Memorias de un futuro
imperfecto
El futuro ha llegado por su propio camino.
Ha llegado recubierto de algodones lisos...
algodones que oscurecen los cuerpos,
las mentes y las ilusiones
como un robot viviente de infinitos colores.
— Tiene usted razón. Creíamos
haber llegado a una conclusión de lo más satisfactoria, pero mientras este
punto continúe sin aclararse, no podremos descansar. Quédese un tiempo con
nosotros y pensaremos en lo que debemos hacer. Después podrá marcharse, con
toda nuestra ayuda.
— Gracias —dijo Trevize.
Isaac Asimov
(Los límites de la fundación)
***
Me encanta, podría leer esta
novela todos los días de mi eclíptica y solitaria vida: siempre me enseñaría
algo nuevo.
Sabes, Isaac, has logrado
inspirarme y, aunque hace varios años que no escribo, hoy, día de mi nonagésimo
primer cumpleaños, voy a hacer una excepción. Voy a comenzar un diario y, en tu
honor, lo llamaré Mov, como si estuviera escribiendo una serie de cartas al
mejor de mis amigos.
Comenzaré tal como lo hacen los teenagers...
Valencia, 12 de julio de 2053
¡Hey, Mov!
Hoy es mi nonagésimo primer
aniversario, lo que no es nada anormal, si tenemos en cuenta que la media de
edad, descontando las muertes prematuras por violencia, está cifrada en los ciento
cinco años para las mujeres y en ciento dos para los hombres.
He llegado a esta edad
matusalénica, sentada junto a la ventana del comedor frente a mi Dell rosa
chicle del Pleistoceno. Las cartas que te escriba serán mi última creación.
Como sabes, llevo más de diez lustros dedicándome a la producción de novelas de
bolsillo de clase B: novelas románticas, de intriga, de aventuras y, cómo no,
de ciencia ficción.
Todo un currículum premiado con
años de soledad, pan para llevarse a la boca cuando había ganas y, muy de vez
en cuando, caviar iraní, salmón noruego y Dom Pérignon. Por mencionar algo,
porque ninguna de estas delicias son de mi agrado. Pero mentiría si no dijera
que pudieron estar en mi despensa, en ciertas ocasiones, incluso a granel.
Aunque amanecí en esta profesión
tardíamente, pasados los cuarenta, como dice el refrán: «Más vale tarde que
nunca». Mi obra ha sido fértil y me considero afortunada por haberme dedicado a
lo que siempre he deseado; a lo que mejor sé hacer: imaginar situaciones
inverosímiles y plasmarlas en páginas en blanco para el disfrute de mis
semejantes.
Fíjate, en la actualidad, en la
tercera o cuarta infancia, como se suele decir de las personas de mi edad, el
espejo de la realidad, ese cristal opaco y empañado que me separa del exterior,
sigue donde siempre ha estado. Y no está deslucido o velado, ¡está sucio, muy
sucio!, pero me da igual. Por los huecos, aún medio transparentes de su ajado
vidrio, puedo ver lo suficiente para saber que esta sociedad es muy decadente:
demasiado.
Los coches voladores de El
Quinto Elemento siguen en el baúl de la fantasía. Lo mismo que los
androides asesinos de Matrix o Terminator. Y si hablamos de la
tecnología espacial, que el hombre pise Marte sigue siendo algo tan lejano como
el propio y carmesí planeta.
Esto último debía haber ocurrido
en 2030, pero se ha quedado en el tintero de muchos científicos desprestigiados
y en la salita de estar de un puñado de políticos chiflados que pensaban que
colonizar dicho planeta era lo mismo que someter a una tribu aborigen. El
planeta rojo está maldito; siempre sucede algo antes o después del aterrizaje
de la sonda o de la nave, una vez atravesada su enigmática órbita.
Al poco tiempo: unos días, unas
semanas o, a lo sumo, un mes, se pierde la comunicación absoluta con los robots
enviados para tales menesteres y se acaba la función.
Todas las lanzaderas tripuladas
que han intentado acercársele con las tenientes Ripley a bordo, han regresado,
cuando lo han hecho, tan escaldadas como el magma de los volcanes en plena
erupción. "¡Habrá que dejarlo para más adelante!", y aun así me sigue
pareciendo casi imposible… De convertirse en viable, desde luego yo no seré una
de las afortunadas o desafortunadas en poder contemplarlo a través de mi
generosa y psicodélica televisión. Mi reloj biológico toca a su fin y no creo
que alcance para más, a pesar de mis estrictos tratamientos para mantenerme en
forma.
Tantos años esperando que
sucediera algo similar a una de esas películas de ciencia ficción que desde
niña me han tenido hipnotizada… para nada.
Creo que, en cierta medida, mi
longevidad se ha debido a la espera de lo improbable, a la espera de que la
realidad superara a la ficción. Pero, ¡eh aquí que estamos como antes! O sea,
como a principios del siglo XXI, cuando la madurez de mis entrañas me colocaba
los pies en la Tierra y mis complejos peterpanescos sucumbían con las primeras
arrugas que surcaban mi rostro y las novedosas canas que blanqueaban mi
cabello.
