El hombre es mujer
y la mujer es hombre.
Lo bello es cruel
y la fealdad es amor.
Nada es lo que parece…
Pero, tú y yo, siempre
nos buscaremos.
Capítulo 1 – Meneroc, el
guerrero
Meneroc estaba solo; apostado en
una lúgubre esquina a la par del viento gélido que atormentaba su capa y dejaba
al descubierto su bello torso. Era un semidiós casi perfecto. Me encaminaba
hacia él completamente tapada, nada en mí denotaba sentimientos. Sin embargo,
sabía que él me esperaba, ya que, ladeaba su esbelto cuello simulando el
ronroneo de mis caderas.
Cuando estuve cerca me precipité hacia
su boca cual neonato hambriento al pezón que lo amamanta, aferrándome a sus
afrutados y voluptuosos labios. Ávida de todos sus secretos, entreabriendo su
intimidad y absorbiendo su elixir prohibido. Degustándolo como nunca lo había
hecho; así me mantuve en unos minutos eternos de efervescencia, hasta que
comprendí que su cuerpo nada podía ofrecerme que provocará mi aliento. De
manera que, sin sospecharlo, mi adonis se quedó sin cabeza. De un solo golpe
desenfundé mi espada y sesgué su cuello.
Inmediato, succioné su efímero
museo; sujeté su hermosa cabellera mientras desangraba el cuerpo. Lo hice mil
pedazos y relamí el sabor férrico sobre mi filo de acero. Comprendí que no era
momento de copular, que ese hombre de mente plana y hechura milimétrica, no
podía darme más que un envoltorio fugaz. Revisé sus sensaciones y experimenté
sus deseos. Después, abduje su carne y la convertí en mi apariencia.
Era mi primera experiencia con
humanos y resultó más grato de lo imaginado. Adoptada mi nueva forma, aparté
los deshechos y anduve a pecho descubierto por las ruinosas calles del
taciturno puerto. Comprendí que mi aspecto no pasaba desapercibido. Los hombres
me abrían paso, apartando la mirada con frustración; las mujeres se insinuaban
enjugando sus labios y agitando sus pechos.
Un instante más tarde, cuando
hube inspeccionado la agasajada vida que había tenido ese príncipe de las
cloacas de porte gallardo y talento hueco, la mente colmena de mi avispero, me
trasmitió el objetivo de mi llegada a la Tierra: debía aniquilar a Salmark. Un
espécimen de nuestro linaje exiliado del planeta y que, en la Tierra, se había convertido
en hechicera. Como hembra, tal vez, no podría acercarme a su templo. Pero, como
varón, tenía más posibilidades, pensé antes de tomar a Menorec.
Capítulo 2 – Nerut, la
afrodita
Decidido a contactar con Salmark
–únicamente por mi bizarro cuerpo— me encaminé hacia el palacio de la gran pitonisa.
El alcázar estaba rodeado por una aureola magnética y perversa que hipnotizaba tanto
a los piadosos como a los siniestros. Pero que, en mí, movido por la mente
colectiva de mi especie, no tenía ningún efecto.
A pocos metros de la entrada
principal del palacete de Salmark, avisté algo inusual; apostadas en los
laterales del acceso, no había soldados, sino amazonas. Dos a cada lado del
pórtico. Ataviadas con una toga escotada que apenas cubría sus muslos y sus
pechos. Sonreí con una mueca sesgada. Gracias a mi porte, no tendré que lidiar
demasiado con las guerreras; seguro que se doblegan ante mi extraordinario cuerpo,
pensé.
Nada más lejos de la realidad…
–¡Alto! ¿Quién va? –pregunta la
voz grave de la adalid de cabello azabache fúlgido al viento.
–Soy Meneroc de Orionkulis y
vengo a hablar con su señora –ataja el multiformas.
–¿Y qué desea de Salmark, la
Hechicera?
–Ponerme a sus pies para lo que
desee vuestra dueña –contesta Meneroc enseñando su hercúleo torso.
–Si piensa fascinar a Salmark con
su hombría, mejor que se marche, pues ella, apaga su pasión con nosotras –prosigue
mirando a sus compañeras.
Por unos segundos dispersos,
Meneroc se descoloca. Pero, su mente colmena, le revela que solo es un
contratiempo: deberá cambiar de cuerpo. No se lo piensa dos veces. Desenvaina la
espada y realiza un movimiento elíptico que amputa los golletes de las curtidas
mujeres. Disfruta con la sangre grana que cae como una cascada pútrida hasta el
suelo. Poco le cuesta devorar, una a una, la esencia de sus cuerpos. Sorbe con
apetencia las profundidades de sus blasfemas existencias.
