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El club del ganchillo


 

La aguja entra y sale

en el ovillo

la mujer satisfecha ríe

hoy y mañana

 


Bárbara era una joven espectacular. Veintidós años, pelirroja natural, ojos índigos. Hoyuelo surcando el mentón, lunar sobre la parte derecha de la boca y curvas tan insinuantes como Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Desde los dieciséis, estaba envuelta en una nube simbiótica que no llegaba a comprender. Sabía que era el centro de atención de todo macho con la testosterona pletórica. Pero a ella la habían educado con vara dura y no estaba por la labor de dejarse manosear.


Tal vez, que su padrino le hubiera dicho una tarde de primavera –cuando comprobó sus atributos con un hot pants que dejaba entrever la parte inferior de los cachetes perfectos de sus nalgas y top enseñando el ombligo piercingneado —, que podía tontear con los chicos, siempre de cintura para arriba, por supuesto. El resto de su hechura era un templo; y sus partes púdicas, el Sanctum Sanctorum del mismísimo tabernáculo israelita. Inviolable hasta pasar por el altar. Le habían conferido un carácter de Lolita espabilada que soliviantaba sin dar. O sea, una calientabraguetas.


Y tanto fue el cántaro a la fuente, que un día explotó. Caminaba la criatura por unas manzanas de edificios algo solitarias una tarde bochornosa, con sus carnes prietas y sus balanceos pélvicos; dispensando ese aroma a fémina sudorosa de piel brillante y labios jugosos, cuando un desalmado la atacó. Pero había nacido con buena estrella. No se convirtió en una víctima como muchos agoreros preconizarían en situaciones similares. Sino en la esposa del comisario (cuarentón largo, deportista acérrimo y perfecto sobrero), que paseaba por los arrabales con su bicicleta. Claro, ejerció su autoridad y se hizo cargo del caso. Una cosa, llevó a la otra.


El discurso de su parentela, cambió rotundamente: «Querida, ahora serás la esposa de un jefazo de la Policía Nacional. Tienes que cumplir con todo lo que te diga. Qué quiere tus servicios maritales antes de trabajar: se los das. Cuando llegue del trabajo: lo mismo. Siempre sonriente y complaciente. Que D. Enrique está enamorado y tiene mucho dinero. Vivirás como una reina» —le dijeron.


Bárbara probó el manjar y no quiso soltarlo. Cada día le pedía más. Unos meses más tarde, dio a luz a un bebé rollizo que ella misma amamantó. Once meses después, a la niña de la casa. Y al año siguiente, a los mellizos de cabello zanahoria. El jefazo estaba harto de lloriqueos infantiles y pañales. Cambió de parecer: ni la tocaba. Su dulce esposa era una verdadera conejita. Volvió con los amigotes, el fútbol y las pistolas. La moza exultante, entró en una fase depresiva. Pese a ello, ni a la madre ni a los retoños, les faltaba de nada; el dinero bullía a tutiplén. D. Enrique, en un alarde de generosidad, habló con ella:


—Barbi tienes que ir al Club del ganchillo —le dijo en tono cariñoso.


—Enrique ya sabes que no me van los temitas de marujas. Ni las ropas de señora o las esposas de tus compañeros. Todavía soy muy joven —protestó malhumorada.


—Este club es muy diferente... Hablan, cosen, tejen, leen novelas para mujeres... Estás demasiado sola. Allí, harás buenas amigas. Ya lo verás —Barbi torció el morro.


Cuando Joan —la esposa del Inspector jefe— le suplicó que fuera al dichoso club, no pudo rechazar la invitación. Sin embargo, una vez tomó la aguja nunca la dejó.


—Querida siéntate. Te presentaré a las chicas... —le dijo, Joan, cuando entraron en el salón del pisito. Bárbara obedeció.


—Como tú digas —contestó.


—Ahora, abre ligeramente las piernas —Barbi puso cara de sorpresa. Pero las abrió.


—¡Perfecto!... —susurró Joan guiñándole un ojo.


Bárbara seguía las instrucciones de su amiga entre agujas y ovillos de lana. La sugerente posición, dejaba entrever las medias sujetas a una braguita vintage con ligueros en tonos marfil. Todo muy virginal. La chica comenzaba a aburrirse, cuando sonó una campanita:


—Queridas, hora de la merienda —indicó Joan, alegre.


—Estupendo —aplaudió Marlene, otra de las esposas.


