La maleta

Jonás estaba tumbado en una cama de la UCI; unos tubos de varios milímetros se adentraban en su organismo y drenaban la porquería que, a falta de poder expulsarla por él mismo, le ayudaban en tan vital faena. Hacía unas horas que lo habían tronchado como a un gorrino en el matadero: entró en el quirófano con una perforación de intestinos causada por una peritonitis. Pero al abrirlo, se percataron de que el asunto era bastante más grave… Una de las doctoras, amante del humor negro en momentos inoportunos, le había dicho que de esa no salía. Pero ahí estaba Jonás dando guerra.

Anabel y Melania esperaban en los asientos de plástico azul adosados a los laterales de la puerta de doble hoja que las separaba de su hombre. La primera, la esposa. La segunda, la hermana. Cuando las llamaron, hicieron acopio de todas sus fuerzas y entraron al purgatorio hospitalario como dos almas en pena que no saben a dónde mirar porque los encamados están a pocos segundos del más allá. En la última cama de la derecha, separada por una cortina plastificada de la colindante, yacía Jonás. El hombre esbozó una sonrisa ladeada cuando las vio aparecer. Ellas lo correspondieron con un abrazo de “mírame y no me toques”, por si acaso…

Para la esposa fue un shock tremendo. Aquel cuerpo maltrecho, nada tenía que ver con su amado Jonás; parecía un Frankenstein recién llamado a la vida por el relámpago exaltado del bisturí mágico. Cuando se acercó a darle un beso en esos labios amoratados y resecos, se percató que una mancha sanguinolenta empapaba la impoluta sábana. La levantó y estuvo en un tris de desmayarse; se quedó helada: uno de los tubos del drenaje abdominal, estaba fuera. ¡Menos mal que lo he visto a tiempo! –pensó antes de llamar a uno de los ángeles custodios.

Las hicieron salir para cambiarlo y, cuando quisieron volver a entrar, la hora de las visitas había finalizado; tuvieron que esperar al día siguiente para verlo. Anabel hizo guardia en el saloncito de sillas plastificadas cercana a REA. Pero, por la mañana, le dieron una buena noticia: Jonás pasaba a planta. La consorte siguió la cama hidráulica hasta la habitación, esperó a que reubicaran a Jonás y entró. No podía creer que su esposo le sonriera como si nada hubiera sucedido. Llamó a Melania para darle las buenas nuevas. Así pasaron varios días, hasta que la hermana del resucitado le propuso hacer turnos por las noches.

A Anabel no le hacía ni pizca de gracia dejar a su monstruito particular con ella: nunca se habían llevado bien. Sin embargo, recordar las palabras que Melania le había dicho la noche que ingresaron a Jonás: “Tranquila Anabel, esto lo llevaremos entre las dos”. Le hicieron cambiar de parecer. Hablaron y concretaron los turnos.

Eran las diez de la noche, cuando Melania hizo aparición. Iba sola, pero parecía que llevara una corte. La acompañaban: dos almohadas, una mochila, un edredón y una maleta. Anabel y Jonás se miraron de refilón. No obstante, los goteros repletos de antibióticos y opiáceos no le daban demasiado carrete al enfermo. Y la desposada, a falta de compañía con la que parlotear, solo indicó:

–Pero, Melania, ni que fueras a quedarte una semana.
–Es que soy muy tiquismiquis y necesito que todo esté limpio, limpísimo… Tú, con cualquier fruslería de pacotilla te conformas: yo no.

Anabel no pudo evitar pensar: ¡Joder! Menos mal que mi cuñada va por la vida de podemita alternativa, le faltan las rastas. Con todo, a la hora de la verdad, es más pija que la Presley. ¡Será posible! ¡Ni que fuera aristócrata! Esto es un hospital público. Hay lo que hay… y gracias.

Anabel, marchó a descansar. Cuando volvió, a primera hora de la mañana, encontró a los hermanos con caras neutras. Al despedirse la maleta de Melania se abrió. Dentro, el único traje que tenía Jonás con todos los aperos que eran menesteres. Se juzgaron con sorpresa, horror y vergüenza. Melania se apresuró a decir:

–Hijos, no me miréis con esa cara. Los doctores dijeron que a lo mejor no la contabas. Te he traído las mejores galas por si era necesario…

No hubo más palabras. En los años siguientes, la relación se enfrió. Anabel le daba vueltas a la frasecita de Melania: “Tranquila, Anabel, esto lo llevaremos entre las dos”. A esas alturas, tenía claro que la propuesta se refería, únicamente, al sepelio de Jonás. Porque a verlo, solo había ido dos veces. Pese a ello, callaba: no quería meter cizaña.

El tiempo pasó veloz como un árbol de hojas eternas. Y cómo dice el refrán: “A cada cerdo le llega su San Martín”. Un día, el matrimonio se topó con una vecina chismosa. Lo primero que les dijo fue que Melania estaba enferma. Lo segundo, ¿cómo no iban a verla? Anabel fue astuta –le pegó un codazo a su marido para que callara—.  Contestó que estaban al corriente de todo y que, justamente en ese momento, venían de visitarla. La cotilla se marchó con el rabo entre las piernas. Y ellos siguieron caminando como si nada...

Una vez en casa, Anabel le dijo a Jonás:

–Jonás, no te sulfures. Arréglate y vayamos a ver a tu hermana.

Así lo hicieron. Y llegó el momento de la nocturnidad... Melania tenía muchísimos amigos y poca familia. Nadie estaba libre para pernoctar; así que, Anabel, permaneció con ella. Jonás era un enfermo crónico que no debía ni podía ni se iba a quedar: Anabel nunca lo permitiría.

A las nueve de la noche, Anabel, se presentó en el hospital, acicalada y con una maleta. Las amigas de Melania la miraron y cuchichearon: “Se cree una señora”. “Hasta lleva equipaje”. “Siempre ha sido una snob”. “Ella y su quincalla”… –dijeron por lo bajini—. Anabel se hizo la sueca. Y Melania la miró recelosa.

Cuando las dos mujeres se encontraron solas con la opacidad de la noche, entre sonido angustiosos y rostros apagados. Melania escuchó el retintín de las bisagras de la puerta; miro hacia ella y se estremeció. Sus ojos se abrieron como platos y un chillido ahogado surgió de su garganta vacía. Anabel le preguntó:

–¿Qué te sucede, querida?
–¿Has visto a esa mujer? No deja de mirarme. Vestida de negro riguroso y con la tez de porcelana. ¿Puedes decirle que se marche? Me da un poco de miedo.

Anabel se giró hacia la puerta y, señalando a la figura que observaba desde la penumbra, dijo :

–¡Ahhh! ¿Te refieres a esa?
–Sí. ¿La conoces? preguntó Melania.
–Pues claro. Es Muerte –contestó una Anabel flemática.
–¿Cómo…? –el óvalo de Melania se descompuso. Amarró la sábana y se cubrió por completo, temblando como una fútil hojarasca.

Anabel le dio unas palmaditas en el hombro para que se calmara, antes de decirle:

–Tranquila, Melania, nos hemos visto tantas veces que nos hicimos buenas amigas: viene a por ti. No te apures, no dejaré que te pongan un sudario. En la maleta he traído ese vestido estampado que tanto te gusta. Lucirás como una reina dentro del féretro.




©Anna Genovés
30/07/2015

Revisado el quince de marzo 2020




La maleta

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