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111’
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Promoción gratuita ‘La concubina 111’
La gata de angora
El amor traspasa fronteras
ella no quiere marchar
pero él la reclama
y, al final,
se marcha sin hablar
con su gata de angora
Marisa está frente a una hilera
de nichos. De negro riguroso mirando una lápida con coronas semifrescas que
rezan: “Fernando González Pérez. 1990-2020. Quererte fue fácil. Olvidarte,
imposible”.
― ¿Cómo se te ha ocurrido dejarme
en la flor de la vida? ―pregunta la joven viuda con lágrimas en los ojos.
Un viento gélido hace que las
ramas de los cipreses aleteen. Las flores marchitas apostadas en el contenedor
de basura, se sumergen en un torbellino que levanta una arenisca fina. Una gata
blanca de angora se contonea por las tupidas medias de la plañidera y se
aposenta entre sus zapatos, de tacón alto.
―No me digas que llegó tu hora y
ya está. Estoy harta de oírtelo decir desde que te fuiste ―sigue en su
particular memento, la compungida.
Se sienta en un banco de madera
roída frente a la tumba. Acariciando a la gatita, como si ésta hubiera perdido
a su partenaire y se consolaran mutuamente. Recuerda que conoció al que fue su
esposo en la boda de una amiga. Sus miradas se cruzaron en la iglesia. Allí
mismo, en la sacristía, se entregaron a una lujuria desmesurada. Unas semanas
más tarde, se casaron. De eso hacía un año. Todo funcionaba de maravilla hasta
que una tarde, Fernando, cayó fulminado. Un hombre fuerte y joven que nunca
había estado enfermo. Desconsolada, llamó al 112 y después a la funeraria. No
podía olvidar la imagen: lo sacaron en una bolsa con asas, como si fuera un
violonchelo. El rellano de la finca era estrecho. Marisa cerró de golpe.
Segundos después, escuchó un ruido seco y miró a través de la mirilla. ¡Qué
horror! El cadáver embolsado había golpeado la puerta al intentar meterlo en el
ascensor. Parecía que Fernando le dijera: «¡Todavía no me he ido mi amor!».
Desde entonces, tenía pesadillas. Siempre la misma historia. Una voz de
ultratumba la llamaba: «Marisa, Marisa. Ven conmigo». Repetía hasta la saciedad.
Un día y otro día, y Marisa se acostumbró a ir al camposanto, a menudo. Hablaba
con su Fernando como si lo tuviera al lado.
―No sé qué hacer. ¿Qué quieres ángel
mío? ―insinúa Marisa sofocando su llanto en un pañuelo de hilo con las
iniciales de su desafortunado marido bordadas en grana.
―Estoy solo y hace frío… ―hablan
las tumbas mudas y las cruces pétreas.
―Tú ganas ―indica Marisa con los
párpados entornados.
Abre el bolso, saca un botellín
de Bezoya y un envase de Propanolol Hidrocloruro. Un betabloqueante que
utilizaba su esposo ―doctor en psiquiatría― cuando iba a los simposios y tenía
que hablar en público. Era hombre de acción y pocas palabras.
―Si cariño. Lo que tú digas. Sé
que no sufriré ―sigue parloteando.
Las hojas gasifican un baile
sepulcral, ligero.
―Además, estas pastillitas
fresadas son muy hermosas. Como mis labios, dirías tú.
Seguido, coge un blíster y extrae
las grageas. Las deja en su mano, mirándolas como abducida. La minina que ―con
un iris verde y otro azul― ronronea. Le guiña un ojo.
― ¡Ay mi niña! Quieres tu parte.
Deseas irte con Don Gato ―le da una. La felina la chupa hasta dejar un polvillo
inocuo.
Marisa ve cómo se atonta y se
deja caer de medio lado, maullando soñolienta mientras ella la acaricia. Hasta
que su cola deja de moverse. Ha sido rápido e indoloro ―piensa.
Ella, hermosa como la porcelana
fina, sigue el ritual con una parsimonia escalofriante. Se traga las píldoras. Una, dos, tres… hasta llegar a la docena. Bebe
agua y se tiende sobre el banco, mirando el cielo –diáfano, de un zafiro
intenso—. Experimenta una felicidad inaudita: han desaparecido las
preocupaciones. Ve el rostro de Fernando, sonriente. Alza la mano para tocarlo
a la par que su corazón enmudece. Entra en una catarsis cuasi divina. Llega al
Nirvana con los ojos entornados. Feliz.
