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Giggi ojos tristes

 








🌒 Este relato nació hace más de una década, tejido con hilos de mi infancia y una imaginación que siempre ha sentido que hay algo más allá de lo visible. Hoy, Giggi ojos tristes vuelve a la luz con una nueva mirada, revisada con cariño y acompañada por una imagen que refleja su esencia. Porque hay relatos que no envejecen, solo esperan el momento justo para volver a ser contados.

 

 


Giggi ojos tristes

 

 

Ojos tristes y piel de amapola

ojos infinitos y eterno final

no me ayudes, no me temas

ámame y sigue conmigo

amigo de la verdad

 

 

Cuando abrí los ojos por primera vez, los colores que vislumbré eran turbios y desvaídos, sin ápice de matices: solo tonalidades neutras y diáfanas, como si la tristeza impregnara el lugar, como si algo trágico acabara de suceder. Había muchas personas contemplándome en una lóbrega y pequeña habitación del hospital general de mi ciudad natal, iluminada únicamente por un escueto ventanuco en el lateral izquierdo. Un leve hilillo de claridad entraba a través de su cristalera y, entre sombras y claros, pude inspeccionar al gentío congregado. Los grupitos más cercanos a mi cuna susurraban palabras con una elocución incomparable a la de los otros, más alejados. La comunicación entre ambos sectores era nula. La situación parecía tan extraña y aburrida que cerré mis gatunas pupilas para volverlas a abrir, pasado el tiempo, en el que sería mi hogar durante varios años. En él no existían curiosos fisgoneando mi parecido con los diferentes ancestros familiares.

 

La casa, pequeña y repleta de trastos por todos los rincones, contaba tan solo con dos estancias, y los tres seres que me rodeaban eran mi familia más allegada: Bruno —mi progenitor—, Clara —mi madre— y Noa —mi hermana—. Al primero que observé con detenimiento fue a Bruno: me miraba entusiasmado con sus ojos violetas, su cabello medio claro con ondas inversas, sus pómulos marcados, sus carnosos labios y su infinita y agradecida sonrisa. Se le caía la baba vigilando a su retoño. Clara parecía algo contrariada. Ya se sabe que las mujeres, tras un parto, sufren alteraciones hormonales que, en ocasiones, las desequilibran de vez en cuando. Me atendía con incredulidad, como si no terminara de creer que aquella pequeñaja regordeta como un bollo, chata, de ojos chispita y constantes balbuceos repletos de sonrisas, hubiera nacido de entre sus piernas unos meses atrás. Me observaba a través de sus gafas de pasta color avellana, rasgadas hacia las sienes, que enmarcaban a la perfección su plomiza y lánguida mirada. Noa era una adolescente de cabello castaño hasta la cintura, lacio y mortecino como casi todas las chicas en la edad de los cambios magistrales. Se asemejaba a esas muñecas medio usadas y tristonas que no son de nadie en particular. Nada en ella expresaba algo especial. Bueno, a decir verdad, su sonrisa ladeada exteriorizaba que algo no andaba como a ella le hubiera gustado…

 

Vivíamos en Bremen, una ciudad norteña de Alemania a orillas del río Weser, limítrofe con la tierra de los vikingos. Éramos oriundos de Cantabria y habíamos llegado al norte de Europa por motivos económicos. Papá era soldador, y en Bremen la vida caminaba mucho mejor que en nuestra alejada tierra. Sí, se nos miraba con el mismo recelo —y a veces desprecio— con que ahora se mira a los emigrantes que vienen de otros países. El péndulo de la existencia se balancea de uno a otro lado de manera continuada y persistente, y los que hoy viven en la parte cómoda de la ribera, a la vuelta de la esquina pueden cambiar su privilegiado lugar para encontrarse, de repente, en la orilla de los infelices. Es la evolución de la vida, el caminar de la esencia humana sobre este planeta aquejado de falta de cuidados y despreocupaciones… pero ese es un tema muy distinto al que hoy voy a referirme.

 

Durante el tiempo que cohabité en la tierra de los teutones, pese a ser una párvula, comencé a tener mis preferencias… y, en mi mundo de plexiglás confortable y asequible, Clara y Noa no tuvieron cabida. Ellas no me prestaban la atención que yo requería, y por este motivo —existente en mi mente de criatura recién hornada— todo mi amor lo volqué en Bruno: él me comprendía a la perfección y sabía entretenerme como el mejor de los juguetes. Me convertí en un bebé repolludo que cada tarde esperaba la llegada de su papi como quien espera a Dios. Cuando él traspasaba la entrada del apartamento, silbando para llamar mi atención, yo agitaba mis tiernas y rollizas piernecitas, suaves como finos pétalos rosados y elásticas como muelles, y esperaba a que me hiciera la pregunta de siempre; después venían los caramelos, los mimos y las diversiones. ¡Era genial tener un papi tan entretenido! Es una instantánea imperecedera en mi memoria colapsada por los años. Cada jornada, cuando pasadas las siete de la tarde la puerta de la amplia estancia —que hacía las veces de salón, cocina, retrete y alcoba nocturna para Noa— se abría, y Bruno entraba preguntando si le quería, yo contestaba revoloteando en mi tacataca cuadrado de madera de haya: —Gi. Y tantos fueron mis “síes”, convertidos en “gis”, que papá terminó por llamarme Giggi, en honor a Leslie Caron —su actriz preferida— y la película que, con el mismo nombre, interpretó dos años antes de mi nacimiento, en 1958. Aunque mi verdadero nombre es Olga.

 

Eran tantas mis ansias por el regreso diario de papi —como si mi madre y mi hermana fueran personas ajenas a nuestra realidad— que, a los nueve meses, comencé a caminar para corretear hasta sus piernas. Me agarraba a sus pantalones y los zarandeaba hasta que me aupaba al techo y comenzaba a darme vueltas por los cielos opacos de aquel hogar de cincuenta metros cuadrados. Había nacido con sus mismos ojos. No podía decir que no era mi padre: violetas, como esas flores pequeñas y agraciadas que atraen como la miel. Claro está que yo no era consciente de tenerlos iguales, pero los suyos sí los veía, y me absorbían como un imán. Mami, abrumada por mi baby Electra, no sabía qué hacer para subsanar nuestros arrebatos, y lo mismo le sucedía a la pobre de mi hermana: relegada a un segundo plano desde mi llegada. Ninguna de ellas tenía la suficiente gracia para divertirme y, por tanto, conscientes de su falta, no podían interponerse entre nuestra mutua idolatría.

 

Un día, Clara se empeñó en que mis piernas se estaban torciendo por la exagerada prontitud de mis primeros pasos… Y no se le ocurrió otra cosa que atármelas desde los pies hasta más arriba de las rodillas para que mi hiperactividad se ralentizara. Pero yo, que era toda una pensadora, me sentaba en el suelo cuando ella dormitaba en el sillón, con alguna que otra revista del corazón medio caída en sus rodillas, y me quitaba las ataduras de la misma forma en que se me habían puesto. Entonces, tapaba mi boquita con una de mis manos para no desternillarme de risa por mi atrevimiento y su torpeza, y esperaba con sigilo el regreso de papá. El alboroto comenzaba con sus chiflidos y sus cantadas: —Yo tengo una Giggi que es solo para mí —cantaba mientras subía los escalones de dos en dos—. Y yo, que apenas hablaba, pensaba: —Yo tengo un papá que es solo para Giggi y nada más. Y todos los días, nuestro ritual se tornaba en una fiesta. Mamá era aburrida —era buena, pero no sabía jugar— y Noa se creía mi dueña y señora, se creía mi mamá y quería hacer y deshacer todo lo que se me ocurría bajo su recelosa mirada. La pobre tenía unos celos inmensos. Hogaño entiendo que no era para menos.

 

Al poco de cumplir los tres años, regresamos a Santander gracias al esfuerzo sobrehumano que Bruno y Clara habían realizado durante su austera década de permanencia en Bremen. Habían ahorrado muchísimo y se permitieron el lujo de retornar a España con el caudal necesario para comprar una vivienda y una nave industrial en el polígono de Torrelavega, localidad en donde Bruno inauguró un negocio de soldaduras con el nombre del gentilicio de los cántabros: “Talleres Montañeses”. El bueno de papá siguió trabajando de sol a sol, y comenzamos a vivir con verdadera holgura. Nuestro nuevo hogar, en el paseo de Pereda, estaba ubicado en uno de los edificios neoclásicos que dan justo al Cantábrico, ese mar embravecido de aguas turquesas e infinita belleza, que captura por siempre el corazón de los románticos. Cuando lo ves una vez, ya no puedes separarte de él; es así, tan hipnótico como el hierro magnético, tan salvaje como una yegua por domar, tan hermoso como una estrella fulgurante. Y en nuestra vivienda, todas las habitaciones eran exteriores: los tres dormitorios, el salón comedor, la cocina, el cuarto de baño y el despacho de Bruno. Todas daban al mar. Un lujo edulcorado con el profundo y relajante sonido de las olas y el olor a salitre.