Bueno, algo insólito sí ha
sucedido, qué digo algo, algo no, ¡mucho!, quizá muchísimo. Creo que este es el
apelativo más conveniente. Lo que ocurre es que nada tiene que ver con esas
ansias voraces de irrealidades plasmadas en los buenos libros ficticios de mis
idolatrados novelistas o en la pantalla grande; esa caja gigante que ahora es
más boba que la tonta inventada por Don Francisco Umbral hace una eternidad y
referida a la televisión. Y no es que yo esperara que esas películas futuristas
en las que todo es catastrófico se convirtieran en evidentes, me conformaba con
que la realidad de la investigación se fusionara con el celuloide, y los
terrícolas pudiéramos, por ejemplo, erradicar cualquier tipo de patología o
vivir eternamente. ¡Y nada más lejos del ambiente que nos rodea!
En cierta medida, lo que pasa, ya
estaba vaticinado, desde hace décadas, por alguna de las punteras industrias de
robótica y su difusión en los medios de comunicación. Sí, hay robots domésticos
análogos a C3-PO de La Guerra de las Galaxias, pero únicamente pueden costeárselos
las familias muy adineradas, que son las menos y, además, cada dos meses están
en reparación porque algún fusible se les ha averiado… quedan siglos, si no
milenios, para que los cibernéticos se asemejen a los humanos.
Los rasgos fisonómicos han dado
un gran paso hacia la uniformidad del hombre, y en una décima parte de la
población, la fusión ha sido completa. Podemos ver a un cuarterón con ojos
oblicuos, pómulos nórdicos y cabello rojo. Esta mezcolanza me agrada; desearía
que todos tuviéramos rasgos similares para que ningún humano se sintiera
excluido. Sin embargo, me consta que para los insolidarios, agresivos y
prolíferos movimientos tipo "Génesis de la Raza" esta licuación es
degradante, y sus continuos disturbios con finales recubiertos de sangre y
lágrimas, aumentan día a día.
Por desgracia, los
"guetos" florecen con un vigor y radicalismo escalofriante. Existen
en todas las metrópolis de más de quinientos mil habitantes, en resumen: en
todas.
Y esos "guetos", sobre
no tener alambradas excluyentes, son mucho más peligrosos que los existentes en
la U.S.A. de mis tiempos mozos. Pero este no es el tema que más me preocupa...
Al fin y al cabo, el hombre, desde tiempos prehistóricos, ha vivido en una
constante fluctuación de continuas batallas y siempre ha subsistido. ¡Ojalá
fuera esa la principal contrariedad de mediados de este veintiunoavo siglo de
nuestra era!
Tampoco me alarma la
climatología. La excesiva subida de las temperaturas y el deshielo de los
polos, está equilibrada, se derrite el mismo hielo que, a posteriori, se
evapora por las altas temperaturas. Y si hace un calor tan insoportable como
para no salir de casa, te pones tu traje climatizador, y tan feliz.
No, el problema, ¡el horror!, ha
venido cogido de la mano de la enorme polución que nuestro estimado planeta
produce, porque ni tan siquiera la traslúcida capa de ozono perjudica o lesiona
nuestra piel... las impurezas del aire son tantas, que a la vez que nos
corrompe, nos protege de la casi inexistente ozonosfera. Esta corrupción
atmosférica, nos ha privado de ese magnífico y esplendoroso astro rey que cada
mañana iluminaba nuestros cuerpos y nuestros corazones. Dicho de otra forma,
los rayos del magnánimo Ra, hace diez años que no se ven.
El firmamento aparece cubierto de
una espesa capa de nubes perpetuas que en invierno suavizan las temperaturas y
en verano las agudizan por el llamado efecto invernadero, ¡un asco! Estimo que,
en el próximo siglo, el Sahara habrá avanzado más de lo pensable en el
entreacto interminable del ocaso de la humanidad.
Y esto sí me recuerda una
película... una de los mejores films de ciencia ficción de todos los tiempos:
la mítica Blade Runner. Me la recuerda porque, pese a no caer del cielo
lluvia radioactiva, ¡menos mal!, el día cada vez se asemeja más a una tarde
encapotada en la que nunca sabes en la hora en que te encuentras y, a la
postre, están los nuevos agentes de policía que a la mínima te paran y te hacen
un reconocimiento, no médico, claro está, si no de arriba abajo para ver si
estás libre de armas o de artefactos peligrosos… Un cortaúñas es suficiente
para una detención en toda regla.
Por hoy tengo suficiente, me voy
a pasear un rato por los encajes de los árboles. Esas sombras que se conciben
en mi imaginación como cuando era pequeña y caminaba por las aceras pisando los
efectos solares de las ramas de los arbustos: ahora, aunque las proyecciones
han desaparecido, mi ingenioso psique sigue percibiéndolas...
Valencia, 13 de julio de 2053
Mov, voy a seguir difundiendo mi
opinión acerca de la impúdica sociedad en la que me encuentro zambullida y de
la que, por mucho que me queje, solo despegaré el día que descanse en las
cenizas de un búcaro.
¡Ah, sí!, luego están los
trocitos o magnánimos monolitos que, desparramados por la bóveda celeste, van
cayendo de vez en cuando en algún lugar de nuestro decadente mundo. Hoy mismo,
un fragmento del obsoleto Sputnik cayó en el desierto de Libia… cero daños
colaterales. No pasó igual hace dos semanas, cuando un segmento, de
considerable tamaño, de la LEO arrasó un barrio de Buenos Aires.
