The game of Christmas
El siete de enero de 2019 los niños del colegio Virgen del Socorro regresaron al aula después de las fiestas navideñas.
La señorita Remedios, a punto de jubilarse, seguía con la tradición. Así que, nada más ver a sus vástagos les dijo: «Seguro que tenéis muchas cosas que contarme. ¡Hala! Todos a escribir lo que significa para vosotros la Navidad».
–¡Vaya rollo! –dijo un pelirrojo con cara de espabilado.
–Caín eres un verdadero diablillo. Cara a la pared quince minutos –soltó la maestra señalando al niño con el dedo.
No rechistó nadie más.
Los pipiolos torcieron las boquitas, sacaron las libretas y comenzaron a escribir sus historietas. Tuvieron todo el día para garabatear lo que pensaban con dibujos de colores incluidos. Doña Remedios iba a revisarlos en casa, y, al día siguiente, leería en alto la que más le había gustado.
De los veinte niños que tutelaba, diecinueve explicaron más o menos lo mismo: La Navidad era la festividad de unos papás con un recién nacido. Pero, sobre todo, era la fiesta del dinero y los súper regalos; toda la parentela les daba paquetes con lazos y algún que otro billete sin saber demasiado bien el motivo. Sin embargo, hubo un niño que dejó boquiabierta a la curtida profesora. Se llamaba Damián y acababa de incorporarse al colegio.
La historia era un compendio de sentimientos a flor de piel que comenzaba de la siguiente forma...
La Navidad es un juego macabro, una mentira que cada año crece un poco más y te devora a bocados como un lobo hambriento y solitario. ¡Ñam! ¡Ñam! Los adultos dicen que existe para que los niños no pierdan la ilusión, pero son ellos quienes hacen todo. No señorita Remedios, la Navidad se hace por y para los mayores. Vea si no...
Es una fiesta en la que se come, se bebe y se gasta más dinero de lo habitual. O sea, una celebración pagana. Pese a ello, todos los años las familias se reúnen para cenar en Nochebuena o comer en Navidad. Algunas incluso alargan las comilonas por dos o tres días más.
Desde que tengo uso de razón, he visto cómo nos juntábamos para celebrar algo inexistente. Algunos invitados ni nos conocíamos y otros ni se soportaban. Pero en Navidad hay una especie de bulo papal: todos tenemos que querernos y mostrarnos cariñosos.
Lo ve, señorita Remedios, es un juego macabro. Fíjese, los anfitriones cambian con el tiempo. Un año puedes ser invitado y otro anfitrión. Pero… ¿en qué consiste el juego? Se preguntará usted. Muy sencillo, cuando eres anfitrión tienes que ser el mejor ‘en algo’. Si la familia se recoge en tu casa, esta debe ser la más bonita, la más limpia, o sus dueños ser los mejores cocineros o los más ricos o los más generosos. En fin, que todo es una farsa envuelta en papel de regalo, lazos brillantes, luces de colores, trufas de chocolate y comida a tutiplén.
Ciertamente nunca me gustó; obliga a regalar y a que te regalen. Y aunque sea el regalo más feo que jamás te hayan hecho, pones cara de felicidad. Después, si puedes lo devuelves y si no te ciscas en el que te lo ha dado y lo requeteregalas a un tercero o lo tiras a la basura. Y cuando tienes que ir, por narices, a recoger los regalitos de los que no estaban invitados a la fiesta, ¡menudo rollo! Con lo a gusto que está uno viendo la televisión, jugando con la Play o, simplemente, wasapeando con los amiguetes.
Además, cada año se alarga un poco más; la pre-Navidad está insoportable. Descubres a tu mamá poniendo verde a una de tus tías. O escuchas a un primo soltar sapos de tu papá. O no soportas a tu hermano. Luego, en la mesa, todos reímos. ¡Mentira! ¡Mentira! ¡Y mentira! Por eso, el año pasado, busqué en YouTube cómo hacer un cortocircuito. De verdad que no pude remediarlo.
Después del banquete y el aguinaldo, me senté en la otra parte del salón; estaba alucinado por las sonrisas y los abrazos hipócritas que se proferían los unos a los otros. Y, de repente, ¡boom...!!! El árbol repleto de adornos, estalló. El ruido fue tan grande que estuve un buen rato sin escuchar ni ‘mu’.
De improviso, un cliché antiguo nubla la mente de doña Remedios…
Se ve de niña con un vestido capeado muy hueco y una lazada en la cabeza. Iba cargada de regalos; tantos que ninguno le gustaba. Y le dolía la tripita de comer turrón. Su mami la reñía: «¡Eres una niña muy llorona! ¡Una glotona maleducada! ¡Nunca tienes bastante con nada!». Le repetía una y otra vez. Ella estaba tan cansada de sus gritos que le echó los juguetes a la cabeza hasta que cayó al suelo y dejó de chillar. Nunca más volvió a reñirla. Nunca más celebró la Navidad.
Con este tétrico pensamiento, doña Remedios entra en clase y les dice a los niños que el ganador es Damián. De inmediato, comienza la lectura de su cuento.
El niño se pone rojo como un fresón. Entonces la profe le dice:
–Tranquilo Damián, aquí nadie celebra la Navidad. O, mejor dicho, la celebramos todos los días; de hecho, solo nos levantamos para hablar de la Navidad… y cada año se une a nosotros un niño más.
–¿Un niño malo, señorita Remedios? –pregunta la criatura.
–Nada de eso. Un niño que dice la verdad y hace alguna que otra travesura. –Doña Remedios sonríe a Damián y los ojos cetrinos del niño cobran vida.
Acto seguido, Damián observa a sus compañeros y descubre que todos llevan vestidos roídos y sonrisas putrefactas. El niño profiere un… ¡Ayyy…!!!
–¿Lo has comprendido, corazón? –le pregunta la maestra. El niño mueve la cabeza afirmativamente.
–¿Entonces yo…?
–Así es, Damián. Tú tampoco te salvaste de la explosión. Y tus compañeros, de una u otra forma, acabaron con la Navidad y terminaron bajo tierra o en una urna virginal.
–Quizá sea la mejor forma de acabar con el juego de la Navidad. Como decía alguien en mi otra vida… no recuerdo su nombre: «No une la sangre. Une la cercanía». Usted, señorita Remedios. Usted y mis compañeros, son mi verdadera familia. Así que, de ahora en adelante, celebraré la Navidad con vosotros. Sin mentiras.
–Me parece estupendo, Damián.
El niño termina su relato bajo la atenta mirada de sus amigos.
Doña Remedios lo aplaude secundada por una veintena de monstruitos desdentados: habitantes del más allá.