 

Las ensambladuras habían dañado la retina de papá, y el pobre pasó una temporada nefasta. Por aquel entonces, el único remedio para reparar su encantadora mirada era soportar unas gafas de armazón fuliginoso y compacto, cuyas opacas y negras lunas tan solo le permitían ver por un minúsculo agujero concéntrico. Y menos mal que tenía el abismo de sus amores cerca. La inmensidad de sus aguas suavizó su padecimiento y dolor. Yo jugueteaba a taparle ese único orificio velado por cartón cuché, pero él nunca se enfadaba, y a veces me dejaba utilizarlas. Pasado el suplicio de aquella insoportable pantalla que cubría la hermosura de sus ojos, todo volvió a ser maravilloso. Pero Bruno había nacido con una pesada carga: el infortunio. Un día de primavera tardía, cuando las flores de los jardines comenzaban a brotar y el sulfurado piélago que acompañaba nuestras noches sonreía con un leve canto vespertino, llegó a casa el encargado de la fábrica y, tras una breve conversación en el despacho, mamá se deshizo en un torbellino de lloros que no entendí hasta pasadas varias jornadas.

 

Bruno había sucumbido cuando realizaba una soldadura dentro de un silo de grava. Se había quedado terminando la faena durante la hora de la comida, y cuando el operario que ponía en funcionamiento el depósito regresó del almuerzo, olvidó que Bruno estaba dentro. Dio al botón “on” y… roug, roug, roug… las piernas de mi pobre papá sobresalieron por la abertura de la cuba entre toneladas de gravilla. Se asfixió entre una arena mucho más gruesa que la de la playa del Ris o la del Tregandín, que tanto amaba. Unas rugosas y consistentes partículas sesgaron su vida en la plenitud de la madurez. Mamá se quedó viuda con cuarenta y siete años, y Noa huérfana de padre a los diecisiete. Convertida en una jovencita pequeña y atractiva, encontró el apoyo necesario para superar su tristeza en el cariño y la comprensión de Patxi: su novio. Un mozo moreno y espigado que la mimaba con el respeto que merecía. Yo, recién cumplido mi quinto aniversario, pasé de ser Giggi ojos chispita a ser Giggi ojos tristes. Mis violáceas y felinas niñas se quedaron macilentas como las turbias aguas de una tarde nublada y otoñal del mar de mis sueños.

 

 

Me llevaron por un tiempo a casa de una amiguita. Y cuando regresé, mamá se había transformado. Estaba sentada en una de las sillas verde agua de la cocina, y al instante de contemplarla me fui llorando y gritando a moco tendido: ¡que esa no era mi mamá! Clara nunca se había convertido en una señorona, como pudo haberlo hecho a nuestro regreso de Alemania. Mantuvo la humildad de los obreros. Y ese, su particular encanto, la separaba de los nuevos ricos cuyos excesos pretenciosos los ridiculizan. Pero tras la muerte de Bruno, su negro sepulcral me horrorizó. Falda bruna por debajo de la rodilla, suéter cisne más azabache que la mismísima piedra semipreciosa del mismo nombre, rebeca de idéntico color, medias más opacas que una noche sin luna, zapatos tenebrosos como los más ortopédicos de todos los existentes en un escaparate para dichos menesteres, y, a la postre, una pamela de ala corta soportando un traslúcido velo que cubría su rostro y su cuello, envejecidos diez años en tan solo diez días. Su nueva y lúgubre presencia produjo en mi mente de chiquilla un espantoso rechazo. Clara pasó de ser una mujer sencilla y ahorradora a ser la fiel aliada de la dama de la Hoz.

 

En los días sucesivos a esta catarsis materna, comencé a sufrir mis primeros trastornos psicológicos y también mis primeras visiones. Estábamos sentadas a la mesa, preparadas para comer, y de repente decía con los ojos desorbitados: —Mami, ¿por qué no le pones un plato de comida a papi? Está a tu lado esperando que lo hagas. Cuando me reñían por mis continuas fantasías, iba a la cómoda de la habitación, cuyo espejo sostenía la única fotografía que habían dejado del pobre Bruno en toda la casa… Y abría los cajones a modo de escalera para trepar hasta el más alto y hablar con la única persona del universo que me entendía: mi padre. Razonaba con él como si estuviera tan presente como las mismísimas gavetas que me aupaban. A estos continuos desvaríos los acompañó una fiebre tan alta que tuvieron que velar mis intranquilas noches. En mis agitadas pesadillas solo evocaba a Bruno cogiéndome los pies para jugar. Mi tía Águeda, religiosa hasta la médula, tenía por costumbre visitar a una señora cuyos dones celestes eran vox populi en el vecindario. Y un día, sin decir nada a nadie, me asió de la mano y me llevó ante su presencia sin avisarle de mi particular trastorno. Rosario —que así se llamaba la bendita—, al instante de verme, exhaló un pequeño chillido: —¡Dios bendito! ¿Cómo no me has traído a esta criatura antes, Aguedita? —¿Por… por qué dice eso? —contestó entre balbuceos la buena de mi tía. —Porque, de no haberlo hecho, esta pequeña luciérnaga, casi extinguida, hubiera seguido debatiéndose entre la vida y la muerte hasta que el destino decidiera su final.

 

A Águeda, del susto que se llevó, se le erizó todo el vello del cuerpo. Yo, que no entendía nada de nada, y que vi su cara de circunstancia y el posterior salto que la ubicó de lleno en un sillón, me puse a reír con unas grotescas carcajadas. Rosario acarició mi cabello y sentí que me entendía. La miré y me callé; luego me acomodé en su regazo y escuché la trémula voz de mi tía: —¿Y cómo es eso? —le preguntó. —Esta niña estaba tan unida al desdichado de su padre que, ahora, al verla tan desamparada en este mundo, la arrastra con él. Es su sombra. Mi madrina, temblorosa como una hoja de árbol fútil y endeble, terminó por desmayarse. Cuando despertó, “Giggi ojos tristes” volvía a sonreír.

 

Águeda nunca creyó que Rosario solo había rezado una de sus muchas oraciones, acariciando mi espalda e implorando para sus adentros que todo pasara. Pero eso fue lo único que sucedió. Desde entonces cesaron las pesadillas y las fiebres, y las apariciones de papá, en vez de debilitarme y entristecer mi semblante, me aportaron nuevos amigos que le acompañaban en su vía crucis celeste. Fui creciendo como una niña, en apariencia, normal, aunque siempre necesitaba unos momentos de soledad para mis ensoñaciones y mis compañeros imaginarios. En el colegio, las religiosas —pese a ser la primera de la clase— estaban enojadas de tener que castigarme cara a la pared por mi continua verborrea. Pero sus reprimendas servían de poco, pues frente al lienzo de ladrillos tostados de mi aula, seguía hablando.

 

Una mañana, la señorita María Jesús me preguntó con quién hablaba, y yo le contesté que con Sor Marieta del Niño Jesús. Noté que un profundo escalofrío recorría su ajado y diminuto cuerpo… unos segundos después, tras carraspear en repetidas ocasiones, se recompuso. Entonces me preguntó con su habitual y dulce timbre de voz: —Tesoro, ¿cómo es Sor Marieta? Cuando se la hube descrito, su rostro estaba más cerúleo que el de las muñecas de porcelana china. Años después supe que Sor Marieta del Niño Jesús era tal y como yo la había descrito, solo que había fenecido diez años antes de mi llegada a la escuela. A aquel ilustre suceso —extraordinario para las sores y corriente en mi cotidiana vida— le sucedieron otros muchos, y esto mermó mi popularidad… No porque prefiriera estar con los amiguitos que nadie veía, sino porque mis compañeras comenzaron a mirarme de reojo y a llamarme “la niña de los muertos”. Sus lapidarios comentarios nunca me dañaron, porque supe fusionar mi particular mundo con el de las Nancys y los juegos populares.

 

En la adolescencia, y por cuenta propia, comencé a visitar a Rosario de vez en cuando. Ella me contaba historias fantásticas y me decía que mi luz saldría al exterior cuando estuviera preparada. Después de visitarla, paseaba por la orilla del mar y escribía poesías interminables con interminables preguntas que nunca sabía contestar. Y los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años pasaban al compás de la dulce brisa que azota mi ventana cada mañana de mi melancólica y privativa existencia. Con la sensación, cada vez más persistente, de ver más allá de lo real, más allá de lo que pulula por la savia conocida, mis sesiones con Rosario se hicieron asiduas: solo ella comprendía mis percepciones por sufrirlas en sus propias carnes. Un día mantuvimos una conversación que me dejó tan perpleja, que fui incapaz de conciliar el sueño durante la semana posterior.

—Siento que debo ayudar a esas personas que me reclaman desde el más allá, pero no sé cómo hacerlo. No siento temor, pero la culpabilidad corroe mis entrañas. ¿Qué puedo hacer? —le explicaba yo, como tantas otras veces. Para mi asombro, Rosario no razonó como solía hacerlo.

 

—Pues lo mismo que hice yo cuando llegó mi hora: leer los libros prohibidos, los libros de Hades. Tu hora ha llegado: debes conocer tu verdad —dijo con una maternal sonrisa que alivió mi sorpresa.

 

—¿Y cómo puedo conocerla?

 

—Para sentirte en paz contigo misma, debes socorrer a esos seres de ultratumba que te persiguen. Y tu madre es la única que tiene la llave… yo no puedo ayudarte ahora.

