Las crónicas de Ileh

 

 

El hombre es mujer

y la mujer es hombre.

 

Lo bello es cruel

y la fealdad es amor.

 

Nada es lo que parece…

Pero, tú y yo, siempre

nos buscaremos.

 

 

 

 

Capítulo 1 – Meneroc, el guerrero

 

Meneroc estaba solo; apostado en una lúgubre esquina a la par del viento gélido que atormentaba su capa y dejaba al descubierto su bello torso. Era un semidiós casi perfecto. Me encaminaba hacia él completamente tapada, nada en mí denotaba sentimientos. Sin embargo, sabía que él me esperaba, ya que, ladeaba su esbelto cuello simulando el ronroneo de mis caderas.

 

Cuando estuve cerca me precipité hacia su boca cual neonato hambriento al pezón que lo amamanta, aferrándome a sus afrutados y voluptuosos labios. Ávida de todos sus secretos, entreabriendo su intimidad y absorbiendo su elixir prohibido. Degustándolo como nunca lo había hecho; así me mantuve en unos minutos eternos de efervescencia, hasta que comprendí que su cuerpo nada podía ofrecerme que provocará mi aliento. De manera que, sin sospecharlo, mi adonis se quedó sin cabeza. De un solo golpe desenfundé mi espada y sesgué su cuello.

 

Inmediato, succioné su efímero museo; sujeté su hermosa cabellera mientras desangraba el cuerpo. Lo hice mil pedazos y relamí el sabor férrico sobre mi filo de acero. Comprendí que no era momento de copular, que ese hombre de mente plana y hechura milimétrica, no podía darme más que un envoltorio fugaz. Revisé sus sensaciones y experimenté sus deseos. Después, abduje su carne y la convertí en mi apariencia.

 

Era mi primera experiencia con humanos y resultó más grato de lo imaginado. Adoptada mi nueva forma, aparté los deshechos y anduve a pecho descubierto por las ruinosas calles del taciturno puerto. Comprendí que mi aspecto no pasaba desapercibido. Los hombres me abrían paso, apartando la mirada con frustración; las mujeres se insinuaban enjugando sus labios y agitando sus pechos.

 

Un instante más tarde, cuando hube inspeccionado la agasajada vida que había tenido ese príncipe de las cloacas de porte gallardo y talento hueco, la mente colmena de mi avispero, me trasmitió el objetivo de mi llegada a la Tierra: debía aniquilar a Salmark. Un espécimen de nuestro linaje exiliado del planeta y que, en la Tierra, se había convertido en hechicera. Como hembra, tal vez, no podría acercarme a su templo. Pero, como varón, tenía más posibilidades, pensé antes de tomar a Menorec.

 

 


Capítulo 2 – Nerut, la afrodita

 

Decidido a contactar con Salmark –únicamente por mi bizarro cuerpo— me encaminé hacia el palacio de la gran pitonisa. El alcázar estaba rodeado por una aureola magnética y perversa que hipnotizaba tanto a los piadosos como a los siniestros. Pero que, en mí, movido por la mente colectiva de mi especie, no tenía ningún efecto.

 

A pocos metros de la entrada principal del palacete de Salmark, avisté algo inusual; apostadas en los laterales del acceso, no había soldados, sino amazonas. Dos a cada lado del pórtico. Ataviadas con una toga escotada que apenas cubría sus muslos y sus pechos. Sonreí con una mueca sesgada. Gracias a mi porte, no tendré que lidiar demasiado con las guerreras; seguro que se doblegan ante mi extraordinario cuerpo, pensé.

 

Nada más lejos de la realidad…

 

–¡Alto! ¿Quién va? –pregunta la voz grave de la adalid de cabello azabache fúlgido al viento.

 

–Soy Meneroc de Orionkulis y vengo a hablar con su señora –ataja el multiformas.

 

–¿Y qué desea de Salmark, la Hechicera?

 

–Ponerme a sus pies para lo que desee vuestra dueña –contesta Meneroc enseñando su hercúleo torso.

 

–Si piensa fascinar a Salmark con su hombría, mejor que se marche, pues ella, apaga su pasión con nosotras –prosigue mirando a sus compañeras.

 

Por unos segundos dispersos, Meneroc se descoloca. Pero, su mente colmena, le revela que solo es un contratiempo: deberá cambiar de cuerpo. No se lo piensa dos veces. Desenvaina la espada y realiza un movimiento elíptico que amputa los golletes de las curtidas mujeres. Disfruta con la sangre grana que cae como una cascada pútrida hasta el suelo. Poco le cuesta devorar, una a una, la esencia de sus cuerpos. Sorbe con apetencia las profundidades de sus blasfemas existencias.

 

En unos minutos, su conversión se materializa. Y, fusionada en un solo ente, nace la mujer más hermosa jamás concebida. Sus voluptuosos labios, de los que todavía resbala un riachuelo de plasma –que limpia con el dorso de su palma y relame con su lengua bífida—, sonríen por el ágape.

 

En una esquina, el cuerpo de Meneroc sucumbe desnutrido e inanimado como si nunca hubiera tenido vida. Junto a él, agrupados en un pira, los despojos de las cuatro amazonas: el torso de la que habló, las piernas de la valquiria, los brazos de la africana y las piernas de la asiática. Adyacentes, las cabezas y los restos sanguinolentos de los órganos internos.

 

El cambiaformas ha fusionado las partes más sublimes de las víctimas para crearse excelsa como ninguna hembra conocida. Toma por nombre Nerut de Orionkulis.

 

De repente, una gutural voz que proviene de la torre serpenteada con basamento en el flanco izquierdo de la ancha puerta, retumba en su sórdida masa encefálica.

 

–¿Quién eres mujer escarlata? ¿Qué has hecho con mis guardias?

 

–Me llamo Nerut de Orionkulis. Soy aquella que salvaguardará tus tesoros de ladrones maliciosos y tu cuerpo de despiadados asesinos. Por eso he lidiado con tus guardianas. Mi fuerza unida a la tuya nos hará indestructibles. Y nuestros cuerpos, unidos, conocerán el placer más absoluto.

 

–Eres osada. ¿No sabes que podría destruirte con tan sólo una mirada?

 

–Sí. Pero si ya no lo has hecho es porque te ha gustado la escena. Ambas disfrutamos con la sangre, las dos reímos con las atrocidades. Dame tu beneplácito y juro por mi honor que te serviré hasta la muerte. He venido desde Orionkulis para protegerte; como tú, soy una exiliada. Tu estela es la muerte y, la mía, el horror –dice ojeando con desprecio los cuerpos desmembrados que la rodean.

