Los bonopos proliferan en las
cities
Ayer fue un día excepcional.
No hice nada fuera de lo normal, pero disfruté de todo lo que hice.
Al salir a la calle, un golpe cálido
de aire seco bañó mi rostro enmascarado y fue muy placentero recordar los
viajes de mi juventud, cuando apenas salían los curreles de la piel
de toro cañí que ahora nos encierra por narices.
Por aquel entonces, me dejaba
la vida en la Seguridad Social y tenía un poder adquisitivo elevado que me
permitía disfrutar de las pirámides, la ciudad roja o la mismísima Jerusalén,
entre otros enclaves maravillosos. Está claro que no viajaba con las personas adecuadas.
Pero, gracias a ellas pude desplazarse a países lejanos, ya que era demasiado cobarde
para viajar sola.
Actualmente, mi posición económica
es frágil. Y, aun así, puedo comprarme algún que otro trapito de Desigual u otras marcas populares durante el remate final de las rebajas.
No echo de menos viajar ni tan siquiera ser una reina del rock & roll: soy
una superviviente que procura vivir ilusionada, aunque el camino sea más duro
que el ascenso al Everest en un mal invierno o la covid19 aceche.
Esto no va del coronavirus, es
un hecho que, poco a poco, como buena observadora, he apreciado a lo largo de
los años. Tal vez se deba –como dice Don Reverte— a la poca cultura existente
o simplemente se trate de que la evolución humana sea una involución que nos
encamine hacia los bonopos. Adiós Asimov.
Desde que surgió el movimiento
del 15M –envuelto de cartelería prosoviética con mensajes subliminales directos— allá
por 2011, la sociedad ha cambiado. Hagamos memoria… Un grupo social heterogéneo
indignado por el bipartidismo político, PP/ PSOE, y el poder de los bancos y las
corporaciones. La corriente invocó manifestaciones pacíficas que acabaron con
verdaderos campamentos en diversas ciudades españolas. A la mayoría de la población
nos daban pena esos pobres chicos que no tenían donde caerse muertos y que perseguían
una democracia más participativa. Recuerdo que en Valencia se asentaron en la
plaza del Ayuntamiento.
Un día, se me ocurrió visitarlos.
Me acerqué a ellos con recelo, pero, al verlos tan guais, la suspicacia cedió e
intercambiamos algunas opiniones. Me dijeron, poco más o menos, lo que ya sabía…
protestaban por diversas injusticias.
Lo primero que me llamó la
atención, fue la privación que reinaba en sus viviendas nómadas; vestidos casi
con harapos, sin apenas mobiliario y con la comida justa. Sin embargo, lo
que me dijeron carecía de una base lo suficientemente sólida como para cambiar
mi vida y acompañarlos. Nuestra conversación estuvo rodeada de un hedor a
suciedad bastante notorio. No lo comprendía… parte de mi familia es ganadera y
sus casas, aunque humildes, están limpias como una patena y, ellos, aseados. Allí,
había mierda.
Desde ese día advertí que los
ideales del 15M podían ser nobles para sus dirigentes, con todo, para
los que estaban acampados en un tótum revolútum, significaba poco más
que… «Estoy
aquí para tocarme los huevos y dar la nota porque mola». Entre
ellos, reinaba un colectivo de niños y niñas de casa bien a los que no les apetecía
estudiar o trabajar en los negocios de papá o talluditos que se habían acomodado
sin saber muy bien la razón de la protesta. Bonopos en plena expansión.
Mi conclusión era un tanto dispar,
me agradaba su rebeldía, pero me desalentaba su verdad. Claro, desde mi
casita de papel y a buen recaudo, era como mirar los toros desde la barrera. Tampoco
es que entienda demasiado de política; siempre he pensado que un buen gobierno debe
ser ecuánime. Por desgracia, todavía no he conocido ninguno.
Los meses pasaron a la par que
los años. Me salieron canas y cada vez tenía menos dinero en el bolsillo. Además,
el mercado laboral huía de mi notabilísimo CV pues me había convertido en una
madura de las que nadie contrata. No era la única: el deterioro del baby
boom iba en crescendo. Cambio de planes. Las cremas del tocador desecharon a
Estee Lauder y se convirtieron en Deliplus de Mercadona. La sociedad del
bienestar se desmoronaba, día a día, ante mis ojos y la clase media agonizaba mientras
despuntaban ciertos multimillonarios –futbolistas, jeques, celebrities hollywoodienses
y una retahíla de personajes adinerados que hacían palmas a los más guapos de
la fiesta para obtener su gracia y chupar del bote—. En el lado opuesto, los
trabajadores de toda la vida y los autónomos, se empobrecían. Por ende, otra
casta tomaba las calles inmersas en… «Me tumbó al sol y aprendo a mal escribir.
El resto no me importa».
Y así, con una piedrecita por
aquí y otra por allá, como Pulgarcito, los bonopos 15M tuvieron
voz y voto en todas las estructuras sociales y gubernamentales con tanto peso que
comenzó la decadencia de las ciudades más dignas. Aunque ellos, los
ideólogos, habían olvidado su propia doctrina una vez instaurados en verdaderos
tenderetes de excesivos metros cuadrados, piscinas riñoneras con yacusi y
picoletos cansados de hacer la guardia a la puerta del grupeto elegido. Amén de
establecidas las hembras predominantes allí donde podían hacer y deshacer a su
antojo.
