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El Legado de la Rosa Negra
Anna Genovés
Copyright © 2014 Anna
Genovés
Todos los derechos
reservados a su autora
Título de la edición:
El Legado de la Rosa Negra
Autora: Anna Genovés
Corrección: Jon
Alonso
Presentación: Anna
Genovés
Asiento Propiedad
Intelectual 09/2014/2483
ISBN: 1507697694
ISBN-13:
978-1507697696
Se parecía a esas
aventuras fantásticas
que sólo los dioses
y los héroes
son dignos de
protagonizar.
Victoria Holt
Ahora que la granada de la
madurez platea mis sienes, y que el tapiz de la hermosura comienza a
desprenderse de mi cuerpo, he decidido escribir la gran aventura de mi vida;
remarcando el fantástico episodio acaecido en mi juventud, tal como la
recuerdo. Es tan romántica que me perece imposible haber sido la protagonista de
esta sorprendente historia. Pero lo fui.
Dicen que los hechos, sobre el
papel, se hacen más certeros. Quizás sea la única forma de vigorizar esta
memoria marchita antes que el árido viento del desierto cubra mis palabras y
las convierta en arena malograda. Mi debilidad siempre fueron los polígonos.
Sobre todo, los de tres lados: los triángulos. Y todo en esta vida tiene una
explicación…
Mi padre se llamaba Alejo y era
el sexto hijo de la quinta mujer de un señorón gallego. Vino al mundo con
demasiados hermanos a cuestas; tan sólo heredó el apellido y una buena
educación. Al enamorarse de mamá, pensó en emigrar a una región más próspera.
Madre se llamaba Rosalía y era de origen humilde. Al conocer a papá, un
pretendiente galante y de ojos aguamarina, cayó rendida a sus pies. Se
convirtió en el príncipe de sus sueños. A los pocos meses de conocerse, se
casaron y emigraron al Levante peninsular. De inmediato, quedó encinta.
Padre consiguió trabajo en una
fábrica de maderas limítrofe al puerto marítimo de la capital del Turia. Todo
iba viento en popa hasta que Rosalía falleció tras una pulmonía. El sepelio
reunió a gran parte de la familia gallega. La abuela permaneció varios meses
con nosotros e intercedió para que Marina ―una de mis tías— se ocupara de mí.
El tiempo pasaba tan deprisa como
la suave y cálida brisa de principios de otoño. El esfuerzo sobrehumano de
Alejo comenzó a dar sus frutos. Aunque tuvo un elevado costo; el pobre apenas
disponía de tiempo libre. Por las mañanas trabajaba en la fábrica y por las
tardes, en un taller de ebanistería. Nunca se quejaba porque era feliz viéndome
crecer. Con los años, la fascinación fue recíproca. Llegué a idolatrarlo como
si fuera el epicentro del Cosmos.
Mi escolarización fue temprana;
igual que mis habilidades describiendo historietas que inventaba día a día.
Alejo creía en mí y decidió matricularme en un colegio de pago donde trabajaba
la tía Marina: Las Hermanas Salesianas. En septiembre de 1975, con uniforme de
cuadros príncipe de Gales y babero de rayas azules, comencé entusiasmada la
nueva etapa educativa. Todas las jornadas, regresaba a casa con una sonrisa y
nueva aventura que contar.
Con este cambio, Alejo ganó un
ápice de libertad que dedicó a su hobby: la egiptología. Era su amante público
desde la infancia. Mi abuelo le había mencionado un cuento sobre el país de los
triángulos y, desde entonces, había devorado tantos libros sobre Egipto que se
había convertido en un especialista. Siempre albergó la esperanza de visitarlo.
A los siete años comencé a imitarlo. Leía y guardaba todos los artículos sobre
aquella Civilización Milenaria. En mi doceavo aniversario, me llevó al Cine
Xerea a ver Faraón, de Jerzy Kawalerowicz –film de 1966 que refleja sabiamente
el poder de los distintos estamentos sociales egipcios durante el Imperio Nuevo—.
Nunca lo olvidaré. Ese día decidí ser arqueóloga. Estaba tan segura de
conseguirlo que inventé un juego para ser intrépida en las excavaciones
subterráneas. Nuestra vivienda tenía pasillos largos; cuando papá se quedaba
dormido con una novela de Estefanía entre sus manos, recorría toda la casa a
oscuras. Una noche se despertó y descubrió mi pasatiempo. Pero en vez de
reñirme aplaudió mi esfuerzo: «Eva Lagos de Ulloa, llegarás lejos,
muy lejos. Lo presiento» –dijo sonriendo.
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