 

Nerut muestra su cuerpo desnudo a la lasciva hechicera que, al verlo, se humedece en la penumbra. De inmediato, abre el portón para que entre la afrodita. De improviso, la cabeza de Meneroc emite un sepulcral murmullo. Ella se gira escéptica, desgarra por completo la cabellera y le dice a la hechicera:

 

–Buen cuerpo: fuerte y apuesto para ser humano –abre la boca, expande su apéndice y devora uno de los ojos—. Ahora, mis pupilas adquirirán una tonalidad cobaltina.

 

Seguido, arroja la cabeza hacia la torre. Y, en un golpe preciso, la instala en las manos de Salmark.

 

No te coacciones –le dice a la hechicera—. Sé que devoras humanos y conviertes sus cuerpos, una y otra vez, en tu hechura. Tienes miles de años y millones de rostros con voces infinitas. Hoy, te llaman hechicera igual que antes te bautizaron como lanista.

 

Salmark se deja entrever desde del esquivo torreón; camuflada entre las sombras. Expande su lengua y sorbe el cerebro oscilante del portentoso luchador. Acabado el festín, suelta unas grotescas carcajadas e invita a entrar a la recién llegada.

 

–Entra, amiga. Entra al palacio de los placeres y los horrores.

 

 


 

Capítulo 3 – Salmark, la hechicera

 

Nerut había asimilado todos y cada uno de los capítulos de la historia de la humanidad. Conocía a la perfección las ciudades bíblicas del pecado. Aun así, los primeros minutos en la antesala de la guarida de la hechicera, le impresionan.

 

En el lateral zurdo, unas sombras humanoides se arrastran anexionadas a colas reptiles: rostros de féminas con cuerpos de serpientes. Anda hacia ellas para otearlas de cerca y comprende que la mutación es fruto de los ensayos clínicos. El olor a descomposición y a cuerpos putrefactos, acompañan el atrio de la guarida de Salmark.

 

En el lado opuesto, igual de obsceno: una hilera infinita de hechuras empaladas todavía agonizantes. A sus pies, depredadores extraños; enormes escarabajos de piel humana junto a cerebros palpitantes que caminan a dos patas y devoran la carne muerta que se desgarra de las víctimas. Criaturas espeluznantes fruto de los macabros experimentos de Salmark, piensa sin inmutarse.

 

La oscuridad que reina en lo más profundo de Nerut y de sus análogos, hace que sienta una lejana simpatía hacia ella. Pasado el trecho vestíbulo, el lobby se puebla de seres antropomorfos apareándose por doquier. Posiciones inimaginables entre antropoides infernales salidos de la retorcida mente de la nigromante y sus investigaciones. Admira la dantesca estampa al descubrir que, sin lugar a dudas, Salmark es tan terrorífica como sabia.

 

Nerut fue enviada a la Tierra con el único propósito de aniquilar a Salmark por las aberraciones que había cometido desde que el homo sapiens comenzó a gatear. Sus congéneres la desterraron de Orionkulis, su planeta origen, por rebelarse contra la fusión de su mente a la colmena. La introdujeron en una cápsula uniplaza de orionkulita –un mineral resistente a cualquier impacto: sempiterno y volátil—, creyendo que vagaría por todos los multiversos conocidos hasta el final de los tiempos. Pero, nada más lejos de la realidad. Su fuerza mental eligió la Tierra para llevar a cabo sus aterradores experimentos.

 

Cuando los orionkulianos lo descubrieron, le dieron rienda suelta para ver hasta dónde llegaba. Sin embargo, este cambiaformas de poder exuberante –cuyo verdadero nombre era Phi— había roto todos los esquemas. Debían exterminarla. Y, ahí estaba Nerut dispuesta a sacrificarla, caminado con paso firme y sinuoso, hacia la entrada principal de su alcázar.

 

Las puertas, franqueadas por dos perros gigantes con estiletes férricos a lo largo de la columna y colmillos puntiagudos de acero, se abren emitiendo unos crujientes sonidos. Los paneles son negros y pesados, con repujados apocalípticos. Monstruos alados, hombres y mujeres con cuerpos de bestias. En el centro, Salmark de perfil. Sin cuerpos engullidos. El mismísimo Phi: un grotesco hermafrodita. El panel derecho se abre, llevándose la parte masculina. Mientras que en el izquierdo permanece la femenina.

 

Del interior de la fortaleza surge un destello estelar que ciega la vista de Nerut momentáneamente. De repente, ante sus ojos aparece una estancia acogedora de tonalidades nacaradas; es rectangular y tiene numerosas columnas rematadas por arcos de medio punto y una hermosa bóveda de crucero, preciosa, en el corazón. En los muros, se exhiben lienzos exquisitos. Y, al fondo, un trono pulido desde donde Salmark la observa jugueteando con los tirabuzones blondos de su abundante melena. Sus ojos, rasgados y angelicales –en tonalidad violeta—, enmarcan un óvalo perfecto de pómulos marcados y labios rosas. Es la viva imagen de virgen inmaculada libre de pecado y malevolencia. ¿Cómo un ángel puede ser tan pérfido? Piensa Nerut sin tener en cuenta que, ésa, no es su verdadera fisonomía.

 

–Espero que hayas disfrutado de los horrores de mi antesala. Ya sabes por qué me temen –dice con voz candorosa.

 

–Nunca he dudado de tus proezas –contesta ella.

 

–Pues todavía no has visto mis tesoros.

 

Nerut se acerca para reverenciar a la taumaturga.

 

–Dices que te llamas Nerut.

 

–Eso he dicho.

 

–Mientes.

 

–¿Por qué dudas?

 

–Porque ningún orionkuliano ha tenido, jamás, un nombre que acabe en consonante sonora. Y sé que eres de mí especie.

 

–Te he dicho mi último nombre terrícola; designado a las puertas de tu palacio.

 

–Ése no me sirve. Necesito tu verdadero nombre –sugiere casta.

 

–Te lo diré si tú me dices el tuyo –contesta Nerut como si no lo conociera.

 

–Menuda impertinencia.

 

Inmediato, el suelo se abre y Nerut cae a un foso interminable repleto de despojos humanos. El olor es nauseabundo. Un ruido ensordecedor repica en sus oídos y unas cadenas llenas de vida, surgen de las piedras para ceñirse a sus muñecas y a sus tobillos. Desde arriba, Salmark ridiculiza a su presa. Su voz ya no es inocente sino perversa. Su cabellera y sus ojos se oscurecen. Sus tirabuzones se alisan, sus pupilas son negras e irradian maldad.