El denso tráfico del desguace
espacial es tan peligroso que, un día de estos, ¡estallaremos en millones de
particulitas por la colisión múltiple de diversos artefactos de los que van
pululando por nuestros alrededores! También puede suceder que la multilluvia
tóxica que, a modo de escarcha, oree un lago de Canadá, se expanda y nos abrase
al son de pequeñas y llamativas gotas metálicas en pleno fulgor. Igual no puedo
ni terminar esta parrafada con tantas amenazas. ¿Quién puede saberlo?
¡Ah! Se me olvidaba, los años me
están dejando la masa encefálica tan borrascosa como el velado firmamento que
veo desde hace mucho, mucho tiempo; debería acercarme a la cima de alguna
montaña para divisar, por encima de los celajes, lo diáfano de la cúpula
celeste. Dicen que desde allá arriba, todavía se distingue el antiguo cosmos
con sus haces luminosos entre nube y nube. Y si eres uno de los más
afortunados, incluso puedes ver el Sol. Pero, cualquiera se arriesga a salir de
excursión a mis años.
Me conformaré con lo que alcancé
a ver mi deteriorada memoria y el visionado de algún que otro film, o mejor
todavía, con la contemplación de documentales en los que lo desaparecido vuelve
a florecer como por arte de magia. Con paciencia, imaginación y mucha práctica,
se pueden conseguir los efectos deseados. Las pantallas digitales de
tropecientas mil pulgadas son uno de los pocos placeres que nos quedan.
Aprietas un botón y ¡puf!, la pared de cualquier habitación se torna pantalla,
y con tan solo un movimiento de mano tienes el cine en tu propia casa.
Todas estas elucubraciones torpes
y a destiempo que voy picoteando, mi querido Mov, vienen al cuento de mi
verdadera preocupación: los "Agentes del Orden". Nos tienen aterrorizados,
no sabía cómo contártelo, pero... ¡ya está bien! Voy a narrártelo como si me
estuviera refiriendo a cualquiera de los problemas que te he mencionado.
Verás, Mov, los señores y señoras
"Agentes del Orden": esos afeitados de nueva generación que hacen las
veces de guardias de seguridad pacifista, o sea, los antiguos policías
reconvertidos. Actúan con tan poco tacto que, en vez de proporcionarnos
seguridad, nos dan verdadero miedo.
Ya sabes que lo de afeitados no
es peyorativo, sino común en los actuales humanos. Los mortales se están
quedando sin pelo. Por lo general, tanto los caballeros como las damas, llegan
a la veintena más rasurados que Yul Brynner en sus buenos tiempos. Será que
tanto estrés y tanta oscuridad, aliada con el descomunal y húmedo calor, nos
está dejando sin el revestimiento de la piel por antonomasia. A tener en cuenta
que solo ocurre con las nuevas generaciones, los ancianos como yo seguimos a la
antigua usanza.
Vuelta a lo mismo, me da tanto
miedo hablar de "ellos" que, a la mínima, me voy por las ramas... A
ver si me centro.
Veamos, el tema son los
"Agentes del Orden". Vamos allá, todos tienen unos cuerpos
envidiables: musculitos de sustancias químicas y gimnasio, que nos cuidan, ¡se
supone!, aunque, como ya te he dicho, más bien nos aterrorizan.
Lo cierto es que son muy raritos,
y lo digo porque hace un cuarto de siglo que los humanos dejaron de anhelar ser
polis, guardias civiles, militares o sucedáneos. Entonces, los gobiernos de los
monopolizados países pactaron con las madres, ¡Dios sabe con qué!, para que, a
cambio de unos estudios de primera y un trabajo fijo y bien remunerado, eso
dijeron, enviaran a sus hijos recién nacidos a unas determinadas escuelas
controladas por el estado.
El propósito: que los cuerpos
mencionados no desaparecieran de la faz de la Tierra, para que la inseguridad
ciudadana se convirtiera en pasado. Ja, ja, ja.
Se me olvidaba decir que la
mayoría de bebés nacen por inseminación in vitro o similares, puesto que cada
vez es más difícil concebir hijos por medios naturales; sobre todo, porque la
libido casi ha desaparecido. ¡Qué horror! El hombre está dejando de ser hombre,
o peor todavía: el hombre se está deshumanizando.
¡Uf!, mi diario está adquiriendo
unos tintes muy diferentes a los pretendidos… lo que comencé con timidez y
medio camuflado por un tupido velo que no deseaba exhibir, está emergiendo de
manera considerable. Lo inadmisible se torna cierto: pura ficción que eriza
todo el vello de mi marchito y acongojado organismo al sentir que "el
ahora" roza la más horrible de las realidades. ¿Será que vivo
distorsionada e inmersa en una de esas películas que tanto me gustaban antes?
Quizá no deseo descubrirlo, y por
eso doy vueltas y más vueltas alrededor de quiméricas preguntas sin respuesta
que hilvano con verdades a medias, como si fueran un jersey exorbitante cuyo
encadenado de puntos se deshacen sin motivo aparente. Lo cierto es que esos
niñitos entregados al poder, salen convertidos en polluelos olfateadores que se
dirigen a sus semejantes como si fueran distintos y superiores.
Los educan, según se nos informa,
como a los niños normales, solo que el regalo de su séptimo cumpleaños es la
colocación de un microchip en su cerebro para la adquisición de una disciplina
absoluta contra la delincuencia, y una obediencia total hacia sus superiores.