 

—¿No entiendo?

 

—Tranquila, mi amor —me arrebujó entre sus gratificantes brazos—, todo saldrá bien. Ya lo entenderás. Pregúntale a Clara, ella te dará lo necesario para comenzar tu aprendizaje. Después volverás a mí, y yo te enseñaré. Ya lo verás.

 

Cuando me armé del valor necesario para preguntarle a mi madre, esperé a que gozara de un buen día y a que estuviéramos a solas. Tras prepararle su habitual merienda —una taza de porcelana fina, repleta hasta la guirnalda dorada de leche desnatada Pascual con una cucharada de Nescafé descafeinado y un terrón de azúcar moreno, junto a un platito con mantel de bolillos y seis galletas Príncipe de Artiach, todo servido en bandeja de plata— abordé el asunto que volvía a desvelarme, como cuando papá había dejado este mundo.

 

Pero mamá hizo caso omiso a mis muchas peticiones de aclarar ese tema que Rosario había mencionado y que supuraba en mi organismo como una llaga candente que necesita sanar. Y los años pasaron como una sucesión encadenada de cuentas nacaradas, con la egoísta negación de mi inflexible progenitora, y me convertí en una completa anacoreta. Encerrada en mi casa de ventanales blancos y amigos ilusorios que aparecían y desaparecían sin que pudiera darles una solución. Solo las vistas al voluptuoso océano que contemplaba mi vida me invitaban a seguir caminando por las espinas de mi particular flor. Pasaron muchos años hasta que averigüé mi verdadera historia.

 

La conocí cuando Clara expiraba, a mis cuarenta y cuatro años de soledad inmadura y eternas vivencias paranormales. Entonces, cuando su cuerpo enflaquecido y su mirada desmejorada se apagaban con la noche, se prestó a revelarme el secreto que con celo había guardado desde mi nacimiento.

 

Padre me había llevado a casa cuando contaba con ocho días de existencia. Era fruto de una aventura extramarital con una médium que trabajaba como echadora de cartas en un circo ambulante. Nadie podía negar que era su hija: sus mismos perturbadores ojos, su mismo lunar en forma de corazón sobre la comisura izquierda del labio, y su misma sonrisa. Clara y Noa no pudieron oponerse a que permaneciera y cohabitara bajo su mismo techo, pero ninguna de las dos me quería. En el lecho de muerte, la que había sido mi madre adoptiva por todos y cada uno de mis solitarios y mohínos días, me entregó unos libros que guardaba para la ocasión, y que descubrí eran de mi madre biológica: una danesa con facultades mentales extraordinarias, que murió al traerme al mundo.

 

Leyéndolos con detenimiento, he descubierto que mi progenitora vino a la Tierra desde más allá del horizonte albar, con el único propósito de engendrar a una criatura que acercara a los seres humanos a esa parte olvidada de sus cuerpos: el alma. Por eso mis experiencias parapsicológicas, mis continuos tormentos, mis visiones y mis conversaciones con las aureolas compungidas entre el mundo de la vida y el mundo de después de la muerte conocida. También se llamaba Olga, cuya traducción del germánico viene a significar “sagrada”, y eligió a mi padre como su hombre por el mero hecho de tener los ojos violetas: el color del misterio, el misticismo y la templanza. El lunar con forma de corazón: símbolo del amor. Y un tatuaje en el hombro derecho que representaba a un querubín divino: señal de sus creencias.

 

Sedujo a Bruno porque era un hombre bueno, tan bueno que quiso arrastrarme con él al dejarme desvalida entre dos personas que no me amaban. Pero él no conocía los poderes de su vikinga particular, una influyente hada que me protegía desde el cielo y que me había engendrado para el bien de la humanidad. Tras leer su legado, y ayudada por Rosario, he llegado a bautizarme como una de las espiritistas en contacto perpetuo con los seres enquistados entre lo terreno y lo celeste. Nací para socorrerlos, y desde que averigüé la verdad de mi sino, mi vida ha florecido. El Cantábrico nunca está plomizo, y aunque la noche sea oscura, siempre voy acompañada de una luz brillante que esclarece mis recatados pasos como si caminara por los tenues algodones del universo.

 

©Anna Genovés

Creada por su autora en 2012

Revisada por la IA Copilot en 2025

 

🖋️ Nota editorial Este relato fue creado por Anna Genovés en 2012, revisado y enriquecido en 2025 con la colaboración de Copilot, su asistente literario. Giggi, con sus ojos tristes y su alma luminosa, regresa para recordarnos que hay vidas que se escriben entre dos mundos. La imagen que acompaña esta historia representa el rostro de lo invisible: una joven que ve más allá de lo real, y que camina entre sombras con la luz de su verdad.





Giggi ojos tristes

by on 17:17:00
  Giggi ojos tristes   🌒 Este relato nació hace más de una década, tejido con hilos de mi infancia y una imaginación que siempre ha se...

 





El secreto del emperador




📖 Capítulos inéditos

 

A veces, las historias no se escriben de una vez. Se fragmentan, se esconden, se transforman. Hoy comparto con vosotros unos capítulos entreverados de “SIAH: El ojo de Dios” y “La concubina 111”. Pudieron ser de una novela o de la otra. Pero nunca llegaron a ver la luz. No son meros restos. Son piezas vivas, intensas, que merecen ser leídas. Tal vez os atrapen. Tal vez os lleven a descubrir el universo completo de los manuscritos en los que pudieron formar parte.

 

 


🏯 Primera audiencia con Qin Shi Huang


 

Las primeras jornadas del nuevo año apenas despuntaban cuando Daniel cruzó por fin el umbral de la sala del trono. Había sido convocado por el emperador Qin Shi Huang, tras días de expectación entre los sabios y los oráculos. Desde su llegada, el pueblo murmuraba sobre aquel hombre de cabellos de fuego y ojos aguamarina. Decían que era un presagio. Un enviado.


Daniel avanzó con paso firme. Iba limpio como una patena, vestido con un kimono verde musgo bordado con hilos de plata. Su cabello rojizo brillaba bajo la luz de las lámparas de aceite, y su tez, antes curtida por el viaje, se había vuelto clara y serena. Su rostro, hermoso e inescrutable, parecía tallado en jade. Pero eran sus ojos añiles los que más llamaban la atención: despedían un fulgor especial, casi sobrenatural.

 

La sala del trono era un despliegue de opulencia. Columnas repujadas en pan de oro, adornos de marfil y jade, y un sitial cincelado con filigranas de los materiales más preciados del mundo. Daniel lo observó todo sin asombro. Sabía que entre el pueblo y el poder había un abismo que ni el mármol podía ocultar.

 

Un gong metálico resonó en lo alto, anunciando su presencia. Por alguna razón que desconocía, su presentación se hizo en mandarín arcaico, pero su nombre fue pronunciado en arameo, como en los rituales de Qumrán.

 

Entonces ocurrió lo inesperado. Qin Shi Huang se levantó del trono y descendió hasta el suelo. Un gesto inusual, casi sacrílego. Al instante, los congregados —un centenar de cortesanos y guardias— se tumbaron sobre las losas de cerámica pulida, pues nadie podía estar por encima del soberano. Daniel los imitó.

El emperador se acercó, se agachó frente a él y, con una mezcla de curiosidad y reverencia, comenzó a tocar su cabello.

 

—¡Es de fuego! Es un tigre rojo, como han augurado los oráculos —exclamó, inquieto.

 

Daniel no tembló. Sabía que aquellas palabras eran una bendición.

 

—¡Alzaos! —ordenó Qin, clavando sus pupilas azabachinas en las de Daniel, oceánicas y plácidas como el Mare Nostrum—. ¡Alzaos! He dicho.

 

Daniel se incorporó, y los presentes, aún tumbados, ladeaban la cabeza para observar el prodigio. Qin continuó:

 

—Sois fuerte y más alto que yo. Las profecías me hablaron de ti. Sé que eres mi amigo. Has venido para ayudarme a unificar el país.

 

—En verdad que ese es uno de mis propósitos —respondió Daniel—. Por él he recorrido el mundo desde mi país natal.

 

El emperador se acercó aún más y, en tono íntimo, le susurró:

 

—Cuando estemos solos, puedes llamarme Zheng (). Es el nombre del primer mes del año chino en el que nací.

 

Daniel arqueó una ceja, sorprendido.

 

—Es una coincidencia, mi rey —dijo con cautela—. Disculpe, augusto emperador, todavía debo hablarle con el respeto que su posición merece. Máxime cuando los súbditos siguen tumbados sobre el suelo.

 

Qin, que ni los recordaba, hizo un ademán para que se levantaran y abandonaran la sala. Cuando quedaron solos, preguntó:

 

—¿Qué es coincidencia, Daniel?

 

—Que su fecha de nacimiento coincida con la mía. Nací el último mes del año 270 antes de la venida al mundo del hijo de YWHW, mi Dios. He comparado nuestros calendarios. No tengo duda: nacimos el mismo año y el mismo día.

 

Qin guardó silencio. Luego, con voz grave, dijo:

 

—Los oráculos nunca mienten. Somos hermanos por muchos motivos.