 

–Quiero despojarte de tu vehículo y conocer tu aspecto y nombre orionkuliano. ¡Habla o sufrirás como jamás lo hayas hecho! –grita Salmark extendiendo su apéndice bífido hasta rozar la piel de Nerut.

 

–Mi aspecto no importa. Pero, si digo mi nombre poseerás mi mente y la de toda la colmena que te exilió de nuestro planeta.

 

–Por eso quiero saberlo. La tuya la he leído mientras se abría el portón. Necesito la mente conjunta de los orionkulianos para saber lo que habéis descubierto de mí. No logro acceder a ella. ¿La has bloqueado?

 

–No –dice Nerut con voz sumisa.

 

–Sé que vienes a matarme –contesta Salmark con soberbia—. Subestimáis mi poder.

 

Las cadenas asfixian las extremidades de Nerut hasta seccionar su piel; unos cortes abiertos y sangrantes, aparecen en su hechura. Aunque son extremadamente dolorosos porque el apéndice de Salmark está impregnado de ácido, no se queja.

 

–No puedo darte lo que me pides. Yo no me he bloqueado; ha sido la colmena.

 

–¿Por qué debo creerte?

 

–Quizá porque me ha gustado lo que he visto y me rindo a tus pies. Prefiero vivir a tu lado como una princesa, que como un orionkuliano corriente.

 

Dame algo más para que crea tus palabras.

 

De improviso, el torturado cuerpo de Nerut experimenta unas convulsiones atroces. La ingenuidad de Salmark ha revestido por completo y su hermoso rostro se ha convertido en una piedra gélida y mortífera, carente de sentimientos. Únicamente la depravación subyace sobre su piel marmórea.

 

Nerut, en su metamorfosis orionkuliana, quebranta su cuerpo. La carne se descuaja de los huesos. La osamenta se deshace y se reinventa hasta que su conversión finaliza. La escasa piel que la reviste, luce biliosa. La hechura humanoide deja entrever parte de sus de músculos y de su tejido interno; florecen tendones y terminaciones nerviosas. Convertida en una joven despellejada, como si una granada le hubiera reventado cerca. Su aspecto es desagradable y postapocalíptico. Salmark ríe grotesca.

 

–Orionkuliano dime tu nombre.

 

–Mi nombre es Ileh –termina por decir el multiformas.

 

–Ileh mírame –ordena la hechicera.

 

El cambiaformas, obedece. Y el fucilazo de la cabalista se incrusta en su frente para descifrar la pensamiento colectivo de los orionkulianos. Pasados unos minutos, Salmark habla:

 

–Ya conozco todo lo que puedes mostrarme. Todo lo que nuestros congéneres saben de mí. Ahora, confío en ti.  

 

El subsuelo de la plataforma comienza a ascender hasta la estancia del trono. Las cadenas se aflojan. Ileh cae al suelo dando una vuelta completa. Extendido bocabajo, aparece su fisonomía masculina –similar a la de un hombre desollado—. La verdadera hechura de los orionkulianos: alienes hermafroditas con dos rostros en una sola cabeza. Por un lado, de hembra. Por el otro de varón; ambos desgarrados y con lenguas bífidas que al igual que destripan cuerpos, curan heridas.

 

–Ileh restablece tu organismo humano y sígueme. No quiero que nadie conozca nuestra verdadera apariencia.

 

En el dormitorio, la hechicera se muestra como orionkuliano y tras susurrarle su verdadero nombre se funden en un rítmico erotismo. Promiscuos, copulan como heteros y como homosexuales de ambos sexos. Pasadas las horas, están tan desfallecidos que necesitan alimentarse con algunos esclavos terrícolas antes de rendirse a un largo y placentero descanso. Cuando Phi se sumerge en sus brazos, Ileh expande su apéndice y lo asfixia.

 

Phi en mitad de la ahogo susurra…

 

–¿Por qué?

 

–Porque tú serás muy inteligente, pero nosotros, también. Te ha perdido la lujuria. Deberías haber recordado que los orionkulianos podemos camuflar nuestra mente colectiva como si estuviera desconectada. Te dije que me había desligado de mis hermanos, pero era falso. Mientras me entregaba a tus apetencias, he descodificado todo tu saber y has dejado de importarnos.

 

Ileh comprime al máximo su lengua bífida en un preciso y brutal movimiento que termina por sesgar la vida de Phi. Continúo, se levanta y succiona el interior de Salmark, adoptando su forma. Acto seguido, se deshace de los restos humanos y orionkulianos de la alcoba. Se viste con las mejores galas y abandona el aposento.

 

Desde ese momento, él, ella, tiene el poder terrícola en sus manos y los orionkulianos podrán invadir el planeta.

 


©Anna Genovés

Relato Pulp escrito el ocho de marzo de 1995. Publicado por primera vez en este blog años más tarde. Revisado nuevamente en 2023

Asiento Propiedad Intelectual 09/2013/2206

Imagen tomada de #Pinterest


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La Venus cibernética

 

 

Perfecta, armónica

sin defectos ni virtudes

sin alma que la cobije

ni fe amatoria

 

 

—¡Oh ¡¿Ya tengo qué levantarme? Si acabo de acostarme —dice Venus desperezándose.

 

—Hace once horas que llegaste a casa. Tras inyectarte the synthetic drug que elegiste, caíste en un sueño profundo —contesta una voz estática.

 

—Ya sabes que ayer tuve un congreso de ciber-genética que duró más de cinco horas. Después, no pude eludir la cena de gala y la posterior fiesta; estaban todas las personalidades relevantes del Universo: los ancianos de Marte, los tricéfalos de Mercurio, los labios eternos de Plutón… En fin, todos. Hasta el faraón de la Galaxia más alejada del sistema solar. No podía escabullirme. Por eso estoy tan cansada. Tenías que haberme dejado dormir más tiempo. Sabes que no soy persona si no duermo doce horas de un tirón.

 

—Los siento, Venus. Conozco tus necesidades. Pero han llamado del centro de control Criogenético: hay un problema en el tanque H2030-443J.

 

—Vaya, vaya, vaya… No sé qué sucedió ese año con el nitrógeno líquido utilizado para el sueño eterno. Todos están dando problemas. En fin. ¿Cuánto tiempo tengo?