Tomaron té con pastas y después prosiguieron sus labores... Sólo que esta vez, una de las congregadas descalzaba a Barbi con suavidad. Acariciaba sus pantorrillas y sus muslos hasta llegar al borde de las medias. Las deslizaba lentamente, a la par que una pluma acariciaba sus carnes turgentes. El bello del cuerpo se erizó. Hizo un ademán de cerrarlas. Pero Joan, tomó su rostro y la miró, relamiéndose los labios:


—Cielo, te gustará. Sabemos lo que necesitas. Estar casada con un poli, es muy duro. Nunca están cuando los necesitas. Se aficionan a las armas, a la del cuello largo y a las putas, que no les cobran con tal de seguir ejerciendo el oficio más antiguo de la historia. Y a nosotras, ¡qué nos zurzan! Pues eso hacemos.


—Joan no sé si quiero... —dijo Barbi, al notar que toda ella se humedecía.


—Shhh... Ten un poquito de paciencia. Luego, me lo cuentas —contestó Joan rozando su esbelta nuca con las uñas de porcelana.


Bárbara continuó sacando y metiendo el ganchillo entre el algodón esponjoso que tejía. Obviando la melena elástica y azabache de Marlene, que se alojaba entre sus piernas y mordisqueaba sus braguitas. Lamía los pliegues de sus ingles e introducía la lengua en esa oquedad juvenal sedienta de un buen instrumento. Y siguió hilando cuando las convulsiones vulvares fueron más que evidentes. Emitió unos sonoros chillidos empapada en sudor. Oteó la sala y vio, que en cada butaca había una mujer ovillando —perniabierta— y otra arrodillada; enrolada entre las faldas. Jadeantes. Después, las posiciones cambiaron... Al acabar la velada, el rostro de Bárbara resplandecía:


—Joan nunca hubiera imaginado que hacer ganchillo se me daría tan bien —dijo con la boca empapada de flujo vaginal.


—Barbi esto es tan atractivo como el mítico Círculo de costura hollywoodiense —contestó Joan.


—¿Eh???...  —protestó Bárbara, ajena a sus palabras.


—Preciosa, El círculo de costura era un lugar frecuentado por las estrellas más famosas del celuloide. Todas lesbianas o bisexuales en petit comité... Greta Garbo o Marlene Dietrich, entre otras. —contestó Joan antes de pellizcar su trasero.

 

Barbi pegó un saltito. Los hocicos se unieron, acuosos. Sus lenguas se encontraron en la profundidad espumosa. Barbi volvió a casa feliz. El comisario no preguntó.


 

©Anna Genovés

 

Revisado el veintidós de septiembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

Dedicado a mi amigo José Luis Moreno-Ruíz allí donde se encuentre en este universo tan dilatado y confuso.


 

 



El club del ganchillo

by on 20:20:00
  El club del ganchillo   La aguja entra y sale en el ovillo la mujer satisfecha ríe hoy y mañana   Bárbara era una joven espe...

 




Un affaire de carretera


 

Vehículos y carreteras

cafés y pica piedras

el mundo es un pañuelo

buscas lo que encuentras

 


Magdalena está preparada para ir a pasar unos días con su madre. Hace unos meses que se ha quedado sin trabajo y tiene la moral por los suelos. A la postre, ha descubierto que su esposo se la pega con otras... Lleva años sospechándolo. Hogaño, con tiempo libre, se ha cerciorado. No es la primera vez que descubre manchas de carmín en su ropa. Cuando le preguntaba, Jesús, siempre le contestaba lo mismo: «Cariño he ido a ver nuestra pequeña —una veinteañera emancipada—, ya sabes que es muy besucona…». Con las horas de asueto hace sus cábalas. En la perfumería, le dicen el color exacto del labial. Así que, ni corta ni perezosa, se marcha a casa de su hija y, ¡zas! La niña nunca ha utilizado el tono rojo coral de Astor.


Siempre ha pensado que los humanos, como el resto de mamíferos, son bisexuales y polígamos. Sin embargo, las mujeres —por lo general— son las que llevan la cornamenta. Las de su género, saben aguantar el temporal y los sudores de la entrepierna. Los machos no, piensa. Con este panorama, sólo le falta descubrir si su partenaire tiene una pilingui o se va de putas. Está a punto de contratar a un detective. Pero, en el último instante, se arrepiente.