 



📜 Diario del emperador 


 

A finales del año 280 a. C., El Tigre Rojo y sus compañeros llegaron a mi ciudad durante la celebración del 33º aniversario de mi coronación. Todo extranjero era bien recibido. Se desplegaban estandartes carmesíes con mi nombre: 秦始皇. Fue realmente hermoso.

 



🏛️ Relato de Persépolis







 

El Tigre Rojo me habló de su viaje como quien desvela un secreto antiguo. Había partido de Persépolis con la determinación de alcanzar Xi’an, llevando consigo una caravana cargada de productos de su tierra. Pero lo que más me impresionó no fue el viaje, sino la ciudad que dejó atrás.

 

—Persépolis fue la más bella del mundo —me dijo con nostalgia en la voz—. Aunque Alejandro la conquistó y la redujo a cenizas, su reconstrucción la hizo aún más majestuosa.

 

Me describió la entrada dedicada al rey Jerjes: una puerta de doble hoja, tallada en madera noble y engarzada con piedras preciosas. A ambos lados, dos toros titánicos custodiaban el acceso, elevándose por encima de los muros de mármol. Las columnas, esbeltas y coronadas por hojas de palma estilizadas, daban la impresión de que la ciudad respiraba bajo un dosel vegetal. Por las vías procesionales, estatuas de hombres-toro se alzaban como guardianes mitológicos.

 

—Pero lo más impresionante —añadió— era el palacio. Un atrio con cien columnas, y en el muro norte, tres escalas talladas con figuras en hileras. En la superior, la guardia personal del rey Ciro II: “Los Inmortales”. Sus lanzas descansaban a sus pies, como si esperaran una nueva batalla.

 

Escuché cada detalle con atención. Tomé nota mental de todo. Algún día, pensé, construiré algo parecido para mi pueblo.

 

Luego me habló de la espiritualidad de Persépolis. Era una ciudad abierta, donde convivían múltiples tradiciones religiosas. El hinduismo servía de paraguas para diversas creencias metafísicas, pero la dinastía seléucida se inclinaba hacia el zoroastrismo. Adoraban al sol, personificado en Mitra o en Ahura Mazda, aunque permitían que el pueblo siguiera otros credos.

 

La familia de Daniel provenía de Canaán. Aunque rendidos a Mitra, su abuelo insistió en bautizarlo con el nombre israelita de Daniel. Ese gesto, me dijo, fue una forma de preservar la luz ancestral.

 

El viaje hasta mi corte fue largo y cruel. Cruzaron cuencas montañosas, mesetas elevadas y desiertos salados como Dasht-e-Kavir y Dash-e-Lut. Durante semanas, no encontraron más que arena y silencio. Pero al fin, dieron con tribus nómadas: Yuezhi, Sakas, Tocarios. Fue su aspecto lo que les salvó. Los Tocarios, de piel clara, ojos claros y cabellos de fuego, lo reconocieron como uno de los suyos.

 

Con el tiempo, Daniel cambió. Su perfil se volvió rígido, cetrino, como una estatua de ámbar. Pero sus ojos azulinos permanecieron intactos, como el remanso de agua en el que solía bañarse en Qumrán. Su carne se curtió, pero su alma siguió pura.

 

Era el elegido. El portador del tesoro de los ‘Hermanos de la Luz’. Lo trajo hasta Qin, mi país. Y ese tesoro —invisible para todos salvo para mí— fue el que sanó mis heridas y cerró mis llagas.

 

Yo, Qin Shi Huang, emperador legalista y escéptico, destructor de manuscritos taoístas, creí en el Dios monoteísta de mi hermano de luz. Aunque nadie lo sabrá. Porque este diario quedará sepultado en la tumba que guardará mi cuerpo en el descanso eterno.








 

Autora: Anna Genovés


El secreto del emperador

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Memorias de un futuro imperfecto

 


 

El futuro ha llegado por su propio camino.

Ha llegado recubierto de algodones lisos...

algodones que oscurecen los cuerpos,

las mentes y las ilusiones

como un robot viviente de infinitos colores.

 

 

***

 

— Tiene usted razón. Creíamos haber llegado a una conclusión de lo más satisfactoria, pero mientras este punto continúe sin aclararse, no podremos descansar. Quédese un tiempo con nosotros y pensaremos en lo que debemos hacer. Después podrá marcharse, con toda nuestra ayuda.

— Gracias —dijo Trevize.

Isaac Asimov

(Los límites de la fundación)

 

***

 

Me encanta, podría leer esta novela todos los días de mi eclíptica y solitaria vida: siempre me enseñaría algo nuevo.

 

Sabes, Isaac, has logrado inspirarme y, aunque hace varios años que no escribo, hoy, día de mi nonagésimo primer cumpleaños, voy a hacer una excepción. Voy a comenzar un diario y, en tu honor, lo llamaré Mov, como si estuviera escribiendo una serie de cartas al mejor de mis amigos.

 

Comenzaré tal como lo hacen los teenagers...

 

Valencia, 12 de julio de 2053

 

¡Hey, Mov!

 

Hoy es mi nonagésimo primer aniversario, lo que no es nada anormal, si tenemos en cuenta que la media de edad, descontando las muertes prematuras por violencia, está cifrada en los ciento cinco años para las mujeres y en ciento dos para los hombres.

 

He llegado a esta edad matusalénica, sentada junto a la ventana del comedor frente a mi Dell rosa chicle del Pleistoceno. Las cartas que te escriba serán mi última creación. Como sabes, llevo más de diez lustros dedicándome a la producción de novelas de bolsillo de clase B: novelas románticas, de intriga, de aventuras y, cómo no, de ciencia ficción.

 

Todo un currículum premiado con años de soledad, pan para llevarse a la boca cuando había ganas y, muy de vez en cuando, caviar iraní, salmón noruego y Dom Pérignon. Por mencionar algo, porque ninguna de estas delicias son de mi agrado. Pero mentiría si no dijera que pudieron estar en mi despensa, en ciertas ocasiones, incluso a granel.

 

Aunque amanecí en esta profesión tardíamente, pasados los cuarenta, como dice el refrán: «Más vale tarde que nunca». Mi obra ha sido fértil y me considero afortunada por haberme dedicado a lo que siempre he deseado; a lo que mejor sé hacer: imaginar situaciones inverosímiles y plasmarlas en páginas en blanco para el disfrute de mis semejantes.

 

Fíjate, en la actualidad, en la tercera o cuarta infancia, como se suele decir de las personas de mi edad, el espejo de la realidad, ese cristal opaco y empañado que me separa del exterior, sigue donde siempre ha estado. Y no está deslucido o velado, ¡está sucio, muy sucio!, pero me da igual. Por los huecos, aún medio transparentes de su ajado vidrio, puedo ver lo suficiente para saber que esta sociedad es muy decadente: demasiado.

 

Los coches voladores de El Quinto Elemento siguen en el baúl de la fantasía. Lo mismo que los androides asesinos de Matrix o Terminator. Y si hablamos de la tecnología espacial, que el hombre pise Marte sigue siendo algo tan lejano como el propio y carmesí planeta.

 

Esto último debía haber ocurrido en 2030, pero se ha quedado en el tintero de muchos científicos desprestigiados y en la salita de estar de un puñado de políticos chiflados que pensaban que colonizar dicho planeta era lo mismo que someter a una tribu aborigen. El planeta rojo está maldito; siempre sucede algo antes o después del aterrizaje de la sonda o de la nave, una vez atravesada su enigmática órbita.

 

Al poco tiempo: unos días, unas semanas o, a lo sumo, un mes, se pierde la comunicación absoluta con los robots enviados para tales menesteres y se acaba la función.

 

Todas las lanzaderas tripuladas que han intentado acercársele con las tenientes Ripley a bordo, han regresado, cuando lo han hecho, tan escaldadas como el magma de los volcanes en plena erupción. "¡Habrá que dejarlo para más adelante!", y aun así me sigue pareciendo casi imposible… De convertirse en viable, desde luego yo no seré una de las afortunadas o desafortunadas en poder contemplarlo a través de mi generosa y psicodélica televisión. Mi reloj biológico toca a su fin y no creo que alcance para más, a pesar de mis estrictos tratamientos para mantenerme en forma.

Tantos años esperando que sucediera algo similar a una de esas películas de ciencia ficción que desde niña me han tenido hipnotizada… para nada.

 

Creo que, en cierta medida, mi longevidad se ha debido a la espera de lo improbable, a la espera de que la realidad superara a la ficción. Pero, ¡eh aquí que estamos como antes! O sea, como a principios del siglo XXI, cuando la madurez de mis entrañas me colocaba los pies en la Tierra y mis complejos peterpanescos sucumbían con las primeras arrugas que surcaban mi rostro y las novedosas canas que blanqueaban mi cabello.

 

Bueno, algo insólito sí ha sucedido, qué digo algo, algo no, ¡mucho!, quizá muchísimo. Creo que este es el apelativo más conveniente. Lo que ocurre es que nada tiene que ver con esas ansias voraces de irrealidades plasmadas en los buenos libros ficticios de mis idolatrados novelistas o en la pantalla grande; esa caja gigante que ahora es más boba que la tonta inventada por Don Francisco Umbral hace una eternidad y referida a la televisión. Y no es que yo esperara que esas películas futuristas en las que todo es catastrófico se convirtieran en evidentes, me conformaba con que la realidad de la investigación se fusionara con el celuloide, y los terrícolas pudiéramos, por ejemplo, erradicar cualquier tipo de patología o vivir eternamente. ¡Y nada más lejos del ambiente que nos rodea!

