Portada: Xis
XXIII
Espacio de actualidad, narrativa, opinión y poesía.
La señorita Merche
Merche olía a jabón
a flores recién cortadas
a deseo entre las piernas
a ternura deseada
Hacía tanto calor que no cantaban
ni las chicharras. La sucursal estaba vacía y yo aburrido como una ostra. De
repente, abrió la puerta y entró; una aparición celeste con pasos distinguidos
de dama. Sus tacones repicaron en mis oídos.
―Buenos días joven. Quiero
ingresar doscientos euros en mi libreta de ahorros ―dijo (con su voz modulada)
haciendo hincapié en la dicción de las palabras agudas y esdrújulas.
Leí: «Mercedes Luján Ródenas».
No me había equivocado. ¿Cómo iba a hacerlo? Su cabello taheño y su rostro de
porcelana. Me puse como un flan. Era incapaz de contestar. La boca me temblaba
y un ligero rubor enardeció mis mejillas.
***
Luces de colores se fundieron en
mi cabeza y ahí estaba yo brincando frente a la Academia Levantinos donde
íbamos los niños de casa bien descarriados...
― ¡Juanito! ¡Juanito! ―gritaron
desde una de las ventanas―. Date prisa que ya viene.
―Ya voy. ¡No me pierdo su
entrada! ―contesté mientras salía como un rayo entre los vehículos aparcados.
Y, ¡zas! Empapelé la luna frontal
del Seiscientos que pasaba. El mundo cambió de color. Pasé de las tonalidades
fuertes a la negrura más absoluta. Después, a los pasteles de las acuarelas de
Sorolla.
―Ya vuelve en sí ―escuché que
decían.
― ¿Y cómo ha vuelto? ―era la voz
de mi madre.
Risas y lloros entre sábanas
blancas de algodón almidonado y monjas con caras circunspectas que desconocían
la sonrisa. Desde entonces, todas las mañanas desperté en esa nebulosa
azucarada de ensoñaciones hermosas. Al final, descubrí que ese fluido que
manchaba la cama podía surgir en cualquier momento.
Mis amigos miraban los
calendarios con la foto de Nadiuska. Yo imaginaba siempre a Mercedes. Sus
tacones de aguja, su cabello recogido con moño italiano, su insinuante Cruzado
Mágico bajo las camisas de popelín recién planchadas y sus faldas de tubo ―con
abertura trasera― resaltado el sensual balanceo de su pelvis.
Cuando llegaba al colegio, los
maestros carraspeaban y el cura escondía las manos en los bolsillos de la
sotana para calmar su rosario. Cada cual hacía sus cábalas: «¿Será
una pervertida con cara de ángel o una ingenua con maneras de Femme Fatale?»
Obviamente, era la única que te dejaba entrar en clase, aunque llevaras los
pantalones unos centímetros por encima del suelo. Sonreía y te guiñaba un ojo
mientras decía: «Mis queridos salvajes, ¡crecéis demasiado rápido!».
***
― ¿Le pasa algo? ―escuché de
pronto.
―Nada, Señorita Merche ―contesté
atribulado.
―Anda, ¡si eres mi Juanito! ¿Por
qué no me lo has dicho antes?
Me había reconocido pese a que
habían pasado más de tres décadas. Me sentí el hombre más afortunado de la
Tierra. Entonces, recordé ese lapsus de vida que se repetía en mis sueños una y
otra vez cuando me trasladaban al hospital resguardado entre sus brazos. Era
ella. La señorita Merche: la profesora de Ciencias Naturales.
©Anna Genovés
Revisado el 3 de agosto de 2022
#relatos #letras #cultura #escribir #leer #vida #adolescencia
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
Mujeres maduras con hombres
jóvenes
El hecho de tener una invitación
de boda, incluye, a día de hoy, toda una serie de quebraderos de cabeza. ¿Qué
me pongo, cómo me maquillo, qué regalo…? Al margen de estas vicisitudes,
tradicionalmente, pensamos con un hombre de mayor edad que la mujer. Sin
embargo, en las sociedades actuales, están normalizándose otros tipos de
relaciones: matrimonios de homosexuales (gais o lesbianas), diferentes etnias,
distintas religiones, y, ¿por qué no? Mujeres maduras con hombres jóvenes o
viceversa.