Dos semanas más tarde, ha cambiado de idea. Así que, llama por teléfono a su amiga Dolores a ver qué le parece su nuevo plan.


—Mira, lo he decidido. Desde que el comebolas me dio botica, estoy feliz y a gusto con mis protuberancias –se toca la cabeza para ver si las astas son demasiado exageradas. Le entra la risa tonta—. ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Me encanta el Prozac! Qué Jesús haga lo que le dé la gana. Una, se va con mamá. 


—¡Muy buena idea, querida amiga! Ve a pasar unos días con tu mami; te sentarán bien —insinúa Dolores a través del auricular.


—No Dolores. No me voy para unos días; me voy para unos meses… Tal vez, vuelva cuando haga calor.


—Y me dejas sola. ¡Qué mala eres!


—¡Estoy harta de mi marido! Qué se quede de Rodríguez todo el invierno. Ya se acordará de mí cuando haga frío… —sentencia Magdalena.


Camino de Almagro —donde vive su progenitora—, Magdalena canturrea. Está escuchando a Camarón. Se engancha en una estrofa y le sale la risa floja. Seguido, necesita orinar. ¡Mierda, qué me meo! Hasta dentro de cincuenta kilómetros no hay un área de servicio. ¿Qué hago? Tengo que parar por narices —parlotea consigo misma con es gracejo inmenso de las manchegas; todas ellas Dulcineas del Toboso—. Minutos más tarde, aparca en el arcén y se pone en cuclillas entre unos matojos. El potorro al aire y el rostro extasiado cuando sale el chorro. La mismísima Santa Teresa en uno de sus trances. ¡Piii!!! ¡Piii!!! Un ensordecedor claxon, hace que mire hacia la carretera. Justo, pasa un tráiler. Desde la ventana, el copiloto le vocea:


—¡Quién fuera hierba para acariciar tus bajos! ¡Wapa!


—¡Ay Dios! ¡Ay Dios! —repite (persignándose en la frente, en la boca y en el pecho) con el culo al aire y subiéndose los pantalones como puede.


El camión se esfuma en el horizonte. Magdalena vuelve a su Ford, roja como una fresa madura.


—¡La madre que lo parió! —sermonea—. Si llega unos segundos antes, me corta la meada.


Al decir estas palabras, se percata de algo inusual: está húmeda. La lívido por los aires...


—¡Madre mía! Me he puesto como una moto. Si me ve la ginecóloga me dice que, de óvulos lubricantes, nada de nada. Jejejeee… ¡Estoy hecha una jabata! —se alaba.


Emprende la marcha, más feliz que unas castañuelas. Enciende el DVD y cambia de artista. Toca algo más sexy; unos R&B de su hija. La música hace que la carretera se le antoje diferente. Se apea en el Área de servicio para llenar el depósito. Baja, carga el tanque con gasolina sin plomo y vuelve a subir. Cuando pasa por la zona de vehículos pesados, ve el camión del mulato que le ha piropeado.


«Y si paro y veo como está de cerca. Pero, ¿dónde vas Alfonso XII? Si tienes más años que Matusalén». Se dice a sí misma, mientras repasa sus labios en el retrovisor. No puede evitarlo. Para el motor del vehículo y va la cafetería. Está vacía. Entra con su melena negra, cantoneándose. Sara Montiel en plena madurez. En la barra, el oscurito con otro bizcochito, de la edad de su vástaga.


—¡Joder! Si los dos están de rechupete. Unos ciervos para mojar —murmura por lo bajini.


Se acerca a la barra y le dice a la camarera:


—Ponme lo que estén tomando los chicos. Pago la ronda.


Media hora después, entra en una habitación del Motel con el cuarterón de uno noventa. Se siente como la Bassinger en Una mujer difícil o, quizá, la Dunaway En los brazos de la mujer madura. Recapacitado el asunto, resuelve que si los hombres se lo pueden montar con jovencitas; las mujeres se pueden calzar a polluelos. En la suite sin estrellas, se desviste a lo leona. Poniéndose a cuatro patas sobre la cama. ¡Gr…!!! Gruñe con sus zarpas de gel. El camionero, se quita la ropa despacio… Cuando termina el bailecito sexi, la exuberante felina, es una gatita que quiere huir.


—¡Qué pasa! ¿No te gusto? —le pregunta el joven; ciclado como una tableta de chocolate puro.


—No hijo, no. ¿Cómo no me vas a gustar? Eres una estatua de ébano.


