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La Venus cibernética

 

 

Perfecta, armónica

sin defectos ni virtudes

sin alma que la cobije

ni fe amatoria

 

 

—¡Oh ¡¿Ya tengo qué levantarme? Si acabo de acostarme —dice Venus desperezándose.

 

—Hace once horas que llegaste a casa. Tras inyectarte the synthetic drug que elegiste, caíste en un sueño profundo —contesta una voz estática.

 

—Ya sabes que ayer tuve un congreso de ciber-genética que duró más de cinco horas. Después, no pude eludir la cena de gala y la posterior fiesta; estaban todas las personalidades relevantes del Universo: los ancianos de Marte, los tricéfalos de Mercurio, los labios eternos de Plutón… En fin, todos. Hasta el faraón de la Galaxia más alejada del sistema solar. No podía escabullirme. Por eso estoy tan cansada. Tenías que haberme dejado dormir más tiempo. Sabes que no soy persona si no duermo doce horas de un tirón.

 

—Los siento, Venus. Conozco tus necesidades. Pero han llamado del centro de control Criogenético: hay un problema en el tanque H2030-443J.

 

—Vaya, vaya, vaya… No sé qué sucedió ese año con el nitrógeno líquido utilizado para el sueño eterno. Todos están dando problemas. En fin. ¿Cuánto tiempo tengo?

 

—Un monolicóctero teledirigido vendrá a recogerte en treinta y cinco minutos.

 

—Bien. Pues manos a la obra. Lo primero es quítame esta resaca de LSD3001 químico que introduje en mi organismo para llegar a una complacencia extrema. Por cierto, gracias por tu recomendación. Es buenísimo.

 

—De nada, sólo cumplo con mi trabajo. Como te dije el LSD3301 químico es extraordinario: la mejor droga sintetizada hasta la fecha porque…

 

—Computadora Q3003 no me repitas sus cualidades que ya me las explicaste anoche; sé que he llegado a la fase REM del sueño un segundo después de cerrar los ojos y que mis fantasías han sido tan gozosas como cuando estaba en el útero biónico del laboratorio.

 

—Disculpa, Venus. ¿Qué necesitas?

 

—Te pediría que preparases a alguno de mis clones, pero… esta vez iré yo y necesito la perfección.

 

—Puedo oxigenarte aquí mismo, aunque preferiría que pasaras por el ionizador catódico.

 

—Traslada a mi dormitorio un holograma programado, no tengo ganas de levantarme. Así realizaremos todas las funciones en una sola sesión.

 

La estancia se impregna de una nebulosa con diminutos brillantes que cristalizan en el habitáculo adaptándose a su perímetro. Venus ordena la operación de regeneración celular completa.

 

—Cápsula hiperbárica en función absolute perfection.

 

Un sonido aerostático y sedoso, atraviesa la estancia cibernética en la que Venus se encuentra descansando. Un minuto más tarde, un tubular flexible se acopla a sus voluptuosos labios fresados; el recinto se llena de un líquido acuoso transparente que rehace la totalidad de su organismo.


En un instante onírico, su organismo recubierto adquiere la belleza natural de un cuerpo modelado en el Olimpo de la perfección droide.


Media hora después, un monolicóctero teledirigido desde la central de clones Eternitys, la espera en el dintel del tejado acrílico de su cueva de titanio. Venus entra cual flor recién nacida entre diamantes.


No utilizar a sus clones ha sido un acierto porque cuando llega a la central los trabajadores no imaginan que, en realidad, es la jefa. Piensan que, en su egocentrismo inmaculado, ha creado un nuevo clon y se muestran relajados y sinceros. Ella les sigue el juego y, a los pocos minutos comprende que el error no ha sido de las cápsulas criogénicas, sino de la incompetencia de alguno de los humanos que trabajan para ella. Cuando lo descubre, no se lo piensa dos veces y los ejecuta con los láseres de última generación que expulsan sus índices.


Venus es tan hermosa como letal. El primer droide nacido en un útero biónico con facultades clónicas. Engendrada sin sentimientos ni remordimientos. Los clones humanos resultaron tan infantiles como sus originales y por eso la crearon a ella.


Nada de… Amando, dando y perdonando –que, además tiene demasiados gerundios—. El que la hace, la paga. Se dice a sí misma cuando aplica su ley.


 

© Anna Genovés

Revisado el tres de octubre de 2023

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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La Venus cibernética

by on 17:17:00
La Venus cibernética     Perfecta, armónica sin defectos ni virtudes sin alma que la cobije ni fe amatoria     —¡Oh ¡¿Ya t...


 


La galaxia de los emperadores Síssí y Peddor

 


En el año veinte mil doscientos, los terrícolas supervivientes a los cataclismos acaecidos en su planeta, colonizaron la estrella de una galaxia cercana. Fue un momento histórico en el que las mujeres y los hombres decidieron la castración quirúrgica de todo individuo por la existencia infinita de una paridad absoluta entre los sexos.


En los nuevos hábitats se dispusieron tanques de criogenización eterna para espermatozoides y ovocitos; de manera que, la raza humana, prosiguiera por los siglos de los siglos y la gracia divina de los soberanos galácticos: la Emperatriz Síssí y el Emperador Peddor. Quiénes, entre otras leyes impuestas democráticamente y en solitario, decidieron que se borrara de los anales de la historia las terminologías hombre y mujer, y sus plurales. Desde ese año, las mujeres serían marichulis y los hombres pepebobos. Cuando la existencia del humano era vacilante podía elegir la lista más acorde con su pensamiento o incluirse en el clan de los queers –los menos problemáticos si los tratabas por iguales.


De esta manera tan regalada y provechosa, pasaron los siglos de gloria y ventura con una equidad maravillosa hasta que las marichulis se apropiaron de todos los roles de los pepebobos, que vieron su existencia postergada al cuidado de la casa y poco más. La igualdad, gradualmente, se esfumó. Con el cambio y por suerte para ellas, acabaron los feminicidios. No obstante, apareció una misandria acuciante y peligrosa.


Un día de invierno del año treinta y tres mil uno, nació un pepebobo singular. Llegada la pubertad congregaba en el templo del Seacabó a un grupo numeroso de prosélitos. Promulgaba esa olvidada igualdad que sus antepasados habían firmado; Justicio era así.


