Giggi ojos tristes

 









Giggi ojos tristes

 








🌒 Este relato nació hace más de una década, tejido con hilos de mi infancia y una imaginación que siempre ha sentido que hay algo más allá de lo visible. Hoy, Giggi ojos tristes vuelve a la luz con una nueva mirada, revisada con cariño y acompañada por una imagen que refleja su esencia. Porque hay relatos que no envejecen, solo esperan el momento justo para volver a ser contados.

 

 


Giggi ojos tristes

 

 

Ojos tristes y piel de amapola

ojos infinitos y eterno final

no me ayudes, no me temas

ámame y sigue conmigo

amigo de la verdad

 

 

Cuando abrí los ojos por primera vez, los colores que vislumbré eran turbios y desvaídos, sin ápice de matices: solo tonalidades neutras y diáfanas, como si la tristeza impregnara el lugar, como si algo trágico acabara de suceder. Había muchas personas contemplándome en una lóbrega y pequeña habitación del hospital general de mi ciudad natal, iluminada únicamente por un escueto ventanuco en el lateral izquierdo. Un leve hilillo de claridad entraba a través de su cristalera y, entre sombras y claros, pude inspeccionar al gentío congregado. Los grupitos más cercanos a mi cuna susurraban palabras con una elocución incomparable a la de los otros, más alejados. La comunicación entre ambos sectores era nula. La situación parecía tan extraña y aburrida que cerré mis gatunas pupilas para volverlas a abrir, pasado el tiempo, en el que sería mi hogar durante varios años. En él no existían curiosos fisgoneando mi parecido con los diferentes ancestros familiares.

 

La casa, pequeña y repleta de trastos por todos los rincones, contaba tan solo con dos estancias, y los tres seres que me rodeaban eran mi familia más allegada: Bruno —mi progenitor—, Clara —mi madre— y Noa —mi hermana—. Al primero que observé con detenimiento fue a Bruno: me miraba entusiasmado con sus ojos violetas, su cabello medio claro con ondas inversas, sus pómulos marcados, sus carnosos labios y su infinita y agradecida sonrisa. Se le caía la baba vigilando a su retoño. Clara parecía algo contrariada. Ya se sabe que las mujeres, tras un parto, sufren alteraciones hormonales que, en ocasiones, las desequilibran de vez en cuando. Me atendía con incredulidad, como si no terminara de creer que aquella pequeñaja regordeta como un bollo, chata, de ojos chispita y constantes balbuceos repletos de sonrisas, hubiera nacido de entre sus piernas unos meses atrás. Me observaba a través de sus gafas de pasta color avellana, rasgadas hacia las sienes, que enmarcaban a la perfección su plomiza y lánguida mirada. Noa era una adolescente de cabello castaño hasta la cintura, lacio y mortecino como casi todas las chicas en la edad de los cambios magistrales. Se asemejaba a esas muñecas medio usadas y tristonas que no son de nadie en particular. Nada en ella expresaba algo especial. Bueno, a decir verdad, su sonrisa ladeada exteriorizaba que algo no andaba como a ella le hubiera gustado…

 

Vivíamos en Bremen, una ciudad norteña de Alemania a orillas del río Weser, limítrofe con la tierra de los vikingos. Éramos oriundos de Cantabria y habíamos llegado al norte de Europa por motivos económicos. Papá era soldador, y en Bremen la vida caminaba mucho mejor que en nuestra alejada tierra. Sí, se nos miraba con el mismo recelo —y a veces desprecio— con que ahora se mira a los emigrantes que vienen de Marruecos o Latinoamérica. El péndulo de la existencia se balancea de uno a otro lado de manera continuada y persistente, y los que hoy viven en la parte cómoda de la ribera, a la vuelta de la esquina pueden cambiar su privilegiado lugar para encontrarse, de repente, en la orilla de los infelices. Es la evolución de la vida, el caminar de la esencia humana sobre este planeta aquejado de falta de cuidados y despreocupaciones… pero ese es un tema muy distinto al que hoy voy a referirme.

