Trato sangriento
Trato sangriento
Locura o banalidad
miedo a lo desconocido o fatalidad
las hermanas de la muerte
la mentira y la verdad
El treinta y uno de octubre de
1999, en Longest Ville, preparaban el Halloween como todos los años desde que
se había construido la villa. Los padres recorrían los pasillos del
supermercado –carrito de compra hasta los topes— con listas interminables. Las
madres decoraban los hogares con ristras de calaveras, arañas, monstruos,
calabazas… Y ultimaban los disfraces de su progenie. Los niños comían golosinas
y preparaban el recorrido nocturno del ‘truco o trato’. Todos estaban felices.
La localidad era de ensueño; sus sesenta y seis calles formaban unas
cuadrículas perfectas. Rectas como una viga de hierro colado. Los extremos
colmados por rotondas de césped y flores. Además, tenía un centro comercial, un
cine, una sala de fiestas, varias cafeterías, diversas tiendas con todo tipo de
artículos, un hospital, un hogar para veteranos de guerra, otro para ancianos y
un parque de atracciones.
Longest Ville era un municipio
más de los que surcan todos y cada uno de los estados de USA –construidos en lo
alto de una pequeña colina para albergar a familias de clases media-alta—.
Casitas de doble planta con buhardilla, garaje y trastero; rodeadas de unos
metros de césped exento de vallas. Todas las calles mostraban una armonía cuasi
divina. Sin embargo, cada vivienda era de una tonalidad diferente. Ese era el
emblema que la distinguía de las miles de urbanizaciones prefabricadas que
salpicaban el macro país. En la calle principal, que partía en dos mitades
exactas la población, aparecía una medianera fina y esbelta de cipreses enanos
recortados con una exquisitez demoniaca. En el número sesenta y seis, se alzaba
una vivienda rosa palo con techumbre castaña, preciosa. En ella vivían dos
hermanas de gustos opuestos: Meredith, una maestra retirada bastante excéntrica
que no soportaba los films de terror. Y Helen, ama de casa, soltera acérrima y
seguidora de cualquier documento terrorífico que pudiera caer en sus manos. Ese
día, ambas estaban inquietas esperando las pillerías infantiles.
Eran las siete de la tarde,
cuando el primer grupo de monstruitos se echó a la calle para amenizar la
fiesta. Cuando estaban a varios metros de la casa rosa, uno de los chavales
soltó:
—Dicen que la Srta. Meredith se
vuelve loca esta noche.
—Calla, charlatán —inquirió el
vampiro—. La Srta. Meredith, fue una buena maestra. Hay que respetarla.
Minutos más tarde, llamaban a la
puerta. Helen les dio la bienvenida ataviada con un batín malva y gorro de
bruja. Todos se echaron a reír.
—A ver… ¿qué tenemos aquí?
—preguntó la dama.
—Truco o trato —dijo el zombi
estirando el brazo con el puño cerrado.
—Trato —contestó Helen arqueando
una ceja.
—¿Quién ha llamado Helen?
—preguntó Meredith desde la cocina.
—Son los niños, querida. No hace
falta que salgas —contestó ella.
Pero Meredith ya estaba allí.
Maquillada y vestida como si fuera de fiesta. Sus cejas redondas, su nariz
corta y respingona; su boca, una línea cóncava carmesí; su cabello, bucles
dorados marcados por tenacillas. Era encantador verla arreglada. Los niños
sonrieron y Meredith, también. Inmediato, especuló uno a uno sus disfraces.
—Muy bien. Tenemos un Drácula, un
muerto viviente, una bruja guapa y un brujo feo, un gnomo, una vampiresa y… —su
rostro comenzó a descomponerse.
—Meredith, ¿qué te pasa?
—preguntó Helen con cara de susto.
Pero Meredith estaba al borde de
un ataque de pánico y chilló despavorida.
—Ha regresado a por mí —dijo gritando,
antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo…
Los niños, boquiabiertos, no
sabían qué hacer. Helen les dio una bolsa de chucherías y cerró la puerta.
Inmediato, buscó a su hermana. Meredith estaba escondida debajo de la cama
chillando como una loca. Tuvo que armarse de paciencia para tranquilizarla.
Después, le dio unos sedantes y al final, la dejó durmiendo.
En el reloj de péndulo del salón,
sonaron las tres de la madrugada. La tercera campanada hizo que Meredith
despertara. Estaba aturdida. No obstante, en unos segundos reconoció la
sintonía que escuchaba a través de la puerta. Era la música que Charles Bernstein
había compuesto para el film Pesadilla en Elm Street. La mujer, se
deslizó por el suelo con sumo cuidado. Giró el pomo de la puerta y bajo hasta
la planta baja, descalza. Sin hacer ruido. Se asomó al salón y vio que la
película estaba comenzando, cerró muy fuerte los ojos y volvió a abrirlos.
Chilló desconsolada. Era un grito desgarrador y terrorífico; el brazo de Helen,
descuajado y ensangrentado, yacía sobre la alfombra. Sus ojos se acostumbraron
a la penumbra y siguió viendo el horror que la rodeaba… Dedos, una pierna,
sangre en las paredes y el tronco de Helen sentado frente al televisor. Se
acercó y volvió a bramar; junto al cuerpo mutilado, yacía la cabeza de su
hermana con un hacha incrustada. Los ojos abiertos –azabaches y enormes— no
dejaban de mirarla. La música irrumpió en tono elevado. Ella comenzó a
golpearse contra la pared, repitiendo:
—¡Es una pesadilla! ¡Es una
pesadilla! ¡Es una pesadilla!...
—extática, sin poder moverse.
Unas garras afiladas salieron del
televisor como un enorme cangrejo que asía a su presa indefensa. Las manos,
exentas de piel, dejaban al descubierto los tendones de los antebrazos. Por
fin, apareció el rostro espeluznante del monstruo: Freddy había regresado a por
ella. Desgarró su cuerpo a fuego lento. Los bramidos inhumanos se escucharon en
toda la villa. Desde entonces, la casa número sesenta y seis de la calle seis
de Longest Ville sigue deshabitada. Pero nadie pasea por los alrededores porque
se escuchan ruidos extraños. Y todos los Halloween se oyen los alaridos
infernales de las hermanas.
©Anna Genovés
Revisado el dieciocho de octubre de 2022
Imagen tomada de la red
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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento
propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon.
ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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