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Se dice que la belleza es completamente superficial.
Tal vez. Pero al menos, no es tan superficial como el pensamiento.
Para mí, la belleza es la maravilla de las maravillas.
Las personas superficiales son las únicas que no juzgan por las apariencias.
El verdadero misterio del mundo es lo visible, no lo que no se ve...”

Oscar Wilde
El retrato de Dorian Gray







Esclavos de la belleza


Es obvio que desde tiempos remotos la belleza se ha impuesto ante otras virtudes, quizá, más admirables. Desconozco qué resortes de nuestra maquinaria se ponen en funcionamiento cuando admiramos un óleo que nos parece hermoso, un edificio de belleza singular, un poema que nos hace llorar de emoción o la perfección de una persona; pero, de seguro, que, si estamos envueltos de esa aureola mágica denominada belleza, el mundo nos abre las puertas de par en par. ¡Qué insensatez! A lo mejor, por este motivo, la Humanidad experimenta un deterioro continuo y progresivo.

Pese a que se han encontrado papiros egipcios del año 3000 a. C. y tratados sánscritos datados cronológicamente en el 2600 a. C. en los que se ven intervenciones estéticas, el concepto belleza como tal –con otras palabras y un significado similar—, amor por la belleza o filocalia, es una terminología que se recoge en la Grecia clásica con el vocablo φιλοκαλία. De igual modo sucede con estética, cuya locución griega se acoplaría a αἴσθησις (aísthêsis), con un sentido próximo a «sensación». De manera muy acertada, porque, de uno u otro modo, la belleza –no sólo física, sino también la relacionada con cualquiera de las artes— provoca, dependiendo del juicio de quienes la valoren, la alteración en alguno de nuestros sentidos.



En el siglo XVIII Alexander Gottlieb Baumgarten alza la estética a una rama de la Filosofía que se aplica a objetos artísticos y naturales que provocan un determinado juicio en quienes los juzgan, con ideas objetivas o subjetivas. A tener en cuenta que, a medida que las sociedades evolucionan, los cánones de perfección, se trasforman. Esta filosofía baumgarteniana, a posteriori, influyó en las teorías de Kant y Hegel de manera muy distinta. Mientras que para Kant entendimiento y razón están unidos por la estética, para Hegel –que buscaba un sistema filosófico absoluto—, era algo muy distinto.



Muchos siglos han pasado desde que nuestros antepasados expresaron sus dudas y credos sobre la belleza, y parece que cuanta más inteligencia demostraban más la buscaban. Obras como: El hombre de Vitrubio de Da Vinci, El nacimiento de Venus de Botticelli, Los cinco sentidos de Hans Makart, El Diadumeno de Policleto, Laocoonte y sus hijos de Agesandro, Polidoro y Atenodoro de Rodas, entre otras… –de épocas dispares en el tiempo—, buscaban las proporciones ideales del cuerpo humano.

Con estos antecedentes es lógico que deseemos acercarnos a la perfección. Admiremos estos rostros hermosos con unos cuerpos desnudos perfectamente dibujados o esculpidos: sublimes. Al respecto, hoy en día, existe una dicotomía social que, en algunos sectores, puede llegar a ser un tanto kafkiana, pues obras con estilos parejos se tachan de pecaminosas; sin ir más lejos FB te cierra la cuenta temporalmente si, por ejemplo, escribes un poema y lo acompañas de un desnudo artístico íntegro. Nos hemos vuelto unos mojigatos.




Pero, la belleza, es un arma de doble filo y cuanto más se posee, más se desea y menos se le permite el deterioro, por pequeño que sea. Cuantas preciosidades –ellos y ellas—, no se desarrollan en otros campos por culpa de sus atributos visuales. ¿Quién sabe si hemos perdido genios a tutiplén? Dicen que, detrás de esa apariencia frívola y bobalicona de Marilyn, existía una persona con un CI de 165, superior al de Einstein o Hawking. ¡Qué mal se lo tuvo que pasar! Y es que, el oficio de tonto es difícil de interpretar.