En unos minutos, su conversión se
materializa. Y, fusionada en un solo ente, nace la mujer más hermosa jamás
concebida. Sus voluptuosos labios, de los que todavía resbala un riachuelo de
plasma –que limpia con el dorso de su palma y relame con su lengua bífida—,
sonríen por el ágape.
En una esquina, el cuerpo de
Meneroc sucumbe desnutrido e inanimado como si nunca hubiera tenido vida. Junto
a él, agrupados en un pira, los despojos de las cuatro amazonas: el torso de la
que habló, las piernas de la valquiria, los brazos de la africana y las piernas
de la asiática. Adyacentes, las cabezas y los restos sanguinolentos de los
órganos internos.
El cambiaformas ha fusionado las
partes más sublimes de las víctimas para crearse excelsa como ninguna hembra
conocida. Toma por nombre Nerut de Orionkulis.
De repente, una gutural voz que
proviene de la torre serpenteada con basamento en el flanco izquierdo de la
ancha puerta, retumba en su sórdida masa encefálica.
–¿Quién eres mujer escarlata?
¿Qué has hecho con mis guardias?
–Me llamo Nerut de Orionkulis.
Soy aquella que salvaguardará tus tesoros de ladrones maliciosos y tu cuerpo de
despiadados asesinos. Por eso he lidiado con tus guardianas. Mi fuerza unida a
la tuya nos hará indestructibles. Y nuestros cuerpos, unidos, conocerán el
placer más absoluto.
–Eres osada. ¿No sabes que podría
destruirte con tan sólo una mirada?
–Sí. Pero si ya no lo has hecho
es porque te ha gustado la escena. Ambas disfrutamos con la sangre, las dos
reímos con las atrocidades. Dame tu beneplácito y juro por mi honor que te
serviré hasta la muerte. He venido desde Orionkulis para protegerte; como tú,
soy una exiliada. Tu estela es la muerte y, la mía, el horror –dice ojeando con
desprecio los cuerpos desmembrados que la rodean.
Nerut muestra su cuerpo desnudo a
la lasciva hechicera que, al verlo, se humedece en la penumbra. De inmediato, abre
el portón para que entre la afrodita. De improviso, la cabeza de Meneroc emite
un sepulcral murmullo. Ella se gira escéptica, desgarra por completo la
cabellera y le dice a la hechicera:
–Buen cuerpo: fuerte y apuesto
para ser humano –abre la boca, expande su apéndice y devora uno de los ojos—. Ahora,
mis pupilas adquirirán una tonalidad cobaltina.
Seguido, arroja la cabeza hacia
la torre. Y, en un golpe preciso, la instala en las manos de Salmark.
–No
te coacciones –le dice a la hechicera—. Sé que devoras humanos y conviertes sus
cuerpos, una y otra vez, en tu hechura. Tienes miles de años y millones de
rostros con voces infinitas. Hoy, te llaman hechicera igual que antes te
bautizaron como lanista.
Salmark se deja entrever desde
del esquivo torreón; camuflada entre las sombras. Expande su lengua y sorbe el cerebro
oscilante del portentoso luchador. Acabado el festín, suelta unas grotescas
carcajadas e invita a entrar a la recién llegada.
–Entra, amiga. Entra al palacio
de los placeres y los horrores.
Capítulo 3 – Salmark, la
hechicera
Nerut había asimilado todos y
cada uno de los capítulos de la historia de la humanidad. Conocía a la
perfección las ciudades bíblicas del pecado. Aun así, los primeros minutos en
la antesala de la guarida de la hechicera, le impresionan.
En el lateral zurdo, unas sombras
humanoides se arrastran anexionadas a colas reptiles: rostros de féminas con
cuerpos de serpientes. Anda hacia ellas para otearlas de cerca y comprende que la
mutación es fruto de los ensayos clínicos. El olor a descomposición y a cuerpos
putrefactos, acompañan el atrio de la guarida de Salmark.
En el lado opuesto, igual de
obsceno: una hilera infinita de hechuras empaladas todavía agonizantes. A sus
pies, depredadores extraños; enormes escarabajos de piel humana junto a
cerebros palpitantes que caminan a dos patas y devoran la carne muerta que se
desgarra de las víctimas. Criaturas espeluznantes fruto de los macabros
experimentos de Salmark, piensa sin inmutarse.
La oscuridad que reina en lo más
profundo de Nerut y de sus análogos, hace que sienta una lejana simpatía hacia ella.