 

Durante el tiempo que cohabité en la tierra de los teutones, pese a ser una párvula, comencé a tener mis preferencias… y, en mi mundo de plexiglás confortable y asequible, Clara y Noa no tuvieron cabida. Ellas no me prestaban la atención que yo requería, y por este motivo —existente en mi mente de criatura recién hornada— todo mi amor lo volqué en Bruno: él me comprendía a la perfección y sabía entretenerme como el mejor de los juguetes. Me convertí en un bebé repolludo que cada tarde esperaba la llegada de su papi como quien espera a Dios. Cuando él traspasaba la entrada del apartamento, silbando para llamar mi atención, yo agitaba mis tiernas y rollizas piernecitas, suaves como finos pétalos rosados y elásticas como muelles, y esperaba a que me hiciera la pregunta de siempre; después venían los caramelos, los mimos y las diversiones. ¡Era genial tener un papi tan entretenido! Es una instantánea imperecedera en mi memoria colapsada por los años. Cada jornada, cuando pasadas las siete de la tarde la puerta de la amplia estancia —que hacía las veces de salón, cocina, retrete y alcoba nocturna para Noa— se abría, y Bruno entraba preguntando si le quería, yo contestaba revoloteando en mi tacataca cuadrado de madera de haya: —Gi. Y tantos fueron mis “síes”, convertidos en “gis”, que papá terminó por llamarme Giggi, en honor a Leslie Caron —su actriz preferida— y la película que, con el mismo nombre, interpretó dos años antes de mi nacimiento, en 1958. Aunque mi verdadero nombre es Olga.

 

Eran tantas mis ansias por el regreso diario de papi —como si mi madre y mi hermana fueran personas ajenas a nuestra realidad— que, a los nueve meses, comencé a caminar para corretear hasta sus piernas. Me agarraba a sus pantalones y los zarandeaba hasta que me aupaba al techo y comenzaba a darme vueltas por los cielos opacos de aquel hogar de cincuenta metros cuadrados. Había nacido con sus mismos ojos. No podía decir que no era mi padre: violetas, como esas flores pequeñas y agraciadas que atraen como la miel. Claro está que yo no era consciente de tenerlos iguales, pero los suyos sí los veía, y me absorbían como un imán. Mami, abrumada por mi baby Electra, no sabía qué hacer para subsanar nuestros arrebatos, y lo mismo le sucedía a la pobre de mi hermana: relegada a un segundo plano desde mi llegada. Ninguna de ellas tenía la suficiente gracia para divertirme y, por tanto, conscientes de su falta, no podían interponerse entre nuestra mutua idolatría.

 

Un día, Clara se empeñó en que mis piernas se estaban torciendo por la exagerada prontitud de mis primeros pasos… Y no se le ocurrió otra cosa que atármelas desde los pies hasta más arriba de las rodillas para que mi hiperactividad se ralentizara. Pero yo, que era toda una pensadora, me sentaba en el suelo cuando ella dormitaba en el sillón, con alguna que otra revista del corazón medio caída en sus rodillas, y me quitaba las ataduras de la misma forma en que se me habían puesto. Entonces, tapaba mi boquita con una de mis manos para no desternillarme de risa por mi atrevimiento y su torpeza, y esperaba con sigilo el regreso de papá. El alboroto comenzaba con sus chiflidos y sus cantadas: —Yo tengo una Giggi que es solo para mí —cantaba mientras subía los escalones de dos en dos—. Y yo, que apenas hablaba, pensaba: —Yo tengo un papá que es solo para Giggi y nada más. Y todos los días, nuestro ritual se tornaba en una fiesta. Mamá era aburrida —era buena, pero no sabía jugar— y Noa se creía mi dueña y señora, se creía mi mamá y quería hacer y deshacer todo lo que se me ocurría bajo su recelosa mirada. La pobre tenía unos celos inmensos. Hogaño entiendo que no era para menos.