 

—Un monolicóctero teledirigido vendrá a recogerte en treinta y cinco minutos.

 

—Bien. Pues manos a la obra. Lo primero es quítame esta resaca de LSD3001 químico que introduje en mi organismo para llegar a una complacencia extrema. Por cierto, gracias por tu recomendación. Es buenísimo.

 

—De nada, sólo cumplo con mi trabajo. Como te dije el LSD3301 químico es extraordinario: la mejor droga sintetizada hasta la fecha porque…

 

—Computadora Q3003 no me repitas sus cualidades que ya me las explicaste anoche; sé que he llegado a la fase REM del sueño un segundo después de cerrar los ojos y que mis fantasías han sido tan gozosas como cuando estaba en el útero biónico del laboratorio.

 

—Disculpa, Venus. ¿Qué necesitas?

 

—Te pediría que preparases a alguno de mis clones, pero… esta vez iré yo y necesito la perfección.

 

—Puedo oxigenarte aquí mismo, aunque preferiría que pasaras por el ionizador catódico.

 

—Traslada a mi dormitorio un holograma programado, no tengo ganas de levantarme. Así realizaremos todas las funciones en una sola sesión.

 

La estancia se impregna de una nebulosa con diminutos brillantes que cristalizan en el habitáculo adaptándose a su perímetro. Venus ordena la operación de regeneración celular completa.

 

—Cápsula hiperbárica en función absolute perfection.

 

Un sonido aerostático y sedoso, atraviesa la estancia cibernética en la que Venus se encuentra descansando. Un minuto más tarde, un tubular flexible se acopla a sus voluptuosos labios fresados; el recinto se llena de un líquido acuoso transparente que rehace la totalidad de su organismo.


En un instante onírico, su organismo recubierto adquiere la belleza natural de un cuerpo modelado en el Olimpo de la perfección droide.


Media hora después, un monolicóctero teledirigido desde la central de clones Eternitys, la espera en el dintel del tejado acrílico de su cueva de titanio. Venus entra cual flor recién nacida entre diamantes.


No utilizar a sus clones ha sido un acierto porque cuando llega a la central los trabajadores no imaginan que, en realidad, es la jefa. Piensan que, en su egocentrismo inmaculado, ha creado un nuevo clon y se muestran relajados y sinceros. Ella les sigue el juego y, a los pocos minutos comprende que el error no ha sido de las cápsulas criogénicas, sino de la incompetencia de alguno de los humanos que trabajan para ella. Cuando lo descubre, no se lo piensa dos veces y los ejecuta con los láseres de última generación que expulsan sus índices.


Venus es tan hermosa como letal. El primer droide nacido en un útero biónico con facultades clónicas. Engendrada sin sentimientos ni remordimientos. Los clones humanos resultaron tan infantiles como sus originales y por eso la crearon a ella.


Nada de… Amando, dando y perdonando –que, además tiene demasiados gerundios—. El que la hace, la paga. Se dice a sí misma cuando aplica su ley.


 

© Anna Genovés

Revisado el tres de octubre de 2023

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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La Venus cibernética

by on 17:17:00
La Venus cibernética     Perfecta, armónica sin defectos ni virtudes sin alma que la cobije ni fe amatoria     —¡Oh ¡¿Ya t...


 


La galaxia de los emperadores Síssí y Peddor

 


En el año veinte mil doscientos, los terrícolas supervivientes a los cataclismos acaecidos en su planeta, colonizaron la estrella de una galaxia cercana. Fue un momento histórico en el que las mujeres y los hombres decidieron la castración quirúrgica de todo individuo por la existencia infinita de una paridad absoluta entre los sexos.


En los nuevos hábitats se dispusieron tanques de criogenización eterna para espermatozoides y ovocitos; de manera que, la raza humana, prosiguiera por los siglos de los siglos y la gracia divina de los soberanos galácticos: la Emperatriz Síssí y el Emperador Peddor. Quiénes, entre otras leyes impuestas democráticamente y en solitario, decidieron que se borrara de los anales de la historia las terminologías hombre y mujer, y sus plurales. Desde ese año, las mujeres serían marichulis y los hombres pepebobos. Cuando la existencia del humano era vacilante podía elegir la lista más acorde con su pensamiento o incluirse en el clan de los queers –los menos problemáticos si los tratabas por iguales.


De esta manera tan regalada y provechosa, pasaron los siglos de gloria y ventura con una equidad maravillosa hasta que las marichulis se apropiaron de todos los roles de los pepebobos, que vieron su existencia postergada al cuidado de la casa y poco más. La igualdad, gradualmente, se esfumó. Con el cambio y por suerte para ellas, acabaron los feminicidios. No obstante, apareció una misandria acuciante y peligrosa.


Un día de invierno del año treinta y tres mil uno, nació un pepebobo singular. Llegada la pubertad congregaba en el templo del Seacabó a un grupo numeroso de prosélitos. Promulgaba esa olvidada igualdad que sus antepasados habían firmado; Justicio era así.


En unos de sus tranquilos paseos escuchó a dos marichulis púberes hablando entre ellas. No pudo evitar agudizar los tímpanos…


–Tú te crees, Manola –le decía la una a la otra—. He tenido que pedir permiso para cruzar la calle a un pepebobo y me ha dicho—: «Claro guapa».


–¿Cómo que guapa? ¿Se ha atrevido a llamarte: «Guapa»? Eso no se puede permitir –contestó la escucha—. Imagínate que fuera al contrario y una dama le contestara a un caballero—: «Claro guapo». Queda fatal. Ahora mismo vamos a la comisaría y lo denunciamos por agresión sexual e intento de violación.


Justicio no podía creer que aquella estupidez ascendiera al grado de calamidad. Así que alzó las manos al firmamento y en un monólogo abierto dijo con los brazo alzados—:


–Ya estamos en ese punto de inflexión en el que uno de los sexos se descontrola. Desde que el mundo es mundo y se nos ocurrió crear a los humanos siempre sucede lo mismo. Andamos de matriarcado a patriarcado y viceversa. Y, dependiendo de quien ostenta el poder, pasamos al hembrismo o al machismo. Es la última vez que muero por ellos.


Alguien lo escuchó.


Reinaba por aquel entonces, Síssí 25. Descendiente directa de la primera Síssí, quien al más puro Cleón de Asimov en Fundación, había elegido ser la regente eterna por medio de la clonación. Antaño el matrimonio de reyes tenía copias, pero al llegar al Peddor 11, ella tenía más jurisdicción, y, como quien no hace nada, dejó abiertas los receptáculos de clonación masculina y se deshizo del esposo. Tal era su ambición que hacía y deshacía como le venía en gana sin que nadie se entrometiera en sus decisiones gracias a las IAs humanoides e indestructibles que la escoltaban.