En unos de sus tranquilos paseos escuchó a dos marichulis púberes hablando entre ellas. No pudo evitar agudizar los tímpanos…


–Tú te crees, Manola –le decía la una a la otra—. He tenido que pedir permiso para cruzar la calle a un pepebobo y me ha dicho—: «Claro guapa».


–¿Cómo que guapa? ¿Se ha atrevido a llamarte: «Guapa»? Eso no se puede permitir –contestó la escucha—. Imagínate que fuera al contrario y una dama le contestara a un caballero—: «Claro guapo». Queda fatal. Ahora mismo vamos a la comisaría y lo denunciamos por agresión sexual e intento de violación.


Justicio no podía creer que aquella estupidez ascendiera al grado de calamidad. Así que alzó las manos al firmamento y en un monólogo abierto dijo con los brazo alzados—:


–Ya estamos en ese punto de inflexión en el que uno de los sexos se descontrola. Desde que el mundo es mundo y se nos ocurrió crear a los humanos siempre sucede lo mismo. Andamos de matriarcado a patriarcado y viceversa. Y, dependiendo de quien ostenta el poder, pasamos al hembrismo o al machismo. Es la última vez que muero por ellos.


Alguien lo escuchó.


Reinaba por aquel entonces, Síssí 25. Descendiente directa de la primera Síssí, quien al más puro Cleón de Asimov en Fundación, había elegido ser la regente eterna por medio de la clonación. Antaño el matrimonio de reyes tenía copias, pero al llegar al Peddor 11, ella tenía más jurisdicción, y, como quien no hace nada, dejó abiertas los receptáculos de clonación masculina y se deshizo del esposo. Tal era su ambición que hacía y deshacía como le venía en gana sin que nadie se entrometiera en sus decisiones gracias a las IAs humanoides e indestructibles que la escoltaban.


En el caso del pepebobo Justicio, el espía guasapeó el asunto a una marichuli cercana a Síssí 25 y, la muy excelentísima, dictaminó su crucifixión invertida bajo tablas de titanio ennegrecido que emanaban sulfato de plutonio. Un enorme gentío se reunió en la plaza de los Arrepentimientos para ver la ejecución. El silencio se hizo cuando una IA clavaba la lanza de acero inoxidable en el costado del reo y, éste, dijo en su último hálito de vida, cuando su carne abrasada emanaba una fragancia enfermiza—:


–No me arrepiento de nada. Vosotras no sois marichulis: sois mujeres. Y vosotros, no sois pepebobos: sois hombres. Hijas e hijos, no codiciéis lo que tiene la vecina o el vecino. De lo contrario, lo perderéis todo.


Lo que tenía que ser un homicidio proclive a la emperatriz, se convirtió en la llaga que se propagaba día a día y milenio tras milenio. Nueve siglos después, los pepebobos alcanzaron puestos relevantes en las sedes nacionales de los países florecientes. Se habían hecho un hueco entre las marichulis, quienes les mostraban respeto.


También en el deporte ocuparon lugares privilegiados. Llegado esta punto, Los juegos galácticos fueron tan mayestáticos para ellas con para ellos. Síssí 101 dio el visto bueno para la paridad de equipos de ambos sexos.


En la final de Deporte rítmico de pepebobos –la primera vez que, ellos, asistían a la categoría máxima de dicha disciplina—, la marichuli que entrenaba al equipo ganador, se amasó los pechos y gritó en un momento de euforia desenfrenada delante de las personalidades aposentadas en el palco VIP—:


¡Con dos melocotones!


Algo que desagradó a los congregados, máxime cuando al ir a condecorar a los campeones, no pudo evitarlo y tomó los mofletes del más aguerrido. Los besuqueó con todas sus fuerzas en un alarde maternal—:


–¡Qué feliz estoy, macho! –susurró en el oído del deportista galardonado.


Días más tarde, todo el equipo técnico de marichulis estaba de patitas en la calle por los modales indebidos que había mostrado la entrenadora. Dio lo mismo que, en la galaxia, se hubieran multiplicado las agresiones sexuales a pepebobos por una de tantas leyes inservibles dictaminadas por Síssí 101 y su gobierno de mantenidos. Tampoco importaba que los alienígenas invadieran algunos planetas alejados.


Incluso dio lo mismo que ese año fuera la primera vez que un equipo de pepebobos ganara una final galáctica de Deporte rítmico. Y, también, que todo lo conseguido hasta entonces peligrara con esa nefasta injusticia que Justicio predijo milenio atrás. Ese día comenzó la cuenta atrás. La rueda del tiempo de Amazon se había puesto a funcionar en su millonésima temporada y La dragona renacida aniquilaría a pepebobos y a marichulis. Tal vez fuera la era de los queers. Sin más.


 

©Anna Genovés

Diez de septiembre de 2023

 

 *A veces, merece la pena minimizar los asuntos graves y echarse unas risas para que las mentes constreñidas se despejen.


#feminismo #machismo #relactosactuales #ficcion #humor #escribir #reir #reflexionar #lgtbiq















Un pullover felino

 

 

 

A veces, la suerte está echada

cuando los ojos se cierran

y la mente habla

 

 

 

Me llamo Manuel, tengo tres churumbeles y una mujer encantadora. Ambos nos hemos quedado en paro. A ella no le queda ni subsidio ni nada de nada y a mí se me acaba la prestación dentro de dos meses. Mi chica limpia algunas casas. Es tan hermosa que me da pena verla de señora a chacha. Mañana tengo una entrevista de trabajo y voy a comprarme una camisa decente. Llevo veinte euros: la vaca no da más leche. Encima, es nuestro aniversario. Se me retuercen las entrañas pensando que no puedo comprarle ni un ramo de flores. Justo, cuando hace diez años que nos casamos.

 

***

 

Acabo de llegar a los almacenes El Corte Español. El aire acondicionado está a toda pastilla y los luminosos inundan la superficie. Nada más entrar, una señorita bastante acicalada me pregunta—:

 

—¿Caballero tiene nuestra tarjeta?

—Por supuesto –contesto para que no me dé la paliza.

 

Ando dos pasos y otro bombonazo siliconado, me aborda.

 

—¿Quiere probar la nueva fragancia de Ferragamo?

—Bueno…

—Mire le pongo un poquito en este dosificador —me embadurna de perfume una cartulina alargada con el logo de la firma— y otro poco en el cuello del chaquetón para que huela bien…

—Lo que tú digas, guapa —contesto.