El otro día, una amiga me comentó
que había ido a una boda católica en la que la novia tenía 39a y el novio 24a.
Pensé que los moldes se estaban rompiendo. Empero, mi amiga demonizó la unión:
“¿Cómo un chico tan joven puede casarse con una cuarentona pudiendo ir con
jovenzuelas? Está claro que es una cougar [1] –afirmó ridiculizando a la
esposada—. Comprendí, que en la mayoría de ocasiones, somos las mujeres quienes
fomentamos un hábito machista porque a la inversa, lo vemos normal, pues
siempre ha sucedido.
Todo tipo de relación puede o no
fracasar, al margen del sexo, edad y demás variables. Sólo hay que encontrar a
tu media naranja. Hablamos de personas, no de géneros. Alguien afín a tus
gustos y deseos.
Sexualmente, un hombre llega a su
plenitud, en torno a los 30 años; mientras que una mujer tiene mayores
fantasías sexuales entre los 27 y los 45. Respecto a la maternidad, puede
existir el problema de infertilidad femenina. No obstante, podría darse esta
circunstancia en los hombres. Todos sabemos, que la fecundidad en la hembra,
desciende a la par que corre su reloj biológico: a los 20 años tiene un 25% de
posibilidades de quedarse embarazada. A los 30 el 15%. Y a los 40, el 5%. No
obstante, no todos los humanos desean ser padres. Y, si se quieren hijos, hay
otros métodos: FIV o adopciones.
Como paradigma de este tipo de
uniones, tenemos a la pareja Furness/Jackman. Hugh Jackman tiene 52a y
Deborra-Lee Furness 65a. Llevan juntos desde 1996 y tienen dos hijos adoptivos.
Para acallar las malas lenguas, precisaremos que HJ aporta mayor capital económico,
y, encima, es uno de los hombres más deseados del globo terráqueo. Pero hay o habido
otros casos entre las celebrities: Shakira/Piqué, Jennifer López/Casper Smart o
un largo etcétera... ¿Entonces, por qué no entre los ciudadanos de a pie?
Estudios de la psicoanalista
Margarita Solé, afirman que las parejas en las que él es más joven que ella,
pueden ser tan sanas y equilibradas como a la inversa. Según el Instituto
Nacional de Estadística, la proporción de matrimonios en el que la esposa es
mayor que el hombre, ha pasado del 7,8% en 1976 al 16,4% en el 2010.
Clara Cortina, profesora del
departamento de Ciencias Políticas y Sociales de la Universitat Pompeu Fabra de
Barcelona, comenta que, a partir de las segundas parejas, se dan mayor
diferencia de edad, a favor de hombres o de mujeres. Las primeras parejas
suelen unirse en el barrio o en la universidad. Mientras que las restantes,
cuajan en el ámbito laboral o a través de grupos de amigos.
En la actualidad, las rupturas
matrimoniales en España son muy elevadas. Antes, el divorcio no existía y el
casamiento era para toda la vida. En 1990, se contabilizaron 59.538
desavenencias maritales. Mientras, que en 2011 se produjeron 117.179. Datos que
no incluyen otros tipos de uniones. Las separaciones fomentan idilios de corta
o larga duración. La persona se siente desvalida y la falta de cariño le hace
ser más sensible, ante la posibilidad de un nuevo enamoramiento.
Pero se nos olvida algo… A lo
largo de la historia, han existido uniones o deseos entre mujeres mayores que
los hombres. Descartando la endogamia o los complejos de Edipo/Electra, la
mitología griega lo recoge en la historia de Freda. La Antigua Roma, aceptaba
estos matrimonios. Otros ejemplos…
Catalina la Grande con Alexander Zuboc (40 años más joven que ella). Los
amantes de las escritoras Anaïs Nin o Sidonie Gabrielle Colette’s. Y un largo
etcétera…
La atracción sensual o el amor,
no conoce edad, género, color de piel o ideologías dispares.
