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El chihuahua y su dueño

 

 

Ladra mamífero de cuatro patas

ladra vecino carca

deja vivir a los jóvenes

con sus alegrías y sus chanzas

 

 

—Guau, guau, guau, guauuuuuu…  —suena el constante y estridente ladrido de Frufrú: el chihuahua del vecino de abajo.

 

Mar entra en la cocina con cara de póquer. Rubén –su marido— se burla del rictus malhumorado de sus labios. Claro, él nunca tiende la ropa. La que sale por uno u otro motivo a esa galería con el perpetuo retintín del asqueroso perrito es ella, piensa la recién casada. La pareja son los inquilinos más jóvenes de todo el inmueble. Muchas fueron las viviendas que visitaron antes de decidirse a comprar la que sería su hogar. Pero cuando la joven vio el apartamento en el que viven, literalmente se enamoró. Todo era perfecto: precio, diseño, ubicación.

 

Las primeras semanas se instalaron a modo de okupas. Un colchón en el salón y algunos muebles desperdigados por los cien metros de su divina conquista. Los anteriores propietarios se lo habían puesto muy fácil. Ellos se preguntaban el porqué de la rebaja económica. A los pocos días, comprendieron el quid de la cuestión. Justo bajo su flamante apartamento vive D. Agapito: un longevo neurótico con un chihuahua demasiado impertinente. Un viernes por la tarde, Rubén clavaba una litografía en la pared de la habitación principal. De repente, como si el ruido fuera superior al de una discoteca con todos los decibelios a pleno rendimiento, escuchan:

 

—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está bien de hacer ruido! —Berrea don Agapito pegando golpes en el techo con el palo de la escoba; coreado por los fastidiosos ladridos de su rata ladradora.

 

—¡Me caguen Dios! Que le pasa al carcamal de abajo —gruñe Rubén.

 

—Calla hombre, que es muy mayor —dice Mar.

 

—Y eso le da derecho a protestar cuando le da la ¡ganA-A-A!!! —vocea el esposo.

 

De repente, suena el teléfono. Mar se apresura a cogerlo.

 

—¡Oiga señora! ¡Ya está bien de golpes! —grita el vecino.

 

—Pero si sólo hemos fijado un clavo y son las seis de la tarde —protesta Mar.

 

—¡Pues debían de haberme avisado! —chilla por el auricular don Agapito.

 

—Per…, per…, perdone —farfulla Mar que no se lo puede creer.

 

—Ni perdón ni nada. Se avisa y punto —grita antes de colgar el histérico setentero.

 

El perrito ladra que ladra. A Rubén se le hinchan las narices…

 

—¡Joder, joder, joder! —ruge a pleno pulmón—. Manda huevos, con el vejestorio y su chucho. Ya decía yo que esta casa tenía trampa.

 

—No te enfades amor. El señor es un cascarrabias, pero parece agradable…

 

—¡Ya veremos!

 

Mar abraza a su esposo y acaricia su espalda. Él se rinde a sus mimos y pasa página. Dos días después, la joven coloca la vajilla que le acaban de traer en el aparador. Rubén todavía no ha regresado del trabajo.

 

—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está otra vez haciendo ruido! ¡Que no puedo más! —grita y pega escobazos en el techo el neurasténico de abajo.

 

El teléfono no deja de sonar. Los ladridos del chihuahua destrozan sus tímpanos. Cuando Mar coge el teléfono, sólo escucha chillidos junto a los aúllos insoportables de Frufrú. La pobre, alucina.

 

—¡Qué ruido ni que ocho cuartos! Si al final va a tener razón Rubén. Este piso tiene trampa —contesta cabreada.

 

Cuelga y deja que el fósil neurótico siga berreando a través de las paredes. Pone un DVD de Sus satánicas majestades y se olvida del asunto. No le dice nada a su chico. Ya lo solucionara ella, a su modo… recapacita.

 

Pasan unos días y Mar canturrea mientras plancha. El teléfono suena. Lo coge animada.

 

—¿Diga?

 

—¡Voy a llamar a la policía! —chirría la estrepitosa voz de don Agapito con el acompañamiento perruno.