En el caso del pepebobo Justicio, el espía guasapeó el asunto a una marichuli cercana a Síssí 25 y, la muy excelentísima, dictaminó su crucifixión invertida bajo tablas de titanio ennegrecido que emanaban sulfato de plutonio. Un enorme gentío se reunió en la plaza de los Arrepentimientos para ver la ejecución. El silencio se hizo cuando una IA clavaba la lanza de acero inoxidable en el costado del reo y, éste, dijo en su último hálito de vida, cuando su carne abrasada emanaba una fragancia enfermiza—:


–No me arrepiento de nada. Vosotras no sois marichulis: sois mujeres. Y vosotros, no sois pepebobos: sois hombres. Hijas e hijos, no codiciéis lo que tiene la vecina o el vecino. De lo contrario, lo perderéis todo.


Lo que tenía que ser un homicidio proclive a la emperatriz, se convirtió en la llaga que se propagaba día a día y milenio tras milenio. Nueve siglos después, los pepebobos alcanzaron puestos relevantes en las sedes nacionales de los países florecientes. Se habían hecho un hueco entre las marichulis, quienes les mostraban respeto.


También en el deporte ocuparon lugares privilegiados. Llegado esta punto, Los juegos galácticos fueron tan mayestáticos para ellas con para ellos. Síssí 101 dio el visto bueno para la paridad de equipos de ambos sexos.


En la final de Deporte rítmico de pepebobos –la primera vez que, ellos, asistían a la categoría máxima de dicha disciplina—, la marichuli que entrenaba al equipo ganador, se amasó los pechos y gritó en un momento de euforia desenfrenada delante de las personalidades aposentadas en el palco VIP—:


¡Con dos melocotones!


Algo que desagradó a los congregados, máxime cuando al ir a condecorar a los campeones, no pudo evitarlo y tomó los mofletes del más aguerrido. Los besuqueó con todas sus fuerzas en un alarde maternal—:


–¡Qué feliz estoy, macho! –susurró en el oído del deportista galardonado.


Días más tarde, todo el equipo técnico de marichulis estaba de patitas en la calle por los modales indebidos que había mostrado la entrenadora. Dio lo mismo que, en la galaxia, se hubieran multiplicado las agresiones sexuales a pepebobos por una de tantas leyes inservibles dictaminadas por Síssí 101 y su gobierno de mantenidos. Tampoco importaba que los alienígenas invadieran algunos planetas alejados.


Incluso dio lo mismo que ese año fuera la primera vez que un equipo de pepebobos ganara una final galáctica de Deporte rítmico. Y, también, que todo lo conseguido hasta entonces peligrara con esa nefasta injusticia que Justicio predijo milenio atrás. Ese día comenzó la cuenta atrás. La rueda del tiempo de Amazon se había puesto a funcionar en su millonésima temporada y La dragona renacida aniquilaría a pepebobos y a marichulis. Tal vez fuera la era de los queers. Sin más.


 

©Anna Genovés

Diez de septiembre de 2023

 

 *A veces, merece la pena minimizar los asuntos graves y echarse unas risas para que las mentes constreñidas se despejen.


#feminismo #machismo #relactosactuales #ficcion #humor #escribir #reir #reflexionar #lgtbiq















Un pullover felino

 

 

 

A veces, la suerte está echada

cuando los ojos se cierran

y la mente habla

 

 

 

Me llamo Manuel, tengo tres churumbeles y una mujer encantadora. Ambos nos hemos quedado en paro. A ella no le queda ni subsidio ni nada de nada y a mí se me acaba la prestación dentro de dos meses. Mi chica limpia algunas casas. Es tan hermosa que me da pena verla de señora a chacha. Mañana tengo una entrevista de trabajo y voy a comprarme una camisa decente. Llevo veinte euros: la vaca no da más leche. Encima, es nuestro aniversario. Se me retuercen las entrañas pensando que no puedo comprarle ni un ramo de flores. Justo, cuando hace diez años que nos casamos.

 

***

 

Acabo de llegar a los almacenes El Corte Español. El aire acondicionado está a toda pastilla y los luminosos inundan la superficie. Nada más entrar, una señorita bastante acicalada me pregunta—:

 

—¿Caballero tiene nuestra tarjeta?

—Por supuesto –contesto para que no me dé la paliza.

 

Ando dos pasos y otro bombonazo siliconado, me aborda.

 

—¿Quiere probar la nueva fragancia de Ferragamo?

—Bueno…

—Mire le pongo un poquito en este dosificador —me embadurna de perfume una cartulina alargada con el logo de la firma— y otro poco en el cuello del chaquetón para que huela bien…

—Lo que tú digas, guapa —contesto.

 

Sigo mi trayecto hasta las escaleras mecánicas. Directo a la planta joven. Los carteles me aturullan. No entiendo cómo las mujeres disfrutan comprando. ¡Es un agobio! Pienso. Al llegar, atisbo a un caballero trajeado con plaquita identificativa en la que leo: «Sr. Pérez, jefe de Departamento».

 

—Caballero, ¿sería tan amable de decirme dónde puedo encontrar una camisa básica? —le pregunto.

 

El hombre se atusa la corbata y, con una sonrisa Profidén, me contesta.

 

—Por supuesto, señor. Yo mismo le acompañaré. ¿Qué busca exactamente?

—Mire, necesito una camisa blanca con rayas marino o similar. Económica, por favor.

—Ya veo… –se toca la barbilla, cavilando—. Creo que ya lo tengo. Usted llevará la talla cuarenta, ¿verdad? —Dice mirándome.

—¡Sí señor! Se nota que entiende.

—Hombre, son muchos años.

—Claro.

 

Seguro que estás hasta los mismísimos cojones de aguantar a las marujas durante todos los días de tu puta vida. Pero, ¡macho! ¡Qué bien lo llevas! Yo en tu lugar, estaría cazando moscas, pienso.

