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Enamorados bajo el fuego

 

 


El amor no está reñido con la guerra

los cartuchos acompañan a las frutas

igual que las aventuras de supervivencia

 

 

 

Escenario: un barrio obrero lleno de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.

 

 

***

 

 

Ángel recogía escombros cuando el comisario del ejército republicano lo reclutó.

 

 

―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene? ―preguntó el hombre.

―Diecisiete señor ―contestó el joven de ojos aguamarina.

―Suficientes para coger un arma y defender a su patria.

―Pero señor, mi padre murió en el último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy el hombre de la familia.

―La Patria es su única familia. Además, tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas responsabilidades.

 

Así fue como el joven se vistió de soldado.

 

***

 

 

Ángela leía el periódico junto a su hermano en la Estación del Norte de Valencia.

 

 

―Vicente mira lo que dice la ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de vacaciones».

―Es cruel. La mayoría nunca se convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.

 

Vicente era un brigadista de la FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a golpe de fuego cruzado.

 

Los trenes de mercancías estaban repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas. Vicente llamó a su cabo.

 

 

―Ángel pase revista.

―A sus órdenes mi teniente.

 

 

Se escuchó una voz ágil que leía una retahíla de nombres.

 

 

―Mi teniente faltan cinco soldados.

― ¿Cómo puede ser?

―Lo desconozco, señor ―contestó el cabo.

―Claro. ¿Qué va a decir usted? En el permiso anterior estuvo extraviado varios días.

 

 

Vicente se acercó a Ángela y le dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró decirle a su hermano—:

 

 

― ¡Por Dios, Vicente! No digas eso.

―Es imposible ganar una batalla con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te agrada.

 

 

Minutos después, la muchacha regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.

 

 

―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa pregunta.

― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó orgullosa con la barbilla levantada.

―Iba a pedirte que me compraras una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme una, por favor.

 

 

Ángela se hizo la remolona. Pero fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.

 

Cuando regresó el cabo estaba subido a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.

 

 

― ¿Qué te ha dicho El francés? ―preguntó Vicente.

― ¿Quién?

―El cabo.

― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella lo señaló con el dedo.

―No coquetees. Nos marchamos a la guerra.

― ¿Por qué lo llamas El francés?

―Porque sus padres emigraron a Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.

― ¡Anda! Pues… tengo que darle la cartera y la manzana.

―Un poco tarde hermanita.

―Cométela tú, te sentará bien.

 

 

Ángela se hizo un hueco entre la mixtura de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.

 

 

― ¡Lo siento francés! ―le gritó.

― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!

― ¡Qué gracia! Yo me llamo Ángela.

―Lo que yo pensaba… estamos hechos le uno para el otro –murmuró.

― ¿Qué has dicho? Con el ruido no te he oído.

― ¡Disculpa, he dicho tonterías! ¡Quédate mi portamonedas! –gritó.

― ¡¿De verdad?!

― ¡Así tendré algo por lo que volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito pelado.

― ¡¿Qué?!

 

 

Los traqueteos de la máquina de vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire. Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.

 

 

***

 

 

Semanas más tarde, en un alto cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas, surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su teniente. Entró en la tienda de campaña.

 

 

―Permiso para informar, señor.

―Entre francés, entre.

―Los nacionales están ganando terreno. La situación es difícil.

―Un duro golpe –contestó Vicente con los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de su tienda.

―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?

―Resistencia, cabo. Resistencia.

―Como mande, señor.

 

 

Vicente restregó la boina por su cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:

 

 

―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?

―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.

 

 

El oficial sonrió. Le caía bien ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o paz, pensó.

 

 

***

 

 

Meses después, Vicente y sus hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y le preguntó por él.

 

 

― ¿Vicente dónde está tu cabo?

―Lo enviaron a primera línea. No sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento ―contestó el teniente arrugando la boca.

 

 

Los iris de Ángela se tiñeron de sangre grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.

 

 

―Todavía conservo su cartera. Se la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.

― ¡Ya tenías que haberlo hecho!

―Juré que se la guardaría y nunca incumplo una promesa.

 

 

Siguieron parloteando entre abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados, las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.

 

Por la noche, Ángela volvió a mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías, unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se contrajeron. En unos segundos envejeció una década.

 

 

***

 

 

Simultáneamente, en el Campo de concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado. Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte. El cuarto: la victoria, nunca llegaba.

 

Los registraron uno a uno, Ángel carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto, pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.

 

La ciénaga del suelo embadurnaba sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse. La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los perdedores.

 

Al octavo día de su llegada, El francés era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería. Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.

 

 

***

 

 

En la madrugada del 31 de marzo de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre. La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.

 


― ¿Quién es? ―preguntó con voz temblorosa.

―Nadie ―respondió una voz agónica. 