 

—Creo que se equivoca. Estoy planchando —dice Mar con tiento.

 

—¡Pues deje la plancha con suavidad! ¡Me voy a volver loco!

 

Mar se derrumba. ¡Qué mala pata! Piensa entre sollozos. Rubén la pilla compungida y no tiene más remedio que contarle el suceso.

 

—¡Me caguen en la puta! ¡Un día de estos le retuerzo el pescuezo a usted y al cabrón de su chucho! —ruge Rubén pegándole patadas al suelo.

 

—¡Calla por favor! —suplica Mar engatusándolo para que se le pase el calentón.

 

Acaban haciendo el amor sobre la mesa del salón. De repente, don Agapito empieza a chillar junto con los gruñidos de su insolente cuadrúpedo.

 

—¡Hostia puta! ¡A ver si tampoco puedo follar en mi casa cuando me dé la gana! —brama Rubén que se ha quedado a medias.

 

—¡Cálmate amor mío!

 

—¡Que me calme! ¡Estoy hasta los cojones del loco de abajo! ¡Sí, entérese cotilla! ¡Lo que le pasa es que le gustaría beneficiarse a mi parienta y nos espía a todas horas! —vuelve a chillar.

 

La muchacha se tapa la boca para no destornillarse de la risa y, por otro lado, disuade al hombre para que lo deje en paz. Pero sabe que las cosas no quedarán así.

 

Una semana más tarde, don Agapito se ha vestido de un azabache sepulcral que asusta al aire; su pobre Frufrú ha muerto. Ellos brindan con cava la desaparición del bicho. Nadie, excepto la Mar, sabe la verdadera causa del desenlace: un caramelo envenenado que deslizó con un hilo de pescar desde su galería mientras la finca, al completo, roncaba. 


Sonríe satisfecha con un único pensamiento: el próximo don Agapito. En su rostro angelical se dibuja una tímida sonrisa.

 

© Anna Genovés

 

Revisado el 21 de enero de 2023

 

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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El chihuahua y su dueño

by on 14:41:00
  El chihuahua y su dueño     Ladra mamífero de cuatro patas ladra vecino carca deja vivir a los jóvenes con sus alegrías y sus chanzas     ...

 


 

I love you Facebook

 

 

Redes sociales, futuro

amores compartidos

pulgares metálicos

y mente decodificada

 

 

My dear Face:

 

El día que vi Her, supe que todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social muy masculina con un harén incontable de concubinas.

 

Recuerdo el día que te conocí. Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada por tus cualidades. Así que aparqué los prejuicios y me adentré en tus dendritas. Poco a poco, conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la fluorescencia lumínica de la pantalla.

 

Todo me dio igual, hasta tuve que rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no podía respirar si no te veía; me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente, no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio y aparece la nota: «Estás bloqueada».

 

¿Qué había hecho yo para merecer que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las 24h horas del día de todas las semanas; siempre estaba a tu lado. Hasta iba al servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes. Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones extramaritales y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos les había sucedido lo mismo en algún momento y aseguraban que cualquier día me levantas el arresto.

 

Entonces volveré a tenerte entre mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta de amor desesperado y regresa al calor de mi hechura: I love you Facebook.

 

Tuya siempre, Cibernalia

 

P.D. Tras escribir esta carta de amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por fin, me absolviste. Un día me levanté y volví a navegar por los recovecos de tu organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura. ¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!

 

© Anna Genovés

Revisado el 7 de noviembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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by on 17:17:00
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Todos los muertos son iguales

 



Huesos y sollozos

en un mundo tramposo

huesos y sollozos

ataúdes, lodo

 

 

Úrsula vive en una finca de diez plantas, y, exceptuando su casa y otro apartamento, el resto está ocupado por jovenzuelos de más de setenta añitos. Los hay hasta nonagenarios.

 

—¡Joder! —Exclama por lo bajini cuando entra en el patio y huele un perfume fortísimo—. Una de mis carcamales preferidas se ha echado la botella entera de Myrurgia —barrunta hablando sola.