 

Caminamos hasta el stand de Moda Fácil. Diez minutos más tarde, entro en un probador con cinco camisas. El vestidor está hecho un desastre; hay ropa por todos los rincones. ¡Cómo se nota la crisis! Antes, estaba impoluto —hablo con mi reflejo antes de colgarlas—. La primera que me pruebo me sienta como un guante y cuesta diecinueve con noventa euros. No me pruebo más. Al ir a salir, se me engaña un suéter de Kookaï entre las etiquetas. Lo miro y veo a mi chica dentro. Es su marca preferida. Seguro que estaría guapísima, pienso. Fondo perlado y manchas felinas en negro. Miro el precio: ¡hostia puta! Antes, cien euros. Ahora, setenta. Del susto se me cae y ¡zas! Veo que la alarma resbala por el suelo. ¡No me lo puedo creer! Resulta que esas señales con líquido fosforescente antiladrones, está suelta. No, no puedo. ¿Cómo voy a robar un puto suéter? Pienso frunciendo los labios como una acordeón. Pero, mi conciencia me habla trasparente como el amigo de toda la vida que es—:

 

—No seas idiota. Lo pliegas y te lo metes en la bandolera. Sales, pagas la camisa y te largas con un regalazo para tu esposa. Mañana, puede que encuentres trabajo o puede que no. No obstante, ella seguirá feliz con su pullover.

—¿Y qué le digo cuando me pregunte? —interrogo a mi razón.

—Te saldrá en el momento. ¡Hala! Al ataque.

 

Me ruborizo. Empero, hago caso a mi gnosis: mi chati se lo merece todo. Respiro unas cuantas veces y meto el jersey en un lateral de la bolsa. Pago la camisa y salgo de los almacenes más contento que unas castañuelas.

 

***

 

A la mañana siguiente, hago la entrevista y consigo el empleo. Por la noche, cuando los niños se acuestan, cenamos en la intimidad para celebrar nuestro aniversario y el trabajo. Mi churri me ha comprado un bolígrafo de Aldi envuelto primorosamente. Cuando le doy mi regalo, sus ojos resplandecen

 

—¡Es precioso! Gracias mi amor.

 

Me abraza, me besa, me acaricia. Se queda en sujetador y se lo prueba. ¡Está espectacular!

 

…» Ya sé que no debo preguntar. Pero... ¿cómo lo has comprando? 

—A veces, los milagros existen —contesto.

 

Hacemos el amor como si fuera la primera vez. Yo desnudo, ella con el suéter del hurto. Es mi felina particular: toda una fiera. El jersey le sienta como anillo al dedo. No hay nada mejor que tener sexo con la dopamina por las nubes. ¡Y qué bien sienta robar a un ladrón!

 

 

© Anna Genovés


Revisado el seis de agosto de 2023


Imagen tomada de la red


 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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Un pullover felino

by on 14:41:00
Un pullover felino       A veces, la suerte está echada cuando los ojos se cierran y la mente habla       Me llamo Manue...



 


Patrick

 


Sabor ferroso

colonia de Yves Saint Laurent pour homme

tan bello como estúpido:

es él

 


Estaba de vacaciones en Manhattan y unos amigos me habían invitado a su ático; íbamos a jugar al paintball.  Cuando tomé el ascensor, subió conmigo: un yuppie trajeado y educado. Mientras ascendíamos sentí una bofetada de aire cálido que me trasportó a la adolescencia: era su olor. Indagué qué me atraía tanto de él; su cabello engominado, su pulcritud o el parecido al Patrick Bateman de American Psycho. Marcó la planta 69. Era obvio que lo habían invitado a una orgía entre litros de Moët, Beluga, polvos a tutiplén y sexo desenfrenado. Sonreí: ¡pobre idiota! Pensé. El ascensor paró. Sin embargo, las puertas no se abrieron.

 


―Señorita, ¿le importaría que mirase la botonera? Quizás descubra cuál es la avería ―dijo estirado como un junco de acero.


―Por supuesto que no ―contesté apartándome hacia un lado.


Nuestras miradas se cruzaron: «Hazme tuyo». Rogaron, alto y claro, esos ojos esmeraldinos que atravesaron mi conciencia. No pude resistirlo. Destrocé su diplomático de Armani como si fuera celofán. Me instalé a horcajadas en su trabajado abdomen y lo poseí frenética. Cuando llegué a mi destino sonreía ebria de placer.


―Querida, llegas siete minutos tarde ―dijo mi amigo Chus con sus leggins blancos, su camisola de Hermes y su acicalado Terrier Toy bajo el brazo (un clon del Lafayette de True Blood).


―Un pequeño contratiempo de última hora ―contesté.


―Entiendo… ―hizo una mueca para que limpiara la boca.


 

Saqué la lengua y relamí las gotas de sangre que caían por mis labios glotones.


 

― ¡Qué vulgar eres! ―soltó Chus agitando el turbante plateado de su cráneo.


―Todos no somos tan refinados como tú ―parpadeé y agarré su entrepierna (pegó un saltito).


―Bueno… ¡Qué hacemos con tu aperitivo! ―preguntó caminando con las rodillas juntas y un exagerado balanceo pélvico.


―Más bien ha sido un great steak. Lo que te apetezca ―repuse, encogiéndome de hombros.


 

El cadáver de Patrick yacía en el ascensor. Desnudo; un amasijo sanguinolento. Lo miré por última vez. Ya no me excitaba lo más mínimo: mis colmillos se escondieron. Abastecida, no jugaría a nuestro exclusivo paintball.



 ¿Para qué? Siempre cazábamos a los humanos: ¡puro aburrimiento!

 

 


© Anna Genovés

Revisado el 22 de julio de 2023

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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Patrick

by on 21:12:00
  Patrick   Sabor ferroso colonia de Yves Saint Laurent pour homme tan bello como estúpido: es él   Estaba de vacaciones en ...

 

 







Peep-toes y dagas



 

No te fíes de un samurái

son tan excelsos

que olvidan la vida

y las reglas del juego

 

Jessica trabajaba en una red escort de prostitución de lujo. Sus atributos personales le hicieron pensar en los hombres demasiado pronto. A eso se unió la familia: clase media baja. Dejó de estudiar y se dedicó a revolotear entre los efebos y los crápulas; no le hacía ascos a ninguno. Hacer de cortesana se le daba de cine. Un día, la vio una madame y la inscribió en su plantilla. A la guayaba, le hizo un favor colosal. Aprendió buenos modales, cómo vestir… Y lo que es más importante, descubrió los secretos del erotismo de luxe.