©Anna Genovés
24/10/2014
Revisada el 1 de enero de 2021
Todos los derechos reservados
a su autora
[1] Cougar es una expresión del
argot inglés para definir a las mujeres que buscan una pareja bastante más
joven. En el uso normal lingüístico significa "puma". Se establece un
paralelismo con el mundo animal, es decir, con la caza de hombres más jóvenes
(polos) por parte de estas mujeres (camisas).
Asylum
Cuando era joven,
casi una niña,
mi vida quedo truncada
y dejó de ser vida.
Era bonita e ingenua;
una flor recién nacida,
y los pétalos se truncaron
apareciendo estrías.
La sangre corría por mi cuerpo
mi corazón gemía.
Cuando era joven,
casi una niña,
mi vida quedó truncada
y dejó de ser vida.
Nos conocimos en un guateque.
Éramos las reprimidas que no bailaban ni bebían: chicas del comediscos. Tú, la
guapa. Yo, la fea. Los chavales huían de mí. A ti, te perseguían. Tan iguales
por dentro y tan distintas por fuera. Nos hicimos amigas mediante un pacto a la
vieja usanza: aguijoneamos los dedos y cruzamos nuestros hematíes. Fuimos
hermanas de sangre hasta que me abandonaste por un chico. Entonces, dejé de
hablarte, de mirarte, de reír tus gracias… Un día me arrojé a las vías del tren
con un papelito en la mano que decía: «Tú tienes la culpa». 48 horas después,
mi fotografía yacía sobre un féretro rodeado de pétalos floridos. Mi madre, de
negro riguroso, no quería que oliera mal. Sin embargo, mis restos amputados se
descomponían a marchas forzadas.
En el sepelio, mi ataúd se
deslizaba con una camilla hidráulica entre los hermosos mausoleos de color
ceniciento como tu rostro, hasta el nicho. Tu cuerpo tiritaba cuando lucieron
los adobes que lo emparedaron. Te encerraste en casa. Dejaste de comer, de
hablar, de soñar, de reír… no te apetecía nada. Por desgracia, tu familia
conocía al director del psiquiátrico. Nadie te acompañó a las sesiones:
acabaste sola. Agrietado el corazón que mutilaba tu alma. Cada vez que
traspasabas la verja del sanatorio, los gritos de los confinados irrumpían en
tus oídos: acufenos permanentes. Los enfermos andaban sueltos; hombres y
mujeres deformes con caras enajenadas. No te gustaba ese lugar repleto de
sufrimiento donde los muros sangraban.
Te metieron en una sala con
azulejos blancos como la muerte; estabas muy asustada. Tenías una pesadilla
recurrente: «Bajabas corriendo las escaleras de un garaje sin retorno. Yo te
perseguía. Te atrapaba. Arrancaba tu carótida de un bocado; mi cara llena de
gusanos. Mi sonrisa desdentada». Saliste de esos sacrílegos pensamientos,
cuando entró el Dr. Mortem para conocerte y pautar la botica milagrosa que te
devolvería la vida. Pero pasó el tiempo y no mejoraste. Atiborrada de
barbitúricos, te convertiste en un muerto viviente. El psiquiatra decidió
aplicarte terapia de electroshock. Tu cabeza estaba llena de babosas que se
acoplaban a tu cráneo y succionaban tus pensamientos. Por último, te colocaron
una esponja en la boca para que no sufrieras. La sacudida hizo que te
retorcieras como en un mal ataque de epilepsia. No chillaste. Sin embargo, tus
ojos se quedaron en blanco; parecías la niña del exorcista.
Cuatro meses después, te
internaron en el sanatorio. Llevabas una bata blanca manchada de papilla. Te
cortaron el cabello al uno, y lo poco que te quedada, lo arrancabas de cuajo a
estirones. Unas ojeras profundas incrustadas en tus entrañas ensombrecieron tus
facciones. Te vi desde arriba e imploré que me acompañaras; las cuencas vacías
de mis ojos buscaban alguna lágrima perdida. Esta mañana, has aparecido
ahorcada del techo de la sala común. La lengua fuera, los labios amoratados y
el cuerpo rígido. Me he acercado a ti para consolarte: «Amiga, siempre
estaremos juntas».