***
Un año después, el piso tiene
otros inquilinos. Durante el traslado, la nueva pareja encuentra una fotografía
con un hombre y una mujer de perfil, besándose. La flamante novia, la mira y se
sobresalta.
― ¿Qué te sucede, cariño?
―pregunta el hombre.
―Los perfiles me han mirado…
―contesta ella, blanca como un espectro.
― ¡Chorradas! Estás nerviosa. Es
normal.
Pasan los días y la recién casada
sigue intranquila. Experimenta sensaciones extrañas: ráfagas de aire, siluetas
difuminadas, risas vagas… Una mañana se despierta ―puesta de somníferos hasta
las cejas― y cepilla la melena en el espejo de la cómoda. De repente, chilla
con todas sus fuerzas: la pareja del retrato está en la cama rodeada de gatitos.
La mujer mima a una hembra de angora, nívea como el nácar. El hombre la señala
con el índice, diciendo: «Eres nuestra». Los felinos saltan sobre ella y
arañan su cara. La sangre gotea por sus pómulos y se introduce en su boca. La
rodea un olor metálico con sabor ferroso que anuncia el peligro. Corre hasta la
entrada, pero los pestillos se cierran. Gira hacia la alcoba y los espíritus le
impiden el paso. Los objetos comienzan a volar. Unas sonrisas macabras se
funden en sus oídos. Horas más tarde, el esposo encuentra su cadáver sobre el
gres de la cocina junto a unas latas de comida para gatos, vacías. El cuerpo
está ensangrentado; lleno de rasguños y acuchillado. Como si en un ataque de
esquizofrenia, se hubiera rajado a sí misma. Lo extraño es que, en la finca,
nadie tiene animales de compañía.
©Anna Genovés
Rectificada el 4 de julio de
2022
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
La gata de angora
Mundo basura
Mundo basura
Solo importa el
dinero
Vales lo que tienes y
ya está
Mundo basura
Nada que comer y nada
que cantar
Ni juegos ni alegría,
solo verdad
Mundo basura
La muerte tiene un
precio
Bomba de racimo o
virus letal
Mundo basura
La indolencia nos
consume
El fuego se apagará
Mundo basura
Hipocresía regalada
Hacer la cobra es lo
más
Mundo basura
Amistades peligrosas
Glenn Close se
quedará
Mundo basura
Lujuria, tiranía y
violencia
Nada bueno quedará
Mundo basura
En el cielo hay nubes
En el infierno, mal
Mundo basura
Si odias la mentira
habrá soledad
Mundo basura
La vida en una
botella
Que huye por el mar
Mundo basura
Rebaños de ovejas
Y peces que quieren volar
©Anna
Genovés
Miércoles veintidós
de junio de 2022
Mundo basura
Bella
Estaba sentada en una de las salitas del
Tanatorio Municipal de Barcelona con un pantalón vaquero y una camisa negra con
un dibujo chino en la espalda. Hablaba con la muerta y, aunque la gente
pasara y le diera el pésame a la familia, ella seguía su plática como si nadie
la oyera.
–Amiga –le decía—. Te he rehusado a
propósito; prefería estar lejos de ti para no seguir enamorada y poseerte antes
de tiempo, y, hacía tantos meses que no te veía, que había olvidado lo hermosa
que eras. Da lo mismo que te metan en una caja de pino sencillo con una cruz
discreta como siempre has querido, o que luzcas cubierta con un sudario que
apenas deja entrever tu preciado rostro. Igualmente se antojan tus formas
fuertes y equilibradas (pausa).
» No te enfades conmigo, solo digo la verdad. Tenías que llamarte Envidia en vez
de Bella, ya que has sido de las personas más envidiadas que he conocido. De niña todos querían estar contigo, ahí me dieron el primer
toque, pero lo pospuse. Tenías esa sonrisa tan natural, que me fue imposible
llevarte conmigo. Eras un verdadero angelito (pausa).
Una
señorona de pelo cardado y andares flamencos, se acerca y le pregunta—:
–Disculpe la indiscreción.
Soy tía de nuestra querida Bella y no la conozco, como soy mayor olvido a
las personas… ¿Quién es usted?
–Una
amiga –contesta ella.
–¿Conocía
mucho a Bella?
–Desde
el día que abrió los ojos por primera vez, no la he dejado. He sido su sombra.
