, entre suspiros y un ambiente que de tan tenso podía cortarse con un cuchillo sin demasiado filo.
A Francisco parecía que la providencia no le tenía en muy buena estima, pues cuando la economía comenzaba a funcionar bastante mejor que años atrás Lucía comenzó a padecer ganglios por las bajas temperaturas invernales. Los facultativos le aconsejaron que emigrara a un territorio cercano al mar. Y este fue su segundo traslado con la casa a cuestas.
Puesto que eran de Castellón nada mejor que volver a su tierra, pero allí no habían puestos libres de su especialidad. No sucedía lo mismo en Valencia que despuntaba con brío en aquella lejana época.
En la capital del Turia pronto encontraron una vivienda acomodada en la periferia. La ciudad crecía a pasos agigantados, y donde un día existía un campo de naranjos, una semana después estaban construyendo un edificio. Todas las calzadas comenzaban a empedrarse y los vehículos cada vez eran más numerosos.
 Hallaron una escuela a tan sólo diez minutos de casa. Una escuela como la de Madrid: de una sola aula. En ella la maestra impartía clase a todos los niños a la vez, fueran cuales fueran sus edades y sus niveles cognitivos. Muy al contrario de lo que sucede en la actualidad todos los alumnos atendían y esperaban su turno, respetando a la profesora como a nadie en el mundo.
Paquito e Isabel eran muy espabilados, y la docente los propuso para estudios superiores.        Pero ellos se negaron a ir donde iban los ricos.  Cada uno se dispuso a estudiar un oficio y dejaron la universidad para quienes pudieran costearla sin ningún tipo de apreturas para sus familiares.
Paquito se encaminó hacia la delineación, siempre había dibujado muy bien, e Isabel hacia la costura. Lucía siguiendo los pasos de su hermana dejó la escuela antes de lo previsto, y el pequeño Fernando continuó en ella hasta hacerse mecánico como su padre.
En el treinta y seis la guerra civil los envolvió en una complicada situación en la que se vieron inmersos en la zona roja. Paquito, en edad militar, llegó a ser teniente de trasmisiones de dicho ejército. Y por este motivo, Isabel conoció al que años después se convertiría en su esposo, Miguel: cabo primero bajo el mando de su hermano.
El padre, como siempre, dispuesto a conseguir lo mejor para los suyos, trapicheaba tanto con los rojos como con los nacionales: todo era válido si se trataba de mantener a su familia.
Pero tuvo la mala suerte de caer abatido en el último bombardeo sobre la Estación del Norte de aquella cruenta guerra entre hermanos del mismo país, y que finalizó con la consabida toma de poder del General Franco y sus tropas marroquíes conocidas con el sobre nombre de “La Guardia Mora”.
A la familia Ródenas no le sobrevinieron más desgracias por el momento, huérfanos como habían quedado suplieron esta pérdida convirtiéndose en una piña difícil de romper.
Paquito no sufrió ningún tipo de represalia por parte de los nacionales y adoptó el papel de cabeza de familia una vez Pilar, harta de tantos disgustos, optó por retirarse a Castellón en vista de las continuas peleas entre ella y las dos hijas.
Y la existencia, en ese tiempo de reconstrucción tanto patriótica como doméstica, comenzó a sucederse más rápido que el sigiloso murmullo del agua clara de un manantial recién nacido.
Isabel se hizo novia de Miguel, que tuvo que realizar tres años de servicio militar en el Ferrol del Caudillo. Y Lucía de Chimo, soldado raso de la llamada “Quinta del Biberón”, por la juventud e inmadurez de sus reclutas.
El apuesto Paquito, Francisco desde el fallecimiento de su padre, en edad casadera, no terminaba de encontrar a la mujer de sus sueños; quizá, porque sus ideas liberales no le dejaban unirse a una beata opusina de quien estaba enamorado. Por este motivo todas sus energías las centró en los estudios y el deporte, el ideal griego: Mente in corpore sano.
Atleta hasta la médula, embarca a amigos y conocidos en apuestas arriesgadas y termina por hacerse escalador. Se federa la Unión Excursionista Valenciana; y todos los domingos, acompañado o no por familiares y amigos, emprende sus aventuras.