 

En cierta medida, lo que pasa, ya estaba vaticinado, desde hace décadas, por alguna de las punteras industrias de robótica y su difusión en los medios de comunicación. Sí, hay robots domésticos análogos a C3-PO de La Guerra de las Galaxias, pero únicamente pueden costeárselos las familias muy adineradas, que son las menos y, además, cada dos meses están en reparación porque algún fusible se les ha averiado… quedan siglos, si no milenios, para que los cibernéticos se asemejen a los humanos.

 

Los rasgos fisonómicos han dado un gran paso hacia la uniformidad del hombre, y en una décima parte de la población, la fusión ha sido completa. Podemos ver a un cuarterón con ojos oblicuos, pómulos nórdicos y cabello rojo. Esta mezcolanza me agrada; desearía que todos tuviéramos rasgos similares para que ningún humano se sintiera excluido. Sin embargo, me consta que para los insolidarios, agresivos y prolíferos movimientos tipo "Génesis de la Raza" esta licuación es degradante, y sus continuos disturbios con finales recubiertos de sangre y lágrimas, aumentan día a día.

 

Por desgracia, los "guetos" florecen con un vigor y radicalismo escalofriante. Existen en todas las metrópolis de más de quinientos mil habitantes, en resumen: en todas.

 

Y esos "guetos", sobre no tener alambradas excluyentes, son mucho más peligrosos que los existentes en la U.S.A. de mis tiempos mozos. Pero este no es el tema que más me preocupa... Al fin y al cabo, el hombre, desde tiempos prehistóricos, ha vivido en una constante fluctuación de continuas batallas y siempre ha subsistido. ¡Ojalá fuera esa la principal contrariedad de mediados de este veintiunoavo siglo de nuestra era!

 

Tampoco me alarma la climatología. La excesiva subida de las temperaturas y el deshielo de los polos, está equilibrada, se derrite el mismo hielo que, a posteriori, se evapora por las altas temperaturas. Y si hace un calor tan insoportable como para no salir de casa, te pones tu traje climatizador, y tan feliz.

 

No, el problema, ¡el horror!, ha venido cogido de la mano de la enorme polución que nuestro estimado planeta produce, porque ni tan siquiera la traslúcida capa de ozono perjudica o lesiona nuestra piel... las impurezas del aire son tantas, que a la vez que nos corrompe, nos protege de la casi inexistente ozonosfera. Esta corrupción atmosférica, nos ha privado de ese magnífico y esplendoroso astro rey que cada mañana iluminaba nuestros cuerpos y nuestros corazones. Dicho de otra forma, los rayos del magnánimo Ra, hace diez años que no se ven.

 

El firmamento aparece cubierto de una espesa capa de nubes perpetuas que en invierno suavizan las temperaturas y en verano las agudizan por el llamado efecto invernadero, ¡un asco! Estimo que, en el próximo siglo, el Sahara habrá avanzado más de lo pensable en el entreacto interminable del ocaso de la humanidad.

 

Y esto sí me recuerda una película... una de los mejores films de ciencia ficción de todos los tiempos: la mítica Blade Runner. Me la recuerda porque, pese a no caer del cielo lluvia radioactiva, ¡menos mal!, el día cada vez se asemeja más a una tarde encapotada en la que nunca sabes en la hora en que te encuentras y, a la postre, están los nuevos agentes de policía que a la mínima te paran y te hacen un reconocimiento, no médico, claro está, si no de arriba abajo para ver si estás libre de armas o de artefactos peligrosos… Un cortaúñas es suficiente para una detención en toda regla.

 

Por hoy tengo suficiente, me voy a pasear un rato por los encajes de los árboles. Esas sombras que se conciben en mi imaginación como cuando era pequeña y caminaba por las aceras pisando los efectos solares de las ramas de los arbustos: ahora, aunque las proyecciones han desaparecido, mi ingenioso psique sigue percibiéndolas...

 

Valencia, 13 de julio de 2053

 

Mov, voy a seguir difundiendo mi opinión acerca de la impúdica sociedad en la que me encuentro zambullida y de la que, por mucho que me queje, solo despegaré el día que descanse en las cenizas de un búcaro.

 

¡Ah, sí!, luego están los trocitos o magnánimos monolitos que, desparramados por la bóveda celeste, van cayendo de vez en cuando en algún lugar de nuestro decadente mundo. Hoy mismo, un fragmento del obsoleto Sputnik cayó en el desierto de Libia… cero daños colaterales. No pasó igual hace dos semanas, cuando un segmento, de considerable tamaño, de la LEO arrasó un barrio de Buenos Aires.

 

El denso tráfico del desguace espacial es tan peligroso que, un día de estos, ¡estallaremos en millones de particulitas por la colisión múltiple de diversos artefactos de los que van pululando por nuestros alrededores! También puede suceder que la multilluvia tóxica que, a modo de escarcha, oree un lago de Canadá, se expanda y nos abrase al son de pequeñas y llamativas gotas metálicas en pleno fulgor. Igual no puedo ni terminar esta parrafada con tantas amenazas. ¿Quién puede saberlo?

 

¡Ah! Se me olvidaba, los años me están dejando la masa encefálica tan borrascosa como el velado firmamento que veo desde hace mucho, mucho tiempo; debería acercarme a la cima de alguna montaña para divisar, por encima de los celajes, lo diáfano de la cúpula celeste. Dicen que desde allá arriba, todavía se distingue el antiguo cosmos con sus haces luminosos entre nube y nube. Y si eres uno de los más afortunados, incluso puedes ver el Sol. Pero, cualquiera se arriesga a salir de excursión a mis años.

 

Me conformaré con lo que alcancé a ver mi deteriorada memoria y el visionado de algún que otro film, o mejor todavía, con la contemplación de documentales en los que lo desaparecido vuelve a florecer como por arte de magia. Con paciencia, imaginación y mucha práctica, se pueden conseguir los efectos deseados. Las pantallas digitales de tropecientas mil pulgadas son uno de los pocos placeres que nos quedan. Aprietas un botón y ¡puf!, la pared de cualquier habitación se torna pantalla, y con tan solo un movimiento de mano tienes el cine en tu propia casa.

 

Todas estas elucubraciones torpes y a destiempo que voy picoteando, mi querido Mov, vienen al cuento de mi verdadera preocupación: los "Agentes del Orden". Nos tienen aterrorizados, no sabía cómo contártelo, pero... ¡ya está bien! Voy a narrártelo como si me estuviera refiriendo a cualquiera de los problemas que te he mencionado.

 

Verás, Mov, los señores y señoras "Agentes del Orden": esos afeitados de nueva generación que hacen las veces de guardias de seguridad pacifista, o sea, los antiguos policías reconvertidos. Actúan con tan poco tacto que, en vez de proporcionarnos seguridad, nos dan verdadero miedo.

 

Ya sabes que lo de afeitados no es peyorativo, sino común en los actuales humanos. Los mortales se están quedando sin pelo. Por lo general, tanto los caballeros como las damas, llegan a la veintena más rasurados que Yul Brynner en sus buenos tiempos. Será que tanto estrés y tanta oscuridad, aliada con el descomunal y húmedo calor, nos está dejando sin el revestimiento de la piel por antonomasia. A tener en cuenta que solo ocurre con las nuevas generaciones, los ancianos como yo seguimos a la antigua usanza.

 

Vuelta a lo mismo, me da tanto miedo hablar de "ellos" que, a la mínima, me voy por las ramas... A ver si me centro.

 

Veamos, el tema son los "Agentes del Orden". Vamos allá, todos tienen unos cuerpos envidiables: musculitos de sustancias químicas y gimnasio, que nos cuidan, ¡se supone!, aunque, como ya te he dicho, más bien nos aterrorizan.

 

Lo cierto es que son muy raritos, y lo digo porque hace un cuarto de siglo que los humanos dejaron de anhelar ser polis, guardias civiles, militares o sucedáneos. Entonces, los gobiernos de los monopolizados países pactaron con las madres, ¡Dios sabe con qué!, para que, a cambio de unos estudios de primera y un trabajo fijo y bien remunerado, eso dijeron, enviaran a sus hijos recién nacidos a unas determinadas escuelas controladas por el estado.

 

El propósito: que los cuerpos mencionados no desaparecieran de la faz de la Tierra, para que la inseguridad ciudadana se convirtiera en pasado. Ja, ja, ja.

 

Se me olvidaba decir que la mayoría de bebés nacen por inseminación in vitro o similares, puesto que cada vez es más difícil concebir hijos por medios naturales; sobre todo, porque la libido casi ha desaparecido. ¡Qué horror! El hombre está dejando de ser hombre, o peor todavía: el hombre se está deshumanizando.