 

Sigo mi trayecto hasta las escaleras mecánicas. Directo a la planta joven. Los carteles me aturullan. No entiendo cómo las mujeres disfrutan comprando. ¡Es un agobio! Pienso. Al llegar, atisbo a un caballero trajeado con plaquita identificativa en la que leo: «Sr. Pérez, jefe de Departamento».

 

—Caballero, ¿sería tan amable de decirme dónde puedo encontrar una camisa básica? —le pregunto.

 

El hombre se atusa la corbata y, con una sonrisa Profidén, me contesta.

 

—Por supuesto, señor. Yo mismo le acompañaré. ¿Qué busca exactamente?

—Mire, necesito una camisa blanca con rayas marino o similar. Económica, por favor.

—Ya veo… –se toca la barbilla, cavilando—. Creo que ya lo tengo. Usted llevará la talla cuarenta, ¿verdad? —Dice mirándome.

—¡Sí señor! Se nota que entiende.

—Hombre, son muchos años.

—Claro.

 

Seguro que estás hasta los mismísimos cojones de aguantar a las marujas durante todos los días de tu puta vida. Pero, ¡macho! ¡Qué bien lo llevas! Yo en tu lugar, estaría cazando moscas, pienso.

 

Caminamos hasta el stand de Moda Fácil. Diez minutos más tarde, entro en un probador con cinco camisas. El vestidor está hecho un desastre; hay ropa por todos los rincones. ¡Cómo se nota la crisis! Antes, estaba impoluto —hablo con mi reflejo antes de colgarlas—. La primera que me pruebo me sienta como un guante y cuesta diecinueve con noventa euros. No me pruebo más. Al ir a salir, se me engaña un suéter de Kookaï entre las etiquetas. Lo miro y veo a mi chica dentro. Es su marca preferida. Seguro que estaría guapísima, pienso. Fondo perlado y manchas felinas en negro. Miro el precio: ¡hostia puta! Antes, cien euros. Ahora, setenta. Del susto se me cae y ¡zas! Veo que la alarma resbala por el suelo. ¡No me lo puedo creer! Resulta que esas señales con líquido fosforescente antiladrones, está suelta. No, no puedo. ¿Cómo voy a robar un puto suéter? Pienso frunciendo los labios como una acordeón. Pero, mi conciencia me habla trasparente como el amigo de toda la vida que es—:

 

—No seas idiota. Lo pliegas y te lo metes en la bandolera. Sales, pagas la camisa y te largas con un regalazo para tu esposa. Mañana, puede que encuentres trabajo o puede que no. No obstante, ella seguirá feliz con su pullover.

—¿Y qué le digo cuando me pregunte? —interrogo a mi razón.

—Te saldrá en el momento. ¡Hala! Al ataque.

 

Me ruborizo. Empero, hago caso a mi gnosis: mi chati se lo merece todo. Respiro unas cuantas veces y meto el jersey en un lateral de la bolsa. Pago la camisa y salgo de los almacenes más contento que unas castañuelas.

 

***

 

A la mañana siguiente, hago la entrevista y consigo el empleo. Por la noche, cuando los niños se acuestan, cenamos en la intimidad para celebrar nuestro aniversario y el trabajo. Mi churri me ha comprado un bolígrafo de Aldi envuelto primorosamente. Cuando le doy mi regalo, sus ojos resplandecen

 

—¡Es precioso! Gracias mi amor.

 

Me abraza, me besa, me acaricia. Se queda en sujetador y se lo prueba. ¡Está espectacular!

 

…» Ya sé que no debo preguntar. Pero... ¿cómo lo has comprando? 

—A veces, los milagros existen —contesto.

 

Hacemos el amor como si fuera la primera vez. Yo desnudo, ella con el suéter del hurto. Es mi felina particular: toda una fiera. El jersey le sienta como anillo al dedo. No hay nada mejor que tener sexo con la dopamina por las nubes. ¡Y qué bien sienta robar a un ladrón!

 

 

© Anna Genovés


Revisado el seis de agosto de 2023


Imagen tomada de la red


 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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Un pullover felino

by on 14:41:00
Un pullover felino       A veces, la suerte está echada cuando los ojos se cierran y la mente habla       Me llamo Manue...



 


Patrick

 


Sabor ferroso

colonia de Yves Saint Laurent pour homme

tan bello como estúpido:

es él

 


Estaba de vacaciones en Manhattan y unos amigos me habían invitado a su ático; íbamos a jugar al paintball.  Cuando tomé el ascensor, subió conmigo: un yuppie trajeado y educado. Mientras ascendíamos sentí una bofetada de aire cálido que me trasportó a la adolescencia: era su olor. Indagué qué me atraía tanto de él; su cabello engominado, su pulcritud o el parecido al Patrick Bateman de American Psycho. Marcó la planta 69. Era obvio que lo habían invitado a una orgía entre litros de Moët, Beluga, polvos a tutiplén y sexo desenfrenado. Sonreí: ¡pobre idiota! Pensé. El ascensor paró. Sin embargo, las puertas no se abrieron.

 


―Señorita, ¿le importaría que mirase la botonera? Quizás descubra cuál es la avería ―dijo estirado como un junco de acero.


―Por supuesto que no ―contesté apartándome hacia un lado.


Nuestras miradas se cruzaron: «Hazme tuyo». Rogaron, alto y claro, esos ojos esmeraldinos que atravesaron mi conciencia. No pude resistirlo. Destrocé su diplomático de Armani como si fuera celofán. Me instalé a horcajadas en su trabajado abdomen y lo poseí frenética. Cuando llegué a mi destino sonreía ebria de placer.


―Querida, llegas siete minutos tarde ―dijo mi amigo Chus con sus leggins blancos, su camisola de Hermes y su acicalado Terrier Toy bajo el brazo (un clon del Lafayette de True Blood).


―Un pequeño contratiempo de última hora ―contesté.


―Entiendo… ―hizo una mueca para que limpiara la boca.


 

Saqué la lengua y relamí las gotas de sangre que caían por mis labios glotones.


 

― ¡Qué vulgar eres! ―soltó Chus agitando el turbante plateado de su cráneo.


―Todos no somos tan refinados como tú ―parpadeé y agarré su entrepierna (pegó un saltito).


―Bueno… ¡Qué hacemos con tu aperitivo! ―preguntó caminando con las rodillas juntas y un exagerado balanceo pélvico.