En una de ellas, en la cara más escarpada del Monte de Segart decide ascender sin cuerda. La erosión de una de las rocas a las que se agarra la hace desprenderse… y con ella su cuerpo cae al vacío.
Vive siete días entre agónicas despedidas sin pizca de pesares: es un hombre hecho y derecho y se enfrenta con tranquilidad a la muerte. La ha tenido tantas veces cerca que no teme nada de ella. Es como quien fuma todos los días tres paquetes de tabaco sabiendo que un día la nicotina terminará por matarlo, pero por ello no deja su vicio. Francisco expira con veintisiete espléndidos años.
Isabel tiene que asumir la responsabilidad de madre y padre, sobre todo para Fernando, Nandito como acostumbran a llamarle cariñosamente. Y de esta manera tan particular y desgraciada la piña que habían formado, tras sufrir tantas desgracias, termina por convertirse en un triángulo que guardarán por le resto de sus vidas como si se tratara del tesoro más preciado de la Tierra.
Lucía se convierte en esposa de Chimo transformado en un  joven empresario tras la amarga contienda, y con muchas perspectivas de un futuro brillante. Su hermana tendrá que aguardar unos años hasta el regreso de Miguel para convertirse en su mujer.
Y Fernando embarcado en la academia militar de aviación se convertirá en un magnífico experto en mecánica. Pero eso sí, se hacen el firme propósito de no separarse jamás suceda lo que suceda.
Se les olvidó pensar a los tres hermanos, en esos minutos tan peliagudos, que en la vida no siempre se pueden cumplir las promesas por muchos que uno se empeñe.
Años después vivían felices y casados: la familia unida y revuelta con los hijos respectivos de los tres hermanos en una finca edificada por Chimo.
De tan sólo tres viviendas, en la primera planta vive Lucía con Chimo y su hija Lolita; en la segunda Isabel con Miguel y sus hijas Paquita y Margarita, y en la tercera Fernando con su esposa Amparín y su hijo Ernesto. La armonía reina en esta finca de hermanos bien avenidos y primos que se quieren como hermanos.
Miguel es un trabajador nato, además de su empleo en una fábrica de maderas se ha hecho con una pequeña empresa dedicada a lo mismo: el corte de las láminas de madera en diferentes tamaños de chapas. Fernando igual de resuelto, trabaja como encargado de mecánicos en cervezas “EL Águila”. Pero Chimo, ese hombre que presumía de buen hacer y del que se esperaba el cielo.
Se convierte en un malversador de fondos y comienza a pasar de la riqueza más opulenta al principio de la miseria más vergonzosa, incluyendo la subasta de todos sus bienes años después. Lucía, que siempre se había quejado de todo, emprende una nueva táctica: ve, oye y calla. Sobre todo calla.
Calla que su marido tenga relaciones con mujeres de mala reputación, a quienes alberga de vez en cuando en su domicilio con el pretexto de ser amigas de negocios. Negocios turbios como lo son los Burdeles en los que tiene acciones, como lo es el pisito cercano a la Calle Paz que ha comprado para dichos menesteres cuando se trata de clientes especiales… y como lo son otras muchas cosas que Lucía comienza a comprender y que esconde en sus entrañas.
Lolita, ausente de los problemas financieros de su padre sigue siendo la jovencita mimada a quien le llegan baúles cargados de ropa de las mejores boutiques de la metrópoli para que haga una selección de lo que desea o no comprar. Se convierte en una auténtica snob de los 70. En las partys que frecuenta, la bebida, las drogas, y las orgías son la temática habitual.
Bacanales desmedidos en los que los chicos y las chicas se apoderan de botellas y botellas de alcohol y de todo tipo de pastillas alucinógenas, sobre todo de LSD tan de moda en aquellas décadas.
Y en cuyo colofón acaban tumbados y desnudos sobre camas o suelos o lo que haga falta, desarrollando sus instintos sexuales de las formas más extravagantes.