 

Al poco de cumplir los tres años, regresamos a Santander gracias al esfuerzo sobrehumano que Bruno y Clara habían realizado durante su austera década de permanencia en Bremen. Habían ahorrado muchísimo y se permitieron el lujo de retornar a España con el caudal necesario para comprar una vivienda y una nave industrial en el polígono de Torrelavega, localidad en donde Bruno inauguró un negocio de soldaduras con el nombre del gentilicio de los cántabros: “Talleres Montañeses”. El bueno de papá siguió trabajando de sol a sol, y comenzamos a vivir con verdadera holgura. Nuestro nuevo hogar, en el paseo de Pereda, estaba ubicado en uno de los edificios neoclásicos que dan justo al Cantábrico, ese mar embravecido de aguas turquesas e infinita belleza, que captura por siempre el corazón de los románticos. Cuando lo ves una vez, ya no puedes separarte de él; es así, tan hipnótico como el hierro magnético, tan salvaje como una yegua por domar, tan hermoso como una estrella fulgurante. Y en nuestra vivienda, todas las habitaciones eran exteriores: los tres dormitorios, el salón comedor, la cocina, el cuarto de baño y el despacho de Bruno. Todas daban al mar. Un lujo edulcorado con el profundo y relajante sonido de las olas y el olor a salitre.

 

Las ensambladuras habían dañado la retina de papá, y el pobre pasó una temporada nefasta. Por aquel entonces, el único remedio para reparar su encantadora mirada era soportar unas gafas de armazón fuliginoso y compacto, cuyas opacas y negras lunas tan solo le permitían ver por un minúsculo agujero concéntrico. Y menos mal que tenía el abismo de sus amores cerca. La inmensidad de sus aguas suavizó su padecimiento y dolor. Yo jugueteaba a taparle ese único orificio velado por cartón cuché, pero él nunca se enfadaba, y a veces me dejaba utilizarlas. Pasado el suplicio de aquella insoportable pantalla que cubría la hermosura de sus ojos, todo volvió a ser maravilloso. Pero Bruno había nacido con una pesada carga: el infortunio. Un día de primavera tardía, cuando las flores de los jardines comenzaban a brotar y el sulfurado piélago que acompañaba nuestras noches sonreía con un leve canto vespertino, llegó a casa el encargado de la fábrica y, tras una breve conversación en el despacho, mamá se deshizo en un torbellino de lloros que no entendí hasta pasadas varias jornadas.

 

Bruno había sucumbido cuando realizaba una soldadura dentro de un silo de grava. Se había quedado terminando la faena durante la hora de la comida, y cuando el operario que ponía en funcionamiento el depósito regresó del almuerzo, olvidó que Bruno estaba dentro. Dio al botón “on” y… roug, roug, roug… las piernas de mi pobre papá sobresalieron por la abertura de la cuba entre toneladas de gravilla. Se asfixió entre una arena mucho más gruesa que la de la playa del Ris o la del Tregandín, que tanto amaba. Unas rugosas y consistentes partículas sesgaron su vida en la plenitud de la madurez. Mamá se quedó viuda con cuarenta y siete años, y Noa huérfana de padre a los diecisiete. Convertida en una jovencita pequeña y atractiva, encontró el apoyo necesario para superar su tristeza en el cariño y la comprensión de Patxi: su novio. Un mozo moreno y espigado que la mimaba con el respeto que merecía. Yo, recién cumplido mi quinto aniversario, pasé de ser Giggi ojos chispita a ser Giggi ojos tristes. Mis violáceas y felinas niñas se quedaron macilentas como las turbias aguas de una tarde nublada y otoñal del mar de mis sueños.