En las últimas décadas, los comercios –porque todo se trata de comprar y vender— de medicina estética y cirugía plástica, han proliferado como los champiñones. Antes los tratamientos rejuvenecedores sólo estaban al alcance de las clases privilegiadas. Sin embargo, hoy en día, con tantas subvenciones, la mayoría de conciudadanos podemos optar a los mismos. Si un vecino se financia la compra de un coche, de un traje regional, de un convite y etcétera…, ¿por qué no puede abrirse una línea de crédito para arreglarse los dientes, injertarse cabello, ponerse rellenos, quitarse volúmenes, cambiar de nariz, realizarse una otoplastia o inyectarse bótox? Tenemos todo el derecho del mundo a sentirnos más seductores. El sexo no importa, tan legítimo es para las féminas como para los varones, los transexuales o los travestis. En el Hollywood dorado solo podían permitírselo las estrellas.





Claro está, hay que diferenciar entre cirugía reconstructiva o reparadora, cirugía estética o cosmética y medicina estética; aunque, a veces, forman parte del mismo pack. Cuando hablamos de cirugía nos referimos a una intervención mayor –con quirófano, anestesia general, e ingreso hospitalario—; mientras que la medicina estética restaura, mantiene y promociona la belleza mediante técnicas médicas, poco invasivas, en las que se utiliza anestesia tópica o local y tratamientos ambulatorios.

Este culto endémico de la belleza que padecemos nos arrastra a querer ser más deseables y ansiar la eterna juventud o incluso la inmortalidad –otro tema atemporal—. ¿Qué es si no el Santo Grial? Todo se reduce al miedo a envejecer, a morir y no despertar.

La publicidad y los innumerables adelantos de la medicina estética son tantos que se han vuelto irresistibles. A precios relativamente asequibles, podemos rejuvenecer unos años o sentirnos algo más bellos. Para gustos el Arcoíris que para eso existe. Cada uno puede hacer con su cuerpo lo que le venga en gana. Eso sí, no está garantizado que los resultados sean los deseados; de por medio existen muchos factores: las manos del hacedor, el mimbre del cliente, lo que se busca –a veces con algún que otro imposible—, las mentirijillas que puedan decirnos, los efectos secundarios y la vida, más o menos ordenada, que llevemos. La estética se ha perpetuado en todos los círculos sociales y para todas las edades. Mientras que, en el pasado se intentaba ocultar los retoques estéticos, en nuestros días, sucede todo lo contrario: está bien visto que uno se cuide. Opinad vosotros mismos…








No obstante, siempre existirán las críticas de algunas personas… digamos, malintencionadas o envidiosillas que enjuician a todo hijo de vecino que se haya hecho algún que otro arreglito. Recuerdo que cuando vi el film Striptease, aparecía una Demi Moore escultural que bailaba fenomenal para el público. Mis amigas, dijeron: «Para todo lo que lleva no está tan perfecta como dicen por ahí…». Y yo, que siempre he sido tímida y calladita –hablando, escribiendo ya veis que no me muerdo la lengua—, contesté: «Ya quisieras estar la décima parte de espectacular que está Demi. ¿O no?».  (Silencio absoluto).



Si pasáis de la medicina estética, dabuti. Pero, el respeto y la libertad, lo primero.

©Anna Genovés 1/11/2019

Revisado el sábado seis de mayo de 2014

Imágenes de dominio público tomadas de la red 

Versión corta publicada en el diario El cotidiano




*Si vives en Valencia o Castellón, mi recomendación:


Juan Pablo Cisneros Urdaneta

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El doctor Juan Pablo Cisneros tiene su consulta en la Clínica Malilla de Valencia













Enamorados bajo el fuego

 

 


El amor no está reñido con la guerra

los cartuchos acompañan a las frutas

igual que las aventuras de supervivencia

 

 

 

Escenario: un barrio obrero lleno de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.

 

 

***

 

 

Ángel recogía escombros cuando el comisario del ejército republicano lo reclutó.

 

 

―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene? ―preguntó el hombre.

―Diecisiete señor ―contestó el joven de ojos aguamarina.