―Más bien ha sido un great steak. Lo que te apetezca ―repuse, encogiéndome de hombros.


 

El cadáver de Patrick yacía en el ascensor. Desnudo; un amasijo sanguinolento. Lo miré por última vez. Ya no me excitaba lo más mínimo: mis colmillos se escondieron. Abastecida, no jugaría a nuestro exclusivo paintball.



 ¿Para qué? Siempre cazábamos a los humanos: ¡puro aburrimiento!

 

 


© Anna Genovés

Revisado el 22 de julio de 2023

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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Patrick

by on 21:12:00
  Patrick   Sabor ferroso colonia de Yves Saint Laurent pour homme tan bello como estúpido: es él   Estaba de vacaciones en ...

 

 







Peep-toes y dagas



 

No te fíes de un samurái

son tan excelsos

que olvidan la vida

y las reglas del juego

 

Jessica trabajaba en una red escort de prostitución de lujo. Sus atributos personales le hicieron pensar en los hombres demasiado pronto. A eso se unió la familia: clase media baja. Dejó de estudiar y se dedicó a revolotear entre los efebos y los crápulas; no le hacía ascos a ninguno. Hacer de cortesana se le daba de cine. Un día, la vio una madame y la inscribió en su plantilla. A la guayaba, le hizo un favor colosal. Aprendió buenos modales, cómo vestir… Y lo que es más importante, descubrió los secretos del erotismo de luxe.

 

Una década más tarde, albergaba una solvencia económica cómoda. Tenía la mejor comida, la ropa más cara, peep-toes al último grito y hasta unos Manolo Blahnik que sólo utilizaba en el boudoir alquilado en el que vivía. Pensaba retirarse en unos años. Nadie diría que cultivaba el oficio más antiguo del mundo o que sus padres eran ágrafos. Podía elegir a cualquier niño rico por marido. Pero a esas alturas, el sexo le gustaba demasiado como para criar una caterva de niños e ir dando tumbos entre pañales y salones, ataviada con el sempiterno delantal. Prefería vivir al día.

 

Su jefa la había reclamado para un trabajo especial: llegaba un alto ejecutivo japonés –visitador médico― que necesitaba compañía para un simposio de medicina contra el dolor crónico neuropático. Jessica se engalanó como una dama; elegancia y belleza no le faltaban.

 

El nipón ―Takumi Aoyama―, era un hombre con ojos de ratoncillo. Algo así como un gafapasta a lo Mad Men. Un tipo solitario, sutil y muy educado. Hablaron en inglés. El evento fue nutritivo. La experimentada meretriz, anotó, discreta, los nombres de los asistentes capitalistas en una pequeña libreta niquelada de lo más chics que llevaba en su bolsito de noche metalizado. Podían ser futuros clientes ―pensó—. Al finalizar la velada, el potentado japonés la invitó a tomar sake en su suite. Le dijo que siempre viajaba acompañado de una botella de Jummai Daiginjo ―uno de los mejores nihonshu (nombre del sake en Japón) del mundo―. Estaba hospedado en un hotel cinco estrellas resort de la ciudad. Tras beber una tacita, Jessica iba más beoda que un alcohólico en fase pomposa. Takumi le propuso que pasaran la noche juntos; recibiría un extra de seis mil euros.

 

―Por ese dinero le bailo un tango con mi vulva ―sugirió la femme fatale con grosería. A esas horas de la madrugada, había perdido la compostura.

 

―What? ―preguntó el nipón sorprendido, con cara de no comprender ni una palabra.

 

―Excuse me. It’s magnificent! ―rectificó una Jessica angelical. Era demasiada guita como para espantar al caballero. 

 

Tuvieron sexo al estilo El Imperio de los Sentidos. Pequeñita pero matona ―se dijo Jessica a sí misma, pensando en el miembro del descendiente samurái―. Estaba retocándose el maquillaje cuando Takumi irrumpió en la toilette enfundado en un traje negro de neopreno. A ella le hizo gracia; rio a carcajada limpia.

 

―Seguro que ahora pasamos a una sesión sado. ¡Me encantan! ―insinuó ella con gracejo.

 

Pero Takumi escondía un secreto mucho más perverso… Sin mediar palabra, la agarró del cabello y la empujó hasta el dormitorio. Ella pataleó; era desagradable y excesivamente violento. No sirvió de nada. El oriental había tapizado el lecho con un plástico grueso, Jessica tembló horrorizada. La cosa no iba en broma, pensó aterrada. Recordó algunos asesinos en serie y se preguntó a sí misma si sería un killer como Dexter o Pat Bateman. El Sr. Aoyama sonreía de oreja a oreja.

 

―Ahora no viene la sesión sado, guapa. Llega el banquete Hostel ¡una obra de culto! ―insinuó en un español cuasi perfecto.

 

Jessica comprendió que había entendido todo cuanto había dicho y que estaba ante una situación verdaderamente peligrosa. Chilló. Takumi le tapó la boca con cinta americana. Después, la sujeto a la cama con unos grilletes metálicos decorados por púas que, de inmediato, se clavaron en sus muñecas. La sangre comenzó a brotar. La joven intentó gritar a pleno pulmón. Pero los azorados envites de su defensa, tan sólo provocaron un ronroneo similar al de una serpiente de cascabel cuando se arrastra.

 

―Si eres buena, te quitaré la mordaza ―sugirió el oriental acariciándole el cabello—. Nadie te escuchará, por mucho que grites: la habitación está insonorizada. Además, en unos minutos, hará efecto la droga paralizante que has bebido con el sake y podré divertirme contigo. Te dolerá mucho. ¡Muchísimo! Sin embargo, no podrás moverte ni chillar. Un horror, cielo. Jugaremos con mis dagas, es una herencia familiar antiquísima.

 

Takumi separó los labios abultados y groseros; mostró sus perfectos dientes blancos en una sonrisa sardónica. Jessica abrió los ojos como platos y movió la cabeza de derecha a izquierda en un ¡nooo!!! Perpetuo mientras le clavaba el primer estilete en el muslo. Despacio, muy despacio... girando, a uno y otro lado, la hoja afilada.  La carne de la joven se desgarró en una brecha sangrienta que desaguaba como un torrente. El asiático lamió el plasma del filo. Después, le seccionó los tendones de Aquiles. Jessica dejó de resistirse: la droga había hecho efecto. Sin embargo, la apertura excesiva de sus párpados, denotaban el insufrible dolor que padecía. Media hora más tarde, su cuerpo estaba repleto de laceraciones. La presión sanguínea había bajado: estaba desangrándose como un cerdo en San Martín. Una nebulosa delirante, le recordó las torturas de los inquisidores. Se sentía víctima de su propia herejía. ¿Acaso Dios la castigaba? ―se preguntó en su inminente adiós―. De improviso, Takumi apagó las luces y se tumbó sobre la cheslón.