—¿Qué? ¿Qué?


—Nada, nada… Que estás muy bien dotado. Demasiado. No estaba preparada para esto.


El chico no le hace caso, la tumba; le abre las piernas con sus musculados brazos. Ronronea por su pubis y le desabrocha el body de encaje negro, que tanto estiliza su figura, con la boca. Juguetea con todo lo que atisba su lengua, larga y dúctil. Magdalena tiene un orgasmo. Tal cual, se la carga el torso, la apoya contra la pared y la penetra hasta la garganta. Ella gime de placer. Chilla como una endemoniada. Un segundo orgasmo hace que su cuerpo experimente una ola de sacudidas perpetuas. En uno de los brutales movimientos, se percata que, el acompañante —rubio y con ojos almendrados—, está sentado. Desnudo, masturbándose.


—Oye, que tu compañero ha entrado —le suelta al negraco.


—Tranquila —contesta el Apolo tostado que la mantiene en el Nirvana.


Su fantasía la lleva a otro film del que no recuerda el nombre. Sólo sabe que la chica se convierte en un sándwich. Uno por delante y otro por detrás. Se relame, pensándolo… El rubiales se acerca. Magdalena está convencida, que, en breve, se convertirá en un bocadillo. De repente, alucina. El nibelungo arremete al mandinga. Forman un trenecito. La pared, ella, el mestizo y el caucásico.


El affaire de Magdalena es un regalo del cielo. Pese a tener familia y muchos amigos, tal vez, demasiados. Es la imagen perfecta de la soledad.


 

©Anna Genovés

Revisado el dieciséis de agosto de 2022

Imagen tomada de la red

 

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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

 




Erika… ¡Desnúdate!

Hugo atraviesa la corrala que encierra la vivienda familiar y camina dos manzanas entre edificios aislados y descampados repletos de coches inútiles. Bordea la esquina derecha y anda un trecho antes de toparse con el club Labios ardientes que regenta su amigo Lucas. Hace tiempo que no pasa a verlo y ha decidido echar una canita al aire.

La visión exterior del escandaloso y olvidado inmueble, le hacen detenerse unos instantes. Revisa los momentos vividos entre aquella nave del pecado y la pensión contigua de tres suculentas alturas. Sondea mentalmente el interior: escaleras estrechas y desniveladas, habitaciones con paredes descascadas sujetas a un camastro y un bidet arrobiñado. Acto seguido, se centra en el club: tabiques bien lucidos en tono rosa palo con grafitis de bocas voluptuosas en tonalidades carmesí, repartidos por el perímetro exterior del local. Sobre la puerta, de madera de caoba repujada, un cartel fluorescente con tubos de neón fucsias y letras French Script ilustran a los viandantes: Labios ardientes, Sala de Striptease. El interior es otro cantar que desea revisar a medida que avance entre las bombillas de baja intensidad, los perdedores de turno y las mujeres candentes.

Avanza con lentitud hacia su objetivo. A pocos metros del local, el extractor de humos comienza a escucharse con un incómodo chirrido y los olores a tabaco comprimido empiezan a descomponer su tubo digestivo. Engulle saliva y carraspea varias veces. Decidido, abre la puerta y se adentra en el ambiente caldeado del tugurio. La decoración no es precisamente delicada, ni tan siquiera está aderezada con buen gusto; el antiguo dueño –padre de Lucas— era buen tipo, pero poco le importaba el cromatismo o el estilo de los enseres. El lugar parece gritar: “Aquí no ha llegado el siglo XXI. Nos quedamos con el mal gusto de los 80”.



En el centro de la nave hay un escenario circular recubierto de ladrillos, con base cementada, dónde se alzan dos barras metálicas que ascienden hasta el techo; está rodeado de mesitas elípticas con algún que otro espectador. En los tubulares se exhiben, enrolladas o bailando de manera insinuante, dos señoritas de pecho tan exuberante como sus labios, ambas llevan tanga de pedrería barata y tacones de drag-queen. Son rubias oxigenadas y van exageradamente maquilladas acentuando sus pómulos, bocas y ojos –delineados con eyerliner ascendente hasta las sienes—, son bastante altas y, para gusto de Hugo, entradas en carnes. En uno de los extremos, esperan otra pareja de robustas strippers.



