El retrato de Paulin
Basado en hechos reales
Mimbre sibarita
vendida por un puñado de dólares
no llores, la vida es la vida
A finales de los 80 las vidas de Zoé
y Paulin se cruzaron para siempre. Nada tenían que ver la una con la otra. La
primera, treintañera, trabajaba de dependienta en una perfumería. Tenía una
imaginación desbordante y miles de escritos en los cajones. La segunda, había
consumido medio siglo de vida. Era toda una señorona pija venida a menos;
casada con un militar y madre tardía. Coincidencias de la vida: ambas
veraneaban en un pueblecito turístico del Mediterráneo. Eran bastante
reservadas y se habían hecho amigas.
***
Zoé y Paulin paseaban bajo un
cielo índigo con destellos corales. La Luna estaba plena y habían caminado más
que otras noches. Pero esa velada estaba llamada a ser especial. En la última
cuesta de la caminata, Paulin le contó a su amiga, que había leído sus relatos.
—Zoé ¡escribes de maravilla! —exclamó
Paulin—. Deberías emplearte a fondo: lo vales, niña.
—Paulin ¿te estás quedando
conmigo?
—Pues… ¡va a ser que no! Y para
que me creas, voy a contarte una historia.
—¿De verdad?
—Bueno… más que una historia, es
mi autobiografía. Puedes hacer con ella lo que te plazca.
—Paulin no sé qué decirte —Zoé se
mordió el labio inferior, insegura.
—¿Quieres o no…? Te prevengo que
es bastante dura.
—¡Ufff!!!
—Venga Dña. Insegura. ¿Sí o no?
—apremió Paulin.
—Está bien. Cuéntamela. Ahora, no
tengo ni idea qué haré con ella. Tal vez, deberías enviársela a un editor o a
un agente literario…
—Te la quiero contar a ti. No
estás obligada a divulgarla. Si lo haces, puedes mezclar la realidad con la
ficción, a tu gusto…
—¡Adelante! Soy toda oídos
—terminó por decir la escribidora amateur con los ojos iluminados por una
ráfaga de luz genuina.
—Sabes que soy canaria, ¿verdad?
—dijo Paulin.
—Claro.
—Allí conocí a mi Salvador. Ahora
está para pocas roscas. Pero entonces era un coronel del Ejército de Tierra muy
guapetón. Tenía cuarenta y ocho años. Yo era una chavalilla de ná… y él, ¡tan
apuesto! Tostado por el sol, y con esos ojazos verde mar y esa mata de cabello negra
—recordó Paulin, mirando el cielo.
—Es un hombre atractivo —aseveró Zoé.
—Tú siempre dulcificando la
realidad. Dirás, un anciano de buen ver.
—Bueno, yo no quería… —Zoé se puso
roja.
—Gracias, pero… Al pan, pan. Y al
vino, vino.
—Dejémoslo en un hombre con
encanto.
—Eso también lo tenía: iba
siempre de punta en blanco. A mí, que vivía en los suburbios de Las Palmas de
Gran Canaria, me pareció el príncipe de todos los cuentos de hadas que había
leído.
—Tú, ¿en los suburbios? No me lo
puedo creer.
—Pues eso no es nada.
Zoé levantó una ceja y dijo:
—En fin, que fue amor a primera
vista.
—Más o menos… —contestó Paulin
moviendo la cabeza.
—¿Cómo os hicisteis novios?
Disculpa, no quiero entrometerme.
—Nada de disculparte. Necesito explayarme. Y
esa Luna, que nos sigue a todas partes, me está animando a hablar.
Por unos instantes, el rostro de Paulin
se llenó de lágrimas. Pero tras un respiro, continuó su relato.
—Era menor de edad y pobre. Tanto
que, para estudiar bachillerato, me ganaba la vida haciendo favores a ciertos
señores adinerados. Les gustaba a todos —Paulin miró a Zoé de reojo; a la chica
se le había quedado cara de tonta. Pero salió del apuro.
—Paulin…
—Confío en ti chiquilla —Zoé la
abrazó.
—Gracias.
—Verás, en Canarias hace treinta y tantos
años, no se vivía igual que en la península. Todo era como un sucedáneo de la
verdadera España. Con el boom del turismo, la mayoría de muchachitas que
deseaban prosperar se dedicaban a vender su cuerpo para ahorrar unas perras y
salir hacia la península.
—No tenía ni idea —indicó Zoé.
—La vida es injusta. El caso es que nos
aliamos cinco jovencitas (entre ellas, yo) hambrientas y con ganas de salir del
fango, decididas a trabajar en un… —Paulin se quedó pensativa—. En un burdel.
—Sí. La vida es injusta. Tienes razón.
Cada cual hace lo que puede para sobrevivir.
—¡Ya te digo! Que decís ahora.
—Tómate un respiro.
—Necesito hablar…
La mirada de Paulin se perdió
entre los abetos que las flanqueaban. Y allí se quedó mientras seguía
confesándose.