 

Una década más tarde, albergaba una solvencia económica cómoda. Tenía la mejor comida, la ropa más cara, peep-toes al último grito y hasta unos Manolo Blahnik que sólo utilizaba en el boudoir alquilado en el que vivía. Pensaba retirarse en unos años. Nadie diría que cultivaba el oficio más antiguo del mundo o que sus padres eran ágrafos. Podía elegir a cualquier niño rico por marido. Pero a esas alturas, el sexo le gustaba demasiado como para criar una caterva de niños e ir dando tumbos entre pañales y salones, ataviada con el sempiterno delantal. Prefería vivir al día.

 

Su jefa la había reclamado para un trabajo especial: llegaba un alto ejecutivo japonés –visitador médico― que necesitaba compañía para un simposio de medicina contra el dolor crónico neuropático. Jessica se engalanó como una dama; elegancia y belleza no le faltaban.

 

El nipón ―Takumi Aoyama―, era un hombre con ojos de ratoncillo. Algo así como un gafapasta a lo Mad Men. Un tipo solitario, sutil y muy educado. Hablaron en inglés. El evento fue nutritivo. La experimentada meretriz, anotó, discreta, los nombres de los asistentes capitalistas en una pequeña libreta niquelada de lo más chics que llevaba en su bolsito de noche metalizado. Podían ser futuros clientes ―pensó—. Al finalizar la velada, el potentado japonés la invitó a tomar sake en su suite. Le dijo que siempre viajaba acompañado de una botella de Jummai Daiginjo ―uno de los mejores nihonshu (nombre del sake en Japón) del mundo―. Estaba hospedado en un hotel cinco estrellas resort de la ciudad. Tras beber una tacita, Jessica iba más beoda que un alcohólico en fase pomposa. Takumi le propuso que pasaran la noche juntos; recibiría un extra de seis mil euros.

 

―Por ese dinero le bailo un tango con mi vulva ―sugirió la femme fatale con grosería. A esas horas de la madrugada, había perdido la compostura.

 

―What? ―preguntó el nipón sorprendido, con cara de no comprender ni una palabra.

 

―Excuse me. It’s magnificent! ―rectificó una Jessica angelical. Era demasiada guita como para espantar al caballero. 

 

Tuvieron sexo al estilo El Imperio de los Sentidos. Pequeñita pero matona ―se dijo Jessica a sí misma, pensando en el miembro del descendiente samurái―. Estaba retocándose el maquillaje cuando Takumi irrumpió en la toilette enfundado en un traje negro de neopreno. A ella le hizo gracia; rio a carcajada limpia.

 

―Seguro que ahora pasamos a una sesión sado. ¡Me encantan! ―insinuó ella con gracejo.

 

Pero Takumi escondía un secreto mucho más perverso… Sin mediar palabra, la agarró del cabello y la empujó hasta el dormitorio. Ella pataleó; era desagradable y excesivamente violento. No sirvió de nada. El oriental había tapizado el lecho con un plástico grueso, Jessica tembló horrorizada. La cosa no iba en broma, pensó aterrada. Recordó algunos asesinos en serie y se preguntó a sí misma si sería un killer como Dexter o Pat Bateman. El Sr. Aoyama sonreía de oreja a oreja.

 

―Ahora no viene la sesión sado, guapa. Llega el banquete Hostel ¡una obra de culto! ―insinuó en un español cuasi perfecto.

 

Jessica comprendió que había entendido todo cuanto había dicho y que estaba ante una situación verdaderamente peligrosa. Chilló. Takumi le tapó la boca con cinta americana. Después, la sujeto a la cama con unos grilletes metálicos decorados por púas que, de inmediato, se clavaron en sus muñecas. La sangre comenzó a brotar. La joven intentó gritar a pleno pulmón. Pero los azorados envites de su defensa, tan sólo provocaron un ronroneo similar al de una serpiente de cascabel cuando se arrastra.

 

―Si eres buena, te quitaré la mordaza ―sugirió el oriental acariciándole el cabello—. Nadie te escuchará, por mucho que grites: la habitación está insonorizada. Además, en unos minutos, hará efecto la droga paralizante que has bebido con el sake y podré divertirme contigo. Te dolerá mucho. ¡Muchísimo! Sin embargo, no podrás moverte ni chillar. Un horror, cielo. Jugaremos con mis dagas, es una herencia familiar antiquísima.

 

Takumi separó los labios abultados y groseros; mostró sus perfectos dientes blancos en una sonrisa sardónica. Jessica abrió los ojos como platos y movió la cabeza de derecha a izquierda en un ¡nooo!!! Perpetuo mientras le clavaba el primer estilete en el muslo. Despacio, muy despacio... girando, a uno y otro lado, la hoja afilada.  La carne de la joven se desgarró en una brecha sangrienta que desaguaba como un torrente. El asiático lamió el plasma del filo. Después, le seccionó los tendones de Aquiles. Jessica dejó de resistirse: la droga había hecho efecto. Sin embargo, la apertura excesiva de sus párpados, denotaban el insufrible dolor que padecía. Media hora más tarde, su cuerpo estaba repleto de laceraciones. La presión sanguínea había bajado: estaba desangrándose como un cerdo en San Martín. Una nebulosa delirante, le recordó las torturas de los inquisidores. Se sentía víctima de su propia herejía. ¿Acaso Dios la castigaba? ―se preguntó en su inminente adiós―. De improviso, Takumi apagó las luces y se tumbó sobre la cheslón.

 

―Tengo sueño. Mañana seguiremos ―insinuó antes de suspirar como un querubín en vigilia.

 

Jessica estaba en manos de un psicópata despiadado. Pasadas las horas, el efecto sedante había disminuido y su cuerpo se había familiarizado con el dolor. El asesino seguía roncando. La chica pensó en el futuro que le esperaba fuera de aquellas paredes tétricas; sacó fuerzas de sus músculos agrietados y sus huesos quebrados. Desfallecida, tomando bocanadas de aire como una carpa roja en la red de un pescador furtivo, reptó por el pasillo con la mirada trémula. Aterrorizada bajo la fricción punzante del parqué, dejando un reguero de sangre espantoso. De pronto, sintió frío en ese cuerpo maltrecho que se apoyaba en el suelo. Levantó la mirada y vio una puerta lívida. Una grieta de ilusión voló por su fatigado cerebelo. Empero, Takumi se había despertado. Su sombra se aproximó. La abrazó. Sabía que los tormentos volverían; su carne sería pasto de las dagas macabras de su torturador.