Puede que solo se trate de eso,
pero cuando me encuentro cerca de alguno, un escalofrío recorre mi cuerpo como
si algo me dijera que hay mucho más…
Siento que se nos oculta la
verdad. Lo que les hacen para que salgan con esa expresión glacial en sus
rostros, ¡no tengo ni idea! Pero me asusta cada vez más. No es que salga
demasiado, pero todos los días intento dar una vuelta por el barrio... y la jefatura
superior está cerca; suelo tropezar con muchos "Agentes del Orden", y
todos me parecen iguales.
Tanto chicas como chicos,
rasurados y sin ápice de mímica en sus esculpidos rostros y sus cincelados
cuerpos, se dirigen a los transeúntes con un hermético tono de voz y unos
movimientos antinaturales, casi mecánicos.
Me consta que nada más lejos de
una metamorfosis cibernética… pero a veces, yo misma dudo que su sangre sea del
mismo color que la mía y que sus cromosomas no estén alterados genéticamente.
Lo más chocante del asunto es
que, cuando te acercas a unos cuantos... ¡plof! Se evaporan. Me refiero a que
todos los "Agentes del Orden" son jóvenes, ninguno alcanza la
madurez, ninguno llega a la treintena. Luego escuchas en TV que han abatido a
diversos agentes, casualidades, siempre a los más veteranos. De manera que
surgen nuevas camadas: cada vez más inescrutables, cada vez más férreas.
He hablado con unos colegas, algo
más jóvenes que yo, y me han dicho que tienen serias dudas sobre la legalidad
de las investigaciones estatales. Mañana a las ocho de la tarde vendrán a cenar
conmigo.
Me voy a la cama. La nueva
alborada, cenicienta y plomiza, como la de todos los días, me reserva una
jornada muy, muy larga... Solo de pensarlo, me siento tan cansada como un pobre
caracol cuya osificación se ha fundido a medio camino, tras recorrer kilómetros
y kilómetros sin llegar a su meta.
Valencia, 14 de julio de 2053
La aurora ha despuntado sumergida
en nubes violáceas con tintes rojizos. El viento del cercano Sahara azota y
mueve las partículas del voluminoso oxígeno que nos rodea. Mi ventana, más
empañada que de costumbre, me anima a limpiarla; si no lo hago, no podré
atisbar ni las arrobiñadas antenas de los edificios colindantes.
Sin ganas, saco el limpiador
multiusos y, con un paño de algodón, comienzo a rascar un lado del ennegrecido
cristal. He tenido que asomar la cabeza al exterior. Mi arrugado rostro se ha
cubierto de un pegajoso polvo purpúreo que me incita a cerrar y mandar al
cuerno el trapo y el limpiador, pero me obstino en que aún me queda trecho por
andar y que ese lugar es el recoveco por el que siempre he oteado mi dilapidado
voyerismo.
Por fin, consigo dejarlo más o
menos aseado. Ya puedo contemplar los magníficos nubarrones que acorralan la
bola de cristal en la que nos movemos, avistar las grisáceas fincas que me
acompañan y hasta escudriñar, por encima de los resbaladizos tejados, el
revuelo de alguna enfermiza paloma. Tras el penoso esfuerzo de la vidriera,
recuerdo que debo salir de compras: mis amigos se merecen lo mejor.
Me enfundo mi chándal de dúctil
plexiglás climatizado en tonalidades azulinas -otro novedoso y agradecido
invento que hace descender la temperatura corporal, aunque te muevas a
cincuenta grados de temperatura- y me coloco mis deportivas supersónicas para
andar rozando las aceras recubiertas, en gran medida, por el líquido perpetuo
de la mugrienta humedad.
Me recojo mi larga y blanca
melena en una trenza baja y me tomo mis veinticinco pastillas matutinas:
vitamina A, B de todos los tipos, C, E, K, minerales, oligoelementos,
melatonina de última tecnología y litio de liberación retardada para responder
con tranquilidad a los eventos desagradables que puedan surgir de mi andanza
por las calles.
Bebo un vaso de agua purificada
y, por último, me pongo mi pantalla protectora, y no me refiero a un protector
solar —eso no hace falta— sino a una especie de pamela de ala larga de un
material flexible y específico que te termoaisla de la contaminación. El
estrafalario sombrero lleva incluida una pantalla transparente que te cubre la
cabeza, a modo de escafandra, a juego con el equipo inferior. Con estas pintas,
salgo hecha una astronauta de vuelos cortos, con guantes incluidos.
Al salir, tropiezo con el
simpático vecino de cabellos rojos -¡ja, pienso!-, tiene diecisiete años.
¿Dónde estarán esos largos y bermejos truchos dentro de unos años?
Al salir, tropiezo con el
simpático vecino de cabellos rojos —¡ja!, pienso! —, tiene diecisiete años.
¿Dónde estarán esos largos y bermejos truchos dentro de unos años?
Paul es un buen chaval, hijo de
un japonés y una irlandesa cubana. Siempre me pregunta cómo estoy y deposita un
beso sobre mi velo preventivo. Él es joven y va tal cual: vaqueros descoloridos
y anchos con miles de bolsillos, y camiseta de tirantes con dibujos geométricos
de colores fuertes. ¡Quién pudiera andar como él! Aunque quizá deberían
disuadirle para que se camufle como yo; disfrazado, se vive más tiempo…
¡Bah, chorradas! —me digo a mí
misma. Seguro que estos ridículos trajes son la típica fantochada del palique
de un comercial ansioso por apuntarse una venta más, y de la "cándida
incredulidad" de los ancianos, por desear, pese a todo, vivir hasta el
final de los tiempos.