Décadas atrás, Barcelona –a la
que estuve muy unida por motivos laborales— le pisaba los talones a Madrid.
Parecía la nueva capital de España, proyectaba fuerza, modernismo, apertura al
exterior; era, sin lugar a dudas, una de las metrópolis cosmopolitas más
saludables de su tiempo, casi a la altura de Londres, Milán y Dusseldorf. Hace unos
años, cuando volví a visitarla, el panorama me pareció aterrador. La apertura
era cerradura y el futuro se había convertido –para mis ojos— en una máquina
del tiempo que me había trasportado a una ciudad que apuntaba maneras de medievo.
A día de hoy, a Valencia le
sucede algo similar. Proliferan las obras, algunas, sin ton ni son. Otras a
destiempo. La dejadez generalizada y la suciedad, es algo que se palpa. La plaza del Ayuntamiento se ha convertido en la plaza Mayor de
un pueblo olvidado de la mano de Dios donde por un lado brilla el asfalto recién
horneado y por otra una serie de numeraciones –sobre una especie de chapopote antiguo—
que albergan, frente a la puerta de consistorio, un mercadillo de venta
ambulante sin ápice de pedigrí. Vamos, ¡ojalá tuviera la solera del mercadillo
de Astorga! Por ejemplo.
En ese lado peatonal, abundan los
botellones diurnos sin alcohol de diferentes pandillas. Quizá, la plaza, se
ha convertido en el punto G de esas quedadas tan molonas llamadas hacer una
campal. O tal vez, sean ninis que se reúnen al albor de un espacio abierto
y amplio por la situación sanitaria. Lo desconozco, pero el corazón me dio un
vuelco y pensé: «¿Dónde estoy? Esta no es la Valencia de la Ciudad de las
Ciencias ni tan siquiera es la ciudad cuya festividad patronal se consolidó
como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Esto es un núcleo urbano
venido a menos y abatido.
De camino a casa, observé a
los sintecho habituales fruto de las mafias extranjeras, situados en lugares
estratégicos para dar pena, y a numerosos MENAS bambando sin rumbo fijo –algo
natural en las sociedades, otrora, del primer mundo occidental. Pues es nuestro
deber acoger a los menores sin acompañar que llegan en pateras a las costas—.
Tampoco hablo de esas familias que por falta de alimentos hacen cola diaria en
las cercanías del Banco de alimentos o la Cruz Roja. No son ellos, son otros
como nosotros o como los trabajadores de otros lugares que se han tirado al
ruedo y prefieren Los lunes al Sol.
En mi barrio, cercano al centro
neurálgico comercial de la ciudad, duermen numerosas personas a la intemperie y
hasta familias completas de bonopos hacen picnic –incluido el trapo en el
suelo para tumbarse a tomar el sol sin importarles si hay o no hay bichitos que
puedan dañar los pulmones e incluso asesinar a los papis o a las crías bebé—. Lo dicho, yo misma, era una curranta de los pies a la cabeza y me he ‘abonopado’. La verdad, me siento bien. ¿Ha sido la
pandemia o la mala gestión del ejecutivo?
Desconozco si estamos más cerca
de Venezuela que antes, pero, esto no pinta bien. Si malo es el capitalismo,
peores son las dictaduras, sean rojas o azules. Blancas o negras.
Empero, como soy optimista,
voy a echarme unas risas a la luz de las nubes que enturbian el firmamento para
convertir el domingo en un día tan excepcional como el sábado.
@Anna Genovés
Domingo ocho de agosto de 2021
Revisado el viernes veintiséis de abril de 2024
* Aclaración: la
terminología ‘bonopo’ adaptada al humano, no es algo que he utilizado por
aquello de faltar a las personas que otros llaman ‘podemitas’ –cada uno que viva
como quiera y pueda—, sino que es un palabro utilizado por algunos psicólogos del
funcionariado público que, en apariencia, lucen como ellos, pero son más clasistas
que los pijos.
Lecturas recomendadas
Las comunidades de bonobos: un
comportamiento esclarecedor
https://mujeresconciencia.com/2015/06/17/las-comunidades-de-bonobos-un-comportamiento-esclarecedor/
Extracto
…“Según de Waal (1997), y otros expertos, las
relaciones sexuales entre los bonobos actúan como un factor relajante entre
ellos. Los estudiosos han detectado que estos animales tienen un temperamento
mucho menos agresivo y exaltado que los chimpancés, con una tendencia a la
violencia física claramente menor y los conflictos graves entre grupos de
bonobos parecen ser bastante raros. Cualquier cosa que despierte a la vez el
interés de más de uno de ellos suele acabar en contacto sexual (machos/hembras,
machos/machos, hembras/hembras) lo que no significa que se trate, como se ha
sugerido, de una especie hipersexual. Tras cientos de horas de observación, de
Waal concluye que en realidad practican el sexo de manera bastante relajada,
como una faceta completamente natural de su vida en grupo y no se detecta en
ellos ansiedad alguna.”…
Los bonopos proliferan en las cities
Enamorados bajo el fuego
El amor no está reñido con la guerra
los cartuchos acompañan a las frutas
igual que las aventuras de supervivencia
Escenario: un barrio obrero lleno
de ruinas y alimañas de la periferia de Valencia. Abril de 1938.