 

 

Abrió por instinto. Un cuarto de Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para no despertar a nadie.

 

 

―Ángela soy El francés.

― ¡Mientes! Él está muerto.

 

 

La irradiación lunar iluminó el aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el color del Mediterráneo.

 

De madrugada, Vicente y El francés hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración. El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el cabo, cuidaría de su familia.

 

Ángela los interrumpió. Llevaba unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa limpia. Vicente los dejó solos.

 

 


― ¿Ángel por qué has venido a nuestra casa en vez de ir a la tuya?  ―preguntó la joven.

―Porque un hombre no puede ir por el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.

 

 

Ella introdujo la mano en el faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.

 

 

― ¿Cómo la has conseguido? ―preguntó la joven.

―Me la dio tu hermano cuando le confesé que me había enamorado de ti.



Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...



―Está casi nueva. ¿Cómo puede ser?

―Es lo único hermoso que he visto desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he guardado a buen recaudo.

 

 

Ángela bajó la mirada. Cosas de la guerra, pensó.



―¿Te callas? No me contestas.

―¿A qué?

―Que te quiero, mujer. Que te quiero.



Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.

 

 


***

 

 

Pasado el tiempo, la pareja regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años de Servicio Militar.

 

 

― ¿Me compras una manzana? ―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.

―Guárdatela. Hoy, invito yo.

 

 

Cuando regresaba con la jugosa fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.

 

 

― Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó a grito pelado.

― ¡Es lo mismo que me dijiste cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.

―¡¿Quieres casarte conmigo?!

 

 

 

Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le lanzó un beso al aire. Ella suspiró.

 

 

Lo esperaría el tiempo que fuera necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado durante la guerra.

 

 

©Anna Genovés

*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias. 

 

Rectificado el sábado seis de abril de 2024

Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.

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My dear Face:

 

El día que vi Her, supe que todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social muy masculina con un harén incontable de concubinas.

 

Recuerdo el día que te conocí. Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada por tus cualidades. Así que aparqué los prejuicios y me adentré en tus dendritas. Poco a poco, conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la fluorescencia lumínica de la pantalla.

 

Todo me dio igual, hasta tuve que rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no podía respirar si no te veía; me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente, no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio y aparece la nota: «Estás bloqueada».

 

¿Qué había hecho yo para merecer que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las 24h horas del día de todas las semanas; siempre estaba a tu lado. Hasta iba al servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes. Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones extramaritales y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos les había sucedido lo mismo en algún momento y aseguraban que cualquier día me levantas el arresto.

 

Entonces volveré a tenerte entre mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta de amor desesperado y regresa al calor de mi hechura: I love you Facebook.

 

Tuya siempre, Cibernalia

 

P.D. Tras escribir esta carta de amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por fin, me absolviste. Un día me levanté y volví a navegar por los recovecos de tu organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura. ¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!

 

© Anna Genovés

Revisado el 7 de noviembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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1. Cara de Ángel






La belleza es un arma

de doble filo

el asesino es un Apolo

que delinque

 

Christian era tan guapo que todos le conocían por su apodo: Cara de ángel. Era hijo de una cuarterona senegalesa con sangre iraní y de un medio libanés cuyo padre había llegado a Colombia desde Dinamarca.


El chico había heredado unos preciosos ojos turquesa de mirada seráfica a lo Monty Clift; un óvalo como Fredrik Ljungberg cuando anunciaba slips Calvin Klein. Un cuerpo igual de esculpido que Brad Pitt en El club de la Lucha y una piel sedosa con un puntito de café Illy arábigo.


Un espécimen más suculento que un queso Gran Reserva de la Dehesa de Llanos. Sin embargo, el querube tenía genes depredadores.


Comenzó a delinquir a una edad temprana. Por su vasto historial policial existían todo tipo de delitos por los que cumplía condena en la cárcel de La Picota de Bogotá. Empero, Cara de ángel, sabía camelarse a todo el mundo con apenas una caída de párpados.


En comisaría había intimidado con una policía y esta había difundido sus fotografías por las redes sociales. ¡Madre mía el club de fans que tenía! Y las animaladas que le ponían las mujeres, como si nunca hubieran visto a un hombre atractivo. Ni Sandokán cuando llegó a España allá por los 70 y salieron todas las madres del Cuéntame con pancartas que decían: “Queremos un hijo tuyo”. Por lo menos, el actor hindú era todo un gentleman.


Cara de ángel superaba todas las pruebas. Había conseguido su propio trono por razones obvias. Hasta el gobierno colombiano dejó que la prensa rosa de USA entrara en prisión y lo fotografiara a cambio de untar sus bolsillos. Al final, se fugó de la penitenciaría y fue a parar a una banda criminal que operaba en la famosa colina de Los Ángeles, muy a juego con su sobrenombre.