 

 

Me llevaron por un tiempo a casa de una amiguita. Y cuando regresé, mamá se había transformado. Estaba sentada en una de las sillas verde agua de la cocina, y al instante de contemplarla me fui llorando y gritando a moco tendido: ¡que esa no era mi mamá! Clara nunca se había convertido en una señorona, como pudo haberlo hecho a nuestro regreso de Alemania. Mantuvo la humildad de los obreros. Y ese, su particular encanto, la separaba de los nuevos ricos cuyos excesos pretenciosos los ridiculizan. Pero tras la muerte de Bruno, su negro sepulcral me horrorizó. Falda bruna por debajo de la rodilla, suéter cisne más azabache que la mismísima piedra semipreciosa del mismo nombre, rebeca de idéntico color, medias más opacas que una noche sin luna, zapatos tenebrosos como los más ortopédicos de todos los existentes en un escaparate para dichos menesteres, y, a la postre, una pamela de ala corta soportando un traslúcido velo que cubría su rostro y su cuello, envejecidos diez años en tan solo diez días. Su nueva y lúgubre presencia produjo en mi mente de chiquilla un espantoso rechazo. Clara pasó de ser una mujer sencilla y ahorradora a ser la fiel aliada de la dama de la Hoz.

 

En los días sucesivos a esta catarsis materna, comencé a sufrir mis primeros trastornos psicológicos y también mis primeras visiones. Estábamos sentadas a la mesa, preparadas para comer, y de repente decía con los ojos desorbitados: —Mami, ¿por qué no le pones un plato de comida a papi? Está a tu lado esperando que lo hagas. Cuando me reñían por mis continuas fantasías, iba a la cómoda de la habitación, cuyo espejo sostenía la única fotografía que habían dejado del pobre Bruno en toda la casa… Y abría los cajones a modo de escalera para trepar hasta el más alto y hablar con la única persona del universo que me entendía: mi padre. Razonaba con él como si estuviera tan presente como las mismísimas gavetas que me aupaban. A estos continuos desvaríos los acompañó una fiebre tan alta que tuvieron que velar mis intranquilas noches. En mis agitadas pesadillas solo evocaba a Bruno cogiéndome los pies para jugar. Mi tía Águeda, religiosa hasta la médula, tenía por costumbre visitar a una señora cuyos dones celestes eran vox populi en el vecindario. Y un día, sin decir nada a nadie, me asió de la mano y me llevó ante su presencia sin avisarle de mi particular trastorno. Rosario —que así se llamaba la bendita—, al instante de verme, exhaló un pequeño chillido: —¡Dios bendito! ¿Cómo no me has traído a esta criatura antes, Aguedita? —¿Por… por qué dice eso? —contestó entre balbuceos la buena de mi tía. —Porque, de no haberlo hecho, esta pequeña luciérnaga, casi extinguida, hubiera seguido debatiéndose entre la vida y la muerte hasta que el destino decidiera su final.

 

A Águeda, del susto que se llevó, se le erizó todo el vello del cuerpo. Yo, que no entendía nada de nada, y que vi su cara de circunstancia y el posterior salto que la ubicó de lleno en un sillón, me puse a reír con unas grotescas carcajadas. Rosario acarició mi cabello y sentí que me entendía. La miré y me callé; luego me acomodé en su regazo y escuché la trémula voz de mi tía: —¿Y cómo es eso? —le preguntó. —Esta niña estaba tan unida al desdichado de su padre que, ahora, al verla tan desamparada en este mundo, la arrastra con él. Es su sombra. Mi madrina, temblorosa como una hoja de árbol fútil y endeble, terminó por desmayarse. Cuando despertó, “Giggi ojos tristes” volvía a sonreír.

 

Águeda nunca creyó que Rosario solo había rezado una de sus muchas oraciones, acariciando mi espalda e implorando para sus adentros que todo pasara. Pero eso fue lo único que sucedió. Desde entonces cesaron las pesadillas y las fiebres, y las apariciones de papá, en vez de debilitarme y entristecer mi semblante, me aportaron nuevos amigos que le acompañaban en su vía crucis celeste. Fui creciendo como una niña, en apariencia, normal, aunque siempre necesitaba unos momentos de soledad para mis ensoñaciones y mis compañeros imaginarios. En el colegio, las religiosas —pese a ser la primera de la clase— estaban enojadas de tener que castigarme cara a la pared por mi continua verborrea. Pero sus reprimendas servían de poco, pues frente al lienzo de ladrillos tostados de mi aula, seguía hablando.