 

Los aprecia a todos. Pero tienen sus cosillas… Poco le importa; ella es la primera rarita de la troupe. Constante como un reloj, se dispone a subir hasta el cuarto a pata, sin prisa ni pausa. A cada paso que da, la fragancia se torna insoportable; cuando toma el rellano del tercero, un ruido la pone sobre aviso… Algo no anda bien —piensa—, y ¡zas! Allí está, la puerta cinco abierta de par en par. Una camilla hidráulica (con una bolsa de plástico negra atravesada por una cremallera y silueteada por un contorno humano), aparece ante ella. Por el lateral, se asoma una vecina con cara de circunstancia:

 

—Mi papá ha fallecido Úrsula. Sube, sube… Después hablamos —le anima para que pase.

 

—Tranquila, Mari. Me espero… Después subo, no tengo prisa —contesta Úrsula.

Y ahí se queda, viendo como maniobran a uno y otro lado la dichosa camilla hasta ubicarla centrada a la puerta del ascensor, que ella misma sujeta por detrás. Seguido los de la funeraria repliegan las patas, la ponen en vertical y la introducen en el elevador con el bueno de Eusebio enfundado. Mari le cuenta con brevedad el suceso:


—Nada Úrsula, he llegado sobre las cinco de la tarde. El papá estaba sentado en el sillón de espaldas a la puerta del salón y yo diciéndole: “Papá, papá”. Pero no me contestaba; al acercarme me he dado cuenta que estaba… —Mari se pone a llorar como una Magdalena.


—Tranquila. Tú has hecho todo lo posible para que fuera feliz —comenta Úrsula con un abrazo.


—Sabes… Aún estaba caliente —le confiesa entre sollozos la compungida hija.


—Era muy majo.


—Pues tenía muy malas pulgas —asegura la hija secándose las lágrimas.


—Un cascarrabias encantador con los ojillos luminosos y la sonrisa de niño travieso —concluye Úrsula.


—Lo cierto es que ha vivido muy bien ¡Ya quisiéramos todos llegar a sus años con tan buena salud! —asevera Mari.


—Tienes mucha razón —apostilla Úrsula.

 

La conversación termina. Úrsula ha perdido las ganas de todo. ¡Caray! Con lo bien que me caía Eusebio. Toda una institución a sus noventa y cinco años; su cervecita a diario, su purito, su cafetito, sus “cuquis” una vez al mes… ¡Qué pena! Piensa. Al final se mete en la cama sin cenar; pasa una noche de perros. Se levanta tarde, desayuna y como una flecha se marcha directa a la parada del bus. Destino: Tanatorio Municipal.

 

Diez minutos más tarde, aparece el vehículo. Los recovecos por donde surca la lombriz metálica de color púrpura, la sumergen en el letargo de su pasado. Navega por la calle donde nació, por la calzada que tantas veces había pisado para ir a trabajar, por la plaza donde vivió de joven, por el callejón dónde estaba ubicado el almacén familiar y por la avenida de El camposanto. Cuando llega son casi las dos de la tarde, tiene veinte minutos para presentar sus respectos y hablar con Eusebio.

 

Entra al Tanatorio, mira el panel y pregunta a las recepcionistas:

 

—Sala 4. Siga por el pasillo de la derecha hasta el final —le contestan con una amable y cibernética voz.


—¡Jo! La misma sala donde pusieron a mi padrino —murmura Úrsula cabreada.


—¿Decía algo? Señora.


—No señora —contesta de mala gaita, antes de emprender el caminito de la derecha.


Al fondo del pasillo diestro, ve un cartel enorme de color verde con letras blancas que pende de la puerta, donde se puede leer: “El acceso al crematorio está cerrado por reformas”.  Vaya, ¿y qué harán con los pobres que deseen incinerarse, un periplo por las afueras? Dice por lo bajini, moviendo la cabeza. Inmediato, sigue el pasillito que tuerce hacia la izquierda. Está impoluto y con una asepsia similar al del film Gattaca, piensa con sorna. Todas las salas quedan al mismo lado. Úrsula con su particular humor, hace una crónica mental y minuciosa de lo que va viendo…


Sala 1: nadie a bordo. Murmullos de fondo.