***
Ángel recogía escombros cuando el
comisario del ejército republicano lo reclutó.
―A ver chaval. ¿Cuántos años tiene?
―preguntó el hombre.
―Diecisiete señor ―contestó el
joven de ojos aguamarina.
―Suficientes para coger un arma y
defender a su patria.
―Pero señor, mi padre murió en el
último bombardeo. Debo cuidar a mi madre y a mis hermanos pequeños. Ahora, soy
el hombre de la familia.
―La Patria es su única familia. Además,
tiene estudios… y sabe francés. Le daremos un puesto con ciertas
responsabilidades.
Así fue como el joven se vistió
de soldado.
***
Ángela leía el periódico junto a
su hermano en la Estación del Norte de Valencia.
―Vicente mira lo que dice la
ministra de trabajo Federica Montseny: «Los nuevos soldados tienen diecisiete
años. Unos niños de pantalones cortos. Los reclutan como si se fueran de
vacaciones».
―Es cruel. La mayoría nunca se
convertirá en hombres. Tal vez, ninguno volvamos.
Vicente era un brigadista de la
FAI voluntario. Sin embargo, su miopía lo había unido a la DECA del Ejército
Popular de la República –Defensa Especial contra Aeronaves fascistas—. Brigada
de trasmisiones: era teniente con 23 años. Pero la vida lo había curtido a
golpe de fuego cruzado.
Los trenes de mercancías estaban
repletos de armamento pesado. Los soldados republicanos ataviados con prendas
dispersas y caras perdidas en la nada, no eran un ejército. Eran una amalgama
de corderos directos al matadero. La mitad sin fusiles. ¿Para qué? Los últimos
en llegar eran los primeros en caer. Los de retaguardia tomaban sus armas.
Vicente llamó a su cabo.
―Ángel pase revista.
―A sus órdenes mi teniente.
Se escuchó una voz ágil que leía
una retahíla de nombres.
―Mi teniente faltan cinco
soldados.
― ¿Cómo puede ser?
―Lo desconozco, señor ―contestó
el cabo.
―Claro. ¿Qué va a decir usted? En
el permiso anterior estuvo extraviado varios días.
Vicente se acercó a Ángela y le
dijo que la guerra estaba pérdida. Los pómulos de la joven se llenaron de unos
lagrimones que se evaporaron antes de llegar a su garganta. A trompicones logró
decirle a su hermano—:
― ¡Por Dios, Vicente! No digas
eso.
―Es imposible ganar una batalla
con muchachos insubordinados, mal vestidos, sin armas, desnutridos, enfermos y obligados
a luchar por una causa que muchos desconocen. Disculpa Ángela, no quiero
endurecer más tu vida. Ve a comprarte una manzana. Anda, es la fruta que más te
agrada.
Minutos después, la muchacha
regresó masticando una hermosa manzana entre sus labios fresados. Ángel se
acercó a su oficial para decirle que los soldados seguían sin aparecer. Al ver
a Ángela, se prendó de sus encantos. Mientras Vicente repasaba la lista, se
acercó a la joven que trituraba con pasión el fruto prohibido.
―Te gustan las manzanas, ¿eh? ―a
ella le agradó que un jovenzuelo descarado y bien parecido le hiciera esa
pregunta.
― ¿Y a ti qué te importa? ―contestó
orgullosa con la barbilla levantada.
―Iba a pedirte que me compraras
una ―Ángel sacó un monedero con calderilla y se lo entregó a la moza―. Tráeme
una, por favor.
Ángela se hizo la remolona. Pero
fue a comprársela. Por unos minutos, olvidó las caras de horror que la
circundaban, el ruido ensordecedor que surcaba el firmamento plomizo, los
cascotes de las paredes caídas, los llantos de las mujeres y los niños. Un tapiz
negro y riguroso que lo cubría todo. Sus ojos de gato observaban inquietos.
Cuando regresó el cabo estaba subido
a uno de los vagones mirándola, desde lejos, abobado.
― ¿Qué te ha dicho El francés?
―preguntó Vicente.
― ¿Quién?
―El cabo.
― ¡Ah! ¿Te refieres a ése? –ella
lo señaló con el dedo.
―No coquetees. Nos marchamos a la
guerra.
― ¿Por qué lo llamas El francés?
―Porque sus padres emigraron a
Francia y él nació en Lyon. Tiene estudios y sabe idiomas. Por eso es mi cabo.
― ¡Anda! Pues… tengo que darle la
cartera y la manzana.
―Un poco tarde hermanita.
―Cométela tú, te sentará bien.
Ángela se hizo un hueco entre la mixtura
de cuerpos desolados y se acercó al compartimento donde estaba Ángel.
― ¡Lo siento francés! ―le gritó.
― ¡Ángel! ¡Me llamo Ángel!
― ¡Qué gracia! Yo me llamo
Ángela.
―Lo que yo pensaba… estamos
hechos le uno para el otro –murmuró.
― ¿Qué has dicho? Con el ruido no
te he oído.
― ¡Disculpa, he dicho tonterías!
¡Quédate mi portamonedas! –gritó.
― ¡¿De verdad?!
― ¡Así tendré algo por lo que
volver! Tu veux te marier avec moi? ―le preguntó, tocándose el pecho a grito
pelado.
― ¡¿Qué?!