Las paredes del local, forradas de madera hasta la altura aproximada de un hombre normal, aparecen lustrosas bajo los espejos que voltean el antro. Al fondo, la barra; estilo taberna de camionero con pared cristalina y estanterías repletas de botellas de alcohol barato. Un joven de indumentaria estrafalaria y una stripper pelirroja hacen las veces de camatas. La señorita, vestida de colegiala con la camisa abierta, luce una pechera pródiga que se reclina por el mostrador –a modo de cascada— cada vez que se acerca un cliente. Hugo sonríe, ha regresado al cubil grotesco y entrañable que vio por primera vez el día que perdió su virginidad; el viejo de su amigo les dijo que tenían que hacerse hombres y les regaló unas horas con las chicas más experimentadas.

Desde entonces, todos los sábados acompañaba a Lucas al garito de su papá. Algo que cambió rotundamente cuando empezó la universidad y que olvidó por completo al casarse. Pero, ahora, tras un sonado divorcio, ha regresado a casa de mamá y quiere recuperar sus antiguas costumbres.

El pletórico cuarentón, avanza por el lateral izquierdo como el mismísimo James Bond; en mitad del recorrido se gira hacia el espejo y ve su rostro sonrosado por el reflejo escarlata de las bombillas, vuelve a reír evocando sus primeras andanzas por aquellos lindes, cuando para ver su figura tenía que subirse a las mesas. A pocos metros del barman, oye que la camarera le dice:

–Vaya, vaya, vaya… que hombre tan atractivo nos han traído los dioses a este local de viejos acabados y gordos pegajosos. Quítame la mano de las tetas, ¡guarro! –cacarea a un cincuentón repeinado que tiene cerca.

–¡No chilles tanto Erika! Resulta demasiado vulgar… y cuidadito con el caballero que se acerca: es amigo del jefe.

Erika mira al guapetón y suelta:

–¡Ya sé que es amigo del jefe! Hola guapo, me alegra verte por aquí.

Gracias nena.

–Sabía que ibas a venir… me llamo Erika –comenta ella. Hugo la mira con recelo.

–Hola Erika. Soy Hugo… pero eso ya lo sabías, ¿verdad guapa? –ella mueve la cabeza afirmativamente. Entonces, el barman le dice—:

–Erika te he dicho que no molestes. Además, tienes tres clientes esperándote, ve a atenderlos y la boquita cerrada preciosa. –De inmediato, le da una palmada en el trasero junto con un empujoncito para que se dirija al extremo opuesto de la barra. La chica, tras lanzarle un beso a Hugo con sus glotones morritos, se gira y camina con sinuoso garbo.

Hugo la observa con minuciosidad. Sus excelentes curvas y sus balanceos pélvicos nada tienes que ver con la forma grosera de hablar, más bien sugieren el cuerpo y los movimientos de una mujer sensual y distinguida. Solo su pecho siliconado, talla ciento veinte, resulta excesivamente llamativo. El joven adivina que tiene los glúteos turgentes, redondeados y definidos como la apetitosa manzana que Eva le dio a Adán, la cintura estrecha y los hombros bien dibujados bajo un esbelto cuello tamizado de hermosos rizos taheños. No le sobra carne por ningún sitio. Erika es como un oasis en medio del desierto, piensa Hugo sin dejar de mirarla.

–Veo que te gusta, Hugo –le dice el barman.


–Mentiría si dijera lo contrario.

–¡La niña está que rompe la pana! sugiere el camata con una mueca.

–¡Guauuu…!!! –ladra Hugo moviendo la cabeza al compás de las caderas de Erika—. Creo que hace demasiado tiempo que no pasaba a veros. Ponme una pinta y dile a Lucas que estoy aquí.

Toma la cerveza y mira el espectáculo, te vendrá bien.

Hugo se gira ve que Erika sube al escenario y comienza un número. Se ha hecho dos trencitas. El joven bufa como un toro y dice a grito pelado:

–Erika… Baila para mí. ¡Desnúdate!

Ella sonríe picarona y se desata el nudo de la corbata para seguir con los clips de la camisa que saltan como si fueran muelles cuando extiende su tetamen. Hugo palmea. Luego mueve el culete y la faldita de pliegues se desliza por sus torneados muslos y sus musculados gemelos para alojarse en los tobillos; con una gracia especial, da un puntapié y le lanza la prenda a Hugo que se ha colocado en primera fila. Él la huele y aspira, esta húmeda como la pulpa de un apetitoso fresón, piensa con los ojos entornados. Mira el cuerpo escultural de la stripper, tatuado casi en su totalidad, y se relame.