 

¡Uf!, mi diario está adquiriendo unos tintes muy diferentes a los pretendidos… lo que comencé con timidez y medio camuflado por un tupido velo que no deseaba exhibir, está emergiendo de manera considerable. Lo inadmisible se torna cierto: pura ficción que eriza todo el vello de mi marchito y acongojado organismo al sentir que "el ahora" roza la más horrible de las realidades. ¿Será que vivo distorsionada e inmersa en una de esas películas que tanto me gustaban antes?

 

Quizá no deseo descubrirlo, y por eso doy vueltas y más vueltas alrededor de quiméricas preguntas sin respuesta que hilvano con verdades a medias, como si fueran un jersey exorbitante cuyo encadenado de puntos se deshacen sin motivo aparente. Lo cierto es que esos niñitos entregados al poder, salen convertidos en polluelos olfateadores que se dirigen a sus semejantes como si fueran distintos y superiores.

 

Los educan, según se nos informa, como a los niños normales, solo que el regalo de su séptimo cumpleaños es la colocación de un microchip en su cerebro para la adquisición de una disciplina absoluta contra la delincuencia, y una obediencia total hacia sus superiores.

 

Puede que solo se trate de eso, pero cuando me encuentro cerca de alguno, un escalofrío recorre mi cuerpo como si algo me dijera que hay mucho más…

 

Siento que se nos oculta la verdad. Lo que les hacen para que salgan con esa expresión glacial en sus rostros, ¡no tengo ni idea! Pero me asusta cada vez más. No es que salga demasiado, pero todos los días intento dar una vuelta por el barrio... y la jefatura superior está cerca; suelo tropezar con muchos "Agentes del Orden", y todos me parecen iguales.

 

Tanto chicas como chicos, rasurados y sin ápice de mímica en sus esculpidos rostros y sus cincelados cuerpos, se dirigen a los transeúntes con un hermético tono de voz y unos movimientos antinaturales, casi mecánicos.

 

Me consta que nada más lejos de una metamorfosis cibernética… pero a veces, yo misma dudo que su sangre sea del mismo color que la mía y que sus cromosomas no estén alterados genéticamente.

 

Lo más chocante del asunto es que, cuando te acercas a unos cuantos... ¡plof! Se evaporan. Me refiero a que todos los "Agentes del Orden" son jóvenes, ninguno alcanza la madurez, ninguno llega a la treintena. Luego escuchas en TV que han abatido a diversos agentes, casualidades, siempre a los más veteranos. De manera que surgen nuevas camadas: cada vez más inescrutables, cada vez más férreas.

 

He hablado con unos colegas, algo más jóvenes que yo, y me han dicho que tienen serias dudas sobre la legalidad de las investigaciones estatales. Mañana a las ocho de la tarde vendrán a cenar conmigo.

 

Me voy a la cama. La nueva alborada, cenicienta y plomiza, como la de todos los días, me reserva una jornada muy, muy larga... Solo de pensarlo, me siento tan cansada como un pobre caracol cuya osificación se ha fundido a medio camino, tras recorrer kilómetros y kilómetros sin llegar a su meta.

 

Valencia, 14 de julio de 2053

 

La aurora ha despuntado sumergida en nubes violáceas con tintes rojizos. El viento del cercano Sahara azota y mueve las partículas del voluminoso oxígeno que nos rodea. Mi ventana, más empañada que de costumbre, me anima a limpiarla; si no lo hago, no podré atisbar ni las arrobiñadas antenas de los edificios colindantes.

 

Sin ganas, saco el limpiador multiusos y, con un paño de algodón, comienzo a rascar un lado del ennegrecido cristal. He tenido que asomar la cabeza al exterior. Mi arrugado rostro se ha cubierto de un pegajoso polvo purpúreo que me incita a cerrar y mandar al cuerno el trapo y el limpiador, pero me obstino en que aún me queda trecho por andar y que ese lugar es el recoveco por el que siempre he oteado mi dilapidado voyerismo.

 

Por fin, consigo dejarlo más o menos aseado. Ya puedo contemplar los magníficos nubarrones que acorralan la bola de cristal en la que nos movemos, avistar las grisáceas fincas que me acompañan y hasta escudriñar, por encima de los resbaladizos tejados, el revuelo de alguna enfermiza paloma. Tras el penoso esfuerzo de la vidriera, recuerdo que debo salir de compras: mis amigos se merecen lo mejor.

 

Me enfundo mi chándal de dúctil plexiglás climatizado en tonalidades azulinas -otro novedoso y agradecido invento que hace descender la temperatura corporal, aunque te muevas a cincuenta grados de temperatura- y me coloco mis deportivas supersónicas para andar rozando las aceras recubiertas, en gran medida, por el líquido perpetuo de la mugrienta humedad.

 

Me recojo mi larga y blanca melena en una trenza baja y me tomo mis veinticinco pastillas matutinas: vitamina A, B de todos los tipos, C, E, K, minerales, oligoelementos, melatonina de última tecnología y litio de liberación retardada para responder con tranquilidad a los eventos desagradables que puedan surgir de mi andanza por las calles.

 

Bebo un vaso de agua purificada y, por último, me pongo mi pantalla protectora, y no me refiero a un protector solar —eso no hace falta— sino a una especie de pamela de ala larga de un material flexible y específico que te termoaisla de la contaminación. El estrafalario sombrero lleva incluida una pantalla transparente que te cubre la cabeza, a modo de escafandra, a juego con el equipo inferior. Con estas pintas, salgo hecha una astronauta de vuelos cortos, con guantes incluidos.

 

Al salir, tropiezo con el simpático vecino de cabellos rojos -¡ja, pienso!-, tiene diecisiete años. ¿Dónde estarán esos largos y bermejos truchos dentro de unos años?

Al salir, tropiezo con el simpático vecino de cabellos rojos —¡ja!, pienso! —, tiene diecisiete años. ¿Dónde estarán esos largos y bermejos truchos dentro de unos años?

 

Paul es un buen chaval, hijo de un japonés y una irlandesa cubana. Siempre me pregunta cómo estoy y deposita un beso sobre mi velo preventivo. Él es joven y va tal cual: vaqueros descoloridos y anchos con miles de bolsillos, y camiseta de tirantes con dibujos geométricos de colores fuertes. ¡Quién pudiera andar como él! Aunque quizá deberían disuadirle para que se camufle como yo; disfrazado, se vive más tiempo…

 

¡Bah, chorradas! —me digo a mí misma. Seguro que estos ridículos trajes son la típica fantochada del palique de un comercial ansioso por apuntarse una venta más, y de la "cándida incredulidad" de los ancianos, por desear, pese a todo, vivir hasta el final de los tiempos.

 

El supermercado es una descomunal nave rectangular con pasillos perfectamente alineados desde la entrada. De manera que, cuando traspasas la puerta de acceso, la perspectiva es tan perfecta que parece que te adentres en un óleo cuyo objetivo principal es que te fijes en la salida de la parte opuesta, justo al final del corredor central. Significa que no te entretengas y que compres sin prisa y ni pausa. Sin dar cháchara a los conocidos para no obstruir los puntos de venta.

 

Cada calle contiene unos productos específicos. Los lácteos son los primeros de la parte derecha; solo existe una marca de leche, eso sí, la puedes adquirir con todo tipo de vitaminas, minerales y otros productos idóneos para la salud. Y lo mismo sucede con la carne, que aparece envasada con unos precintos metálicos, inocuos y traslúcidos, en cuyo lateral se explica el contenido detallado del producto.

 

En fin, que el supermercado se ha convertido en una parafarmacia y los alimentos en medicamentos perfectos para la curación de esta o aquella patología. Los dependientes y los mostradores han desaparecido; solo en la salida, encuentras a tres cajeros que efectúan el recuento de objetos adquiridos y te cobran con expresión agridulce. Con mi atuendo protector, como tantas otras personas, tras abonar la cesta de la compra, salgo por el extremo opuesto de la entrada.

 

Doblo la esquina y me topo con tres bizarros "Agentes del Orden", con sus plateados uniformes de neopreno climatizado, remarcando el contorno absoluto de su atlético cuerpo. ¡Están deteniendo a mi simpático vecino de cabellos escarlatas! Paul me hace un gesto para que permanezca callada. Al pasar por su lado, deja caer en mi bolsa de polimetilmetacrilato con dibujos afresados un trozo de papel plegado. Una vez en casa, lo primero que hago es leer y releer su escueta nota:

 

Por favor, hable con mis padres. Ellos le informarán…

Paul

 

Son las ocho menos cuarto de la tarde, estoy nerviosa, voy a la cocina y me tomo dos cápsulas para relajarme. Ahora todo funciona igual. Deseas animarte: te tomas pastillas para encontrarte feliz. Deseas estar fuerte, lo mismo para fortalecerte. Deseas tranquilidad, ídem para aliviar tensiones. Es como si hubiéramos olvidado las normas básicas del comportamiento humano.

 

Todo responde a instintos básicos. Todo lo automatizamos. Nosotros somos los verdaderos robots que tanto me quitaban el sueño cuando era una Lolita. Lo bueno y lo malo, que nos diferenciaba del resto de animales incapaces de pensar y sentir, está desapareciendo.

 

Mov, acaba de sonar el timbre, mañana te contaré lo que suceda. Buenas noches, amigo.