Sala 2: igual que la anterior.


Sala 3: congregación de gentío en la puerta invadiendo la totalidad del pasillo como si hubieran pagado una zona VIP sólo para ellos. Muerto pudiente, todos enlutados; ellos con trajes oscuros y corbatas, ellas con vestidos negros y tocados. Las conversaciones frívolas y variopintas: la hipoteca, la casa, los hijos, el trabajo, el nuevo coche, las vacaciones de Semana Santa. Mucha apariencia y más hipocresía, medita Úrsula con los tímpanos estrangulados por los cotilleos propios de un cóctel y no del adiós por alguien querido. ¡Estos ricos son unos hipócritas! Suspira.


Sala 4: tres caballeros de pelo cano, conversando discretamente. Dentro la acogedora salita en tonos beige neutro. A la izquierda el servicio, enfrente una mesa redonda con cuatro sillas, al fondo (lindado con la pared) dos sofás. Encima unas litografía abstractas intercaladas por tres plafones blancos de media luna. En el lado opuesto, dos armoniosos parabanes que recogen al difunto.


Úrsula no ve a nadie conocido y se va con Eusebio. Ahí está en una caja de madera normal y corriente. Envuelto en un sudario blanco. Lo mira y apenas reconoce a ese grandullón que caminaba con pasos milimétricos ayudado por su bastón, su puro y su bolsa de la compra. Tan lleno de vida; de dimensiones magnas y sonrisa pícara, recuerda. Ha menguado cinco o seis tallas. Todos los muertos son iguales, por su mente pasan los últimos sepelios a los que ha acudido. A ellas se les afila el óvalo y a ellos la nariz. Y después, está ese color tan especial de la muerte… Apergaminados; entre amarillento y violáceo por los mejunjes para maquearlos. Les sellan los orificios o les cortan algunas partes corporales con tal que aparezcan en una posición lo más natural posible. Se les tapona la tráquea con algodones para evitar posibles vómitos, se les ponen prótesis oculares para que los ojos no se abran, se les pasa una brocha de color para que parezcan vivos, cuando están rígidos como tablas; un poco de formol y ¡voila!, muerto a la carta, piensa Úrsula fijándome en el rostro desdibujado de su apreciado vecino.


¿Cómo no vamos a parecernos si a todos nos meten lo mismo? ¡Vaya caca! Recrimina a sus entrañas. Eusebio, si es qué nada en tu cara me recuerda a ese guasón que conocía desde hace cuántos, ¿quince o dieciséis años? ¡Qué más da! Se repite Úrsula mientras pasea la vista por sus alrededores. Eso sí, por lo menos estás bien floreado; una corona a cada lado del ataúd, la de la derecha con gladiolos rosas y claveles blancos; recordatorio: tus hijos no te olvidan. ¡Vaya que no! Los he visto en contadas ocasiones, piensa con cara de póker.


A la de la izquierda otra de claveles en tonos rosas, recordatorio: tus nietos no te olvidan. ¡Ah carajo! Si resulta que tenías nietos y yo sin enterarme —a Úrsula le hierve la sangre—. A los pies, dos búcaros elípticos con un altillo metálico; todo muy pulcro. Izquierda, gladiolos rosas y narcisos amarillos. ¡Qué mal gusto! Piensa. Recordatorio: tus vecinos no te olvidan.  No podían ser de otros; seguro que más de uno está brindando tu partida con champagne —tuerce el morro—. El del otro lado, sin embargo, exento de recordatorios se exhibe con tan sólo capullos de rosas blancas. Una gozada para la vista; un descanso para tan macabra estampa rematada por un enorme crucifijo en la cabeza del féretro y dos luces con esbeltos pies de madera a modo de antorchas.