–Bueno,
como aún es joven –la mujer sonríe de medio lado— habla de una forma que no
llego a entender… pero se ve que la quería mucho.
–Tanto
que cuando me dieron su nombre por segunda vez, dije que estaba saturada de
trabajo y me marché por unos días al otro lado del mundo.
–Aún
la entiendo menos.
–Dentro
de poco, lo entenderá. No se preocupe –la anciana la mira de reojo y cambia de
tema—:
–Mira
que Bella era guapa, ¿verdad? –dice mirando el cadáver.
–Una
de las más hermosas. Tocada por la mano divina, y, pese a tener una vida difícil,
ha mantenido su gallardía innata. Sabe usted, la belleza nunca muere, solo
cambia.
–Tiene razón. Bella era un encanto de persona, pero tuvo mala suerte.
–A
veces, cuando se tienen demasiadas virtudes y naces en una familia…
–No
se corte que nos hemos hecho amigas. Cuando se nace en una familia trabajadora y de pocos saberes. Cuanto más encantadora, peor lo tienes.
–¡Cuánta
razón tiene, doña Mercè!
–¡Ay!
Si sabe mi nombre.
–¿Cómo
no? Soy la persona más acompañada y, a la vez, la más solitaria. Sé cómo se
llaman todos y, cuando me acompañan, en ocasiones, me duele. Con Bella me
sucede.
–Entonces, es usted una persona con buena estrella porque siempre va escoltada.
–Si
usted lo dice…
–Claro,
mujer. Yo, fui una joven rodeada de gente y, a medida que fui envejeciendo me
quedé sin compañía. Mis amistades pasaron a mejor vida y los jóvenes de la
familia se olvidaron de la vejestoria de su tía.
–Bella
sí la visitaba –mira el ataúd—. Era su tía preferida.
A
la anciana se le nubla la vista y en sus ojos velados, aparecen unos enormes lagrimones.
–No
llore Mercè. Usted ha tenido una buena vida y tendrá una buena muerte. Fíjese
en Bella, ella, aún era joven, y, al final, la ha atropellado un coche. Sabe, no
pude evitarlo: era una orden y ya no podía posponerlo más, era la tercera vez
que la nombraban; pero, por lo menos, desvié el vehículo para que su rostro
siguiera hermoso.
–La
verdad es que está muy arregladita. Hasta diría que está feliz –Mercè se
seca los ojos.
–Lo
está. En más de una ocasión me dijo que le pesaba la vida. Y fui yo quién tuve
que animarla.
–Muchas
gracias. Es usted una gran persona.
–Hago
lo que puedo. Cuando escuché su nombre de nuevo, intenté cambiar de trabajo. Pero, no me dejaron. Lo mío es un servicio
eterno y, por mucho que me empeñe, nunca podré evitarlo. Así que es mejor que
no me encariñe con nadie. Mercè voy a dejarla.
–Hija,
¿qué no me ha dicho cómo se llama?
–Me
llaman La dama de la hoz. Pero mi verdadero nombre es Muerte.
Mercè sufre un ictus que la fulmina. Una muerte rápida e indolora, según dicen.
©Anna
Genovés
Ocho
de junio de 2022
Bella
El revuelo que ha traído consigo el serial de la cadena HULU, que emitió hace poco la tercera temporada y tiene en marcha la cuarta, es inmenso...
El cuento de la criada, Margaret Atwood
Los cinco
La reunión semanal de Los
cinco empieza con un juego de mesa similar al Monopoly con nombre
propio: Apocalipsis terrestre. El casino es el super jet privado que les regaló
un mandatario excesivamente generoso, ya que su valor sobrepasa con mucho la
construcción de algún que otro campo de fútbol de la Premier League. La
aeronave posee una pantalla gigante desde la que el grupo vigila a las
sociedades que pueblan el mundo.
El conclave está formado por una
actriz, un empresario, un jeque, un químico y la heredera. Son los personajes
más populares de las redes sociales, los más odiados y los más deseados; con
millones de seguidores y detractores. Por este motivo, ostentan un poder absoluto.
Lo que desconocen los terrícolas
es que, Los cinco mueven los hilos de todo lo que sucede en
nuestro hermoso y decadente planeta azul.
Una figura con un mapamundi asoma
sobre la mesa de metacrilato central: un holograma enorme a todo color y tridimensional.
La heredera comienza la partida.