Las divergencias entre Lucía, y su hermana y la esposa de Fernando, cada vez se hacen más patentes. Pero se soportan con la envidiable hipocresía de los buenos comediantes para luego cuchichear a sus espaldas todas las habladurías que hasta ellas llegan, y que por supuesto, van desde los fraudes mercantiles de Chimo y sus negocios en la prostitución, hasta el inmoral embarazo de Lolita.
Y parece que tanta corrupción hacen vulnerables a los honorables caballeros de la familia: Miguel y Fernando. No soportan el dolor de estas impúdicas acciones sin cabida en sus honestos corazones. Miguel muere de una repentina úlcera perforada en su domicilio, e Isabel recobra el papel de cabeza de familia. Fernando es operado de urgencia a corazón abierto, y, pese a una intervención satisfactoria, tiene que abandonar el trabajo por incapacidad física total.
El embarazo de Lolita es algo que hay que subsanar por encima de todo. Vuelven a unirse como la piña de antaño, pese al dolor que influye sobre todos ellos, para intentar casarla. Se descubre al joven que parece ser el padre de la criatura: un apuesto mozo de una familia bien venida a menos.
Se localiza la fe de Nacimiento de ambos jóvenes y todos los papeleos adyacentes para tal ocasión. Por medio de una religiosa conocida de Amparín se habla con el párroco y se piden los responsos para que la boda pueda realizarse lo más rápido posible… y en el último instante, cuando parecía que la familia iba a quedar libre de la indecorosa mancha que suponía tal situación en aquellos años, Lolita decide que no quiere casarse, que no está segura.
El barrio al completo fluye en cotilleos… pues la religiosa, es religiosa pero no muda. Los vecinos miran de reojo a todos los miembros de esa parentela con tan poca palabra y tantos impúdicos movimientos.
Un atardecer de la primavera tardía de 1972, llegan al domicilio de Lucía una amiga de su esposo junto con una señorita y un caballero. Un médico y una enfermera que entre sutiles conversaciones dejan a Lolita tan inmaculada como antes, pese a haberse encontrado en avanzado estado de gestación. Lo que además de ser un considerable delito criminal por aquel entonces, había puesto en peligro su vida.
Mientras esto sucede en la vivienda de Chimo, Amparín e Isabel, junto a sus retoños, cuchichean en el rellano del segundo piso, donde a través de la ventana de la escalera se ve la del cuarto de baño de Lucía. Y así hacen sus cábalas con las idas y venidas de los especialistas.
Porque muy hermanos y muchas promesas, pero Lucía sigue tan reservada como una estatua recién creada cuya imposibilidad de habla es patente.
Lucía cambiaba segundo a segundo, minuto a minuto, y día a día. La Lucía “quejica” había quedado guardada en el baúl de los recuerdos de su desdichada y a la vez maravillosa infancia. Ahora, Lucía absorbía todo lo que veía, todo lo que era incapaz de asimilar como una esponja vaporosa cuyo dolor se transmuta en lágrimas. Agua que recogía y expulsaba cuando nadie la veía, cuando nadie sabía que sufría… y sufría por todos. Sufría en un silencio sepulcral que la llevó a la desesperación.
Chimo murió de un derrame cerebral. Y Fernando lo hizo, años después, de sus muchas y prolongadas patologías. La familia dejó de ser ese átomo condensado lleno de vida y energía. Cada cual emprendió su existencia sin desvincularse de los otros miembros del clan.
Lucía se convirtió en una asistenta doméstica que iba a limpiar diferentes pisos de familias pudientes como lo había sido la suya, pero Lolita nunca terminó de asimilar que su tiempo de boato había finalizado como lo hace un año al paso del treinta y uno de diciembre. Y Lucía cada vez se alejaba más y más de su forma de vida, de sus despilfarrados gastos y de sus continuas deudas que ella misma pagaba con el sudor de su frente.
Y comenzó a repudiar de manera inconsciente a la que ella misma había dado la vida.