 

―Tengo sueño. Mañana seguiremos ―insinuó antes de suspirar como un querubín en vigilia.

 

Jessica estaba en manos de un psicópata despiadado. Pasadas las horas, el efecto sedante había disminuido y su cuerpo se había familiarizado con el dolor. El asesino seguía roncando. La chica pensó en el futuro que le esperaba fuera de aquellas paredes tétricas; sacó fuerzas de sus músculos agrietados y sus huesos quebrados. Desfallecida, tomando bocanadas de aire como una carpa roja en la red de un pescador furtivo, reptó por el pasillo con la mirada trémula. Aterrorizada bajo la fricción punzante del parqué, dejando un reguero de sangre espantoso. De pronto, sintió frío en ese cuerpo maltrecho que se apoyaba en el suelo. Levantó la mirada y vio una puerta lívida. Una grieta de ilusión voló por su fatigado cerebelo. Empero, Takumi se había despertado. Su sombra se aproximó. La abrazó. Sabía que los tormentos volverían; su carne sería pasto de las dagas macabras de su torturador.

 

―Pero ¿cómo? ―dijo el asesino―. Ahora que tú y yo íbamos a compenetrarnos en el éxtasis de la noche eterna ¿querías huir? Era tu salvación. Además, acabo de descubrir que tus zapatos son un arma letal ―le mostró una de sus plataformas arqueando una ceja y le asestó un golpe con el tacón de aguja en la cabeza.

 

Por el rostro de Jessica comenzó a resbalar un riachuelo de hematíes espesos de un grana oscuro. Takumi relamió el arma homicida; devorando hasta la última gota del flujo. La daga brilló en la penumbra; estaba reluciente. Los dientes del depravado: sanguinolentos.

 

—Tu sangre es una delicia, pequeña zorra —terminó por decir el despiadado homicida.

 

Takumi zarandeó a Jessica por el suelo. Sus piernas, sus manos, su vientre; despedazados. Ya no le quedaba líquido orgánico ni fuerzas para intentar escapar. Había entrado en la parte más oscura de la lujosa suite: la cámara de los horrores.

 

© Anna Genovés

Revisado el 25 de junio de 2023

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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Peep-toes y dagas

by on 17:17:00
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El tercer sexo

 

 

Las apariencias engañan

—ya lo dice el refrán—

cuidado con la entrepierna:

te puede cazar

 

 

Carol acababa de llegar al gimnasio. Era asidua de Skillbike de las 14:30h. Se desahogaba un buen rato antes de comer. Después, volvía al trabajo. Antes de entrar en clase hizo un pipirrún. Al salir del WC tropezó con una chica. El contacto fue mínimo, pero el aroma sensual, dulce y adictivo con notas de café, vainilla y flores blancas que desprendía ese monumento de mujer con el que se había topado, enloqueció sus sentidos; reconoció ese perfume de Yves Saint Laurent llamado Black Opium, de inmediato. Habían coincidido muchas veces y jamás habían hablado.

 

―Disculpa, soy muy torpe ―dijo.

―Tranquila, no pasa nada ―contestó la chica.

 

Ambas sonrieron y marcharon por distinto camino… La clase de Skillbike fue magistral. La música ochentera combinada con rap, estaba a toda pastilla. Entre subidas y bajadas del sillín de la bicicleta estática un orgasmo eclosionó en sus entrañas como si fuera el Cantábrico en invierno y su vulva una esponja absorbiendo las abruptas aguas. Al salir del aula, su rostro resplandecía. Tras una ducha tonificante, comenzó a embadurnarse de body milk, canturreando. Una pierna sobre el banco mientras masajeaba sus muslos. A su lado, los exultantes pechos de la preciosidad con la que había chocado; los más hermosos que ha visto. La beldad la miró sonriendo.

 

― ¡Hola! Me llamo Nerea. ¿Y tú? ―preguntó un poco azorada.

―Carol ―contestó sin dejar de mirar sus redondeces.

 

Nerea le dio unos sonoros besos en las mejillas.

 

―Me alegra hablar contigo ―susurró.

―Perdona la intromisión. ¿Puedo hacerte una pregunta íntima? ―insinuó Carol.

―Si mujer, hace mucho que nos conocemos. Por lo menos de vista… ―comentó Nerea.

― ¿Quién te las has hecho? ―sugirió mirando abobada sus pechos.

 

Nerea rio a carcajada limpia tapándose la boca. Pero contestó sin cabrearse lo más mínimo—:

 

― ¡Que directa eres! Llevo prótesis de suero fisiológico para que queden naturales. Me las hizo la Dra. Llorca de Corporación Dermoestética.

―Cuando tenga dinero me hago unas iguales ¡son preciosas!

 

Salieron del polideportivo conversando como dos amigas que se conocen desde la infancia. Coincidencias, Nerea vivía al lado del bufet donde trabajaba Carol.

 

―Si te conformas con una pizza, te invito a comer ―propuso.

―Ok. Todavía me queda una hora libre ―contestó ella.

 

Nerea vivía en el ático. Tenían nueve pisos por delante en un ascensor antiguo y bastante lento para hablar o lo que surgiera... En el quinto pulsó el stop y se tiró sobre Carol.

 

― ¡Qué ganas tenía de mordisquear ese lunar tan provocativo que tienes en la comisura de tus labios! ―soltó babeando.

―Oye ¡qué no soy lesbiana! ―contestó Carol.

―Yo tampoco.

― ¿Estás segura…?

 

Nerea cogió la mano de Carol y se la acercó a la entrepierna. La sorpresa fue mayúscula. Una enorme protuberancia se ocultaba bajo su falda como un fusil a punto de disparar.

 

―No me lo puedo creer ―sugirió Carol, alucinada.

― ¿Qué opinas ahora? ―Nerea se subió la mini y mostró su falo.