Los traqueteos de la máquina de
vapor destruyeron los sonidos palpitantes de la estación ferroviaria. Ángela
giró la cabeza a uno y otro lado y sólo vio pañuelos moviéndose en el aire.
Mujeres llorosas, ancianos emocionados y niños sin padres.
***
Semanas más tarde, en un alto
cercano a la localidad de Gandesa, las ametralladoras ZB de 15mm antiaéreas,
surcaban el cielo rojizo de un otoño prematuro. La división de trasmisiones
recogía los mensajes que llegaban. Las noticias de los diferentes bastiones
republicanos eran angustiosas. La guerra había tomado un giro de 180 grados. La
ofensiva de los nacionales se reforzaba. El francés fue a informar a su
teniente. Entró en la tienda de campaña.
―Permiso para informar, señor.
―Entre francés, entre.
―Los nacionales están ganando
terreno. La situación es difícil.
―Un duro golpe –contestó Vicente con
los ojos perdidos en el cielo plúmbeo que observaba a través de los agujeros de
su tienda.
―Sí, mi teniente. ¿Qué mensaje envío?
―Resistencia, cabo. Resistencia.
―Como mande, señor.
Vicente restregó la boina por su
cabeza rasurada y, antes de que el cabo saliera, le preguntó—:
―Francés, le gusta mi hermana, ¿verdad?
―Sí, mi teniente. Con su permiso, cuando regresemos, quiero que sea
mi novia –contestó el joven más tieso que una tacha.
El oficial sonrió. Le caía bien
ese medio francés con labia. Cupido lanza sus flechas sin mirar si hay guerra o
paz, pensó.
***
Meses después, Vicente y sus
hombres regresaron a casa con un permiso corto, quizá el último. Ángela esperaba
a su hermano ansiosa. Hablaron de tantas cosas que sus palabras brotaban como
las balas nocturnas que sobrevolaban la ciudad del Turia. La joven no había
visto a Ángel con el grupeto de jóvenes alicaídos que bajaban de los trenes y
le preguntó por él.
― ¿Vicente dónde está tu cabo?
―Lo enviaron a primera línea. No
sabemos nada de él. Posiblemente esté muerto en alguna trinchera. Lo siento
―contestó el teniente arrugando la boca.
Los iris de Ángela se tiñeron de sangre
grana, como si sus córneas hubieran sufrido las heridas de todos los cadáveres que
la batalla dejaba por los caminos fragmentados de esa España trinchada.
―Todavía conservo su cartera. Se
la llevaré a su madre, vive cerca de casa ―indicó la joven con la mirada abatida como las nubes que preconizan una tormenta.
― ¡Ya tenías que haberlo hecho!
―Juré que se la guardaría y nunca
incumplo una promesa.
Siguieron parloteando entre
abrazos y lamentos. Valencia estaba descompuesta. Los edificios destrozados,
las calzadas llenas de barro, los cuerpos de los difuntos a la intemperie.
Por la noche, Ángela volvió a
mirar la cartera de ese joven que la mantuvo esperanzada. Unas fotografías,
unas notas en un idioma que no comprendía. Unas cuantas perras, algún chavo y un
billete de diez pesetas. Dinero intacto que ella conservaba a la espera de su
vuelta. Pero, ya no importaba, iba a convertirse en otra solterona enlutada y de rostro desazonado, pensó. No lloró. El
rictus de sus labios se curvó hacia abajo. Los músculos del rostro, se
contrajeron. En unos segundos envejeció una década.
***
Simultáneamente, en el Campo de
concentración de Miranda del Ebro (Burgos), Ángel estaba en la fila de los
prisioneros recién llegados. Cadáveres andantes con los miembros destrozados y
los ojos extintos. Desnutridos. Calzando botas remendadas; comiendo la
porquería que crecía en los andenes o la carne de algún compañero masacrado.
Tres jinetes del apocalipsis los acompañaban: el hambre, la guerra, la muerte.
El cuarto: la victoria, nunca llegaba.
Los registraron uno a uno, Ángel
carecía de identificación. Habló en francés y chapurreó el castellano. El
capitán de los fascistas, creyó que era un brigadista internacional. Por tanto,
pertenecía al grupo cuarto de reos: desafectos con responsabilidad. Padeció
todo tipo de humillaciones. Enclaustrado, junto a cientos de soldados, en unos
barracones infrahumanos construidos en las ruinas de un antiguo circo.
La ciénaga del suelo embadurnaba
sus cuerpos a temperaturas bajo cero. La sensación era tan desagradable como
vivir en una piara de cerdos. Las hechuras mojadas, empezaban a solidificarse.
La ropa se pegaba a la piel, una quemazón extraña se apoderaba de la rigidez de
los músculos hasta escaldarlos. Había tantos inculpados, que dormían unos sobre
otros conviviendo con un Caronte perpetúo. Las mantas caminaban solas a causa
de las ratas que carcomían la carne putrefacta de los heridos. Los piojos y la sarna eran otros compañeros de viaje del clan de los
perdedores.
Al octavo día de su llegada, El francés
era el traductor de los mandos fascistas. Les embelesaba su zalamería.
Adquirió cierto status que no dudó en aprovechar a la mínima de cambio. Una
mañana lluviosa y fosca se adhirió a los bajos de una ambulancia y logró huir
por los caminos quebrados de esa España que agonizaba.