 

Valencia 22 de Julio de 2053

 

No he podido escribirte antes, Mov. La otra noche fue esclarecedora...

 

Los primeros en llegar fueron los padres de Paul. Al instante, volvió a sonar el timbre y aparecieron mis amigos. Antes de cenar tomamos unas copas y charlamos sobre lo sucedido a la salida del supermercado. Y justo entonces, mi amigo Carlos comenzó a soltar unas incoherentes frases que fueron tomando forma a medida que avanzaba su soliloquio. El resto del grupo asentía con cara de resignación a lo que Carlos decía. Caí en la cuenta de que la única virgen en ese campo era yo. Si bien, en solitario, venía haciendo mis cábalas desde hacía muchísimo tiempo.

 

La velada resultó toda una epopeya: mis amigos estaban afiliados a un grupo "antisistema" del que ni siquiera conocía su existencia. Por otro lado, los padres de Paul, siguiendo los pasos de su hijo, indagaban acerca del extraño comportamiento de los "Agentes de la Ley". Por eso lo habían detenido. Estaban desconsolados y creían que nunca volverían a verlo vivo.

 

La cuestión estaba más que clara: debíamos hacer algo. ¿Pero cómo, tratándose de un puñado de ancianos y una pareja de desconsolados padres? Fácil, reclutamos a los amigos de Paul.

 

En unos días, mi casa se convirtió en el centro de operaciones. Gracias a mi antiguo trabajo tenía contactos en diferentes periódicos y editoriales, amén de cinco ordenadores que, manipulados por alguno de nuestros jóvenes aliados, podían convertirse en instrumentos de última generación con los que hackear los programas estatales. Eso para empezar.

 

Yo, que creía que todo era más o menos normal, o por lo menos eso deseaba creer en el fondo de mi corazón, y en aras de desaparecer de la faz de la Tierra, estaba participando en una peligrosa cruzada de la que estaba segura no escaparía. Sin embargo, poco importaba: no tenía nada que perder y podía ayudar a las generaciones venideras. Un acto de solidaridad altruista no viene mal cuando la vida se te escapa de entre los dedos de las manos y las uñas de los pies.

 

Y por hoy, nada más tengo que contarte, querido diario. Estoy tan motivada que no tomaré las píldoras antimalhumor. Hoy comienza para mí una nueva vida.

 

No sé cuándo volveré a visitarte, pero regresaré. Te lo prometo.

 

 

Valencia, 17 de diciembre de 2054

 

Ha pasado más de un año desde que te hice la última visita, pero, ya ves, como te dije, he vuelto. Seré breve, algún día, espero que no muy lejano, te relataré, con pelos y señales, todo lo acaecido y todo lo que está por suceder. Te doy mi palabra.

 

Mov, no sabes cuántas cosas han sucedido.

 

Los días teñidos de gris pasaron más rápido que nunca tras aquel 22 de julio en el que mis amigos me revelaron sus dudas y la información que tenían. Como ya sabes, mi casa se convirtió en el cuartel de mando. Un ir y venir de chavales con truchos o pelados, amigos y conocidos, vecinos y aliados. Eso sí, el trasiego comenzaba a partir de las doce de la noche para no levantar sospechas… y cada día, solo aparecían un máximo de cinco miembros del grupo, a diferentes horas, con sus tareas concretas y sus indagaciones específicas.

 

Yo era la encargada de transcribir sus pesquisas a mi ordenador. Lo hacía de manera encriptada y bajo estricta clave. A mano, también realizaba un exhaustivo trabajo, que guardaba en varias libretas ocultas en un lugar secreto de mi apartamento. Cuanto más descubríamos, más inaudito y complejo se tornaba nuestra búsqueda de la verdad.

 

El equipo de chavales que llevó a cabo las primeras incursiones; las difíciles indagaciones de muestreo sobre el terreno, o sea, los encargados de jugarse el pellejo entrando en las llamadas “Escuelas de la Ley”. Verdaderas fortalezas infranqueables y tan solo de posible y peligroso acceso por los hackers que nos ayudan, fueron los primeros en comprobar con sus propios ojos, el más horripilante de los secretos gubernamentales.

 

A los niños-polis, además de colocárseles el chip en su séptimo aniversario, todos los días se les inyecta sustancias de laboratorio con las que fusionar dicho circuito integrado con sus células humanas. De modo que estas fueran concibiendo unas nonatas y cibernéticas células madre: unas células tan cibernéticas como humanas. No se trataba de la revolución de las máquinas, sino de la “revolución de los humanos”.

 

Las nuevas camadas de “Agentes de la Ley” cada vez tenían más carencias afectivas y, mayoritariamente, fenecían en la flor de la vida. Según nuestras investigaciones, porque la fusión cibor-humano, salvo excepciones, daba una pervivencia máxima de veintipocos años.

 

Con los primeros descubrimientos, hubiera vendido mi alma al diablo por estar con nuestros intrépidos jóvenes. Menos mal que, gracias a la maravillosa tecnología de la que disponíamos, sus transmisiones pasaban a los ordenadores y después se podían proyectar en las tele-murales: era como estar con ellos. Introducirte en sus operaciones y ser un agente de campo.

 

Las incursiones en las espeluznantes “Escuelas de la Ley” eran tan peligrosas como fugaces. Las primeras, duraban tan solo unos minutos. Mientras, nuestros hackers paralizaban las cámaras de seguridad y sustituían las imágenes reales, con nuestros amigos dentro, por otras anteriores. De manera que los vigilantes no advirtieran su presencia, como en los buenos films de antaño.

 

Después, se trataba de colocar en el lugar preciso, nuestras cámaras: verdaderas filigranas en miniatura. Micro videocámaras con una precisión magistral y un sonido THX2100 perfecto. Porque, gracias a uno de nuestros infiltrados, habíamos conseguido los planos de los emplazamientos clave. Se trataba de un veterano que se suponía muerto.

 

Se llamaba Igor y tenía treinta y tres años, su cuerpo estaba maltrecho por la emboscada que había sufrido, cuatro años atrás, para eliminarlo, como hacían con todos los agentes que comenzaban a experimentar alteraciones no deseadas. Medía casi dos metros y su musculatura, pese a sus cicatrices, se mantenía en un estado más que óptimo. No sabía muy bien cómo había sobrevivido, lo habían tiroteado desde diferentes puntos y después de darlo por fallecido, lo habían enterrado. Alguien intuyó que a aquel enorme queso gruyer de ojos ambarinos y cráneo rasurado, todavía le quedaba un soplo de vida. Siete horas después de su sepelio, alguien lo había sacado de su propia tumba.

 

Según le había contado su paladín, al que nunca le había visto la cara por llevarla cubierta con un pasamontañas, al instante de desenterrarlo le había inyectado una sustancia que hizo que su corazón volviera a bombear. Después le curó sus heridas mortales, le dio una mochila llena de los medicamentos que debía tomar a diario para no sucumbir, y lo dejó marchar: quizá alguien se había arrepentido de sus acciones.

 

Supimos que al frente de aquel maquiavélico proyecto se encontraban los “Agentes de la Ley”, que de manera excepcional habían sobrepasado la treintena, junto a los más prestigiosos investigadores del planeta, que por el mero hecho de descubrir lo innombrable eran capaces de todo. Los agentes veteranos, eran en verdad los primeros mutantes humanos por simple cuestión de acoplamiento cromosómico con las sustancias de laboratorio que les habían inyectado. Por encima de ellos, estaba la Cúpula del Orden, compuesta por los últimos policías del antiguo mundo. Eran casi tan poderosos como los Supremos. Nadie conocía sus rostros, solo habíamos escuchado sus espectrales voces.

 

También hemos descubierto que, los “Agentes de la Ley”, a medida que avanzaban en edad, progresaban su mutación genética: digamos que las células humanas se fusionaban con las cibernéticas y creaban unos nuevos elementos de revestimiento aleatorio cada vez más indestructible y a la vez más elástico. Pero, como ya he mencionado, mi querido diario, esto sucede en una minoría exigua de las cobayas utilizadas, por lo que siempre necesitaban experimentar con más y más humanos. Unos mortales muy especiales que ellos mismos esperaban crear.

 

Sí, Mov, tenemos pruebas fidedignas de que dentro de las “Escuelas de la Ley” han creado su propio centro de reproducción asistida. Tan esperanzador para que la raza humana perviva por los siglos de los siglos como terrorífico: es un centro en el que no son necesarios ni madres ni padres; únicamente espermatozoides de los agentes masculinos y ovocitos de las agentes femeninas, crionizados al por mayor por todas las donaciones forzosas de los anteriores agentes.

 

En el periodo de gestación, se ha sustituido el útero materno, por otros nacientes engendros: diferentes artefactos con forma de ciclópeas peras romanas que suplen las matrices femeninas.

 

La estancia en la que se ubican dichas matrices, es un verdadero prodigio. Un círculo perfecto y transparente de enormes dimensiones. Dispuestas en estratégicas ubicaciones, los úteros artificiales, forman a su vez una circunferencia menor con diez piscinas de idéntico aspecto, sobresaliendo metro y medio del suelo. Dentro, un líquido amarillento y gelatinoso, alimenta sus frutos: cristalinos y flexibles, sujetos a la cúpula por medio de un dúctil y resistente cordón.