©Anna Genovés
Propiedad intelectual: 09/2013/2345
Rectificado el 28 de julio de
2022
* Dedicada a mi amiga Amparo Juárez (fallecida el 28 de abril
de 1975 en accidente de tráfico)
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#escribir #ficcion #annagenoves
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
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La gata de angora
El amor traspasa fronteras
ella no quiere marchar
pero él la reclama
y, al final,
se marcha sin hablar
con su gata de angora
Marisa está frente a una hilera
de nichos. De negro riguroso mirando una lápida con coronas semifrescas que
rezan: “Fernando González Pérez. 1990-2020. Quererte fue fácil. Olvidarte,
imposible”.
― ¿Cómo se te ha ocurrido dejarme
en la flor de la vida? ―pregunta la joven viuda con lágrimas en los ojos.
Un viento gélido hace que las
ramas de los cipreses aleteen. Las flores marchitas apostadas en el contenedor
de basura, se sumergen en un torbellino que levanta una arenisca fina. Una gata
blanca de angora se contonea por las tupidas medias de la plañidera y se
aposenta entre sus zapatos, de tacón alto.
―No me digas que llegó tu hora y
ya está. Estoy harta de oírtelo decir desde que te fuiste ―sigue en su
particular memento, la compungida.
Se sienta en un banco de madera
roída frente a la tumba. Acariciando a la gatita, como si ésta hubiera perdido
a su partenaire y se consolaran mutuamente. Recuerda que conoció al que fue su
esposo en la boda de una amiga. Sus miradas se cruzaron en la iglesia. Allí
mismo, en la sacristía, se entregaron a una lujuria desmesurada. Unas semanas
más tarde, se casaron. De eso hacía un año. Todo funcionaba de maravilla hasta
que una tarde, Fernando, cayó fulminado. Un hombre fuerte y joven que nunca
había estado enfermo. Desconsolada, llamó al 112 y después a la funeraria. No
podía olvidar la imagen: lo sacaron en una bolsa con asas, como si fuera un
violonchelo. El rellano de la finca era estrecho. Marisa cerró de golpe.
Segundos después, escuchó un ruido seco y miró a través de la mirilla. ¡Qué
horror! El cadáver embolsado había golpeado la puerta al intentar meterlo en el
ascensor. Parecía que Fernando le dijera: «¡Todavía no me he ido mi amor!».
Desde entonces, tenía pesadillas. Siempre la misma historia. Una voz de
ultratumba la llamaba: «Marisa, Marisa. Ven conmigo». Repetía hasta la saciedad.
Un día y otro día, y Marisa se acostumbró a ir al camposanto, a menudo. Hablaba
con su Fernando como si lo tuviera al lado.
―No sé qué hacer. ¿Qué quieres ángel
mío? ―insinúa Marisa sofocando su llanto en un pañuelo de hilo con las
iniciales de su desafortunado marido bordadas en grana.
―Estoy solo y hace frío… ―hablan
las tumbas mudas y las cruces pétreas.
―Tú ganas ―indica Marisa con los
párpados entornados.
Abre el bolso, saca un botellín
de Bezoya y un envase de Propanolol Hidrocloruro. Un betabloqueante que
utilizaba su esposo ―doctor en psiquiatría― cuando iba a los simposios y tenía
que hablar en público. Era hombre de acción y pocas palabras.
―Si cariño. Lo que tú digas. Sé
que no sufriré ―sigue parloteando.
Las hojas gasifican un baile
sepulcral, ligero.
―Además, estas pastillitas
fresadas son muy hermosas. Como mis labios, dirías tú.
Seguido, coge un blíster y extrae
las grageas. Las deja en su mano, mirándolas como abducida. La minina que ―con
un iris verde y otro azul― ronronea. Le guiña un ojo.
― ¡Ay mi niña! Quieres tu parte.
Deseas irte con Don Gato ―le da una. La felina la chupa hasta dejar un polvillo
inocuo.