La heredera: Quiero que
los humanos de mi continente se evaporen; estoy cansada de ellos –dice
caprichosa.
El jeque: Será divertido,
pero déjame a algunos miles para que trabajen en mis petroleras –se frota las
manos.
La actriz: Me da un poco
de pena. Nunca aprenden, pero ya les hemos dado bastantes varapalos a lo largo
de la historia –sugiera dulzona—. A mí me agrada ser la reina del rock &
roll: me adoran.
El empresario: A ver qué
podemos hacer para divertirnos sin causar demasiadas bajas. ¿Tú qué dices Químico?
Estás muy pensativo.
El químico: Propongo un
virus letal que fulmine a la mayoría de la población. No solo del continente
que regenta La heredera, sino del planeta. (Aplausos).
La heredera: ¡Qué guay!
El empresario: Cómo se
nota que has llegado la última. Es algo que llevamos haciendo desde que la
Humanidad existe. Cada cien años terrestres, más o menos, enviamos a un bichito
dirigido que, El químico, fabrica en sus laboratorios.
El químico: Fíjate si son
tontos, querida heredera, que ellos mismos se auto destruyen sin saberlo. Yo
elijo a unos privilegiados que crean, siguiendo mis pasos, a esa alimaña
microscópica que, después, esparcimos por diferentes lugares.
La actriz: Ciertamente, me
apena decirlo, pero estamos muy hasta las narices de las sociedades. Los humanos
son insolidarios, egoístas y poco creativos. Por lo general, el bichito se
acompaña de catástrofes naturales o guerras. Todo en el mismo pack y, ellos,
como tienen el coco y la moral consumida, lanzan bulos que se tragan como si
fuera maná.
El jeque carraspea.
El jeque: Ciertamente,
esos chismes también los dirigimos nosotros. Digamos que creamos una historia
falsa y la lanzamos en algún medio de comunicación. Es como un germen que crece
con el paso de las horas y se convierte en una monstruosidad. Por ejemplo,
escribimos en un medio digital que el matapersonas lo ha creado tal país o
tales laboratorios… Y, ellos, se lo creen o incluso le sacan tanta punta al
lápiz que, al final, algún coaching suelta que los antídotos llevan un microchip
para controlarlos y que la sabandija no existe. Entonces surgen movimientos ‘antinotepongasnada’.
El empresario: En ese
instante, comienzan a aniquilarse entre ellos.
La actriz: Encerrarlos en
casa fue perfecto mientras duró; el bestia desapareció hasta que volvieron a
las calles.
El químico: Con el tiempo creamos
unos kits para que se hicieran pruebas de contagio sin necesidad de ir a los
hospitales; los ayudamos para que los sistemas sanitarios no colapsaran. Pero,
era una trampa, ya que, estos botiquines de auxilio eran tan rudimentarios como
falsos. Quiero decir: cualquier juego de laboratorio para niños es más fiable
que los plásticos que les vendimos y, encima, no servían para nada porque estaban
trucados.
La heredera alza las cejas, pero,
antes de hablar, el empresario, sigue la narración—:
El empresario: De todas las
pruebas caseras que se vendían en farmacias u online, una tercera parte siempre
daba positivo y otra tercera parte, negativo. El resto contenía alguna mutación
del bichito que contagiaba a quien lo tocaba.
La heredera: ¡Sois
perversos! –exclama.
El químico: Después de
milenios creando mundos que se autodestruían. ¿Por qué no introducir alguna
variable cargada de positivismo a ver si evolucionaban hacia un futuro mejor?
El jeque: Pero no había
forma. Tropezaban una y millones de veces en la misma piedra. Así que nos
hicimos un poco malos y comenzamos a introducir variables malévolas.
El empresario: Por extraño
que parezca, era la única forma de que crecieran hacia una sociedad más
avanzada que retrasaba la aniquilación. Es como si algún fallo en el ADN humano
les hiciera mejores personas cuando sucede una catástrofe. Entonces suelen solidarizarse
y olvidan, momentáneamente, ese egoísmo incrustado en su cerebro.
La heredera pone cara de póker.
La actriz: Los sucesos
horribles les hace desarrollar una resiliencia que, en algunos casos, es digna
de estudio. Pero… pasado el tiempo, se olvidan de las efemérides desagradables
y vuelven a sus aptitudes y actitudes negativas.