Pasado el trecho vestíbulo, el lobby se puebla de seres antropomorfos
apareándose por doquier. Posiciones inimaginables entre antropoides infernales
salidos de la retorcida mente de la nigromante y sus investigaciones. Admira la
dantesca estampa al descubrir que, sin lugar a dudas, Salmark es tan terrorífica
como sabia.
Nerut fue enviada a la Tierra con
el único propósito de aniquilar a Salmark por las aberraciones que había
cometido desde que el homo sapiens comenzó a gatear. Sus congéneres la
desterraron de Orionkulis, su planeta origen, por rebelarse contra la fusión de
su mente a la colmena. La introdujeron en una cápsula uniplaza de orionkulita
–un mineral resistente a cualquier impacto: sempiterno y volátil—, creyendo que
vagaría por todos los multiversos conocidos hasta el final de los tiempos.
Pero, nada más lejos de la realidad. Su fuerza mental eligió la Tierra para
llevar a cabo sus aterradores experimentos.
Cuando los orionkulianos lo
descubrieron, le dieron rienda suelta para ver hasta dónde llegaba. Sin
embargo, este cambiaformas de poder exuberante –cuyo verdadero nombre era Phi—
había roto todos los esquemas. Debían exterminarla. Y, ahí estaba Nerut
dispuesta a sacrificarla, caminado con paso firme y sinuoso, hacia la entrada
principal de su alcázar.
Las puertas, franqueadas por dos
perros gigantes con estiletes férricos a lo largo de la columna y colmillos
puntiagudos de acero, se abren emitiendo unos crujientes sonidos. Los paneles son
negros y pesados, con repujados apocalípticos. Monstruos alados, hombres y
mujeres con cuerpos de bestias. En el centro, Salmark de perfil. Sin cuerpos
engullidos. El mismísimo Phi: un grotesco hermafrodita. El panel derecho se
abre, llevándose la parte masculina. Mientras que en el izquierdo permanece la
femenina.
Del interior de la fortaleza
surge un destello estelar que ciega la vista de Nerut momentáneamente. De
repente, ante sus ojos aparece una estancia acogedora de tonalidades nacaradas;
es rectangular y tiene numerosas columnas rematadas por arcos de medio punto y
una hermosa bóveda de crucero, preciosa, en el corazón. En los muros, se
exhiben lienzos exquisitos. Y, al fondo, un trono pulido desde donde Salmark la
observa jugueteando con los tirabuzones blondos de su abundante melena. Sus
ojos, rasgados y angelicales –en tonalidad violeta—, enmarcan un óvalo perfecto
de pómulos marcados y labios rosas. Es la viva imagen de virgen inmaculada libre
de pecado y malevolencia. ¿Cómo un ángel puede ser tan pérfido? Piensa Nerut
sin tener en cuenta que, ésa, no es su verdadera fisonomía.
–Espero que hayas disfrutado de los
horrores de mi antesala. Ya sabes por qué me temen –dice con voz candorosa.
–Nunca he dudado de tus proezas
–contesta ella.
–Pues todavía no has visto mis
tesoros.
Nerut se acerca para reverenciar
a la taumaturga.
–Dices que te llamas Nerut.
–Eso he dicho.
–Mientes.
–¿Por qué dudas?
–Porque ningún orionkuliano ha
tenido, jamás, un nombre que acabe en consonante sonora. Y sé que eres de mí especie.
–Te he dicho mi último nombre
terrícola; designado a las puertas de tu palacio.
–Ése no me sirve. Necesito tu
verdadero nombre –sugiere casta.
–Te lo diré si tú me dices el
tuyo –contesta Nerut como si no lo conociera.
–Menuda impertinencia.
Inmediato, el suelo se abre y Nerut
cae a un foso interminable repleto de despojos humanos. El olor es nauseabundo.
Un ruido ensordecedor repica en sus oídos y unas cadenas llenas de vida, surgen
de las piedras para ceñirse a sus muñecas y a sus tobillos. Desde arriba,
Salmark ridiculiza a su presa. Su voz ya no es inocente sino perversa. Su
cabellera y sus ojos se oscurecen. Sus tirabuzones se alisan, sus pupilas son
negras e irradian maldad.
–Quiero despojarte de tu vehículo
y conocer tu aspecto y nombre orionkuliano. ¡Habla o sufrirás como jamás lo
hayas hecho! –grita Salmark extendiendo su apéndice bífido hasta rozar la piel
de Nerut.
–Mi aspecto no importa. Pero, si
digo mi nombre poseerás mi mente y la de toda la colmena que te exilió de
nuestro planeta.