―Suficientes para coger un arma y defender a su patria.

―Pero señor, mi padre murió en el último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy el hombre de la familia.

―La Patria es su única familia. Además, tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas responsabilidades.

 

Así fue como el joven se vistió de soldado.

 

***

 

 

Ángela leía el periódico junto a su hermano en la Estación del Norte de Valencia.

 

 

―Vicente mira lo que dice la ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de vacaciones».

―Es cruel. La mayoría nunca se convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.

 

Vicente era un brigadista de la FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a golpe de fuego cruzado.

 

Los trenes de mercancías estaban repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas. Vicente llamó a su cabo.

 

 

―Ángel pase revista.

―A sus órdenes mi teniente.

 

 

Se escuchó una voz ágil que leía una retahíla de nombres.

 

 

―Mi teniente faltan cinco soldados.

― ¿Cómo puede ser?

―Lo desconozco, señor ―contestó el cabo.

―Claro. ¿Qué va a decir usted? En el permiso anterior estuvo extraviado varios días.

 

 

Vicente se acercó a Ángela y le dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró decirle a su hermano—:

 

 

― ¡Por Dios, Vicente! No digas eso.

―Es imposible ganar una batalla con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te agrada.

 

 

Minutos después, la muchacha regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.

 

 

―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa pregunta.

― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó orgullosa con la barbilla levantada.

―Iba a pedirte que me compraras una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme una, por favor.

 

 

Ángela se hizo la remolona. Pero fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.

 

Cuando regresó el cabo estaba subido a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.

 

 

― ¿Qué te ha dicho El francés? ―preguntó Vicente.

― ¿Quién?

―El cabo.

― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella lo señaló con el dedo.

―No coquetees. Nos marchamos a la guerra.

― ¿Por qué lo llamas El francés?

―Porque sus padres emigraron a Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.

― ¡Anda! Pues… tengo que darle la cartera y la manzana.

―Un poco tarde hermanita.

―Cométela tú, te sentará bien.

 

 

Ángela se hizo un hueco entre la mixtura de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.

 

 

― ¡Lo siento francés! ―le gritó.

― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!

― ¡Qué gracia! Yo me llamo Ángela.

―Lo que yo pensaba… estamos hechos le uno para el otro –murmuró.

― ¿Qué has dicho? Con el ruido no te he oído.

― ¡Disculpa, he dicho tonterías! ¡Quédate mi portamonedas! –gritó.

― ¡¿De verdad?!

― ¡Así tendré algo por lo que volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito pelado.

― ¡¿Qué?!

 

 

Los traqueteos de la máquina de vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire. Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.

 

 

***

 

 

Semanas más tarde, en un alto cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas, surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su teniente. Entró en la tienda de campaña.

 

 

―Permiso para informar, señor.

―Entre francés, entre.

―Los nacionales están ganando terreno. La situación es difícil.

―Un duro golpe –contestó Vicente con los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de su tienda.

―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?

―Resistencia, cabo. Resistencia.

―Como mande, señor.

 

 

Vicente restregó la boina por su cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:

 

 

―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?

―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.

 

 

El oficial sonrió. Le caía bien ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o paz, pensó.

 

 

***

 

 

Meses después, Vicente y sus hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y le preguntó por él.

 

 

― ¿Vicente dónde está tu cabo?

―Lo enviaron a primera línea. No sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento ―contestó el teniente arrugando la boca.

 

 

Los iris de Ángela se tiñeron de sangre grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.

 

 

―Todavía conservo su cartera. Se la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.

― ¡Ya tenías que haberlo hecho!

―Juré que se la guardaría y nunca incumplo una promesa.

 

 

Siguieron parloteando entre abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados, las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.

 

Por la noche, Ángela volvió a mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías, unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se contrajeron. En unos segundos envejeció una década.

 

 

***

 

 

Simultáneamente, en el Campo de concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado. Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte. El cuarto: la victoria, nunca llegaba.

 

Los registraron uno a uno, Ángel carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto, pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.