***
En la madrugada del 31 de marzo
de 1939, un timbre discreto sonó en el interior de una casa. En unos camastros
ruinosos dormitaban varios chiquillos, una adolescente, una joven y un hombre.
La mayor de las mujeres se despertó de inmediato; tenía el sueño liviano. Hacía
tiempo que no dormía más de tres horas seguidas. Era hermosa, pero unas ojeras
enormes deslucían su óvalo. Se deslizó por la oscuridad tocando los muros
ásperos del pasillo hasta llegar a la puerta.
― ¿Quién es? ―preguntó con voz
temblorosa.
―Nadie ―respondió una voz agónica.
Abrió por instinto. Un cuarto de
Luna resplandecía sobre una figura tambaleante. Una mano huesuda con dedos hinchados
y carentes de uñas, rozaron su piel. Ella chilló. Empero, cubrió su boca para
no despertar a nadie.
―Ángela soy El francés.
― ¡Mientes! Él está muerto.
La irradiación lunar iluminó el
aspecto fantasmagórico del hombre. No mentía. Sus ojos seguían teniendo el
color del Mediterráneo.
De madrugada, Vicente y El francés
hablaron en el patio. Ángel le contó cómo había huido del campo de concentración.
El teniente, le dio unas palmaditas en el hombro. Sabía que aquel niño-hombre
conocía el honor. Era astuto como un zorro y valiente como un león. La guerra
estaba a punto de finalizar y, él, se presentaría como oficial republicano ante
los fascistas hambrientos de poder. Sabía que, si lo encarcelaban o moría, el
cabo, cuidaría de su familia.
Ángela los interrumpió. Llevaba
unas pastillas de jabón casero, lo necesario para una cura de urgencia y ropa
limpia. Vicente los dejó solos.
― ¿Ángel por qué has venido a
nuestra casa en vez de ir a la tuya? ―preguntó
la joven.
―Porque un hombre no puede ir por
el mundo sin su cartera y, tú, tienes la mía ―contestó.
Ella introdujo la mano en el
faldar y le entregó su tesoro. Ángel lo recogió y, acto seguido, se quitó un
cartucho vació que pendía de su cuello. Sacó del interior una fotografía enrollada
de la joven, la aplanó con las manos y la guardó en la billetera junto al resto
de recuerdos, bajo la atenta mirada de Ángela.
― ¿Cómo la has conseguido?
―preguntó la joven.
―Me la dio tu hermano cuando le
confesé que me había enamorado de ti.
Ella se puso más roja que una fresa madura e hizo como si no lo hubiera escuchado...
―Está casi nueva. ¿Cómo puede
ser?
―Es lo único hermoso que he visto
desde que me marché y nunca se ha separado de mí –toco el cartucho—. La he
guardado a buen recaudo.
Ángela bajó la mirada. Cosas de
la guerra, pensó.
―¿Te callas? No me contestas.
―¿A qué?
―Que te quiero, mujer. Que te quiero.
Se besaron con la dulzura de dos cuerpos exhaustos de tristeza que han recuperado un poco de amor.
***
Pasado el tiempo, la pareja
regresó a la estación del Norte. Ángel partía hacia el Ferrol para cumplir con
la Patria, como si todavía no lo hubiera hecho. Tenía por delante cuatro años
de Servicio Militar.
― ¿Me compras una manzana?
―preguntó El francés con la cartera en la mano. Ella lo frenó.
―Guárdatela. Hoy, invito yo.
Cuando regresaba con la jugosa
fruta, Ángel estaba dentro del tren; la máquina en marcha. Un ruido
ensordecedor imposibilitaba el habla. Los albañiles recogían escombros, las
mujeres sonreían de medio lado y los niños besaban a sus padres.
― Tu veux te marier avec moi? ―le
preguntó a grito pelado.
― ¡Es lo mismo que me dijiste
cuándo nos conocimos! ¡¿Qué significa?! ―preguntó ella.
―¡¿Quieres casarte conmigo?!
Ángela cubrió su rostro, enrojecido como esa fruta que llevaba entre las manos. Unas lágrimas copiosas
resbalaron hasta su mentón. Después, movió la cabeza afirmativamente y Ángel le
lanzó un beso al aire. Ella suspiró.
Lo esperaría el tiempo que fuera
necesario: volvía a tener ilusión por algo en la vida. Se había enamorado
durante la guerra.
©Anna Genovés
*Dedicado a mis padres y a mi tío Vicente. Gracias.
Rectificado el sábado seis de abril de 2024
Historia incluida en el libro de relatos La caja pública. Publicado en 2014. Amazon.
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Enamorados bajo el fuego
Conversaciones de hombres
Rubias, morenas
pequeñas o grandes
todas gustan
al hombre que sabe
Desde hace dos décadas, a
principios de septiembre, Manolo y su grey se reúnen en la Cervecería Toribio
para contarse las hazañas veraniegas. Forman un conjunto de hombres de la misma
generación en el que entran los compañeros de pupitre y los hermanos mayores o
pequeños de alguno de ellos. El grupeto formó una piña viendo el fútbol y acabó
en una amalgama de somarros para vestir santos, como decían las abuelas.
—¡Xe Manolo! ¡Qué bien te veo!
—dice uno de los veteranos tras un choque vigoroso de manos.