–Por eso quiero saberlo. La tuya
la he leído mientras se abría el portón. Necesito la mente conjunta de los
orionkulianos para saber lo que habéis descubierto de mí. No logro acceder a
ella. ¿La has bloqueado?
–No –dice Nerut con voz sumisa.
–Sé que vienes a matarme –contesta
Salmark con soberbia—. Subestimáis mi poder.
Las cadenas asfixian las
extremidades de Nerut hasta seccionar su piel; unos cortes abiertos y
sangrantes, aparecen en su hechura. Aunque son extremadamente dolorosos porque
el apéndice de Salmark está impregnado de ácido, no se queja.
–No puedo darte lo que me pides.
Yo no me he bloqueado; ha sido la colmena.
–¿Por qué debo creerte?
–Quizá porque me ha gustado lo
que he visto y me rindo a tus pies. Prefiero vivir a tu lado como una princesa,
que como un orionkuliano corriente.
–Dame
algo más para que crea tus palabras.
De improviso, el torturado cuerpo
de Nerut experimenta unas convulsiones atroces. La ingenuidad de Salmark ha
revestido por completo y su hermoso rostro se ha convertido en una piedra
gélida y mortífera, carente de sentimientos. Únicamente la depravación subyace
sobre su piel marmórea.
Nerut, en su metamorfosis
orionkuliana, quebranta su cuerpo. La carne se descuaja de los huesos. La
osamenta se deshace y se reinventa hasta que su conversión finaliza. La escasa
piel que la reviste, luce biliosa. La hechura humanoide deja entrever parte de sus
de músculos y de su tejido interno; florecen tendones y terminaciones
nerviosas. Convertida en una joven despellejada, como si una granada le hubiera
reventado cerca. Su aspecto es desagradable y postapocalíptico. Salmark ríe
grotesca.
–Orionkuliano dime tu nombre.
–Mi nombre es Ileh –termina por
decir el multiformas.
–Ileh mírame –ordena la
hechicera.
El cambiaformas, obedece. Y el
fucilazo de la cabalista se incrusta en su frente para descifrar la pensamiento
colectivo de los orionkulianos. Pasados unos minutos, Salmark habla:
–Ya conozco todo lo que puedes
mostrarme. Todo lo que nuestros congéneres saben de mí. Ahora, confío en ti.
El subsuelo de la plataforma
comienza a ascender hasta la estancia del trono. Las cadenas se aflojan. Ileh
cae al suelo dando una vuelta completa. Extendido bocabajo, aparece su fisonomía
masculina –similar a la de un hombre desollado—. La verdadera hechura de los
orionkulianos: alienes hermafroditas con dos rostros en una sola cabeza. Por un
lado, de hembra. Por el otro de varón; ambos desgarrados y con lenguas bífidas
que al igual que destripan cuerpos, curan heridas.
–Ileh restablece tu organismo
humano y sígueme. No quiero que nadie conozca nuestra verdadera apariencia.
En el dormitorio, la hechicera se
muestra como orionkuliano y tras susurrarle su verdadero nombre se funden en un
rítmico erotismo. Promiscuos, copulan como heteros y como homosexuales de ambos
sexos. Pasadas las horas, están tan desfallecidos que necesitan alimentarse con
algunos esclavos terrícolas antes de rendirse a un largo y placentero descanso.
Cuando Phi se sumerge en sus brazos, Ileh expande su apéndice y lo asfixia.
Phi en mitad de la ahogo susurra…
–¿Por qué?
–Porque tú serás muy inteligente,
pero nosotros, también. Te ha perdido la lujuria. Deberías haber recordado que
los orionkulianos podemos camuflar nuestra mente colectiva como si estuviera
desconectada. Te dije que me había desligado de mis hermanos, pero era falso.
Mientras me entregaba a tus apetencias, he descodificado todo tu saber y has
dejado de importarnos.
Ileh comprime al máximo su lengua
bífida en un preciso y brutal movimiento que termina por sesgar la vida de Phi.
Continúo, se levanta y succiona el interior de Salmark, adoptando su forma. Acto
seguido, se deshace de los restos humanos y orionkulianos de la alcoba. Se
viste con las mejores galas y abandona el aposento.
Desde ese momento, él, ella, tiene el poder terrícola en sus manos y los orionkulianos podrán invadir el planeta.
©Anna Genovés
Relato Pulp escrito el ocho de marzo de 1995. Publicado por
primera vez en este blog años más tarde. Revisado nuevamente en 2023
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