Lolita encontró a un buen hombre, diez años más joven que ella, a quien cameló para hacerlo su esposo. Sí, Boro era un jovencísimo veinteañero dispuesto a todo por su amada, más corrida que una plaza de toros con solera. Y lo engañó diciéndolo que tomaba la píldora antibaby, cuando no era cierto, para tener un hijo. El aborto que se le practicó, en el fondo, le había dejado mella. Y formó una familia con ese joven, que si bien era bondadoso carecía de la suficiente madurez como ponerse en su sitio y decirle a su esposa lo que se podía o no hacer.
Y llegaron las facturas impagadas, y por último las muchas y muchas deudas que hicieron que la historia de su padre volviera a repetirse con su marido. Boro se convirtió en un neurótico por el abuso excesivo de la cocaína y Lolita se cansó de él. Una separación, un divorcio, y Lolita volvió a ser libre.
Y Lucía, que veía todo lo que sucedía delante de ella como si se tratara de las viñetas de un cómic extravagante que cada vez comprendía menos,  llegó a la vejez. Y de tanto callar y callar se convirtió de repente en una desquiciada.
Y su hija, a sabiendas de que ya no le quedaba mucho por andar, la engatusó para que vendiera su vivienda y compraran una más grande en la que poder convivir juntas. Juntas con su nieta y su antiguo esposo, que solitario  como un perro callejero había vuelto a su puerta. Lolita la cuidaría y velaría por ella: para que viera que era una buena hija y que la quería a pesar de sus muchas divergencias.
Y Lucía, aturdida y esperanzada por esa ambrosia que le ofrecía su hija, vendió su casa y le dio sus cartillas de ahorro. Se quedó sin nada. Todo lo que había atesorado por los años de esforzado trabajo y digna tacañería para alcanzar una senectud sin la que estorbar ni pedirle nada a nadie, lo perdió en un abrir y cerrar de ojos: su hija la invalidó para cualquier operación relacionada con sus finanzas por pequeñas que éstas fueran. 
Las engañosas palabras de Lolita fueron una gran falacia, y como tales se quedaron en el cajón del olvido. El cambio de domicilio provocó en Lucía un descomunal empeoramiento de su psicosis que degeneró en un avanzadísimo Alzheimer. Los médicos no se lo podían creer: ¿cómo se había deteriorado con tanta rapidez una persona sana?. Claro, que ellos no sabían lo que nosotros sabemos, no sabían todo lo que Lucía llevaba dentro, ni eso ni lo mal que se llevaba y se había llevado toda su vida con su único engendro.
Eso fue lo que la malogró hasta el punto de no conocer a nadie en tan sólo unas semanas, porque en su flamante domicilio se la tratarla como si no existiera.
Y la pobre Lolita, que lloraba a la vista de todos, no se daba cuenta de las llagas que aparecían en los pies de su ajada madre por el mero hecho de no sacarla a diario a pasear, de no sacarla a la calle para nada: unas llagas que podían degenerar en gangrena. Y tuvieron que ser las visitas las que le dijeran que se las mirara un médico. Y de la que iba a  ser su idílica y novedosa vivienda pasó al Hospital General, y del Hospital General a Sanatorio de San Onofre… donde la mayoría de los que entran sólo salen en caja de pino y con los pies por delante.
Pero ella, “la desconsolada” Lolita, quería tanto a su madre y era tan débil que no podía verla morir, ¡no estaba preparada para eso!. Como si las personas estuviéramos preparadas para ver morir a otras personas, las quieras o no. Y contrató a quien hiciera sus veces, ¡los ahorros de mamá daban para bastante!. Abandonó a la pobre de Lucía pudriéndose como una rata malherida entre hierros carcomidos y agujas de morfina.
Y Lucía, Lucía “la quejica”, feneció sin decir nada. Callada como tantos y tantos años de su vida. Sin decir esto me duele… sin decir, ¡quédate conmigo hija mía!

Hogaño, de los cuatro hijos de Francisco “el mañoso” y  Carmencita “la salá”, la única que sobrevive es Isabel: una anciana casi nonagenaria hipocondríaca y con una salud excelente. Aunque ella, que sigue siendo igual de inteligente que lo era en su niñez, sabe que la vida se le escapa de entre sus dedos y su mente de papel.


Anna Genovés




Fantasías de bolsillo: relato I

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