El supermercado es una descomunal
nave rectangular con pasillos perfectamente alineados desde la entrada. De
manera que, cuando traspasas la puerta de acceso, la perspectiva es tan
perfecta que parece que te adentres en un óleo cuyo objetivo principal es que
te fijes en la salida de la parte opuesta, justo al final del corredor central.
Significa que no te entretengas y que compres sin prisa y ni pausa. Sin dar
cháchara a los conocidos para no obstruir los puntos de venta.
Cada calle contiene unos
productos específicos. Los lácteos son los primeros de la parte derecha; solo
existe una marca de leche, eso sí, la puedes adquirir con todo tipo de
vitaminas, minerales y otros productos idóneos para la salud. Y lo mismo sucede
con la carne, que aparece envasada con unos precintos metálicos, inocuos y
traslúcidos, en cuyo lateral se explica el contenido detallado del producto.
En fin, que el supermercado se ha
convertido en una parafarmacia y los alimentos en medicamentos perfectos para
la curación de esta o aquella patología. Los dependientes y los mostradores han
desaparecido; solo en la salida, encuentras a tres cajeros que efectúan el
recuento de objetos adquiridos y te cobran con expresión agridulce. Con mi
atuendo protector, como tantas otras personas, tras abonar la cesta de la
compra, salgo por el extremo opuesto de la entrada.
Doblo la esquina y me topo con
tres bizarros "Agentes del Orden", con sus plateados uniformes de
neopreno climatizado, remarcando el contorno absoluto de su atlético cuerpo.
¡Están deteniendo a mi simpático vecino de cabellos escarlatas! Paul me hace un
gesto para que permanezca callada. Al pasar por su lado, deja caer en mi bolsa
de polimetilmetacrilato con dibujos afresados un trozo de papel plegado. Una
vez en casa, lo primero que hago es leer y releer su escueta nota:
Por favor, hable con mis
padres. Ellos le informarán…
Paul
Son las ocho menos cuarto de la
tarde, estoy nerviosa, voy a la cocina y me tomo dos cápsulas para relajarme.
Ahora todo funciona igual. Deseas animarte: te tomas pastillas para encontrarte
feliz. Deseas estar fuerte, lo mismo para fortalecerte. Deseas tranquilidad,
ídem para aliviar tensiones. Es como si hubiéramos olvidado las normas básicas
del comportamiento humano.
Todo responde a instintos
básicos. Todo lo automatizamos. Nosotros somos los verdaderos robots que tanto
me quitaban el sueño cuando era una Lolita. Lo bueno y lo malo, que nos
diferenciaba del resto de animales incapaces de pensar y sentir, está desapareciendo.
Mov, acaba de sonar el timbre,
mañana te contaré lo que suceda. Buenas noches, amigo.
Valencia 22 de Julio de 2053
No he podido escribirte antes,
Mov. La otra noche fue esclarecedora...
Los primeros en llegar fueron los
padres de Paul. Al instante, volvió a sonar el timbre y aparecieron mis amigos.
Antes de cenar tomamos unas copas y charlamos sobre lo sucedido a la salida del
supermercado. Y justo entonces, mi amigo Carlos comenzó a soltar unas
incoherentes frases que fueron tomando forma a medida que avanzaba su
soliloquio. El resto del grupo asentía con cara de resignación a lo que Carlos
decía. Caí en la cuenta de que la única virgen en ese campo era yo. Si bien, en
solitario, venía haciendo mis cábalas desde hacía muchísimo tiempo.
La velada resultó toda una
epopeya: mis amigos estaban afiliados a un grupo "antisistema" del
que ni siquiera conocía su existencia. Por otro lado, los padres de Paul,
siguiendo los pasos de su hijo, indagaban acerca del extraño comportamiento de
los "Agentes de la Ley". Por eso lo habían detenido. Estaban
desconsolados y creían que nunca volverían a verlo vivo.
La cuestión estaba más que clara:
debíamos hacer algo. ¿Pero cómo, tratándose de un puñado de ancianos y una
pareja de desconsolados padres? Fácil, reclutamos a los amigos de Paul.
En unos días, mi casa se convirtió
en el centro de operaciones. Gracias a mi antiguo trabajo tenía contactos en
diferentes periódicos y editoriales, amén de cinco ordenadores que, manipulados
por alguno de nuestros jóvenes aliados, podían convertirse en instrumentos de
última generación con los que hackear los programas estatales. Eso para
empezar.
Yo, que creía que todo era más o
menos normal, o por lo menos eso deseaba creer en el fondo de mi corazón, y en
aras de desaparecer de la faz de la Tierra, estaba participando en una
peligrosa cruzada de la que estaba segura no escaparía. Sin embargo, poco
importaba: no tenía nada que perder y podía ayudar a las generaciones
venideras. Un acto de solidaridad altruista no viene mal cuando la vida se te
escapa de entre los dedos de las manos y las uñas de los pies.
Y por hoy, nada más tengo que
contarte, querido diario. Estoy tan motivada que no tomaré las píldoras
antimalhumor. Hoy comienza para mí una nueva vida.
No sé cuándo volveré a visitarte,
pero regresaré. Te lo prometo.
Valencia, 17 de diciembre de
2054
Ha pasado más de un año desde que
te hice la última visita, pero, ya ves, como te dije, he vuelto. Seré breve,
algún día, espero que no muy lejano, te relataré, con pelos y señales, todo lo
acaecido y todo lo que está por suceder. Te doy mi palabra.