 

Una mañana, la señorita María Jesús me preguntó con quién hablaba, y yo le contesté que con Sor Marieta del Niño Jesús. Noté que un profundo escalofrío recorría su ajado y diminuto cuerpo… unos segundos después, tras carraspear en repetidas ocasiones, se recompuso. Entonces me preguntó con su habitual y dulce timbre de voz: —Tesoro, ¿cómo es Sor Marieta? Cuando se la hube descrito, su rostro estaba más cerúleo que el de las muñecas de porcelana china. Años después supe que Sor Marieta del Niño Jesús era tal y como yo la había descrito, solo que había fenecido diez años antes de mi llegada a la escuela. A aquel ilustre suceso —extraordinario para las sores y corriente en mi cotidiana vida— le sucedieron otros muchos, y esto mermó mi popularidad… No porque prefiriera estar con los amiguitos que nadie veía, sino porque mis compañeras comenzaron a mirarme de reojo y a llamarme “la niña de los muertos”. Sus lapidarios comentarios nunca me dañaron, porque supe fusionar mi particular mundo con el de las Nancys y los juegos populares.

 

En la adolescencia, y por cuenta propia, comencé a visitar a Rosario de vez en cuando. Ella me contaba historias fantásticas y me decía que mi luz saldría al exterior cuando estuviera preparada. Después de visitarla, paseaba por la orilla del mar y escribía poesías interminables con interminables preguntas que nunca sabía contestar. Y los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años pasaban al compás de la dulce brisa que azota mi ventana cada mañana de mi melancólica y privativa existencia. Con la sensación, cada vez más persistente, de ver más allá de lo real, más allá de lo que pulula por la savia conocida, mis sesiones con Rosario se hicieron asiduas: solo ella comprendía mis percepciones por sufrirlas en sus propias carnes. Un día mantuvimos una conversación que me dejó tan perpleja, que fui incapaz de conciliar el sueño durante la semana posterior.

—Siento que debo ayudar a esas personas que me reclaman desde el más allá, pero no sé cómo hacerlo. No siento temor, pero la culpabilidad corroe mis entrañas. ¿Qué puedo hacer? —le explicaba yo, como tantas otras veces. Para mi asombro, Rosario no razonó como solía hacerlo.

 

—Pues lo mismo que hice yo cuando llegó mi hora: leer los libros prohibidos, los libros de Hades. Tu hora ha llegado: debes conocer tu verdad —dijo con una maternal sonrisa que alivió mi sorpresa.

 

—¿Y cómo puedo conocerla?

 

—Para sentirte en paz contigo misma, debes socorrer a esos seres de ultratumba que te persiguen. Y tu madre es la única que tiene la llave… yo no puedo ayudarte ahora.

 

—¿No entiendo?

 

—Tranquila, mi amor —me arrebujó entre sus gratificantes brazos—, todo saldrá bien. Ya lo entenderás. Pregúntale a Clara, ella te dará lo necesario para comenzar tu aprendizaje. Después volverás a mí, y yo te enseñaré. Ya lo verás.

 

Cuando me armé del valor necesario para preguntarle a mi madre, esperé a que gozara de un buen día y a que estuviéramos a solas. Tras prepararle su habitual merienda —una taza de porcelana fina, repleta hasta la guirnalda dorada de leche desnatada Pascual con una cucharada de Nescafé descafeinado y un terrón de azúcar moreno, junto a un platito con mantel de bolillos y seis galletas Príncipe de Artiach, todo servido en bandeja de plata— abordé el asunto que volvía a desvelarme, como cuando papá había dejado este mundo.