 

Cada admirable pieza, a su vez, alberga dos embriones conseguidos con las técnicas habituales de la reproducción asistida y las donaciones mencionadas. Estos adulterados fetos, crecen escuchando distintas voces que hacen las veces de madres y padres, además, oyen música relajante durante interminables horas y reciben suaves y periódicos balanceos. Gozan de todo lo necesario para intentar sustituir el vientre materno.

 

Parece maravilloso, ¿verdad Mov? Pues nada más lejos de la realidad, porque estos proyectos de cibor-hombres, a las pocas semanas comienzan a crear sus propios caracteres. Y siempre existe algo que los delata, algo que los diferencia exteriormente de nosotros y, entonces, se eliminan como los desechos más impertinentes del planeta, a medio hacer y por las letrinas más angostas y lúgubres de los WC.

 

Los Supremos siguen experimentando cada vez con más ahínco; desean conseguir su propia raza: la nueva raza humana. Procreada en laboratorio y por hombres que se creen dioses.

 

Cada hallazgo nos deja más perplejos y con más adeptos a la causa. El cuartel de mando se ha trasladado a una nave abandonada en un polígono de las afueras de nuestra gigantesca metrópoli, y eso me incluye a mí y a todos mis bártulos.

 

Nadie hará muchas preguntas sobre la desaparición de una vieja. Mov, estoy en primera línea, hasta pronto.

 

Valencia, 3 de marzo de 2054

 

Amigo, no sé por dónde comenzar. Desde la última vez que te escribí, los acontecimientos se sucedieron uno tras otro de manera continua. Cada cual más aterrador: sí existía una nueva raza humana.

 

Sí, habían conseguido que las criaturas artificiales vieran la luz del mundo, plomiza y decadente. Pero resultó que a los pocos días los engendros habían crecido décadas y sus escrúpulos e instintos eran tan infrahumanos como los del mismísimo Predator del mítico film de John McTiernan.

 

Estos cibor-hombres mutantes se rebelaron contra sus creadores: “los Veteranos”, “los Científicos” y “Los Supremos”. Fue la primera vez que vimos sus rostros en las tele-murales.

 

Unas fisonomías enajenadas por el terror, ojos ensangrentados, piernas descuajadas, pieles carbonizadas. Y resultó que a muchos de ellos los habíamos conocido en diferentes etapas de nuestros pasados.

 

Cuando vi al máximo responsable de Los Supremos el poco bello que todavía surcaba mi estropeada piel se erizó de súbito. Ni más ni menos que era un hombre que había conocido en la plenitud de la vida. Sí, era un verdadero “Agente de la Ley”. Lo conocí en un centro de recreo y me enamoré de él casi al instante. Su cabello oscuro y su mirada lánguida hicieron que pensara que era un romántico. A medida que nuestra amistad aumentaba, su carrera policial crecía y, de repente, dejó de sonreír y de hablar con los amigos. Fue como si sus sentimientos se turbaran, como si las excesivas responsabilidades que adquiría empañaran su sensible y honesta personalidad.

 

Su carácter se hizo tan indolente como hermético. Me olvidé de él y de todo lo que para mí había supuesto. Cambió de comisaría, cambié de residencia y dejé de saber qué había sido de él. Se quedó en uno de los muchos baúles del pretérito, esos que de tan llenos de polvo se asemejan a un montículo de arena seca y ajada.

 

Cuando volví a verlo, arrugado, con la cabeza rasurada y las facciones contraídas por el horror, reviví los hechos. Minutos después, cuando el cibor-hombre que lo asía por la garganta lo despellejó en vivo, ante las cámaras, comprendí el porqué de su metamorfosis: sus músculos flácidos no eran del todo humanos.

 

Los experimentos con mortales se realizaban desde comienzo del siglo XXI.

 

 

Valencia, 23 de agosto de 2054

 

Mov, los cibor-hombres, que comúnmente llamamos Predators han desaparecido y, con ellos, todos los que les dieron vida.

 

Primero perecieron, bajo sus manos, uno a uno, los de Los Supremos. No tuvieron compasión alguna. Primero fue el jefazo, mi conocido. Le siguieron el resto de componentes, con una muerte todavía más atroz. Después les tocó el turno a los veteranos, y por último a los investigadores.

 

Con estos se ensañaron más que con los anteriores, deleitándose con cada uno de los martirios a los que fueron sometidos. A uno lo desmembraron poco a poco, a otro lo empalaron introduciéndole uno de los tubos base suministradores de alimentos de los neonatos artificiales, por el esfínter y sacándoselo por la boca, a otro lo despojaron de ropa y quemaron su piel con ácido sulfúrico enriquecido con ácido clorhídrico, dejando que falleciera de dolor, sujeto a una alambrada de hierro candente con forma de ocho, en mitad de la explanada de las Naciones.

 

Durante unos meses, se sucedieron las atrocidades. El miedo y el caos se apoderaron de la faz de la Tierra. De repente, cuando el Predator que ejercía de jefe se estaba dirigiendo a la Humanidad, su rostro tomó tintes cenicientos y, cual relámpago que oscurece el firmamento, sus facciones se deterioraron.

 

Todos los Predators de su generación envejecieron de golpe como si hubieran contraído una especie de progenia invertida: sus cuerpos, ajados, menguaron de tamaño hasta extinguirse. Era horroroso, parecían bebés rugosos con miles de años, embriones deformes fosilizados.

 

Pero había muchos más en camino. El centro de reproducción artificial de las “Escuelas del Orden” repartidas por todas las metrópolis seguía creando seres infrahumanos.

 

Nuestra labor estaba inconclusa, había que destruir todo tipo de guarnición relacionada con estos experimentos y sus creaciones. Y a todos los aliados de esta mortal y nefasta causa.

 

 

Valencia, 10 de septiembre de 2055

 

Hola, Mov. Mis íntimos y yo, “los Bisa” como nos llaman, hemos pasado unos meses en una de esas clínicas de rejuvenecimiento absoluto para poder proseguir con nuestra importante labor. El resultado es más que gratificante: poder realizar operaciones impensables dos meses antes y mirarte al espejo y verte, además de mejorados físicamente, evocando momentos y lugares oxidados en el arcón de los recuerdos olvidados.

 

Ahora somos mucho más útiles de lo que lo éramos antes de nuestra reclusión clínica, incluso podemos conducir los vehículos que transportan la cloratita que hará explotar por los aires todos los complejos estatales existentes: es la única posibilidad que nos queda.

 

Algunos miembros de Los Supremos con un ejército de cibor-hombres, se han escondido en un lugar secreto y están obligando a todos los jóvenes, varones y hembras, a la donación de sus esencias reproductoras: óvulos y espermatozoides. El motivo está bien claro, con los “Agentes del Orden” manipulados para conseguir la nueva especie. Los donantes forzosos son aniquilados.

 

Hay que acabar cuanto antes con las monstruosas investigaciones que siguen realizando en sus enclaustradas y ocultas dependencias, de lo contrario será imposible detenerlos.

 

Valencia, 25 de octubre de 2055

 

Mov, la paz ha regresado. Ahora voy a relatarte cómo terminamos con el peliagudo y apocalíptico asunto que nos mantuvo en un desenlace agónico casi perenne.

 

Por fin los humanos podemos caminar tranquilos.

 

La resistencia ha triunfado y las malignas “Escuelas del Orden” han desaparecido. Tuvimos que mostrar a Los Jueces Preferentes —con el mayor poder terrestre— todo el material confiscado, amén de presentarles a Igor, que se ofreció a ser examinado en sus laboratorios.

 

Él fue la clave concluyente para el ataque final a las “Escuelas del Orden”. Los Jueces Preferentes nos cedieron el armamento necesario y su guardia personal, que por suerte no estaban adiestrados en las terroríficas escuelas, ¡ellos sabrán el por qué! A mí me huele que estaban al tanto de la situación y que llegó un momento en que el programa se les escapó de las manos. Quizás alguno de ellos fue el benefactor que ayudó a subsistir a Igor.

 

Los supervivientes de la resistencia y los pacíficos vivimos unidos en las montañas. Viendo cada mañana, entre las opacas nubes de nuestro cielo, los furtivos halos de su omnipotente rey. Incluso, de vez en cuando, podemos contemplar su tímido rostro.

 

Enseñamos a los jóvenes que no se debe olvidar el amor, que es necesario sacar del interior los valores perdidos en las etapas de excesivo progreso. Y así, la naturaleza va recobrando la vida desvanecida entre la tecnología, los cambios climáticos, la contaminación y la falta de afecto.

 

Ahora ya puedo descansar en paz. Cuando creí que todo se había convertido en nada sin pasar por un intermedio de caótica entelequia, me vi inmersa en mi propia película de ciencia ficción. Un film que resultó igual de catastrófico que los del celuloide de tiempos arcaicos. Igual de horripilante que la perennidad de los días sin sol.

 

Hasta siempre, Mov.

 

©Anna Genovés

Relato escrito hace dos décadas y dedicado a Isaac Asimov

Corrección ortográfica revisada por la IA Gemini el domingo 2 de febrero de 2025