Mov, no sabes cuántas cosas han
sucedido.
Los días teñidos de gris pasaron
más rápido que nunca tras aquel 22 de julio en el que mis amigos me revelaron
sus dudas y la información que tenían. Como ya sabes, mi casa se convirtió en
el cuartel de mando. Un ir y venir de chavales con truchos o pelados, amigos y
conocidos, vecinos y aliados. Eso sí, el trasiego comenzaba a partir de las
doce de la noche para no levantar sospechas… y cada día, solo aparecían un
máximo de cinco miembros del grupo, a diferentes horas, con sus tareas
concretas y sus indagaciones específicas.
Yo era la encargada de
transcribir sus pesquisas a mi ordenador. Lo hacía de manera encriptada y bajo
estricta clave. A mano, también realizaba un exhaustivo trabajo, que guardaba
en varias libretas ocultas en un lugar secreto de mi apartamento. Cuanto más
descubríamos, más inaudito y complejo se tornaba nuestra búsqueda de la verdad.
El equipo de chavales que llevó a
cabo las primeras incursiones; las difíciles indagaciones de muestreo sobre el
terreno, o sea, los encargados de jugarse el pellejo entrando en las llamadas
“Escuelas de la Ley”. Verdaderas fortalezas infranqueables y tan solo de
posible y peligroso acceso por los hackers que nos ayudan, fueron los primeros
en comprobar con sus propios ojos, el más horripilante de los secretos
gubernamentales.
A los niños-polis, además de
colocárseles el chip en su séptimo aniversario, todos los días se les inyecta
sustancias de laboratorio con las que fusionar dicho circuito integrado con sus
células humanas. De modo que estas fueran concibiendo unas nonatas y
cibernéticas células madre: unas células tan cibernéticas como humanas. No se
trataba de la revolución de las máquinas, sino de la “revolución de los
humanos”.
Las nuevas camadas de “Agentes de
la Ley” cada vez tenían más carencias afectivas y, mayoritariamente, fenecían
en la flor de la vida. Según nuestras investigaciones, porque la fusión
cibor-humano, salvo excepciones, daba una pervivencia máxima de veintipocos
años.
Con los primeros descubrimientos,
hubiera vendido mi alma al diablo por estar con nuestros intrépidos jóvenes.
Menos mal que, gracias a la maravillosa tecnología de la que disponíamos, sus
transmisiones pasaban a los ordenadores y después se podían proyectar en las
tele-murales: era como estar con ellos. Introducirte en sus operaciones y ser
un agente de campo.
Las incursiones en las
espeluznantes “Escuelas de la Ley” eran tan peligrosas como fugaces. Las
primeras, duraban tan solo unos minutos. Mientras, nuestros hackers paralizaban
las cámaras de seguridad y sustituían las imágenes reales, con nuestros amigos
dentro, por otras anteriores. De manera que los vigilantes no advirtieran su
presencia, como en los buenos films de antaño.
Después, se trataba de colocar en
el lugar preciso, nuestras cámaras: verdaderas filigranas en miniatura. Micro
videocámaras con una precisión magistral y un sonido THX2100 perfecto. Porque,
gracias a uno de nuestros infiltrados, habíamos conseguido los planos de los
emplazamientos clave. Se trataba de un veterano que se suponía muerto.
Se llamaba Igor y tenía treinta y
tres años, su cuerpo estaba maltrecho por la emboscada que había sufrido,
cuatro años atrás, para eliminarlo, como hacían con todos los agentes que
comenzaban a experimentar alteraciones no deseadas. Medía casi dos metros y su
musculatura, pese a sus cicatrices, se mantenía en un estado más que óptimo. No
sabía muy bien cómo había sobrevivido, lo habían tiroteado desde diferentes
puntos y después de darlo por fallecido, lo habían enterrado. Alguien intuyó
que a aquel enorme queso gruyer de ojos ambarinos y cráneo rasurado, todavía le
quedaba un soplo de vida. Siete horas después de su sepelio, alguien lo había sacado
de su propia tumba.
Según le había contado su
paladín, al que nunca le había visto la cara por llevarla cubierta con un
pasamontañas, al instante de desenterrarlo le había inyectado una sustancia que
hizo que su corazón volviera a bombear. Después le curó sus heridas mortales,
le dio una mochila llena de los medicamentos que debía tomar a diario para no
sucumbir, y lo dejó marchar: quizá alguien se había arrepentido de sus
acciones.
Supimos que al frente de aquel
maquiavélico proyecto se encontraban los “Agentes de la Ley”, que de manera
excepcional habían sobrepasado la treintena, junto a los más prestigiosos
investigadores del planeta, que por el mero hecho de descubrir lo innombrable
eran capaces de todo. Los agentes veteranos, eran en verdad los primeros
mutantes humanos por simple cuestión de acoplamiento cromosómico con las
sustancias de laboratorio que les habían inyectado. Por encima de ellos, estaba
la Cúpula del Orden, compuesta por los últimos policías del antiguo mundo. Eran
casi tan poderosos como los Supremos. Nadie conocía sus rostros, solo habíamos
escuchado sus espectrales voces.