Úrsula sigue con su soliloquio mental yermo de palabras que no de pensamientos, repasando hasta el último detalle. Eusebio, voy a rezarte un poco. Sí, ya sé que no voy a misa ni rezo rosarios. Además, digo palabrotas si me place y peco a diario, ¡rediós! Pero no puede comenzar ninguna oración. No obstante, recuerda anécdotas de Eusebio… Sus pasitos de Geisha para desplazarse. ¡Cómo miraba a las jovencitas de reojo! Las veces que había bajado a recoger alguna pieza de la colada. Era divertidísimo, tenía los trofeos colgados en su tendedero con pinzas… El gayumbo de uno, el sujetador de otra, el paño de cocina de cualquiera, unas bragas de algodón grandotas, cinco o seis calcetines desparejados y los tangas de colorines de Úrsula. Todo un museo. Al final, se le llenan los ojos de lágrimas. Mira, ¡ya no puedo más! Me marcho a brindar por ti con lo que pille, seguro que eso te gusta más que la parafernalia que te han montado, termina por decir antes de dejar la sala.


Ya en casa, Úrsula abre el mueble bar y se amorra a la primera botella que ve sin mirar si es whisky o vodka.


—Va por ti Eusebio —dice a viva voz.

 

Antes, ha encendido el DVD. Eternas del Jazz suena a toda pastilla. El tiempo transcurre y Úrsula desconoce lo que se ha metido en el cuerpo, sigue bailoteando por la casa a ritmo de R&B. Beoda como una cuba y con lagrimones en los ojos.


—¡Coño, Eusebio! ¿Y ahora quién me dirá: «Hasta luego joven»? Eras el único que me decía joven con toda la naturalidad del mundo —sigue barruntando hasta que se queda dormida en el sofá.


Por la mañana, se despierta arropada por una manta, como si un angelote se hubiera preocupado de ella. Mira hacía la mesa del comedor y ve un caliqueño humeante. Sonríe. Se hizo la dormida cuando Eusebio la cubrió y le dijo: «Hasta la vista, joven».


 

©Anna Genovés

Revisado el 4de septiembre de 2022


*Dedicado a un caballero que apreciaba mucho y nos dejó hace tiempo.


*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 


 



Bella



Estaba sentada en una de las salitas del Tanatorio Municipal de Barcelona con un pantalón vaquero y una camisa negra con un dibujo chino en la espalda. Hablaba con la muerta y, aunque la gente pasara y le diera el pésame a la familia, ella seguía su plática como si nadie la oyera.



–Amiga –le decía—. Te he rehusado a propósito; prefería estar lejos de ti para no seguir enamorada y poseerte antes de tiempo, y, hacía tantos meses que no te veía, que había olvidado lo hermosa que eras. Da lo mismo que te metan en una caja de pino sencillo con una cruz discreta como siempre has querido, o que luzcas cubierta con un sudario que apenas deja entrever tu preciado rostro. Igualmente se antojan tus formas fuertes y equilibradas (pausa).


» No te enfades conmigo, solo digo la verdad. Tenías que llamarte Envidia en vez de Bella, ya que has sido de las personas más envidiadas que he conocido. De niña todos querían estar contigo, ahí me dieron el primer toque, pero lo pospuse. Tenías esa sonrisa tan natural, que me fue imposible llevarte conmigo. Eras un verdadero angelito (pausa).

 

Una señorona de pelo cardado y andares flamencos, se acerca y le pregunta—:

 

–Disculpe la indiscreción. Soy tía de nuestra querida Bella y no la conozco, como soy mayor olvido a las personas… ¿Quién es usted?

 

–Una amiga –contesta ella.

 

–¿Conocía mucho a Bella?

 

–Desde el día que abrió los ojos por primera vez, no la he dejado. He sido su sombra.

 

–Bueno, como aún es joven –la mujer sonríe de medio lado— habla de una forma que no llego a entender… pero se ve que la quería mucho.

 

–Tanto que cuando me dieron su nombre por segunda vez, dije que estaba saturada de trabajo y me marché por unos días al otro lado del mundo.

 

–Aún la entiendo menos.

 

–Dentro de poco, lo entenderá. No se preocupe –la anciana la mira de reojo y cambia de tema—:

 

–Mira que Bella era guapa, ¿verdad? –dice mirando el cadáver.

 

–Una de las más hermosas. Tocada por la mano divina, y, pese a tener una vida difícil, ha mantenido su gallardía innata. Sabe usted, la belleza nunca muere, solo cambia.

