Todos los muertos son iguales
Huesos y
sollozos
en un
mundo tramposo
huesos y
sollozos
ataúdes,
lodo
Úrsula vive en una finca de diez
plantas, y, exceptuando su casa y otro apartamento, el resto está ocupado por
jovenzuelos de más de setenta añitos. Los hay hasta nonagenarios.
—¡Joder! —Exclama por lo bajini
cuando entra en el patio y huele un perfume fortísimo—. Una de mis carcamales
preferidas se ha echado la botella entera de Myrurgia —barrunta hablando sola.
Los aprecia a todos. Pero tienen
sus cosillas… Poco le importa; ella es la primera rarita de la troupe.
Constante como un reloj, se dispone a subir hasta el cuarto a pata, sin prisa
ni pausa. A cada paso que da, la fragancia se torna insoportable; cuando toma
el rellano del tercero, un ruido la pone sobre aviso… Algo no anda bien
—piensa—, y ¡zas! Allí está, la puerta cinco abierta de par en par. Una camilla
hidráulica (con una bolsa de plástico negra atravesada por una cremallera y
silueteada por un contorno humano), aparece ante ella. Por el lateral, se asoma
una vecina con cara de circunstancia:
—Mi papá ha fallecido Úrsula.
Sube, sube… Después hablamos —le anima para que pase.
—Tranquila, Mari. Me espero…
Después subo, no tengo prisa —contesta Úrsula.
Y ahí se queda, viendo como maniobran
a uno y otro lado la dichosa camilla hasta ubicarla centrada a la puerta del
ascensor, que ella misma sujeta por detrás. Seguido los de la funeraria
repliegan las patas, la ponen en vertical y la introducen en el elevador con el
bueno de Eusebio enfundado. Mari le cuenta con brevedad el suceso:
—Nada Úrsula, he llegado sobre
las cinco de la tarde. El papá estaba sentado en el sillón de espaldas a la
puerta del salón y yo diciéndole: “Papá, papá”. Pero no me contestaba; al
acercarme me he dado cuenta que estaba… —Mari se pone a llorar como una
Magdalena.
—Tranquila. Tú has hecho todo lo
posible para que fuera feliz —comenta Úrsula con un abrazo.
—Sabes… Aún estaba caliente —le
confiesa entre sollozos la compungida hija.
—Era muy majo.
—Pues tenía muy malas pulgas
—asegura la hija secándose las lágrimas.
—Un cascarrabias encantador con
los ojillos luminosos y la sonrisa de niño travieso —concluye Úrsula.
—Lo cierto es que ha vivido muy
bien ¡Ya quisiéramos todos llegar a sus años con tan buena salud! —asevera
Mari.
—Tienes mucha razón —apostilla
Úrsula.
La conversación termina. Úrsula
ha perdido las ganas de todo. ¡Caray! Con lo bien que me caía Eusebio. Toda una
institución a sus noventa y cinco años; su cervecita a diario, su purito, su
cafetito, sus “cuquis” una vez al mes… ¡Qué pena! Piensa. Al final se mete en
la cama sin cenar; pasa una noche de perros. Se levanta tarde, desayuna y como
una flecha se marcha directa a la parada del bus. Destino: Tanatorio Municipal.
Diez minutos más tarde, aparece
el vehículo. Los recovecos por donde surca la lombriz metálica de color
púrpura, la sumergen en el letargo de su pasado. Navega por la calle donde
nació, por la calzada que tantas veces había pisado para ir a trabajar, por la
plaza donde vivió de joven, por el callejón dónde estaba ubicado el almacén
familiar y por la avenida de El camposanto. Cuando llega son casi las dos de la
tarde, tiene veinte minutos para presentar sus respectos y hablar con Eusebio.
Entra al Tanatorio, mira el panel
y pregunta a las recepcionistas:
—Sala 4. Siga por el pasillo de
la derecha hasta el final —le contestan con una amable y cibernética voz.
—¡Jo! La misma sala donde
pusieron a mi padrino —murmura Úrsula cabreada.
—¿Decía algo? Señora.
—No señora —contesta de mala
gaita, antes de emprender el caminito de la derecha.
Al fondo del pasillo diestro, ve
un cartel enorme de color verde con letras blancas que pende de la puerta,
donde se puede leer: “El acceso al crematorio está cerrado por reformas”. Vaya, ¿y qué harán con los pobres que deseen
incinerarse, un periplo por las afueras? Dice por lo bajini, moviendo la
cabeza. Inmediato, sigue el pasillito que tuerce hacia la izquierda. Está
impoluto y con una asepsia similar al del film Gattaca, piensa con sorna. Todas
las salas quedan al mismo lado. Úrsula con su particular humor, hace una
crónica mental y minuciosa de lo que va viendo…
Sala 1: nadie a bordo. Murmullos
de fondo.
Sala 2: igual que la anterior.
Sala 3: congregación de gentío en
la puerta invadiendo la totalidad del pasillo como si hubieran pagado una zona
VIP sólo para ellos. Muerto pudiente, todos enlutados; ellos con trajes oscuros
y corbatas, ellas con vestidos negros y tocados. Las conversaciones frívolas y
variopintas: la hipoteca, la casa, los hijos, el trabajo, el nuevo coche, las
vacaciones de Semana Santa. Mucha apariencia y más hipocresía, medita Úrsula
con los tímpanos estrangulados por los cotilleos propios de un cóctel y no del
adiós por alguien querido. ¡Estos ricos son unos hipócritas! Suspira.