—¡Nano! Tú siempre animando. Has
echado un poco de panza —suelta Manolo, dando una palmada en la barriga
abultada de su colega; semilla de un futuro Homer Simpson.
—¡Ya te vale! Y tú siempre
jodiendo la marrana. Ya se sabe… unas cervecitas de más, unos vermuts, otro
poquito de comida basura al buche y... Pero, con unas sesiones de gimnasio
recupero la figura —contesta el implicado.
—¡Mira quién viene por ahí! —dice
efusivo al ver a otro colega y prosigue—: Toni, hombre. Has adelgazado, ¿no? ¡Xe!
Dame un abrazo.
—Mucha marcha, nanos. Mucha
marcha —contesta Toni con los ojos brillantes y levantando una ceja.
Con el discurso de me la clavas y
yo te doy un capote, van entrando los especímenes —todos, incluso Manolo (que
está desempleado) socarraos—. Se nota que han estado tomando el Sol. Canarias,
Benidorm, Caribe, Ibiza o la piscina del barrio. Las conversaciones son las de
siempre: los nuevos fichajes futbolísticos, el curro y las mujeres. En este
último apartado, se explayan.
—Tíos me he ligado a una pavita
de dieciocho añitos que es un caramelín para mojar a todas horas —suelta Paco.
—¡Va! —hace un ademán peyorativo otro
de los tunantes.
—Ni va ni hostias. ¡La niña está
espectacular! ¡Mirar uno de los selfis que nos hicimos!
De golpe, se le echan encima como
antropófagos a la caza de una buena pieza para ver quién ve las imágenes desde
la primera fila.
—¡Joder! ¡Si que está buena!
—dice uno.
—Mira qué culazo tiene...
—insinúa otro.
—Ya podrías. Casi cuarentón y te
buscas a una Lolita —suelta Toni.
—Envidia tío. ¡Envidia! Uno que lo
vale. Además, me gustan tiernas —el comprometido saca pecho mientras todos
babean.
—¡Va a ser que no! Yo también he
ligado. La mía madurita, ¿y qué? –concluye otro de los machitos.
Las caras de los acólitos se
alzan: mirando al Séneca respondón.
—A ver. ¿Qué quiere decir
madurita? Qué tú todavía eres un pipiolo de treinta recién cumplidos, pajarito.
¿Qué has hecho en Ibiza? —pregunta otro.
—De todo, tíos. De todo. Además, la
estancia me ha salido gratis porque me he ligado a una ibicenca por Facebook. He
mojado el churro a diario. No me miréis con cara de alucinados que parecéis la
cotilla de mi vecina. A ver si tengo que contaros hasta del color que llevo los
calzoncillos.
—A ver, que soy tu hermano mayor.
Explícate. ¿No te habrás enrollado con una yaya?
—¡Hey! ¡Que la virginidad la
perdí hace años! Y me trajino a quien me da la gana. La chica me dijo que tenía
cuarenta y cuatro, pero tiene algunos más… –su hermano y el resto de la troupe
lo miran con cara de alucinados y, él, contesta alzando el cuello como un pavo
real—: Cuando veáis las fotos no pondréis esos caretos de frikis.
Todos olvidan a la Lolita y se
enfrascan en las imágenes de la suculenta MILF. Una sabrosa pieza siliconada
más apetecible que la mismísima Megan Fox en Jennifer’s body. Las
imágenes de los trofeos se intercambian por wasap y cada cual saca sus
conclusiones. Todos menos Manolo. Toni lo mira con cara de pena y le dice—:
—Tranquilo, Manolo. Todo llegará.
Antes, me has dicho que tienes una chapuza entre manos. Cuenta, cuenta... —le
da unas palmadas en la espalda, animándolo.
El chico se hace el remolón. Pero
al final les sugiere que él también tiene unos selfis muy picantes. Su móvil
rula por los aires. Todos quieren verlos.
—¡Cabrón! ¡Qué calladito te lo
tenías! Te gusta el porno hard. Me estoy poniendo cachondo —suelta Toni.
—No querrás que pensemos que eres
el suertudo de la pantalla, ¿verdad? Con ese rabo de Rocco Siffredi —concluye
Paco.
En la pantalla aparece un
manubrio potente dentro de la boca de una mature jocosa a cuatro patas. Detrás
una veinteañera introduciéndole un dildo de última generación. En ese instante,
aparece el rostro del agasajado. Uno de los compinches le pega un codazo para
que cierre la boca.
—Paco, ¡cállate y mira! —le dice.
—¡Me caguen en la leche! Manolo…
tu polla es gigante. ¿Cómo puede ser?
—Todos tenemos secretillos
—contesta Manolo.
—¡Y tanto! Ya nos contarás que
hacías montándotelo con una tiernita y una madura, a la vez —comenta otro de
los cofrades. Manolo sonríe antes de hablar.
—Os he dicho que me había salido
un currillo. ¡Ahí lo tenéis! Soy director, productor y actor de películas para
adultos. Estaba hasta los huevos de estar sin blanca. En el último cursillo del
INEM conocí a esas nenas. Compenetramos y nos tiramos al pisto. Ya que tengo un
buen pilón lo aprovecharé mientras pueda.
Los colegas se quedan con un
palmo de narices –boquiabiertos y con cara de gilipollas.