A continuación, ve a Erika haciendo malabares con las piernas en el tubular; sus movimientos poseen una excitante sensualidad. La platea que la observa está abobada. Pero ella solo baila para Hugo. Acaba el pase a gatas, directa hacia donde está sentado el objeto de su deseo. Él deposita unos billetes en su tanga de lentejuelas. Ella los recoge y se los lleva a la boca para que su amo los recoja, no desea dinero: lo quiere a él. Quiere devorar cada centímetro de su piel. De repente, una neblina espesa cubre el escenario y cuando regresa la normalidad, Erika ha desaparecido.


Hugo se acerca a la barra con desánimo. El barman le dice:

–Ve al despacho. El jefe te espera –le guiña un ojo.

–Ok.

–Luego te pago la birra, nano –comenta Hugo.

Nada hombre. Aquí eres el rey.

–Si consumo, pago.

–Pues tu amigo dijo que todo gratis.

–¡Joder con Lucas! Ya me apañaré con él –termina por decir antes de largarse.

Erika tampoco está en la barra, en su lugar luce otra provocativa fulana de cabellera azabachina salvaje. Hugo la mira y se encoge de hombros, cuando esta le guiña un ojo y le muestra su gigantesca delantera comprimida entre sus manos de manera ordinaria; seguido, Hugo, bordea la barra y empuja la puerta abatible con pegatinas en color oro y siluetas de una vagina y un pene, que indica el acceso a los servicios y a los rincones íntimos –separados por cortinas de abalorios— a largo de un semioscuro pasillo.

Al instante de atravesarla, unos brazos delicados pero firmes, lo empujan hacia uno de los habitáculos. Erika lo abraza, toquitea su miembro y besa sus carnales labios con desmesurada pasión. Hugo mima su espalda, tersa y suave como la seda recién elaborada, enjuga su lengua entre la de aquélla insultante mujer que lo seduce.

Su manubrio florece como una espada forjada en el Medievo: pesada, cortante, segura, dura, dilatada y gruesa cuando Erika rompe los botones de su camisa de cuajo y lo acorrala contra la pared. Hugo olvida sus modales exquisitos y mete la mano por el lateral radiante de la braguita de Erika. Su sexo está mojado y su dedo se introduce en los labios vaginales y prominentes de la stripper. La masturba hasta que gime de placer.

Pero Erika quiere más… recorre salivarmente el torso descubierto de Hugo, desabrocha sus pantalones y sonríe al ver el vibrador suculento y circunciso que introducirá primero en su boca y después en su vulva. Disfruta cuando lame. El clímax de la pareja llega acompasado. Erika experimenta un orgasmo similar al subidón de LSD; el techo del cuartucho se llena de dibujos animados que se difuminan al ritmo frenético de sus contracciones pélvicas. Hugo lo tiene claro, la pelirroja es más potente que unos tiros de nieve pura. Brama como un chupasangre tras un apetitoso bocado.

Media hora más tarde se echan en el diván nacarado, con alguna que otra mancha de placer, que descansa en la pared central del cuchitril.  Cuando Hugo le pregunta a Erika la tarifa de sus servicios. La muchacha de ojos verdes y cabellera bermeja, ríe a carcajada limpia:

–Jajajaja… ¡Qué chico tan divertido y tan bien dotado! –sugiere con descaro, pasando la lengua por el borde superior de su carnoso hocico.

–Si hablaras un poco más…

–¿Más fina? –pregunta ella.

–Algo así –contesta Hugo. Y añade—: A mí me da lo mismo, es por ti, podrías parecer…

–Una chica normal de esas que estudian y todo eso… –comenta ella con desparpajo.

–Exacto –dice Hugo.

Sabes… tengo estudios, pero hace tiempo que decidí ser una mujer de la calle, y a decir verdad, con lo que disfruto ejerciendo mi trabajo, de momento no voy a cambiar. Claro, tengo derecho de pernada –vuelve a reír.

–¿A qué te refieres?

–A que tu amigo Lucas me deja que elija a los clientes…

–¡Vaya! Me siento halagado.

–Me gustas bastante… si vinieras a menudo, para ti sería todo lo fina que desearas –contesta Erika mientras amasa el abdomen trabajado de Hugo.