 

–Tiene razón. Bella era un encanto de persona, pero tuvo mala suerte.

 

–A veces, cuando se tienen demasiadas virtudes y naces en una familia…

 

–No se corte que nos hemos hecho amigas. Cuando se nace en una familia trabajadora y de pocos saberes. Cuanto más encantadora, peor lo tienes.

 

–¡Cuánta razón tiene, doña Mercè! 

 

–¡Ay! Si sabe mi nombre.

 

–¿Cómo no? Soy la persona más acompañada y, a la vez, la más solitaria. Sé cómo se llaman todos y, cuando me acompañan, en ocasiones, me duele. Con Bella me sucede.

 

–Entonces, es usted una persona con buena estrella porque siempre va escoltada.

 

–Si usted lo dice…

 

–Claro, mujer. Yo, fui una joven rodeada de gente y, a medida que fui envejeciendo me quedé sin compañía. Mis amistades pasaron a mejor vida y los jóvenes de la familia se olvidaron de la vejestoria de su tía.

 

–Bella sí la visitaba –mira el ataúd—. Era su tía preferida.  

 

A la anciana se le nubla la vista y en sus ojos velados, aparecen unos enormes lagrimones.

 

–No llore Mercè. Usted ha tenido una buena vida y tendrá una buena muerte. Fíjese en Bella, ella, aún era joven, y, al final, la ha atropellado un coche. Sabe, no pude evitarlo: era una orden y ya no podía posponerlo más, era la tercera vez que la nombraban; pero, por lo menos, desvié el vehículo para que su rostro siguiera hermoso.

 

–La verdad es que está muy arregladita. Hasta diría que está feliz –Mercè se seca los ojos.

 

–Lo está. En más de una ocasión me dijo que le pesaba la vida. Y fui yo quién tuve que animarla.

 

–Muchas gracias. Es usted una gran persona.

 

–Hago lo que puedo. Cuando escuché su nombre de nuevo, intenté cambiar de trabajo. Pero, no me dejaron. Lo mío es un servicio eterno y, por mucho que me empeñe, nunca podré evitarlo. Así que es mejor que no me encariñe con nadie. Mercè voy a dejarla.

 

–Hija, ¿qué no me ha dicho cómo se llama?

 

–Me llaman La dama de la hoz. Pero mi verdadero nombre es Muerte.

 

Mercè sufre un ictus que la fulmina. Una muerte rápida e indolora, según dicen.



©Anna Genovés

Ocho de junio de 2022

 

Bella

by on 18:18:00
  Bella Estaba sentada en una de las salitas del Tanatorio Municipal de Barcelona con un pantalón vaquero y una camisa negra con un dibujo...




 


Los cinco



La reunión semanal de Los cinco empieza con un juego de mesa similar al Monopoly con nombre propio: Apocalipsis terrestre. El casino es el super jet privado que les regaló un mandatario excesivamente generoso, ya que su valor sobrepasa con mucho la construcción de algún que otro campo de fútbol de la Premier League. La aeronave posee una pantalla gigante desde la que el grupo vigila a las sociedades que pueblan el mundo.


El conclave está formado por una actriz, un empresario, un jeque, un químico y la heredera. Son los personajes más populares de las redes sociales, los más odiados y los más deseados; con millones de seguidores y detractores. Por este motivo, ostentan un poder absoluto.


Lo que desconocen los terrícolas es que, Los cinco mueven los hilos de todo lo que sucede en nuestro hermoso y decadente planeta azul.


Una figura con un mapamundi asoma sobre la mesa de metacrilato central: un holograma enorme a todo color y tridimensional. La heredera comienza la partida.


La heredera: Quiero que los humanos de mi continente se evaporen; estoy cansada de ellos –dice caprichosa.


El jeque: Será divertido, pero déjame a algunos miles para que trabajen en mis petroleras –se frota las manos.


La actriz: Me da un poco de pena. Nunca aprenden, pero ya les hemos dado bastantes varapalos a lo largo de la historia –sugiera dulzona—. A mí me agrada ser la reina del rock & roll: me adoran.