—Tranquilos. A vosotros os pasaré las pelis gratis. Por
cierto, las mujeres ardientes siguen igual de jugosas a los veinte que a los setenta.
Todas me la ponen dura —Manolo se toca la entrepierna—. Os lo dice un
profesional. Nos vemos en el derbi del próximo domingo. Ahora, tengo trabajo
—dice socarrón, antes de marcharse.
©Anna Genovés
Rectificado el domingo diez de marzo de 2024
Relato incluido en el libro La caja pública. Publicado en
Amazon. 2014.
*
Este relato se lo dediqué a José Luis Moreno-Ruíz hace años y, en la
actualidad, al visionar la serie de Netflix Supersex
que cuenta la vida del actor porno mencionado e interpreta de manera magistral el
que fue Aureliano –Alessandro Borghi— en Suburra, lo he republicarlo.
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#erótico #divertido #momentosfelices
Conversaciones de hombres
Te lo prometí mamuchi
Las promesas se las lleva el
viento
el corazón permanece alerta
Mi madre era una ávida lectora.
Su escritora preferida era Agatha Christie: tenía la colección completa.
Pasados los 75 años, le enseñé a manejar el ordenador. Un día le abrí uno de
mis manuscritos –un tocho bien grueso que había escaneado página a página para
tenerlo a buen recaudo dentro del PC—. Una de las muchas novelas que rulan por
mis cajones. Estaba absorta leyendo mientras yo la controlaba de lejos,
observando sus reacciones…
― ¿No te cansas mami? ―pregunté.
―No hija. Es muy interesante
―contestó.
Cuando acabó el primer capítulo,
le dije que era mío.
― ¡No puedes ser! Me estás
engañando ―insinuó moviendo la cabeza y con los ojos brillantes.
― ¿Por qué dices eso?
―Porque me ha gustado mucho y es
muy entretenida. ¿Cómo puede ser tuya?
― ¿Tan poco crees en mí?
―Siempre he creído en todo lo que
te hacías. Está mal que lo diga, pero es una gran novela.
―Tengo algunos secretillos…
―sugerí con una mueca.
Ella ignoraba que escribía desde
que tenía uso de razón. Primero en la memoria. Y cuando aprendí el abecedario,
en cualquier sitio.
― ¿Y por qué no me lo has dicho
antes?
― ¿Para qué?
―Te hubiera ayudado. Ahora, poco
puedo hacer.
Me encogí de hombros y la besé.
―Prométeme que nunca dejarás de
escribir ―me dijo.
―Te lo prometo mamuchi ―aseveré
reprimiendo mis lágrimas.
Para mí fue como ganar el Nobel
de Literatura. Desconocía que sus palabras eran premonitorias: se estaba
despidiendo de mí. Cuando deseo tirar la toalla y dejar de escribir, escucho
sus palabras como si la tuviera al lado. Eso, me ayuda a seguir. Gracias mamá.
©Anna Genovés
Relato incluido en el libro La caja pública. Publicado
en Amazon. 2014.
*Dedicado a mi mamuchi.
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Te lo prometí mamuchi
El infierno de Precious
Obesa que no recuerda
o flaca que no se llega a conocer
la verdad es un engaño
de papel couché
Precious caminaba por la estrecha
avenida impregnada de una traspiración copiosa. El bochornoso calor hacía que
su organismo se derritiera como una terrina de mantequilla búlgara. A lo lejos,
observó el único edificio alto de la vía. Allende, un colosal rascacielos
acristalado de color humo. Su única salida: llegar al ático y respirar aire
puro. Una utopía inalcanzable en el universo de la imprevisible joven. A medida
que avanzaba, la calle se estrechaba. Una incipiente claustrofobia se apoderó
de ella. Los goterones de sudor empapaban su deslustrado cabello y seguían como
prósperos caudales de un torrente desbocado por sus bondadosas carnes. Pensó
que cuando llegara al edificio se vería más escuálida que una anoréxica.
Entonces sería doblemente feliz.
La calle estaba vacía. No se
escuchaban ni las bisagras de las ventanas ni los zumbidos de las moscas. Nada.
Exceptuando el virulento calor que agotaba todos los retículos de su pringosa
hechura. Cuando llegó a la entrada de su grandioso ídolo de cristal y hormigón,
su masa encefálica estaba hecha mixtos; las cerillas de su cajetilla siempre
eran las mismas. No recordaba ni su pasado ni su vida. Sin embargo, estaba
alegre. Se enroló en la puerta giratoria y jugueteó unas cuantas veces. El
ascensor estaba averiado. Tenía que subir 66 plantas andando. No había otra
forma de tocar el cielo. En el vestíbulo
había bastantes personas: se asombró. Las primeras que veía desde que había
emprendido su hazaña. Rostros anónimos que conocía de algo. Malditas fotocopias
de un pasado añejo que no comprendía. Un rompecabezas con las piezas
desajustadas. Resopló como un toro frente al burladero y empezó el ascenso.
En el piso décimo, la camiseta
parecía la de un pívot de la NBA. En el tercer cuarto, se la quitó. En el
recodo veinteavo, los pantalones se le cayeron. ¡Por fin había dejado de ser
una obesa! En la plata treintava, se dijo a sí misma que podía presentar su CV
en alguna agencia de modelos. En el rellano cuarentavo, su cuerpo era un
pellejo. Una catarata escalonada de carnes flácidas, un neumático Michelin
deshecho. Tal vez, debía descansar y olvidar el paraíso. Sus dendritas estaban
fundidas y desconocía el porqué de su empecinado proyecto. Descansó un rato y
siguió subiendo hasta la cúspide.