Marisa ve cómo se atonta y se
deja caer de medio lado, maullando soñolienta mientras ella la acaricia. Hasta
que su cola deja de moverse. Ha sido rápido e indoloro ―piensa.
Ella, hermosa como la porcelana
fina, sigue el ritual con una parsimonia escalofriante. Se traga las píldoras. Una, dos, tres… hasta llegar a la docena. Bebe
agua y se tiende sobre el banco, mirando el cielo –diáfano, de un zafiro
intenso—. Experimenta una felicidad inaudita: han desaparecido las
preocupaciones. Ve el rostro de Fernando, sonriente. Alza la mano para tocarlo
a la par que su corazón enmudece. Entra en una catarsis cuasi divina. Llega al
Nirvana con los ojos entornados. Feliz.
***
Un año después, el piso tiene
otros inquilinos. Durante el traslado, la nueva pareja encuentra una fotografía
con un hombre y una mujer de perfil, besándose. La flamante novia, la mira y se
sobresalta.
― ¿Qué te sucede, cariño?
―pregunta el hombre.
―Los perfiles me han mirado…
―contesta ella, blanca como un espectro.
― ¡Chorradas! Estás nerviosa. Es
normal.
Pasan los días y la recién casada
sigue intranquila. Experimenta sensaciones extrañas: ráfagas de aire, siluetas
difuminadas, risas vagas… Una mañana se despierta ―puesta de somníferos hasta
las cejas― y cepilla la melena en el espejo de la cómoda. De repente, chilla
con todas sus fuerzas: la pareja del retrato está en la cama rodeada de gatitos.
La mujer mima a una hembra de angora, nívea como el nácar. El hombre la señala
con el índice, diciendo: «Eres nuestra». Los felinos saltan sobre ella y
arañan su cara. La sangre gotea por sus pómulos y se introduce en su boca. La
rodea un olor metálico con sabor ferroso que anuncia el peligro. Corre hasta la
entrada, pero los pestillos se cierran. Gira hacia la alcoba y los espíritus le
impiden el paso. Los objetos comienzan a volar. Unas sonrisas macabras se
funden en sus oídos. Horas más tarde, el esposo encuentra su cadáver sobre el
gres de la cocina junto a unas latas de comida para gatos, vacías. El cuerpo
está ensangrentado; lleno de rasguños y acuchillado. Como si en un ataque de
esquizofrenia, se hubiera rajado a sí misma. Lo extraño es que, en la finca,
nadie tiene animales de compañía.
©Anna Genovés
Rectificada el 4 de julio de
2022
*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13: 978-1502468437
Mundo basura
Mundo basura
Solo importa el
dinero
Vales lo que tienes y
ya está
Mundo basura
Nada que comer y nada
que cantar
Ni juegos ni alegría,
solo verdad
Mundo basura
La muerte tiene un
precio
Bomba de racimo o
virus letal
Mundo basura
La indolencia nos
consume
El fuego se apagará
Mundo basura
Hipocresía regalada
Hacer la cobra es lo
más
Mundo basura
Amistades peligrosas
Glenn Close se
quedará
Mundo basura
Lujuria, tiranía y
violencia
Nada bueno quedará
Mundo basura
En el cielo hay nubes
En el infierno, mal
Mundo basura
Si odias la mentira
habrá soledad
Mundo basura
La vida en una
botella
Que huye por el mar
Mundo basura
Rebaños de ovejas
Y peces que quieren volar
©Anna
Genovés
Miércoles veintidós
de junio de 2022
Bella
Estaba sentada en una de las salitas del
Tanatorio Municipal de Barcelona con un pantalón vaquero y una camisa negra con
un dibujo chino en la espalda. Hablaba con la muerta y, aunque la gente
pasara y le diera el pésame a la familia, ella seguía su plática como si nadie
la oyera.
–Amiga –le decía—. Te he rehusado a
propósito; prefería estar lejos de ti para no seguir enamorada y poseerte antes
de tiempo, y, hacía tantos meses que no te veía, que había olvidado lo hermosa
que eras. Da lo mismo que te metan en una caja de pino sencillo con una cruz
discreta como siempre has querido, o que luzcas cubierta con un sudario que
apenas deja entrever tu preciado rostro. Igualmente se antojan tus formas
fuertes y equilibradas (pausa).