También hemos descubierto que,
los “Agentes de la Ley”, a medida que avanzaban en edad, progresaban su
mutación genética: digamos que las células humanas se fusionaban con las
cibernéticas y creaban unos nuevos elementos de revestimiento aleatorio cada vez
más indestructible y a la vez más elástico. Pero, como ya he mencionado, mi
querido diario, esto sucede en una minoría exigua de las cobayas utilizadas,
por lo que siempre necesitaban experimentar con más y más humanos. Unos
mortales muy especiales que ellos mismos esperaban crear.
Sí, Mov, tenemos pruebas
fidedignas de que dentro de las “Escuelas de la Ley” han creado su propio
centro de reproducción asistida. Tan esperanzador para que la raza humana
perviva por los siglos de los siglos como terrorífico: es un centro en el que
no son necesarios ni madres ni padres; únicamente espermatozoides de los
agentes masculinos y ovocitos de las agentes femeninas, crionizados al por
mayor por todas las donaciones forzosas de los anteriores agentes.
En el periodo de gestación, se ha
sustituido el útero materno, por otros nacientes engendros: diferentes
artefactos con forma de ciclópeas peras romanas que suplen las matrices
femeninas.
La estancia en la que se ubican
dichas matrices, es un verdadero prodigio. Un círculo perfecto y transparente
de enormes dimensiones. Dispuestas en estratégicas ubicaciones, los úteros
artificiales, forman a su vez una circunferencia menor con diez piscinas de
idéntico aspecto, sobresaliendo metro y medio del suelo. Dentro, un líquido
amarillento y gelatinoso, alimenta sus frutos: cristalinos y flexibles, sujetos
a la cúpula por medio de un dúctil y resistente cordón.
Cada admirable pieza, a su vez,
alberga dos embriones conseguidos con las técnicas habituales de la
reproducción asistida y las donaciones mencionadas. Estos adulterados fetos,
crecen escuchando distintas voces que hacen las veces de madres y padres, además,
oyen música relajante durante interminables horas y reciben suaves y periódicos
balanceos. Gozan de todo lo necesario para intentar sustituir el vientre
materno.
Parece maravilloso, ¿verdad Mov?
Pues nada más lejos de la realidad, porque estos proyectos de cibor-hombres, a
las pocas semanas comienzan a crear sus propios caracteres. Y siempre existe
algo que los delata, algo que los diferencia exteriormente de nosotros y,
entonces, se eliminan como los desechos más impertinentes del planeta, a medio
hacer y por las letrinas más angostas y lúgubres de los WC.
Los Supremos siguen
experimentando cada vez con más ahínco; desean conseguir su propia raza: la
nueva raza humana. Procreada en laboratorio y por hombres que se creen dioses.
Cada hallazgo nos deja más
perplejos y con más adeptos a la causa. El cuartel de mando se ha trasladado a
una nave abandonada en un polígono de las afueras de nuestra gigantesca
metrópoli, y eso me incluye a mí y a todos mis bártulos.
Nadie hará muchas preguntas sobre
la desaparición de una vieja. Mov, estoy en primera línea, hasta pronto.
Valencia, 3 de marzo de 2054
Amigo, no sé por dónde comenzar.
Desde la última vez que te escribí, los acontecimientos se sucedieron uno tras
otro de manera continua. Cada cual más aterrador: sí existía una nueva raza
humana.
Sí, habían conseguido que las
criaturas artificiales vieran la luz del mundo, plomiza y decadente. Pero
resultó que a los pocos días los engendros habían crecido décadas y sus
escrúpulos e instintos eran tan infrahumanos como los del mismísimo Predator
del mítico film de John McTiernan.
Estos cibor-hombres mutantes se
rebelaron contra sus creadores: “los Veteranos”, “los Científicos” y “Los
Supremos”. Fue la primera vez que vimos sus rostros en las tele-murales.
Unas fisonomías enajenadas por el
terror, ojos ensangrentados, piernas descuajadas, pieles carbonizadas. Y
resultó que a muchos de ellos los habíamos conocido en diferentes etapas de
nuestros pasados.
Cuando vi al máximo responsable
de Los Supremos el poco bello que todavía surcaba mi estropeada piel se erizó
de súbito. Ni más ni menos que era un hombre que había conocido en la plenitud
de la vida. Sí, era un verdadero “Agente de la Ley”. Lo conocí en un centro de
recreo y me enamoré de él casi al instante. Su cabello oscuro y su mirada
lánguida hicieron que pensara que era un romántico. A medida que nuestra
amistad aumentaba, su carrera policial crecía y, de repente, dejó de sonreír y
de hablar con los amigos. Fue como si sus sentimientos se turbaran, como si las
excesivas responsabilidades que adquiría empañaran su sensible y honesta
personalidad.
Su carácter se hizo tan indolente
como hermético. Me olvidé de él y de todo lo que para mí había supuesto. Cambió
de comisaría, cambié de residencia y dejé de saber qué había sido de él. Se
quedó en uno de los muchos baúles del pretérito, esos que de tan llenos de
polvo se asemejan a un montículo de arena seca y ajada.
Cuando volví a verlo, arrugado,
con la cabeza rasurada y las facciones contraídas por el horror, reviví los
hechos. Minutos después, cuando el cibor-hombre que lo asía por la garganta lo
despellejó en vivo, ante las cámaras, comprendí el porqué de su metamorfosis:
sus músculos flácidos no eran del todo humanos.
Los experimentos con mortales se
realizaban desde comienzo del siglo XXI.