***
En mitad de la quinta avenida de
NY se abrió una alcantarilla: Precious asomó la cabeza.
―Por fin soy libre ―dijo con
todas sus fuerzas.
Su cuerpo era un papel de fumar
arrugado que apenas se sostenía. Pero estaba pletórica. Había llegado a la
meta. Se levantó de un salto y un autobús la atropelló: la dejó como un dibu
estrellado contra el pavimento. Entonces, vio a un lechuguino con patas de
macho cabrío, cuernos rasurados y Cohibas sujeto entre los dientes grisáceos.
― ¿Dónde creías que ibas pequeño
gusano? ―le preguntó.
―Al cielo ―contestó ella.
― ¡Al cielo! Ja, ja, ja… Esto se
llama Tierra y tú perteneces a las cloacas del abismo. Eres mi rea ―dijo el
leviatán opíparo, relamiendo sus labios groseros al ver que había encontrado a
su presa.
―Estás equivocado. Esto es el
cielo. ¡Idiota!
― ¡Esto es el puto infierno!
Vivirás mejor en mi covacha que en este rincón olvidado de Dios. El omnipotente
estaba tan hasta los huevos de vosotros, que se marchó de vacaciones y todavía
no ha vuelto.
―Eso es imposible.
―Piensa… ¿No recuerdas que has
hecho lo mismo en numerosas ocasiones?
Precious frunció el ceño y se tocó
la barbilla, pensando…
―Pues… ahora que lo dices –susurró
haciendo pucheros.
Precious rebuscó en sus
recuerdos, en su memoria perdida. Su rostro adquirió el color mohecido de los
cadáveres. Unos lagrimones surgieron de sus cuencas baldías. Su autobiografía
había regresado. Siempre se había sentido huérfana porque en su familia nadie
la respetaba. Día tras día soportaba la humillación: «¡Gorda! Eres una bola de sebo».
Le repetían una y otra vez. Una mañana no pudo soportarlo más y puso fin a su
calvario. Tomó la plancha de mami y la emprendió a planchazo limpio con toda la
parentela. El pico de teflón rebosante de masa encefálica. Después, cogió el
rifle de papá y se inmoló. La sentencia impuesta fue: «Infierno perpetuo».
En ese preciso instante, en el
que los recuerdos cupieron todos y cada uno de los retículos de su psique,
Precious hizo un mohín de complacencia. Por lo menos, allí nadie se burlaba de
ella. Sabía que estaba un poquito pasada de kilos, pero era hermosa. Lo único
que le sacaba de quicio era olvidar la historia cada vez que aterrizaba en las
marmitas de Pedro Botero; su cuerpo bullía junto a personajillos repugnantes.
Tampoco le importaba demasiado: era una luchadora. Sabía que volvería a
escabullirse arrastrándose desde el caldo mágico hasta el borde metálico del
puchero. Desde allí, emprendería su sempiterno vía crucis para intentar volver
al limbo. Sin embargo, el cielo era su verdadero infierno. Tal vez, algún día
volvería a nacer en un lugar menos inhóspito.
© Anna Genovés
Revisado el veintidós de febrero de 2024
Imagen tomada de la red
*Relato incluido en el
libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427.
Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10: 1502468433 ISBN-13:
978-1502468437
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El infierno de Precious
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Para celebrar la llegada de 2024
os dejo este pequeño regalo: descarga GRATUITA de los libros
que tengo publicados en Amazon durante 5 días. Desde el
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Seguramente, la mayoría les
habéis echado un vistazo. Otros, pasáis. Y estáis en vuestro derecho. Aquí
comienza y acaba mi obra literaria. El blog permanecerá vivo.
Entre los 9 volúmenes,
encontraréis thriller, relatos de distintos géneros, ficción histórica,
realismo, ciencia ficción, aventuras y etcétera... La mayoría tienen errores
ortotipográficos o están faltos de una buena maquetación o de una portada más
agraciada. Nadie me ha ayudado y, esto, es lo que hay. Para mí, es más
importante la historia relatada que la presentación.️
Es obvio que las primeras
aventuras tienen más erratas que las últimas. Exceptuando la escrita durante la
pandemia.
Feliz Año Nuevo para todo el 🌏
Gracias.
Listado por orden de
publicación
1. Tinta
Amarga | mayo 2014. Thriller policiaco 🔫
2. La caja pública | relatos. Octubre 2014. Historias publicadas en este blog. Gratis siempre.
3. El
Legado de la Rosa Negra. Enero 2015. Romance en las pirámides ♥
4. Las
cicatrices mudas. Agosto 2015. Thriller policiaco 🔫
5. Pasillos
nocturnos. Enero 2016. Poemario 🖋
6. Erotika. Octubre 2016. Relatos eróticos 💞
7. SIAH:
El Ojo de Dios. Noviembre 2020. Ciencia ficción 👽👾
8. 2020
La realidad: de la realidad. Diciembre 2020. Sensaciones durante la
pandemia 😥
9. La
concubina 111. Febrero 2022. Aventuras en el Lejano Oriente 📜💎
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