 

La ciénaga del suelo embadurnaba sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse. La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los perdedores.

 

Al octavo día de su llegada, El francés era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería. Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.

 

 

***

 

 

En la madrugada del 31 de marzo de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre. La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.

 


― ¿Quién es? ―preguntó con voz temblorosa.

―Nadie ―respondió una voz agónica. 

 

 

Abrió por instinto. Un cuarto de Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para no despertar a nadie.

 

 

―Ángela soy El francés.

― ¡Mientes! Él está muerto.

 

 

La irradiación lunar iluminó el aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el color del Mediterráneo.

 

De madrugada, Vicente y El francés hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración. El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el cabo, cuidaría de su familia.

 

Ángela los interrumpió. Llevaba unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa limpia. Vicente los dejó solos.

 

 


― ¿Ángel por qué has venido a nuestra casa en vez de ir a la tuya?  ―preguntó la joven.

―Porque un hombre no puede ir por el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.

 

 

Ella introdujo la mano en el faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.

 

 

― ¿Cómo la has conseguido? ―preguntó la joven.

―Me la dio tu hermano cuando le confesé que me había enamorado de ti.



Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...



―Está casi nueva. ¿Cómo puede ser?

―Es lo único hermoso que he visto desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he guardado a buen recaudo.

 

 

Ángela bajó la mirada. Cosas de la guerra, pensó.



―¿Te callas? No me contestas.

―¿A qué?

―Que te quiero, mujer. Que te quiero.



Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.

 

 


***

 

 

Pasado el tiempo, la pareja regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años de Servicio Militar.

 

 

― ¿Me compras una manzana? ―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.

―Guárdatela. Hoy, invito yo.

 

 

Cuando regresaba con la jugosa fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.

 

 

― Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó a grito pelado.

― ¡Es lo mismo que me dijiste cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.

―¡¿Quieres casarte conmigo?!

 

 

 

Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le lanzó un beso al aire. Ella suspiró.

 

 

Lo esperaría el tiempo que fuera necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado durante la guerra.

 

 

©Anna Genovés

*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias. 

 

Rectificado el sábado seis de abril de 2024

Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.

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Te lo prometí mamuchi

 

Las promesas se las lleva el viento

el corazón permanece alerta

 

Mi madre era una ávida lectora. Su escritora preferida era Agatha Christie: tenía la colección completa. Pasados los 75 años, le enseñé a manejar el ordenador. Un día le abrí uno de mis manuscritos –un tocho bien grueso que había escaneado página a página para tenerlo a buen recaudo dentro del PC—. Una de las muchas novelas que rulan por mis cajones. Estaba absorta leyendo mientras yo la controlaba de lejos, observando sus reacciones…

 

― ¿No te cansas mami? ―pregunté.

―No hija. Es muy interesante ―contestó.

 

Cuando acabó el primer capítulo, le dije que era mío.

 

― ¡No puedes ser! Me estás engañando ―insinuó moviendo la cabeza y con los ojos brillantes.

― ¿Por qué dices eso?

―Porque me ha gustado mucho y es muy entretenida. ¿Cómo puede ser tuya?

― ¿Tan poco crees en mí?

―Siempre he creído en todo lo que te hacías. Está mal que lo diga, pero es una gran novela.

―Tengo algunos secretillos… ―sugerí con una mueca.

 

Ella ignoraba que escribía desde que tenía uso de razón. Primero en la memoria. Y cuando aprendí el abecedario, en cualquier sitio.

 

― ¿Y por qué no me lo has dicho antes?

― ¿Para qué?

―Te hubiera ayudado. Ahora, poco puedo hacer.

 

Me encogí de hombros y la besé.

 

―Prométeme que nunca dejarás de escribir ―me dijo.

―Te lo prometo mamuchi ―aseveré reprimiendo mis lágrimas.

 

Para mí fue como ganar el Nobel de Literatura. Desconocía que sus palabras eran premonitorias: se estaba despidiendo de mí. Cuando deseo tirar la toalla y dejar de escribir, escucho sus palabras como si la tuviera al lado. Eso, me ayuda a seguir. Gracias mamá.