 

Pero mamá hizo caso omiso a mis muchas peticiones de aclarar ese tema que Rosario había mencionado y que supuraba en mi organismo como una llaga candente que necesita sanar. Y los años pasaron como una sucesión encadenada de cuentas nacaradas, con la egoísta negación de mi inflexible progenitora, y me convertí en una completa anacoreta. Encerrada en mi casa de ventanales blancos y amigos ilusorios que aparecían y desaparecían sin que pudiera darles una solución. Solo las vistas al voluptuoso océano que contemplaba mi vida me invitaban a seguir caminando por las espinas de mi particular flor. Pasaron muchos años hasta que averigüé mi verdadera historia.

 

La conocí cuando Clara expiraba, a mis cuarenta y cuatro años de soledad inmadura y eternas vivencias paranormales. Entonces, cuando su cuerpo enflaquecido y su mirada desmejorada se apagaban con la noche, se prestó a revelarme el secreto que con celo había guardado desde mi nacimiento.

 

Padre me había llevado a casa cuando contaba con ocho días de existencia. Era fruto de una aventura extramarital con una médium que trabajaba como echadora de cartas en un circo ambulante. Nadie podía negar que era su hija: sus mismos perturbadores ojos, su mismo lunar en forma de corazón sobre la comisura izquierda del labio, y su misma sonrisa. Clara y Noa no pudieron oponerse a que permaneciera y cohabitara bajo su mismo techo, pero ninguna de las dos me quería. En el lecho de muerte, la que había sido mi madre adoptiva por todos y cada uno de mis solitarios y mohínos días, me entregó unos libros que guardaba para la ocasión, y que descubrí eran de mi madre biológica: una danesa con facultades mentales extraordinarias, que murió al traerme al mundo.

 

Leyéndolos con detenimiento, he descubierto que mi progenitora vino a la Tierra desde más allá del horizonte albar, con el único propósito de engendrar a una criatura que acercara a los seres humanos a esa parte olvidada de sus cuerpos: el alma. Por eso mis experiencias parapsicológicas, mis continuos tormentos, mis visiones y mis conversaciones con las aureolas compungidas entre el mundo de la vida y el mundo de después de la muerte conocida. También se llamaba Olga, cuya traducción del germánico viene a significar “sagrada”, y eligió a mi padre como su hombre por el mero hecho de tener los ojos violetas: el color del misterio, el misticismo y la templanza. El lunar con forma de corazón: símbolo del amor. Y un tatuaje en el hombro derecho que representaba a un querubín divino: señal de sus creencias.

 

Sedujo a Bruno porque era un hombre bueno, tan bueno que quiso arrastrarme con él al dejarme desvalida entre dos personas que no me amaban. Pero él no conocía los poderes de su vikinga particular, una influyente hada que me protegía desde el cielo y que me había engendrado para el bien de la humanidad. Tras leer su legado, y ayudada por Rosario, he llegado a bautizarme como una de las espiritistas en contacto perpetuo con los seres enquistados entre lo terreno y lo celeste. Nací para socorrerlos, y desde que averigüé la verdad de mi sino, mi vida ha florecido. El Cantábrico nunca está plomizo, y aunque la noche sea oscura, siempre voy acompañada de una luz brillante que esclarece mis recatados pasos como si caminara por los tenues algodones del universo.

 

©Anna Genovés

Creada por su autora en 2012

Revisada por la IA Copilot en 2025

 

🖋️ Nota editorial Este relato fue creado por Anna Genovés en 2012, revisado y enriquecido en 2025 con la colaboración de Copilot, su asistente literario. Giggi, con sus ojos tristes y su alma luminosa, regresa para recordarnos que hay vidas que se escriben entre dos mundos. La imagen que acompaña esta historia representa el rostro de lo invisible: una joven que ve más allá de lo real, y que camina entre sombras con la luz de su verdad.





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