» No te enfades conmigo, solo digo la verdad. Tenías que llamarte Envidia en vez
de Bella, ya que has sido de las personas más envidiadas que he conocido. De niña todos querían estar contigo, ahí me dieron el primer
toque, pero lo pospuse. Tenías esa sonrisa tan natural, que me fue imposible
llevarte conmigo. Eras un verdadero angelito (pausa).
Una
señorona de pelo cardado y andares flamencos, se acerca y le pregunta—:
–Disculpe la indiscreción.
Soy tía de nuestra querida Bella y no la conozco, como soy mayor olvido a
las personas… ¿Quién es usted?
–Una
amiga –contesta ella.
–¿Conocía
mucho a Bella?
–Desde
el día que abrió los ojos por primera vez, no la he dejado. He sido su sombra.
–Bueno,
como aún es joven –la mujer sonríe de medio lado— habla de una forma que no
llego a entender… pero se ve que la quería mucho.
–Tanto
que cuando me dieron su nombre por segunda vez, dije que estaba saturada de
trabajo y me marché por unos días al otro lado del mundo.
–Aún
la entiendo menos.
–Dentro
de poco, lo entenderá. No se preocupe –la anciana la mira de reojo y cambia de
tema—:
–Mira
que Bella era guapa, ¿verdad? –dice mirando el cadáver.
–Una
de las más hermosas. Tocada por la mano divina, y, pese a tener una vida difícil,
ha mantenido su gallardía innata. Sabe usted, la belleza nunca muere, solo
cambia.
–Tiene razón. Bella era un encanto de persona, pero tuvo mala suerte.
–A
veces, cuando se tienen demasiadas virtudes y naces en una familia…
–No
se corte que nos hemos hecho amigas. Cuando se nace en una familia trabajadora y de pocos saberes. Cuanto más encantadora, peor lo tienes.
–¡Cuánta
razón tiene, doña Mercè!
–¡Ay!
Si sabe mi nombre.
–¿Cómo
no? Soy la persona más acompañada y, a la vez, la más solitaria. Sé cómo se
llaman todos y, cuando me acompañan, en ocasiones, me duele. Con Bella me
sucede.
–Entonces, es usted una persona con buena estrella porque siempre va escoltada.
–Si
usted lo dice…
–Claro,
mujer. Yo, fui una joven rodeada de gente y, a medida que fui envejeciendo me
quedé sin compañía. Mis amistades pasaron a mejor vida y los jóvenes de la
familia se olvidaron de la vejestoria de su tía.
–Bella
sí la visitaba –mira el ataúd—. Era su tía preferida.
A
la anciana se le nubla la vista y en sus ojos velados, aparecen unos enormes lagrimones.
–No
llore Mercè. Usted ha tenido una buena vida y tendrá una buena muerte. Fíjese
en Bella, ella, aún era joven, y, al final, la ha atropellado un coche. Sabe, no
pude evitarlo: era una orden y ya no podía posponerlo más, era la tercera vez
que la nombraban; pero, por lo menos, desvié el vehículo para que su rostro
siguiera hermoso.
–La
verdad es que está muy arregladita. Hasta diría que está feliz –Mercè se
seca los ojos.
–Lo
está. En más de una ocasión me dijo que le pesaba la vida. Y fui yo quién tuve
que animarla.
–Muchas
gracias. Es usted una gran persona.
–Hago
lo que puedo. Cuando escuché su nombre de nuevo, intenté cambiar de trabajo. Pero, no me dejaron. Lo mío es un servicio
eterno y, por mucho que me empeñe, nunca podré evitarlo. Así que es mejor que
no me encariñe con nadie. Mercè voy a dejarla.
–Hija,
¿qué no me ha dicho cómo se llama?
–Me
llaman La dama de la hoz. Pero mi verdadero nombre es Muerte.
Mercè sufre un ictus que la fulmina. Una muerte rápida e indolora, según dicen.
©Anna
Genovés
Ocho
de junio de 2022