 

―Pero ¿cómo? ―dijo el asesino―. Ahora que tú y yo íbamos a compenetrarnos en el éxtasis de la noche eterna ¿querías huir? Era tu salvación. Además, acabo de descubrir que tus zapatos son un arma letal ―le mostró una de sus plataformas arqueando una ceja y le asestó un golpe con el tacón de aguja en la cabeza.

 

Por el rostro de Jessica comenzó a resbalar un riachuelo de hematíes espesos de un grana oscuro. Takumi relamió el arma homicida; devorando hasta la última gota del flujo. La daga brilló en la penumbra; estaba reluciente. Los dientes del depravado: sanguinolentos.

 

—Tu sangre es una delicia, pequeña zorra —terminó por decir el despiadado homicida.

 

Takumi zarandeó a Jessica por el suelo. Sus piernas, sus manos, su vientre; despedazados. Ya no le quedaba líquido orgánico ni fuerzas para intentar escapar. Había entrado en la parte más oscura de la lujosa suite: la cámara de los horrores.

 

© Anna Genovés

Revisado el 25 de junio de 2023

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

#relatos #terror #relatosactuales #leer #escribir #autoras #autoraespañolas #libros #annagenoves #historias #realismo #redessociales #love #facebookgroups #facebook #humornegro #erotica

 


Peep-toes y dagas

by on 17:17:00
    Peep-toes y dagas   No te fíes de un samurái son tan excelsos que olvidan la vida y las reglas del juego   Jessica tra...


Confesiones de una escribidora de medio pelo

Hace tiempo que deseaba hablaros de mi escritura; tenía algunas ideas por aquí y otras por allá, pero nunca me decidía... Hoy, mientras ordenaba varios cajones, han surgido un sinfín de poemas y relatos de la infancia. También algunas novelas escritas en la juventud. Era el momento idóneo para confesarme.

Vista la enorme cantidad de trabajo, me he preguntado a mí misma: «¿Qué queda de esa Anna ermitaña, ingenua, sensible y vacilante?». Sin nostálgicas ni pañuelos, puedo aseguraros que soy la misma. Una cosa es lo que escribo, y, otra, muy distinta, mi vida.  Esta última nunca me agradó lo suficiente como para airearla. Por este motivo, compongo ficción y punto. No obstante, existen concesiones.

Las emociones transitan por un callejón de vía única. Cuando llego a la plaza se enganchan al principio para recorrer idéntico trayecto: una pescadilla que se muerde la cola eternamente. Al fin y al cabo, de eso trata la vida. Nacemos solos, necesitados de cariño. Y morimos del mismo modo... salvo excepciones.

Una amiga de la infancia me dijo hace unos meses: «Ana te recuerdo con esa libretita que llevabas a todas partes para escribir historias». Mi vocación por la escritura nació el mismo día que abrí los ojos y empecé a llorar cuando cachetearon mis nalgas: un universo paralelo a mi existencia y relegado a las horas de asueto o de insomnio perpetuo.

Pero, las biografías, son crueles, injustas y monótonas. Demasiadas charlas de moralina diciéndonos que vivir es lo mejor que nos ha sucedido; no opino lo mismo. Psicólogos y psiquiatras se afanan en la creación de Un mundo feliz  bisoño. A menudo, intentan lavarnos el cerebro para que luzcamos con una sonrisa Profidén tras medicarnos Prozac o sucedáneos.

Pues… lo siento, señores y señoras, amigos, fanes, haters, seguidores... Soy demasiado mayor para creer que vivir es la panacea de la Vía Láctea. La realidad es una lucha constante en un cuadrilátero de acero. Huxley ya lo dijo todo al respecto. Por si acaso, tenemos al pimpollo Christine Lagarde (directora-gerente del FMI), de 60 primaveras, para recordárnoslo en su artículo: «Los ancianos viven demasiado». Os recomiendo su lectura, es corto y no tiene desperdicio, ¡ya le vale al dinosaurio! Se habrá quedado descansada.

Lo sé. Estoy divagando... Saco un señuelo y lo escondo. Pues nada, aquí me quedo. ¿Qué queréis que os diga? ¡Ah! Sí. Casi se me olvida. Por fin lo he conseguido: ahora escribo de verdad; ya no es una utopía perdida en Ítaca. Soy una escribidora de medio pelo que se autopublica en Amazon. ¡Me encanta! Un pero: demasiado trabajo para una sola persona. Intento  reavivar las brasas amanuenses del pensamiento fatídico que me consume, día a día. Aunque me echen huevos a la cara o el piropo más gentil que me digan por anónimo interno, sea: «Eres una pedorra guarra». Son tantas las tartas que ha colisionado en mi rostro que me he dicho a mí misma: «Date el gusto de mostrar ese papelito que firmaste hace tiempo para dejar con la boca abierta a más de un hater deslenguado e ignoto de los que rulan por la red». Helo aquí:

No seré una juntaletras pésima cuando dicho contrato se rubricó con el borrador de la novela El legado de la rosa negra. Primero, leyeron las galeradas. Después, el manuscrito fue examinado por el equipo de lectores expertos de la Agencia; pasó el corte favorablemente. El absurdo: a posteriori, nunca remití a Antonia Kerrigan, una de las mejores Agentes Literarias de España, la revisión de esta u otra obra.

Este acuerdo también ha aparecido mientras organizaba cajones... Cada vez que lo veo me entra diarrea. Desconozco si soy buena o mala escribidora; yo diría que hay peores con laureles y mejores en la indigencia más absoluta de las letras. Sin embargo, tras reencontrar este protocolo olvidado en El baúl de los recuerdos, me declaro gilipollas por no haber exprimido al máximo esta oportunidad que me brindó la vida en su momento.

En realidad, estoy cansada de boxear: demasiados rounds sobre la espalda, sobrados puñetazos en mi maltrecho cuerpo. Cuelgo los guantes por una temporada que durará una ráfaga de viento o un milenio de hielo. Según curen las heridas. Según se enderecen los dedos. Según el cerebro se oprima. Según las lágrimas sequen mi cuerpo.


Novelas publicadas hasta el momento en Amazon


No, no, no... Nada de eso. Olvidad el último párrafo: soy una luchadora. Así que, este impasse durará lo mismo que un caramelo a las puertas de un colegio. El lunes me compró unos guantes de boxeo profesional y sigo el camino que me he propuesto: «Me echen huevos o tartas. Me la sopla». 

«El más torpe sabe más en su casa que el sabio en la ajena». Cervantes

©Anna Genovés
29/10/2016

P.D. Antonia Kerrigan tiene tres décadas de experiencia y representa a 150 autores; muchos de ellos superventas.