 

Carol lo mimó con apetencia y el geiser seminal refrescó su rostro. Seguido, Nerea buceó entre los pliegues de su vulva hasta encontrar el botón mágico, oprimiéndolo. Sus entrañas palpitaron. Saciadas de erotismo. Llegaron al apartamento. Nerea, gata vieja, comprendió que a Carol le rondaba algo por la cabeza...

 

― ¿Alguna duda? ―preguntó.

― ¿Qué eres un travesti o un transexual en vías de cambio?

―Soy un hombre que quiso ser mujer. Sin embargo, cuando te vi por primera vez en el gimnasio, decidí no seguir adelante. Las casualidades no existen. Ahora, soy de lo más moderna: un espécimen no binario catalogado como elle.

―Pues me chiflas.

―Y tú a mí –Nerea le guiñó un ojo con gracejo.

― ¿Nadie te ha descubierto en el vestuario femenino?

―Siempre me aseo en casa. Allí sólo luzco mis pechugas.

―Eres guapísima. Por cierto, tienes una voz tan femenina y sensual que enajena mis sentidos.

―Llevo muchos años invertidos… pero, he dejado de tomar hormonas. Dentro de poco, mi timbre será grave y mi piel rugosa. No sé qué haré con este busto ―lo estruja con sus manos y Carol lo masajea unos segundos.

―Los dejarás como están: son perfectos. Prometo agasajarlos a diario. Eres el tercer sexo.

 

Nerea respira hondo y contesta gatuna—:

 

―Si me lo dices así no puedo negarme.

―Seremos una pareja súper moderna ―dice Carol antes de besarla con pasión, lameteando sus labios e introduciendo su lengua en el interior sabroso de su elle particular.

 

Se ovillan en una madeja y vuelven a amarse como dos equinos salvajes.

 

 

© Anna Genovés

Revisado el 5 de junio de 2023

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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El tercer sexo

by on 16:16:00
    El tercer sexo     Las apariencias engañan —ya lo dice el refrán— cuidado con la entrepierna: te puede cazar     Carol acababa de llegar...

 






Huevos de madera

 


Zurce como antaño

zurce sin saber coser

su corazón está afligido

su alma del revés

 


Mi madre tenía un huevo de madera para zurcir calcetines. Estaba abollado y cada uno de sus badenes era una historia. Lo había heredado de mi abuela, y ésta, de la suya. Así, hasta llegar a un tiempo perdido en la memoria. Quizás los albores del XIX o en tiempos de Jack, ése que destripaba a los espíritus pútridos que marchaban ondulantes por los callejones de roñas y máculas seminales. Ellas también zurcían los calcetines agujereados, las bragas que no tenían, los corsés que no usaban y sus cuerpos llenos de cicatrices. Después ese horror pasó. Llegaron otros…

 

Todas las madres tenían huevos zurcidores.

 

El de mi madre estaba oculto en un costurero de mimbre redondo con interior de cuadros azules, anudado por un cordón marrón. Cada mañana, tras recoger la ropa tendida en la terraza, plegaba la colada y revisaba las prendas. Luego, guardaba cada pieza en su sitio. Por último, abría el nudo que ella misma había hecho horas antes, y recosía los calcetines con boquetes. Los de papá sólo los remendó hasta que cumplí cuatro años. Después permanecieron en el cajón esperando que volviera, pero nunca regresó. Era verano y hacía mucho calor. No me dejaban verlo; jugaba en el balcón con mis amiguitos imaginarios. Siempre fui solitaria. Un hermoso capullo de cabellos taheños y ojos chispita.

 

Papá desfiló como un fantasma. Sábana al uso de la toga romana y rostro cerúleo. Lo llamé; no contestó. Sus ojos aguamarina, goteaban lágrimas de alabastro bajo las gafas de pasta negra. Pasaron horas y, tal vez, algún día. Me asomé a la barandilla de forja y vi una furgoneta verde ― ¡qué risa! El color de la esperanza―. Era demasiado pequeña para leer. No obstante, escribía cuentos en mi clarividencia. Ese día escribí uno de terror: el primero. El vehículo tenía unas letras mayúsculas bastante tristonas: FUNERARIA. No sabía su significado, pero lo comprendí todo.


Soy una isla rodeada de mar y no quiero nadar: los lobos acechan.

 

La enorme casa de pasillos interminables y habitaciones espaciosas, se quedó vacía. Demasiado grande para dos almas desoladas por un calvario perpetuo. En invierno hacía un frío aterrador y no había estufa. Seguimos utilizando calcetines: unos encima de otros. En verano, los lagrimeos de sudor resbalaban por nuestros cuerpos; sin embargo, nunca tuvimos ventilador. El bochorno atenazaba nuestras mentes envueltas en tiempos caducos. Mamá y yo fuimos una pareja de hecho ―apática y doliente― durante muchos años. Ella siguió remendando mis calcetines hasta que utilicé medias. Luego, también las zurció. Empero, no me agradaban. Prefería pantalones. Ambas seguíamos con calcetines de lana y algodón. Nunca había uno desparejado. Los tenía tan controlados como los calendarios que colgaba en la pared o los relojes de cuco que escuchaba. Ahora he comprendido que deseaba reunirse con Ángel, por eso la invadió la nostalgia.

 

Guardaba su óvulo como si fuera un tesoro. Al presente, lo echo de menos. Me enseñó a reforzar las prendas desquebrajadas y los corazones rotos. Es tiempo de olvidar el pasado y recomponer el presente. Necesitamos salvavidas para seguir en este mundo hundido en un pozo. Mañana, me acercaré a los chinos y compraré un huevo de madera. Es época de zurcir los calcetines que tenemos y enseñar a nuestros hijos esta laboriosa faena.

 

Dulce está el almendro, aunque las piedras caigan cerca.

 

©Anna Genovés

Relato autobiográfico

Revisado el quince de abril de 2023

Imagen tomada de la red

 #microrrelato #terror #relato #realismo #annagenoves

 

*Microrrelato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon.

 

ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437






Huevos de madera

by on 21:12:00
  Huevos de madera   Zurce como antaño zurce sin saber coser su corazón está afligido su alma del revés   Mi madre tenía un hu...