—Mis amigas y yo —prosiguió Paulin
con un respingo para no lloriquear— comprendimos que el negocio no estaba en
brindarse a cualquiera que pasara. Teníamos que ser amable con los mandos:
ellos si podían salvarnos. Trazamos un plan para movernos con asiduidad por los
locales más refinados del sector. Al poco tiempo, la suerte hizo que un capitán
se fijase en nosotras. Él nos presentó a otros oficiales, y uno de ellos, nos
invitó a su apartamento en el barrio más chic de la capital canaria.
—Un pisito para los guateques.
—Exacto. Una casa de citas con
mucho glamour.
—Mejor allí que a la intemperie.
—En poco tiempo, nos convertimos
en las chicas de alterne de los próceres militares. Retiradas de las calles,
vestimos con elegancia y contentamos a los caballeros que acudían a las fiestas
privadas.
—Debió ser muy duro para vosotras
—insinuó Zoé.
—Duro y lucrativo. Cincuenta por
ciento para cada parte. Nadie nos obligó y nadie nos trató mal. Eso hay que
tenerlo en cuenta.
—Me parece una postura muy
inteligente.
—Sabía que me entenderías por eso
quise que fueras mi cicerone —Paulin cogió del brazo a Zoé y prosiguieron su
caminata.
—Ciertamente, me estás dando
material para una novela —dijo Zoé.
—Apunta en tu memoria lo que
escuches… ¿Quién sabe?
Paulin le contó a Zoé que, a
partir de ese día, las cinco amigas llevaron una doble vida: por la mañana iban
al instituto, y por la tarde a comprarse alguna que otra prenda asequible y
refinada con la que vestirse por la noche. Las confesiones de Paulin fueron tan
íntimas que Zoé se devanaba los sesos cavilando en los millones de niñas, que,
por uno u otro motivo, ejercían el oficio más antiguo de la historia. Tanta información,
le produjo una cierta ansiedad. Repasaba y escribía, una y otra vez, todo
cuanto había oído. Amén, de dejar volar su imaginación con otras tantas
apuestas. Días antes de finalizar las vacaciones, Paulin fue a enseñarle unas
fotografías a media tarde.
—Hola Paulin. ¡Vaya sorpresa me
has dado!
—Hola querida —Paulin le dio un
beso en la mejilla—. Como te he contado tantas cosas quiero enseñarte unas
fotografías.
—¡Qué bien! —contestó Zoé
animada. Paulin sacó un álbum de piel marrón y lo dejó sobre la mesa. Lo abrió.
—A ver. A ver… —dijo Zoé.
—Mira, esta es la primera foto
que nos hicimos Salvador y yo juntos. Estábamos en el paseo de la Playa de las Canteras
—Paulin, esbozó una sonrisa—. Pero antes, te contaré qué sucedió la primera vez
que nos vimos. ¿Qué te parece?
—¡Total!
—Fue en una party. Salvador
estaba observándome. Y, ¡cómo me miraba! Fíjate que hasta me ruboricé —señaló Paulin.
Zoé abrió los ojos como platos—. Minutos más tarde, el anfitrión hizo que me
reuniera con él. Don Salvador (así me indicaron que le llamara) me invitó a una
copa y después pasamos a una habitación especial. Hablamos de nuestras vidas.
La mía sólo tenía escritas unas cuantas páginas. Pero el flamante coronel,
llevaba varios libros. Lo habían destinado a las Palmas de Gran Canaria desde
Indochina, donde se había adiestrado con tropas francesas y americanas.
—¿Qué me dices?
—Lo que oyes Zoé. Te has quedado
muerta, ¿eh?
—No es para menos.
—¡Qué poco sabes de la vida! A mí
no me extrañó porque estaba acostumbrada a que los altos mandos me contaran sus
hazañas.
—Lógico.
—La primera cita acabó tal cual. D.
Salvador pagó por mi compañía y añadió un extra más que razonable. Desde esa
tarde, acudió a todas las reuniones. Estuvimos muchos meses conociéndonos. Mi
esposo, por aquel entonces, necesitaba a una confidente más que a una señorita
de alterne.
—Has tenido una vida muy intensa,
querida amiga.
—No puedo quejarme. En esta
fotografía estábamos con unos amigos…
Las confidentes pasaron la tarde observando imágenes de un pasado fascinante y desconocido para Zoé. Paulin resplandecía cuando las mostraba. Era una mujer madura muy atractiva; pero de joven había sido un ángel. Alta y esbelta, de caderas redondeadas y pechos bondadosos. Ojos grises, melena dorada y labios carnosos. Un bombón. Su esposo, un apuesto caballero de porte gallardo e impecable apariencia. A Zoé, el hecho que D. Salvador hubiera llegado a Indochina en 1946 como un flamante comandante amigo íntimo de Serrano Suñer, del General Valera y del General Franco, al mando de parte del ejército Nacional: le pareció un filón novelesco de 24 quilates, aunque era contraria al universo fascista en el que estaba sumergida la historia. Por la noche, siguieron hablando bajo un firmamento cristalino con pinceladas albas.