***


Pam era una actriz decadente. A sus 44 años nadie le ofrecía un papel en TV y menos en la gran pantalla. Pese a ello, vivía en una lujosa mansión de Hollywood. No obstante, como tantas estrellas venidas a menos, estaba más sola que la una.


Una corte de siervos amenizaba sus días embalsamados en champagne y Beluga. Reían sus gracias, esnifaban cocaína y follaban como locos. Después, cada uno volvía a su cuchitril de oro y diamantes de sangre.


La servidumbre recogía los excesos de las orgías, mientras ella dormitaba repleta de barbitúricos con un antifaz de colágeno y diversos vibradores: los coleccionaba por si en algún momento se terciaba utilizarlos.


Esa noche, sus caprichos la habían mantenido como una espectadora VIP: voyeur de luxe. Le apetecía un totum revolutum de cuerpos gimiendo. Era feliz viendo cómo goteaban las vaginas repletas de semen y cómo lo machitos del celuloide se fornicaban unos a otros.


Al final, había conseguido formar un trenecito en el salón de su excelsa residencia. Esfínteres ligados por las vergas de sus vecinos. Cuando acabó la bacanal, se retiró a sus aposentos privados. Dormía profundamente cuando escuchó a su chihuahua albino ladrar.


–Tarzán –dijo soñolienta—. Ya sé que te he dejado fuera de la habitación. Hoy quiero dormir sola.


Pero no pudo conciliar el sueño.


Se dispuso a introducirse un vibrador de última generación con secreción seminal y turbo orgasmo de Victoria Secret –una colección muy cool que la celebrity vendía en exclusiva a sus íntimos—. No obstante, tras acariciar sus labios vulvares y sentirse húmeda. Los chillidos de Tarzán la desorientaron. Se puso la bata de satén con cristales de Swarovski y salió al pasillo. Al abrir la puerta, descubrió al primoroso chucho con el cuello roto. Cubrió su boca para no chillar. La sombra de un hombre encapuchado husmeaba por el despacho de la caja fuerte.


Pam regresó a su cuarto, sigilosa. Minutos después, volvió a salir y se deslizo, agazapada, hasta la estancia inferior.





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El Legado de la Rosa Negra

Anna Genovés

Copyright © 2014 Anna Genovés

Todos los derechos reservados a su autora

Título de la edición: El Legado de la Rosa Negra

Autora: Anna Genovés

Corrección: Jon Alonso

Presentación: Anna Genovés

Asiento Propiedad Intelectual 09/2014/2483

ISBN: 1507697694

ISBN-13: 978-1507697696




Se parecía a esas aventuras fantásticas

que sólo los dioses y los héroes

son dignos de protagonizar.

Victoria Holt

 


Ahora que la granada de la madurez platea mis sienes, y que el tapiz de la hermosura comienza a desprenderse de mi cuerpo, he decidido escribir la gran aventura de mi vida; remarcando el fantástico episodio acaecido en mi juventud, tal como la recuerdo. Es tan romántica que me perece imposible haber sido la protagonista de esta sorprendente historia. Pero lo fui.

 

Dicen que los hechos, sobre el papel, se hacen más certeros. Quizás sea la única forma de vigorizar esta memoria marchita antes que el árido viento del desierto cubra mis palabras y las convierta en arena malograda. Mi debilidad siempre fueron los polígonos. Sobre todo, los de tres lados: los triángulos. Y todo en esta vida tiene una explicación…

 

Mi padre se llamaba Alejo y era el sexto hijo de la quinta mujer de un señorón gallego. Vino al mundo con demasiados hermanos a cuestas; tan sólo heredó el apellido y una buena educación. Al enamorarse de mamá, pensó en emigrar a una región más próspera. Madre se llamaba Rosalía y era de origen humilde. Al conocer a papá, un pretendiente galante y de ojos aguamarina, cayó rendida a sus pies. Se convirtió en el príncipe de sus sueños. A los pocos meses de conocerse, se casaron y emigraron al Levante peninsular. De inmediato, quedó encinta.

 

Padre consiguió trabajo en una fábrica de maderas limítrofe al puerto marítimo de la capital del Turia. Todo iba viento en popa hasta que Rosalía falleció tras una pulmonía. El sepelio reunió a gran parte de la familia gallega. La abuela permaneció varios meses con nosotros e intercedió para que Marina ―una de mis tías— se ocupara de mí.

 

El tiempo pasaba tan deprisa como la suave y cálida brisa de principios de otoño. El esfuerzo sobrehumano de Alejo comenzó a dar sus frutos. Aunque tuvo un elevado costo; el pobre apenas disponía de tiempo libre. Por las mañanas trabajaba en la fábrica y por las tardes, en un taller de ebanistería. Nunca se quejaba porque era feliz viéndome crecer. Con los años, la fascinación fue recíproca. Llegué a idolatrarlo como si fuera el epicentro del Cosmos.