 


Segundo plato

 

Cuando hay hambre

todo es bueno

y hasta el santo

se hace experto

en matar y rebanar

 

Hanny subió los peldaños de la escalera de tres en tres. Estaba cansado de pelear, de soltar puñetazos, de robar carteras, de ser el machito alfa de la pandilla callejera. Como cada noche, su madre le había dejado preparada la cena antes de marcharse a trabajar: patatas con judías. No había para más. Aunque siempre se acostaba medio vacío, aquel plato era todo un manjar. Ella era la única que lo mimaba, que lo comprendía y que, por ende, lo conocía.


En el destartalado cuarto que hacía las veces de salón comedor, tirado en el sofá –como siempre— estaba su padrastro dentro de un mar abominable de cervezas Aurum de Caprabo, colillas de tabaco para liar y comida precocinada: compañeros de esa party inanimada que le acompañaban a diario durante los 364 días del año. Dormitaba con unos sonoros ronquidos de gorrino cebado. Estaba lo suficientemente engrosado como para llevarlo al matadero. Hanny, no comprendía qué encontraba su madre en aquel amasijo de tocino cuya única ambición era ver los Reality Show televisivos entre exabruptos y ventosidades antes de entrar en su perpetúo delirium tremens.


Lo miró quisquilloso durante un buen rato antes de calentarse el plato. Siguió observándolo, mientras devoraba con ahínco la totalidad del hervido y rebañaba las sobras con rastras de migas. Sin embargo, seguía hambriento. Así que tomó los instrumentos cárnicos de la cocina y le rebanó el pescuezo. A continuación, con la templanza propia de un cirujano experto, lo troceó. Su padre había trabajado en el matadero y de niño lo vio descarnar numerosos animales; así que, manipulaba los cuchillos con una habilidad pasmosa. Cuando el páter familia murió de repente, se quedaron sin apenas sustento. Y, uno de sus amigos –sin oficio ni beneficio—, aprovechó la tristeza de la viuda para tener un techo. Hanny lo odiaba y estaba harto de pasar hambre. Esa noche, tuvo un segundo plato.


La carne humana le sentó tan bien que guardó los restos en el congelador con bolsitas etiquetadas e identificativas de la parte conservada. Sabía que nunca volvería a pasar hambre.

 

 

©Anna Genovés

Revisado el quince de abril de 2023

Imagen tomada de la red

 #microrrelato #terror #relato #ficcion #annagenoves

 

*Microrrelato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon.

ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


Segundo plato

by on 21:21:00
  Segundo plato   Cuando hay hambre todo es bueno y hasta el santo se hace experto en matar y rebanar   Hanny subió los pe...






Piercings y tatuajes

 


Las apariencias engañan

los prejuicios son fallidos

lo dice el dicho

y así es

 


Sandra está escribiendo las últimas experiencias sexuales que ha tenido en su diario. En el último mes, ha estado con tres chicos que apenas conocía. Es una joven hermosa, moderna y sin pareja estable. Pero, es precavida y nunca practica el sexo apelero. El sonido del guasap, la turba. Lee el mensaje: «Sandra recuerda que tienes cita a las 19:30h para hacerte un piercing umbilical». Emoticono sonriente —resopla—. Mira el reloj. Se prepara la merienda y sale hacia el garito. Antes de entrar en la sala quirúrgica, elige un abalorio de plata con una circonita. El tatuador es un jamaicano con truños hasta la cintura y ojos índigos llamado Kovacs.


―Pasa sin miedo y túmbate en la camilla. Eres una veterana de los tatuajes. Esto apenas te dolerá ―indica el rastafari con amabilidad.


Sandra se posiciona. Aprieta la boca con la punzada de la aguja; un hilillo de sangre resbala hasta su pubis. Sin embargo, el contacto de los dedos de Kovacs enfundados en látex, la excitan muchísimo. Los pliegues que bordean su vulva, se dilatan.


―Kovacs, ¿podrías hacerme otro piercing en los labios? ―sugiere, pícara, señalando su hocico. Apetitoso como las fresas.


―Mujer, claro. Pero son tan sensuales que me da un poco de pena… ―insinúa el tatuador con mirada devoradora.


Sandra no soporta la TSR entre ambos; está empapada como una esponja jabonosa. Se levanta y atrapa a Kovacs entre sus brazos. Las bocas húmedas y deseosas. Las lenguas degustando el paladar descubierto. El artista se deja querer en un baile erótico, masajeando los hermosos glúteos de la joven. En un impulso arrollador, desgarra su camiseta y roza sus pezones. Rosas. Inmaculados como los de una virgen recién estrenada. Quiere adorarla. Mordisquea su esbelta figura y desciende hasta los bóxeres de animal print. Ella abre las piernas y él babosea su abdomen. Acaricia los muslos hasta llegar a su sexo y lamer la oquedad ardiente con fragancia a estrógenos que lo hipnotizan. El vientre de la hembra se agita en repetidas ocasiones: las convulsiones del orgasmo le hacen maullar como una gata en celo.


―Sandra me gustas demasiado y no quiero precipitarme… ―comenta Kovacs, sutil.


―Lo cierto es que me atraes mucho. Pero…  ―se queda pensativa.


―No te agradan los truños. Es lo que ibas a decir, ¿verdad? ―sugiere el macho. Mirándola intensamente.


― ¡Qué va! Iba a decir que nunca me has mirado con lujuria —levanta una ceja.


―Mujer, ¡soy un profesional! No puedo tirarles los tejos a las clientes así porque sí...


― ¿Y qué te ha sucedido hoy?


―No he podido reprimirme.


Vuelven a besarse. Kovacs juguetea con las ondas azabaches y sedosas de su hermosa melena. Lo huele. Masajea su cuero cabelludo como si fuera un bobtail. Ella se estremece: escabulléndose de la situación, saca del bolso un Durex Sensitivo Contacto Total; amasa con delicadeza el poderoso falo del jamaicano y se lo coloca. La compenetración del apareamiento es absoluta. Dos cuerpos extenuados con músculos trémulos. 


Sandra descubre que siempre ha tenido mala suerte con los hombres. La mayoría han pasado por su vida como un torrente erótico carente de afecto, al margen de sus necesidades y deseos. La experiencia con Kovacs ha sido más que gratificante. Una sabrosa golosina paladeada con los cinco sentidos como las tartas de moka: sus preferidas.


 

© Anna Genovés

Revisado el 14 de febrero de 2023

 

Imagen tomada de la red

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

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Piercings y tatuajes

by on 20:02:00
Piercings y t atuajes   Las apariencias engañan los prejuicios son fallidos lo dice el dicho y así es   Sandra está escribie...