Valencia, 23 de agosto de 2054
Mov, los cibor-hombres, que
comúnmente llamamos Predators han desaparecido y, con ellos, todos los que les
dieron vida.
Primero perecieron, bajo sus
manos, uno a uno, los de Los Supremos. No tuvieron compasión alguna. Primero
fue el jefazo, mi conocido. Le siguieron el resto de componentes, con una
muerte todavía más atroz. Después les tocó el turno a los veteranos, y por
último a los investigadores.
Con estos se ensañaron más que
con los anteriores, deleitándose con cada uno de los martirios a los que fueron
sometidos. A uno lo desmembraron poco a poco, a otro lo empalaron
introduciéndole uno de los tubos base suministradores de alimentos de los neonatos
artificiales, por el esfínter y sacándoselo por la boca, a otro lo despojaron
de ropa y quemaron su piel con ácido sulfúrico enriquecido con ácido
clorhídrico, dejando que falleciera de dolor, sujeto a una alambrada de hierro
candente con forma de ocho, en mitad de la explanada de las Naciones.
Durante unos meses, se sucedieron
las atrocidades. El miedo y el caos se apoderaron de la faz de la Tierra. De
repente, cuando el Predator que ejercía de jefe se estaba dirigiendo a la
Humanidad, su rostro tomó tintes cenicientos y, cual relámpago que oscurece el
firmamento, sus facciones se deterioraron.
Todos los Predators de su
generación envejecieron de golpe como si hubieran contraído una especie de
progenia invertida: sus cuerpos, ajados, menguaron de tamaño hasta extinguirse.
Era horroroso, parecían bebés rugosos con miles de años, embriones deformes
fosilizados.
Pero había muchos más en camino.
El centro de reproducción artificial de las “Escuelas del Orden” repartidas por
todas las metrópolis seguía creando seres infrahumanos.
Nuestra labor estaba inconclusa,
había que destruir todo tipo de guarnición relacionada con estos experimentos y
sus creaciones. Y a todos los aliados de esta mortal y nefasta causa.
Valencia, 10 de septiembre de
2055
Hola, Mov. Mis íntimos y yo, “los
Bisa” como nos llaman, hemos pasado unos meses en una de esas clínicas de
rejuvenecimiento absoluto para poder proseguir con nuestra importante labor. El
resultado es más que gratificante: poder realizar operaciones impensables dos
meses antes y mirarte al espejo y verte, además de mejorados físicamente,
evocando momentos y lugares oxidados en el arcón de los recuerdos olvidados.
Ahora somos mucho más útiles de
lo que lo éramos antes de nuestra reclusión clínica, incluso podemos conducir
los vehículos que transportan la cloratita que hará explotar por los aires
todos los complejos estatales existentes: es la única posibilidad que nos
queda.
Algunos miembros de Los Supremos
con un ejército de cibor-hombres, se han escondido en un lugar secreto y están
obligando a todos los jóvenes, varones y hembras, a la donación de sus esencias
reproductoras: óvulos y espermatozoides. El motivo está bien claro, con los
“Agentes del Orden” manipulados para conseguir la nueva especie. Los donantes
forzosos son aniquilados.
Hay que acabar cuanto antes con
las monstruosas investigaciones que siguen realizando en sus enclaustradas y
ocultas dependencias, de lo contrario será imposible detenerlos.
Valencia, 25 de octubre de
2055
Mov, la paz ha regresado. Ahora
voy a relatarte cómo terminamos con el peliagudo y apocalíptico asunto que nos
mantuvo en un desenlace agónico casi perenne.
Por fin los humanos podemos
caminar tranquilos.
La resistencia ha triunfado y las
malignas “Escuelas del Orden” han desaparecido. Tuvimos que mostrar a Los
Jueces Preferentes —con el mayor poder terrestre— todo el material confiscado,
amén de presentarles a Igor, que se ofreció a ser examinado en sus
laboratorios.
Él fue la clave concluyente para
el ataque final a las “Escuelas del Orden”. Los Jueces Preferentes nos cedieron
el armamento necesario y su guardia personal, que por suerte no estaban
adiestrados en las terroríficas escuelas, ¡ellos sabrán el por qué! A mí me
huele que estaban al tanto de la situación y que llegó un momento en que el
programa se les escapó de las manos. Quizás alguno de ellos fue el benefactor
que ayudó a subsistir a Igor.
Los supervivientes de la
resistencia y los pacíficos vivimos unidos en las montañas. Viendo cada mañana,
entre las opacas nubes de nuestro cielo, los furtivos halos de su omnipotente
rey. Incluso, de vez en cuando, podemos contemplar su tímido rostro.
Enseñamos a los jóvenes que no se
debe olvidar el amor, que es necesario sacar del interior los valores perdidos
en las etapas de excesivo progreso. Y así, la naturaleza va recobrando la vida
desvanecida entre la tecnología, los cambios climáticos, la contaminación y la
falta de afecto.
Ahora ya puedo descansar en paz.
Cuando creí que todo se había convertido en nada sin pasar por un intermedio de
caótica entelequia, me vi inmersa en mi propia película de ciencia ficción. Un
film que resultó igual de catastrófico que los del celuloide de tiempos
arcaicos. Igual de horripilante que la perennidad de los días sin sol.
Hasta siempre, Mov.
©Anna Genovés
Relato
escrito hace dos décadas y dedicado a Isaac Asimov
Corrección
ortográfica revisada por la IA Gemini el domingo 2 de febrero de 2025