 

©Anna Genovés

Relato incluido en el libro La caja pública. Publicado en Amazon. 2014.

 

*Dedicado a mi mamuchi.

 

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Te lo prometí mamuchi

by on 18:18:00
  Te lo prometí mamuchi   Las promesas se las lleva el viento el corazón permanece alerta   Mi madre era una ávida lectora. Su esc...


 



El infierno de Precious

 


Obesa que no recuerda

o flaca que no se llega a conocer

la verdad es un engaño

de papel couché

 

Precious caminaba por la estrecha avenida impregnada de una traspiración copiosa. El bochornoso calor hacía que su organismo se derritiera como una terrina de mantequilla búlgara. A lo lejos, observó el único edificio alto de la vía. Allende, un colosal rascacielos acristalado de color humo. Su única salida: llegar al ático y respirar aire puro. Una utopía inalcanzable en el universo de la imprevisible joven. A medida que avanzaba, la calle se estrechaba. Una incipiente claustrofobia se apoderó de ella. Los goterones de sudor empapaban su deslustrado cabello y seguían como prósperos caudales de un torrente desbocado por sus bondadosas carnes. Pensó que cuando llegara al edificio se vería más escuálida que una anoréxica. Entonces sería doblemente feliz.

 

La calle estaba vacía. No se escuchaban ni las bisagras de las ventanas ni los zumbidos de las moscas. Nada. Exceptuando el virulento calor que agotaba todos los retículos de su pringosa hechura. Cuando llegó a la entrada de su grandioso ídolo de cristal y hormigón, su masa encefálica estaba hecha mixtos; las cerillas de su cajetilla siempre eran las mismas. No recordaba ni su pasado ni su vida. Sin embargo, estaba alegre. Se enroló en la puerta giratoria y jugueteó unas cuantas veces. El ascensor estaba averiado. Tenía que subir 66 plantas andando. No había otra forma de tocar el cielo.  En el vestíbulo había bastantes personas: se asombró. Las primeras que veía desde que había emprendido su hazaña. Rostros anónimos que conocía de algo. Malditas fotocopias de un pasado añejo que no comprendía. Un rompecabezas con las piezas desajustadas. Resopló como un toro frente al burladero y empezó el ascenso.

 

En el piso décimo, la camiseta parecía la de un pívot de la NBA. En el tercer cuarto, se la quitó. En el recodo veinteavo, los pantalones se le cayeron. ¡Por fin había dejado de ser una obesa! En la plata treintava, se dijo a sí misma que podía presentar su CV en alguna agencia de modelos. En el rellano cuarentavo, su cuerpo era un pellejo. Una catarata escalonada de carnes flácidas, un neumático Michelin deshecho. Tal vez, debía descansar y olvidar el paraíso. Sus dendritas estaban fundidas y desconocía el porqué de su empecinado proyecto. Descansó un rato y siguió subiendo hasta la cúspide.

 

***

 

En mitad de la quinta avenida de NY se abrió una alcantarilla: Precious asomó la cabeza.

 

―Por fin soy libre ―dijo con todas sus fuerzas.

 

Su cuerpo era un papel de fumar arrugado que apenas se sostenía. Pero estaba pletórica. Había llegado a la meta. Se levantó de un salto y un autobús la atropelló: la dejó como un dibu estrellado contra el pavimento. Entonces, vio a un lechuguino con patas de macho cabrío, cuernos rasurados y Cohibas sujeto entre los dientes grisáceos.

 

― ¿Dónde creías que ibas pequeño gusano? ―le preguntó.

―Al cielo ―contestó ella.

― ¡Al cielo! Ja, ja, ja… Esto se llama Tierra y tú perteneces a las cloacas del abismo. Eres mi rea ―dijo el leviatán opíparo, relamiendo sus labios groseros al ver que había encontrado a su presa.

―Estás equivocado. Esto es el cielo. ¡Idiota!

― ¡Esto es el puto infierno! Vivirás mejor en mi covacha que en este rincón olvidado de Dios. El omnipotente estaba tan hasta los huevos de vosotros, que se marchó de vacaciones y todavía no ha vuelto.