La heredera: La verdad es
que me aburren tantas idas y venidas para acabar como siempre. Así que propongo
iniciar una verdadera carnicería –introduce los brazos en el holograma y mueve las
manos como si empuñara una Silver Blade y asestara cortes letales a todos los
países.
El empresario frunce el ceño, el
jeque se acaricia la perilla, el químico se relame los labios y la actriz cruza
los brazos dubitativa: no quiere perder protagonismo en pro de La heredera.
Entonces suelta—:
La actriz: A ver, pequeña,
¿qué propones?
La heredera: Quiero un Apocalipsis
total.
La actriz: ¡Madre del amor
hermoso! Si que empiezas fuerte.
La heredera: Sí. O todo o
nada. Este continente lo hundiremos bajo el mar –toca Oceanía y lo mueve hasta
dejarlo bajo las aguas—. ¡Ya está! Uno menos.
El empresario alza los hombros.
El jeque tuerce el morro. El químico sonríe y la actriz propone a La heredera hablar
en petit comité ya que son las únicas féminas del grupo. Así pues, se levantan
y dejan la gran sala para tomarse un refrigerio en otra de las cómodas
estancias. Los tres varones fuman unos cuantos Habanos endulzados con güisquis
de Malta.
Media hora más tarde, las chicas
regresan a sus asientos con una sonrisa de oreja a oreja.
El empresario: Os veo
felices.
El químico: Eso es que ha
habido quorum.
El jeque: ¡Bravo! Exponer vuestra
propuesta que seguro es maravillosa.
La actriz: Y novedosa.
La heredera: Hemos
decidido apretar el botón rojo.
Los caballeros se quedan pasmados
y ellas responden—:
La actriz: Los cinco
estamos cansados de este planeta decadente y repleto de parches. Demasiadas civilizaciones,
trillones de humanos, descomunales catástrofes, incontables guerras…
La heredera: En fin,
demasiado de todo. Si apretamos el botón rojo, con la primera detonación nuclear
se aniquilará de un plumazo millones de elementos. Y como respuesta, otro botón
rojo, será apretado y, así sucesivamente: un efecto dominó. Si al final sobreviven
algunos miles, siempre le echarán la culpa a algún gobernante autócrata con
ansias de grandeza.
La actriz: Y nosotros, nos
vamos a otra galaxia y concebimos un nuevo mundo.
El empresario: ¿Con humanos?
La heredera: Claro. Son imprescindibles:
las criaturas más hermosas de la creación, pero los rectificaremos un poquito... Serán humanos avanzados.
La actriz: Nacerán más
humildes, no conocerán la envidia ni la avaricia. No existirán humanos tóxicos.
O sea, eliminaremos la maldad de su ADN y eso del libre albedrío, dejará de
existir.
La heredera: Son tan
corrosivos que nos han envenenado a nosotros. Al principio fuimos seres puros,
debemos volver a serlo. Las sociedades no conocerán la tecnología.
El jeque: Pero, entonces, no
habrá Revolución Industrial.
El empresario: No podré
hacerme rico.
El químico: Careceré de
laboratorios.
La actriz: Exacto, todos
ganaremos en salud.
La heredera: Ejerceremos
de vigilantes y de guías. No necesitaremos disfrazarnos con pieles humanas –se
palpa la base craneal hasta tocar un pequeño bultito, lo estira y se abre una
especie de zip que recorre su cuerpo de arriba abajo.
El resultado es un humanoide
brillante de ojos plata.
El empresario: ¡Cuánto
tiempo sin ver nuestra verdadera identidad!
La actriz ha hecho lo mismo.
La actriz: ¿No es reconfortarle?
El jeque: Lo es –sigue el
camino de sus compañeras.
El químico: Casi había
olvidado que fuimos los primeros humanos que habitaron la Tierra fruto de una casualidad.
Nuestro desarrollo fue tal, que solo nosotros llegamos a conocer la
inmortalidad. Convertidos en dioses, empezamos a fundar nuestro legado.
La heredera: Pero nuestras
creaciones siempre tuvieron algún fallo y yo me convertí en la eterna heredera
de un planeta abogado a la destrucción. Debemos enmendar nuestros errores y
crear humanos perfectos como un día lo fuimos nosotros. Habrá más Tierras,
igual de hermosas y con otros nombres.
Los cinco salen de la
estratosfera con lágrimas plateadas recorriendo sus rostros luminosos mientras
contemplan las sucesivas explosiones de ese planeta llamado azul.
©Anna Genovés
Sábado catorce de mayo de 2022