 

Mi escolarización fue temprana; igual que mis habilidades describiendo historietas que inventaba día a día. Alejo creía en mí y decidió matricularme en un colegio de pago donde trabajaba la tía Marina: Las Hermanas Salesianas. En septiembre de 1975, con uniforme de cuadros príncipe de Gales y babero de rayas azules, comencé entusiasmada la nueva etapa educativa. Todas las jornadas, regresaba a casa con una sonrisa y nueva aventura que contar.

 

Con este cambio, Alejo ganó un ápice de libertad que dedicó a su hobby: la egiptología. Era su amante público desde la infancia. Mi abuelo le había mencionado un cuento sobre el país de los triángulos y, desde entonces, había devorado tantos libros sobre Egipto que se había convertido en un especialista. Siempre albergó la esperanza de visitarlo. A los siete años comencé a imitarlo. Leía y guardaba todos los artículos sobre aquella Civilización Milenaria. En mi doceavo aniversario, me llevó al Cine Xerea a ver Faraón, de Jerzy Kawalerowicz –film de 1966 que refleja sabiamente el poder de los distintos estamentos sociales egipcios durante el Imperio Nuevo—. Nunca lo olvidaré. Ese día decidí ser arqueóloga. Estaba tan segura de conseguirlo que inventé un juego para ser intrépida en las excavaciones subterráneas. Nuestra vivienda tenía pasillos largos; cuando papá se quedaba dormido con una novela de Estefanía entre sus manos, recorría toda la casa a oscuras. Una noche se despertó y descubrió mi pasatiempo. Pero en vez de reñirme aplaudió mi esfuerzo: «Eva Lagos de Ulloa, llegarás lejos, muy lejos. Lo presiento» –dijo sonriendo.
















Encadenado de amor


Amor que inundas mis noches, mis días y mis entrañas en un ir y venir. Que me acunas al alba cuando la vida se escapa y alumbras mis temores cuando no soy yo misma y deseo huir.

Amor cuya pasión fijada en una bombilla vítrea, se esfuma como el agua y perdura en la ventana de nuestro hogar nazarí; agonizando a cada instante, minuto, jornada, semana, año y década, sin ti y sin mí.

Siendo niña, no supe ni pude reír. Ahora, brindo a tu lado y me enrosco a tu cintura como una flor marchita: mujer amada por ti. ¡Ay! Amor, cuando duermes te miro y deslizo por tus curvas mis sentidos, esperando que despiertes para ligarte a mí.

Siento miedo por tu juventud y mi aventura, desierto baldío que se apaga sin tu delirio. Amado, perdido, sentido, feliz e infeliz. Noches en blanco y noches llenas, días afligidos y gozosos. Aire, organismo, pasado y futuro. Mi vida entera, daría si te fueras.

¡Ay! Si te fueras… Escaparía en la mañana y rondaría por el mundo hasta encontrarte, allí dónde estuvieras. Velaría tus sueños, tus recovecos oníricos como la hizo la reina que llamaron Loca por amar a su rey más que a su vida.

Me pierdo cuando tus ojos escapan, piélago embravecido que mecen la cuna de los niños no tenidos. Solitaria en este mundo vacío que nada tiene si no estás aquí. Universo mísero que me abandonó a mi propia suerte, y mi propia suerte, muere sin ti.

Amor no me mientas, retenme a tu lado con cariño, que no por caridad o pena. Te amo como el primer día que te vi entre pupitres de madera y libros de tapa hueca, entre personas que entraban y salían, entre la vida que decía: “Adiós”. Y marchaba tierna.

No destrocé mis carnes en una noche perdida ni corte mis venas repletas de sangre fría. Elegí el sendero de las rosas con espinas: pasión y mentiras, cuando la vida pasa y te odio y me rechazas. Un sinvivir que es la razón de la vida: el sentir.

Amigo, hombre que escuchas mis penas y alegrías, humano que me dices: “Hola guapa. Pasa…”. Aunque sea un engaño envuelto en papel de azogue con tachuelas de hojalata, que me ayuda a seguir. Te brindo mis palabras, solo a ti.

Contigo veré cómo la frente se arruga, cómo soy transparente y cómo la espalda se curva. Amaré a mi cuerpo nutrido de carne flácida y mente de agua. Descubriré cómo la vida se apaga y queda la mirada blanca. Traspasaré las fronteras conocidas y entraré en el mundo de las crisálidas.

El amor lo es todo y es nada. Hiere el alma y se arrincona en la mañana caduca cuando la vida se esfuma y ya no sabes vivir. Almas níveas, corazones sin plasma. Amor en las entrañas. Amor amar hasta el fin.



©Anna Genovés
Modificado 16/05/2015



Angie - Rolling Stones (subtitulada)