–Un momento, Erika. Antes, hablemos un poco… ¿Ok? –implora Hugo al ver que su miembro está al acecho solo con la mirada hambrienta de la despampanante mujer.

–Como quieras. Estoy aquí para complacerte.

–Si has estudiado… ¿por qué acabaste como stripper, Erika?

–Eso es privado…

–No quieres hablar del tema. Lo entiendo.

Esperaaa… Me caes bien. Voy a contártelo.

Hugo se reclina en un lado del sofá y Erika, desde el lado opuesto –arrebujada con la camisa de su amante, se confiesa…

Verás… soy un aniña FIV –Hugo levanta una ceja y ella prosigue—: Mi madre era muy, muy hermosa y no quería tener hijos.

–De tal palo, tal astilla…



–Ssshhh… O te callas o dejo de hablar. –Hugo se pone serio y ella prosigue el relato—:

» En la cuarentena, por la insistencia de mi padre, cedió a realizarse fecundaciones in vitro. En el segundo intento, se quedó embarazada. Yo crecía y ella seguía con sus quehaceres domésticos como si no sucediera nada. Pero mi papá no era un santo varón y se las hacía pasar putas. Flirteaba con cualquier jovencita que veía; daba igual que fuera la cajera del supermercado que la hija de la vecina. Un día, mientras paseaban, se toparon con unos amigos que hacía mucho tiempo que no veían: iban con su Lolita. Mi padre, que era bastante atractivo pese a rondar la sesentena, hizo el ridículo; no dejaba de parlotear con una sonrisa de oreja a oreja. Hasta ahí, mamá, estaba acostumbrada. Pero cuando se despidieron y anduvieron dos pasos, vio que su marido se tocaba la bragueta porque se le había puesto dura, eso no lo soportó. Recordó todas las veces que le había sucedido lo mismo cuando era jovencita y paseaba con mi abuela. Nunca le hizo ni un pelo de gracia que un caballero acompañado de su pareja, se soliviantara con la señorita de turno: lo veía repugnante. Ese pequeño gesto de papá le abrió los ojos: el matrimonio era una farsa. Lo mismo que los rituales de pareja. Lo mismo que el amor. Al día siguiente pidió el divorcio. Me explicó su por qué, cuando acabé la carrera de periodismo. Desde entonces, me animó a seguir los impulsos de mis deseos. De modo que aquí estoy. Cuando ya no sirva para esto. Escribiré mis memorias o las de mis compañeras…

–Muy aguda tu mami. Entonces, para ella, no existe el amor.

–Sí existe. Pero no es como nosotras quisiéramos. Se trata solo de una explosión típica de ese jueguecito llamado Cheminova y punto –ambos ríen con ganas. Erika añade—: Pero, ciertamente, para que no haya infelicidad ni infidelidad, cualquier contrato amatorio debería durar, más o menos..., como un mandato electoral.

–O sea que, según vuestro criterio, cada cuatro años… ¡Cambio de pareja!

–Exacto. 

Hugo se rasca la barbilla y suelta:

–Pues… Me apunto.

Erika sonríe aliviada por haber compartido sus vivencias con un cliente tan especial. De inmediato, se desliza como una tigresa de mirada lasciva hacia Hugo; le comprime suavemente el pene entre sus apetitosos pechos y dice:

–Las cubanas son la especialidad de la casa. Por eso todas las chicas del club Labios ardientes llevamos tetamen del ciento veinte en adelante –dice con guasa.

–Creía que eran las felaciones…

–Eso era en el siglo pasado, pero si te apetece más…

–Nooo… sigue nenita, sigue… –susurra Hugo en el séptimo cielo.

Antes de que la secreción masculina inunde su cuerpo, se introduce el voluminoso miembro entre las piernas. El contacto con los pliegues de su sexo la humedecen por completo, vibra de placer. Convulsa varias veces, frota su piel extenuada y sudorosa.

Hugo amasa sus nalgas, acaricia sus tatuajes y la posee como si nunca hubiera estado con una verdadera mujer.  Aúllan de gozo.

@Anna Genovés
4 de julio de 2019
Imágenes tomadas de la red: mi agradecimiento a tatuadores, modelos y fotógrafos 

Joe Cocker - You Can Leave Your Hat On (Official Video) HD

Erika… ¡Desnúdate!

by on 21:12:00
Erika… ¡Desnúdate! Hugo atraviesa la corrala que encierra la vivienda familiar y camina dos manzanas entre edificios aislados y d...