Sala 4: tres caballeros de pelo
cano, conversando discretamente. Dentro la acogedora salita en tonos beige
neutro. A la izquierda el servicio, enfrente una mesa redonda con cuatro
sillas, al fondo (lindado con la pared) dos sofás. Encima unas litografía
abstractas intercaladas por tres plafones blancos de media luna. En el lado
opuesto, dos armoniosos parabanes que recogen al difunto.
Úrsula no ve a nadie conocido y
se va con Eusebio. Ahí está en una caja de madera normal y corriente. Envuelto
en un sudario blanco. Lo mira y apenas reconoce a ese grandullón que caminaba
con pasos milimétricos ayudado por su bastón, su puro y su bolsa de la compra.
Tan lleno de vida; de dimensiones magnas y sonrisa pícara, recuerda. Ha menguado
cinco o seis tallas. Todos los muertos son iguales, por su mente pasan los
últimos sepelios a los que ha acudido. A ellas se les afila el óvalo y a ellos
la nariz. Y después, está ese color tan especial de la muerte… Apergaminados;
entre amarillento y violáceo por los mejunjes para maquearlos. Les sellan los
orificios o les cortan algunas partes corporales con tal que aparezcan en una
posición lo más natural posible. Se les tapona la tráquea con algodones para
evitar posibles vómitos, se les ponen prótesis oculares para que los ojos no se
abran, se les pasa una brocha de color para que parezcan vivos, cuando están
rígidos como tablas; un poco de formol y ¡voila!, muerto a la carta, piensa
Úrsula fijándome en el rostro desdibujado de su apreciado vecino.
¿Cómo no vamos a parecernos si a
todos nos meten lo mismo? ¡Vaya caca! Recrimina a sus entrañas. Eusebio, si es
qué nada en tu cara me recuerda a ese guasón que conocía desde hace cuántos,
¿quince o dieciséis años? ¡Qué más da! Se repite Úrsula mientras pasea la vista
por sus alrededores. Eso sí, por lo menos estás bien floreado; una corona a
cada lado del ataúd, la de la derecha con gladiolos rosas y claveles blancos;
recordatorio: tus hijos no te olvidan. ¡Vaya que no! Los he visto en contadas
ocasiones, piensa con cara de póker.
A la de la izquierda otra de
claveles en tonos rosas, recordatorio: tus nietos no te olvidan. ¡Ah carajo! Si
resulta que tenías nietos y yo sin enterarme —a Úrsula le hierve la sangre—. A
los pies, dos búcaros elípticos con un altillo metálico; todo muy pulcro.
Izquierda, gladiolos rosas y narcisos amarillos. ¡Qué mal gusto! Piensa.
Recordatorio: tus vecinos no te olvidan.
No podían ser de otros; seguro que más de uno está brindando tu partida
con champagne —tuerce el morro—. El del otro lado, sin embargo, exento de
recordatorios se exhibe con tan sólo capullos de rosas blancas. Una gozada para
la vista; un descanso para tan macabra estampa rematada por un enorme crucifijo
en la cabeza del féretro y dos luces con esbeltos pies de madera a modo de
antorchas.
Úrsula sigue con su soliloquio
mental yermo de palabras que no de pensamientos, repasando hasta el último
detalle. Eusebio, voy a rezarte un poco. Sí, ya sé que no voy a misa ni rezo
rosarios. Además, digo palabrotas si me place y peco a diario, ¡rediós! Pero no
puede comenzar ninguna oración. No obstante, recuerda anécdotas de Eusebio… Sus
pasitos de Geisha para desplazarse. ¡Cómo miraba a las jovencitas de reojo! Las
veces que había bajado a recoger alguna pieza de la colada. Era divertidísimo,
tenía los trofeos colgados en su tendedero con pinzas… El gayumbo de uno, el
sujetador de otra, el paño de cocina de cualquiera, unas bragas de algodón
grandotas, cinco o seis calcetines desparejados y los tangas de colorines de
Úrsula. Todo un museo. Al final, se le llenan los ojos de lágrimas. Mira, ¡ya
no puedo más! Me marcho a brindar por ti con lo que pille, seguro que eso te
gusta más que la parafernalia que te han montado, termina por decir antes de
dejar la sala.
Ya en casa, Úrsula abre el mueble
bar y se amorra a la primera botella que ve sin mirar si es whisky o vodka.
—Va por ti Eusebio —dice a viva
voz.
Antes, ha encendido el DVD.
Eternas del Jazz suena a toda pastilla. El tiempo transcurre y Úrsula desconoce
lo que se ha metido en el cuerpo, sigue bailoteando por la casa a ritmo de
R&B. Beoda como una cuba y con lagrimones en los ojos.
—¡Coño, Eusebio! ¿Y ahora quién
me dirá: «Hasta luego joven»? Eras el único que me decía joven con toda la
naturalidad del mundo —sigue barruntando hasta que se queda dormida en el sofá.
Por la mañana, se despierta
arropada por una manta, como si un angelote se hubiera preocupado de ella. Mira
hacía la mesa del comedor y ve un caliqueño humeante. Sonríe. Se hizo la
dormida cuando Eusebio la cubrió y le dijo: «Hasta la vista, joven».
©Anna Genovés
Revisado el 4de septiembre de 2022
*Dedicado a un caballero que apreciaba mucho y nos dejó hace tiempo.
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437