El empresario: A ver qué podemos hacer para divertirnos sin causar demasiadas bajas. ¿Tú qué dices Químico? Estás muy pensativo.


El químico: Propongo un virus letal que fulmine a la mayoría de la población. No solo del continente que regenta La heredera, sino del planeta. (Aplausos).


La heredera: ¡Qué guay!


El empresario: Cómo se nota que has llegado la última. Es algo que llevamos haciendo desde que la Humanidad existe. Cada cien años terrestres, más o menos, enviamos a un bichito dirigido que, El químico, fabrica en sus laboratorios.


El químico: Fíjate si son tontos, querida heredera, que ellos mismos se auto destruyen sin saberlo. Yo elijo a unos privilegiados que crean, siguiendo mis pasos, a esa alimaña microscópica que, después, esparcimos por diferentes lugares.


La actriz: Ciertamente, me apena decirlo, pero estamos muy hasta las narices de las sociedades. Los humanos son insolidarios, egoístas y poco creativos. Por lo general, el bichito se acompaña de catástrofes naturales o guerras. Todo en el mismo pack y, ellos, como tienen el coco y la moral consumida, lanzan bulos que se tragan como si fuera maná.


El jeque carraspea.


El jeque: Ciertamente, esos chismes también los dirigimos nosotros. Digamos que creamos una historia falsa y la lanzamos en algún medio de comunicación. Es como un germen que crece con el paso de las horas y se convierte en una monstruosidad. Por ejemplo, escribimos en un medio digital que el matapersonas lo ha creado tal país o tales laboratorios… Y, ellos, se lo creen o incluso le sacan tanta punta al lápiz que, al final, algún coaching suelta que los antídotos llevan un microchip para controlarlos y que la sabandija no existe. Entonces surgen movimientos ‘antinotepongasnada’.


El empresario: En ese instante, comienzan a aniquilarse entre ellos.


La actriz: Encerrarlos en casa fue perfecto mientras duró; el bestia desapareció hasta que volvieron a las calles.


El químico: Con el tiempo creamos unos kits para que se hicieran pruebas de contagio sin necesidad de ir a los hospitales; los ayudamos para que los sistemas sanitarios no colapsaran. Pero, era una trampa, ya que, estos botiquines de auxilio eran tan rudimentarios como falsos. Quiero decir: cualquier juego de laboratorio para niños es más fiable que los plásticos que les vendimos y, encima, no servían para nada porque estaban trucados.


La heredera alza las cejas, pero, antes de hablar, el empresario, sigue la narración—:


El empresario: De todas las pruebas caseras que se vendían en farmacias u online, una tercera parte siempre daba positivo y otra tercera parte, negativo. El resto contenía alguna mutación del bichito que contagiaba a quien lo tocaba. 


La heredera: ¡Sois perversos! –exclama.


El químico: Después de milenios creando mundos que se autodestruían. ¿Por qué no introducir alguna variable cargada de positivismo a ver si evolucionaban hacia un futuro mejor?


El jeque: Pero no había forma. Tropezaban una y millones de veces en la misma piedra. Así que nos hicimos un poco malos y comenzamos a introducir variables malévolas.


El empresario: Por extraño que parezca, era la única forma de que crecieran hacia una sociedad más avanzada que retrasaba la aniquilación. Es como si algún fallo en el ADN humano les hiciera mejores personas cuando sucede una catástrofe. Entonces suelen solidarizarse y olvidan, momentáneamente, ese egoísmo incrustado en su cerebro.


La heredera pone cara de póker.


La actriz: Los sucesos horribles les hace desarrollar una resiliencia que, en algunos casos, es digna de estudio. Pero… pasado el tiempo, se olvidan de las efemérides desagradables y vuelven a sus aptitudes y actitudes negativas.


La heredera: La verdad es que me aburren tantas idas y venidas para acabar como siempre. Así que propongo iniciar una verdadera carnicería –introduce los brazos en el holograma y mueve las manos como si empuñara una Silver Blade y asestara cortes letales a todos los países.