 


El chihuahua y su dueño

 

 

Ladra mamífero de cuatro patas

ladra vecino carca

deja vivir a los jóvenes

con sus alegrías y sus chanzas

 

 

—Guau, guau, guau, guauuuuuu…  —suena el constante y estridente ladrido de Frufrú: el chihuahua del vecino de abajo.

 

Mar entra en la cocina con cara de póquer. Rubén –su marido— se burla del rictus malhumorado de sus labios. Claro, él nunca tiende la ropa. La que sale por uno u otro motivo a esa galería con el perpetuo retintín del asqueroso perrito es ella, piensa la recién casada. La pareja son los inquilinos más jóvenes de todo el inmueble. Muchas fueron las viviendas que visitaron antes de decidirse a comprar la que sería su hogar. Pero cuando la joven vio el apartamento en el que viven, literalmente se enamoró. Todo era perfecto: precio, diseño, ubicación.

 

Las primeras semanas se instalaron a modo de okupas. Un colchón en el salón y algunos muebles desperdigados por los cien metros de su divina conquista. Los anteriores propietarios se lo habían puesto muy fácil. Ellos se preguntaban el porqué de la rebaja económica. A los pocos días, comprendieron el quid de la cuestión. Justo bajo su flamante apartamento vive D. Agapito: un longevo neurótico con un chihuahua demasiado impertinente. Un viernes por la tarde, Rubén clavaba una litografía en la pared de la habitación principal. De repente, como si el ruido fuera superior al de una discoteca con todos los decibelios a pleno rendimiento, escuchan:

 

—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está bien de hacer ruido! —Berrea don Agapito pegando golpes en el techo con el palo de la escoba; coreado por los fastidiosos ladridos de su rata ladradora.

 

—¡Me caguen Dios! Que le pasa al carcamal de abajo —gruñe Rubén.

 

—Calla hombre, que es muy mayor —dice Mar.

 

—Y eso le da derecho a protestar cuando le da la ¡ganA-A-A!!! —vocea el esposo.

 

De repente, suena el teléfono. Mar se apresura a cogerlo.

 

—¡Oiga señora! ¡Ya está bien de golpes! —grita el vecino.

 

—Pero si sólo hemos fijado un clavo y son las seis de la tarde —protesta Mar.

 

—¡Pues debían de haberme avisado! —chilla por el auricular don Agapito.

 

—Per…, per…, perdone —farfulla Mar que no se lo puede creer.

 

—Ni perdón ni nada. Se avisa y punto —grita antes de colgar el histérico setentero.

 

El perrito ladra que ladra. A Rubén se le hinchan las narices…

 

—¡Joder, joder, joder! —ruge a pleno pulmón—. Manda huevos, con el vejestorio y su chucho. Ya decía yo que esta casa tenía trampa.

 

—No te enfades amor. El señor es un cascarrabias, pero parece agradable…

 

—¡Ya veremos!

 

Mar abraza a su esposo y acaricia su espalda. Él se rinde a sus mimos y pasa página. Dos días después, la joven coloca la vajilla que le acaban de traer en el aparador. Rubén todavía no ha regresado del trabajo.

 

—¡Ayyy! ¡Ayyy! ¡Ya está otra vez haciendo ruido! ¡Que no puedo más! —grita y pega escobazos en el techo el neurasténico de abajo.

 

El teléfono no deja de sonar. Los ladridos del chihuahua destrozan sus tímpanos. Cuando Mar coge el teléfono, sólo escucha chillidos junto a los aúllos insoportables de Frufrú. La pobre, alucina.

 

—¡Qué ruido ni que ocho cuartos! Si al final va a tener razón Rubén. Este piso tiene trampa —contesta cabreada.

 

Cuelga y deja que el fósil neurótico siga berreando a través de las paredes. Pone un DVD de Sus satánicas majestades y se olvida del asunto. No le dice nada a su chico. Ya lo solucionara ella, a su modo… recapacita.

 

Pasan unos días y Mar canturrea mientras plancha. El teléfono suena. Lo coge animada.

 

—¿Diga?

 

—¡Voy a llamar a la policía! —chirría la estrepitosa voz de don Agapito con el acompañamiento perruno.

 

—Creo que se equivoca. Estoy planchando —dice Mar con tiento.

 

—¡Pues deje la plancha con suavidad! ¡Me voy a volver loco!

 

Mar se derrumba. ¡Qué mala pata! Piensa entre sollozos. Rubén la pilla compungida y no tiene más remedio que contarle el suceso.

 

—¡Me caguen en la puta! ¡Un día de estos le retuerzo el pescuezo a usted y al cabrón de su chucho! —ruge Rubén pegándole patadas al suelo.

 

—¡Calla por favor! —suplica Mar engatusándolo para que se le pase el calentón.

 

Acaban haciendo el amor sobre la mesa del salón. De repente, don Agapito empieza a chillar junto con los gruñidos de su insolente cuadrúpedo.

 

—¡Hostia puta! ¡A ver si tampoco puedo follar en mi casa cuando me dé la gana! —brama Rubén que se ha quedado a medias.

 

—¡Cálmate amor mío!

 

—¡Que me calme! ¡Estoy hasta los cojones del loco de abajo! ¡Sí, entérese cotilla! ¡Lo que le pasa es que le gustaría beneficiarse a mi parienta y nos espía a todas horas! —vuelve a chillar.

 

La muchacha se tapa la boca para no destornillarse de la risa y, por otro lado, disuade al hombre para que lo deje en paz. Pero sabe que las cosas no quedarán así.

 

Una semana más tarde, don Agapito se ha vestido de un azabache sepulcral que asusta al aire; su pobre Frufrú ha muerto. Ellos brindan con cava la desaparición del bicho. Nadie, excepto la Mar, sabe la verdadera causa del desenlace: un caramelo envenenado que deslizó con un hilo de pescar desde su galería mientras la finca, al completo, roncaba. 


Sonríe satisfecha con un único pensamiento: el próximo don Agapito. En su rostro angelical se dibuja una tímida sonrisa.

 

© Anna Genovés

 

Revisado el 21 de enero de 2023

 

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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El chihuahua y su dueño

by on 14:41:00
  El chihuahua y su dueño     Ladra mamífero de cuatro patas ladra vecino carca deja vivir a los jóvenes con sus alegrías y sus chanzas     ...