—Conoces casi toda mi vida —dijo Paulin—.
Pero, tengo que contarte cómo un militar brillante pasó a casarse con una mujer
de la calle.
—No digas eso Paulin.
—No me avergüenzo. He tenido
demasiados años para hacerlo. Y eso es lo que era.
—Tú mandas.
—Pasado un tiempo, Salvador y yo
intimidamos.
—Es obvio.
—La cosa comenzó como quien no
quiere nada. Sin embargo, un día, Salvador, consintió que le tuteara en el
pisito. Y poco después, me sacó a pasear. Me convertí en su amante. Con ello
gané mayor solvencia económica, y, lo que es más importante, dejé de estar con
otros hombres. Diez años más tarde, se convirtió en General de Brigada de la
región militar de Baleares. Yo me había refinado mucho. Chapurreaba inglés, francés
y alemán. Finalmente, entré en la Universidad de adultos y me licencié en
filología inglesa.
—Vaya… nunca dejarás de
sorprenderme.
—Puede ser. Salvador quiso que me
fuera con él. En un principio, le di calabazas. Él era muy tenaz e iba a verme
siempre que podía. Me regalaba joyas; me invitaba a los mejores restaurantes.
Al final, me trasladé a las Baleares.
—Pero… —intervino Zoé.
—Llegado ese punto, quise más. Fue
una temporada maravillosa, nos codeábamos con la jet de medio mundo. Mallorca
es la residencia de verano de muchos aristócratas
—Y de la realeza —dijo Zoé.
—Por supuesto. Con ellos también
coincidimos en varias recepciones. El caso es que Salvador siguió ascendiendo y
cuando lo trasladaron a Valencia como General de División de la tercera región
militar, me pidió matrimonio. Yo ya tenía mis añitos…
—Pero tu docilidad había dado sus
frutos.
—¡Y tanto! Me compró un piso de
más de doscientos metros en la Plaza de Cánovas del Castillo. Tenía tres
empleadas del hogar. Y cuando nacieron los niños, no les faltaron tatas.
—¿Un cuento de hadas?
—Aparentemente…
—¿Cómo?
—Salvador perdió el interés. Se
pasaba el día en Capitanía General. Regresaba a casa, con el buche lleno y el
cuerpo impregnado de Coco Chanel…
—Paulin…
—Hija mía, siempre pasa lo mismo.
Los hombres son polígamos. Recuérdalo toda la vida y no fantasees con príncipes
azules: no existen
—¿Seguro?
—¿Quién mejor que yo podría
saberlo? Disfruta todo lo que puedas.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Lo que quieras.
—¿Y qué pasó con tanta bonanza?
—No tiene que ver con lo que te
he contado; quizá sea demasiado íntimo. Bueno, ¡qué más da! Lo comprenderás
enseguida. Cuando falleció el Generalísimo, Salvador se opuso a la política que
emprendió el Rey Juan Carlos. De inmediato, lo degradaron a comandante de la
Reserva –una escala muy inferior—. Chiquilla, todo se vino abajo. La
rumorología apuntó a mis orígenes y los amigos nos dieron de lado. Tuvimos que
vender el piso, despedir al servicio… Y aquí estoy.
—Con trabajadores de clase media.
—Aún tengo demasiado. Nací en la calle
y los orígenes nunca hay que olvidarlos.
—Tienes razón.
—Puertas que se abren y se
cierran. Pero, ¿sabes qué?
—Tú dirás.
—¡Que me quiten lo bailao!
—sentenció Paulin con alegría.
Esa fue la última noche que Zoé y
Paulin se vieron. Finalizaron las vacaciones. Y días más tarde, el chalé de Paulin
se vendió.
***
En 2015 Zoé se había convertido
en una escritora afamada. Una mujer elegante e independiente. Su novela, El
retrato de Paulin, había ganado un concurso literario de prestigio. La flamante
escritora estaba en pleno periplo publicitario. Llenaba librerías, grandes
almacenes, Ferias del Libro. Estaba firmando volúmenes con una cola interminable
de fans cuando se acercó una lectora en silla de ruedas. Ella se dispuso a
dedicarle el ejemplar. Cariñosa.
—¿Cómo se llama, por favor?
—preguntó con una sonrisa.
—Paulin. Me llamo Paulin
—contestó la anciana.
Sus miradas se abrazaron en el
aire denso que las rodeaba; nunca volvieron a separase.
© Anna Genovés
Revisado el 28 de noviembre de 2022
Imagen tomada de la red
Dedicado a una amiga muy querida
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427.
Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13:
978-1502468437
#relatos #actualidad #relatosactuales #leer #escribir
#autoras #autoraespañolas #libros #annagenoves #historias #realismo #redessociales
#love #facebookgroups #facebook