El empresario frunce el ceño, el jeque se acaricia la perilla, el químico se relame los labios y la actriz cruza los brazos dubitativa: no quiere perder protagonismo en pro de La heredera. Entonces suelta—:


La actriz: A ver, pequeña, ¿qué propones?


La heredera: Quiero un Apocalipsis total.


La actriz: ¡Madre del amor hermoso! Si que empiezas fuerte.


La heredera: Sí. O todo o nada. Este continente lo hundiremos bajo el mar –toca Oceanía y lo mueve hasta dejarlo bajo las aguas—. ¡Ya está! Uno menos.


El empresario alza los hombros. El jeque tuerce el morro. El químico sonríe y la actriz propone a La heredera hablar en petit comité ya que son las únicas féminas del grupo. Así pues, se levantan y dejan la gran sala para tomarse un refrigerio en otra de las cómodas estancias. Los tres varones fuman unos cuantos Habanos endulzados con güisquis de Malta.


Media hora más tarde, las chicas regresan a sus asientos con una sonrisa de oreja a oreja.


El empresario: Os veo felices.


El químico: Eso es que ha habido quorum.


El jeque: ¡Bravo! Exponer vuestra propuesta que seguro es maravillosa.


La actriz: Y novedosa.


La heredera: Hemos decidido apretar el botón rojo.


Los caballeros se quedan pasmados y ellas responden—:


La actriz: Los cinco estamos cansados de este planeta decadente y repleto de parches. Demasiadas civilizaciones, trillones de humanos, descomunales catástrofes, incontables guerras…


La heredera: En fin, demasiado de todo. Si apretamos el botón rojo, con la primera detonación nuclear se aniquilará de un plumazo millones de elementos. Y como respuesta, otro botón rojo, será apretado y, así sucesivamente: un efecto dominó. Si al final sobreviven algunos miles, siempre le echarán la culpa a algún gobernante autócrata con ansias de grandeza.


La actriz: Y nosotros, nos vamos a otra galaxia y concebimos un nuevo mundo.


El empresario: ¿Con humanos?


La heredera: Claro. Son imprescindibles: las criaturas más hermosas de la creación, pero los rectificaremos un poquito... Serán humanos avanzados.


La actriz: Nacerán más humildes, no conocerán la envidia ni la avaricia. No existirán humanos tóxicos. O sea, eliminaremos la maldad de su ADN y eso del libre albedrío, dejará de existir.


La heredera: Son tan corrosivos que nos han envenenado a nosotros. Al principio fuimos seres puros, debemos volver a serlo. Las sociedades no conocerán la tecnología.


El jeque: Pero, entonces, no habrá Revolución Industrial.


El empresario: No podré hacerme rico.


El químico: Careceré de laboratorios.


La actriz: Exacto, todos ganaremos en salud.


La heredera: Ejerceremos de vigilantes y de guías. No necesitaremos disfrazarnos con pieles humanas –se palpa la base craneal hasta tocar un pequeño bultito, lo estira y se abre una especie de zip que recorre su cuerpo de arriba abajo.


El resultado es un humanoide brillante de ojos plata.


El empresario: ¡Cuánto tiempo sin ver nuestra verdadera identidad!


La actriz ha hecho lo mismo.


La actriz: ¿No es reconfortarle?


El jeque: Lo es –sigue el camino de sus compañeras.


El químico: Casi había olvidado que fuimos los primeros humanos que habitaron la Tierra fruto de una casualidad. Nuestro desarrollo fue tal, que solo nosotros llegamos a conocer la inmortalidad. Convertidos en dioses, empezamos a fundar nuestro legado.


La heredera: Pero nuestras creaciones siempre tuvieron algún fallo y yo me convertí en la eterna heredera de un planeta abogado a la destrucción. Debemos enmendar nuestros errores y crear humanos perfectos como un día lo fuimos nosotros. Habrá más Tierras, igual de hermosas y con otros nombres.


Los cinco salen de la estratosfera con lágrimas plateadas recorriendo sus rostros luminosos mientras contemplan las sucesivas explosiones de ese planeta llamado azul.


 

©Anna Genovés

Sábado catorce de mayo de 2022

 

 


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