―Eso es imposible.

―Piensa… ¿No recuerdas que has hecho lo mismo en numerosas ocasiones?

 

Precious frunció el ceño y se tocó la barbilla, pensando…

 

―Pues… ahora que lo dices –susurró haciendo pucheros.

 

Precious rebuscó en sus recuerdos, en su memoria perdida. Su rostro adquirió el color mohecido de los cadáveres. Unos lagrimones surgieron de sus cuencas baldías. Su autobiografía había regresado. Siempre se había sentido huérfana porque en su familia nadie la respetaba. Día tras día soportaba la humillación: «¡Gorda! Eres una bola de sebo». Le repetían una y otra vez. Una mañana no pudo soportarlo más y puso fin a su calvario. Tomó la plancha de mami y la emprendió a planchazo limpio con toda la parentela. El pico de teflón rebosante de masa encefálica. Después, cogió el rifle de papá y se inmoló. La sentencia impuesta fue: «Infierno perpetuo».

 

En ese preciso instante, en el que los recuerdos cupieron todos y cada uno de los retículos de su psique, Precious hizo un mohín de complacencia. Por lo menos, allí nadie se burlaba de ella. Sabía que estaba un poquito pasada de kilos, pero era hermosa. Lo único que le sacaba de quicio era olvidar la historia cada vez que aterrizaba en las marmitas de Pedro Botero; su cuerpo bullía junto a personajillos repugnantes. Tampoco le importaba demasiado: era una luchadora. Sabía que volvería a escabullirse arrastrándose desde el caldo mágico hasta el borde metálico del puchero. Desde allí, emprendería su sempiterno vía crucis para intentar volver al limbo. Sin embargo, el cielo era su verdadero infierno. Tal vez, algún día volvería a nacer en un lugar menos inhóspito.

 

 

© Anna Genovés

Revisado el veintidós de febrero de 2024

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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El infierno de Precious

by on 17:17:00
  El infierno de Precious   Obesa que no recuerda o flaca que no se llega a conocer la verdad es un engaño de papel couché   Precious camina...








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Para celebrar la llegada de 2024 os dejo este pequeño regalo: descarga GRATUITA de los libros que tengo publicados en Amazon durante 5 días. Desde el miércoles 3 de enero hasta el domingo día 7 de enero de 2024.

 

Seguramente, la mayoría les habéis echado un vistazo. Otros, pasáis. Y estáis en vuestro derecho. Aquí comienza y acaba mi obra literaria. El blog permanecerá vivo.

 

Entre los 9 volúmenes, encontraréis thriller, relatos de distintos géneros, ficción histórica, realismo, ciencia ficción, aventuras y etcétera... La mayoría tienen errores ortotipográficos o están faltos de una buena maquetación o de una portada más agraciada. Nadie me ha ayudado y, esto, es lo que hay. Para mí, es más importante la historia relatada que la presentación‍.️

 

Es obvio que las primeras aventuras tienen más erratas que las últimas. Exceptuando la escrita durante la pandemia.

 

Feliz Año Nuevo para todo el 🌏 Gracias.

 


Listado por orden de publicación

 

1.       Tinta Amarga | mayo 2014. Thriller policiaco 🔫

 

2.       La caja pública | relatos. Octubre 2014. Historias publicadas en este blog. Gratis siempre.

 

3.       El Legado de la Rosa Negra. Enero 2015. Romance en las pirámides

 

4.       Las cicatrices mudas. Agosto 2015. Thriller policiaco 🔫

 

5.       Pasillos nocturnos. Enero 2016. Poemario 🖋

 

6.       Erotika. Octubre 2016. Relatos eróticos 💞

 

7.       SIAH: El Ojo de Dios. Noviembre 2020. Ciencia ficción 👽👾

 

8.       2020 La realidad: de la realidad. Diciembre 2020. Sensaciones durante la pandemia 😥

 

9.       La concubina 111. Febrero 2022. Aventuras en el Lejano Oriente 📜💎

 



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