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Redes sociales, futuro

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y mente decodificada

 

 

My dear Face:

 

El día que vi Her, supe que todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social muy masculina con un harén incontable de concubinas.

 

Recuerdo el día que te conocí. Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada por tus cualidades. Así que aparqué los prejuicios y me adentré en tus dendritas. Poco a poco, conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la fluorescencia lumínica de la pantalla.

 

Todo me dio igual, hasta tuve que rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no podía respirar si no te veía; me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente, no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio y aparece la nota: «Estás bloqueada».

 

¿Qué había hecho yo para merecer que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las 24h horas del día de todas las semanas; siempre estaba a tu lado. Hasta iba al servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes. Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones extramaritales y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos les había sucedido lo mismo en algún momento y aseguraban que cualquier día me levantas el arresto.

 

Entonces volveré a tenerte entre mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta de amor desesperado y regresa al calor de mi hechura: I love you Facebook.

 

Tuya siempre, Cibernalia

 

P.D. Tras escribir esta carta de amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por fin, me absolviste. Un día me levanté y volví a navegar por los recovecos de tu organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura. ¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!

 

© Anna Genovés

Revisado el 7 de noviembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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Fusión de mitos


Cuando escuché por primera vez que las religiones actuales eran reproducciones cosmogónicas de los antiguos credos, por casi me da un pasmo. Claro, era una jovencita que acababa de salir del cascarón y anidaba en las aulas universitarias con unas libertades que, por desgracia, desconocía. Siempre fui muy retraída, y mi educación estuvo guiada por una vara de obediencia que pocas veces me atreví a cruzar. No porque me dieran tundas: nunca lo hicieron. Sino porque mi entorno estaba marcado por una aureola temerosa que prefería evitar. En fin, cosas de la inmadurez de antaño.


El caso es que, este cisma, me carcomió las entrañas durante meses; no quería entender que La trinidad cristiana estaba relatada en Los Textos de las Pirámides, tal cual: «Yo soy la vida, el señor de lo ilimitado, que Atum el antiguo ha creado para su potencia, cuando nacieron Chu y Tefnut en Helióplis, cuando lo único existía y se convirtió en tres». Hasta que lo leí en la página 155 del libro Los mitos y la teología de la religión egipcia. Un ejemplar que guardo con verdadera devoción. Tampoco imaginaba que los símbolos místicos existían desde el principio de los tiempos, como por ejemplo en el cartucho de la reina Nefertiti, donde aparecen varias cruces...




O que Ana derivase de una diosa pagana llamada Danna, Anu, Eanna… u otros nombres, dependiendo de la religión predecesora. Esta deidad, estaba tan arraigada en las gentes que, en el Medievo, durante la cristianización celta, se optó por aprovecharla para la figura de Santa Ana. Esta fórmula, se repite en el santoral en numerosas ocasiones. Ahora, lo tengo muy claro, pero entonces hasta creí que era una herejía. Ya lo dice el refrán: «La ignorancia es muy atrevida».


Que, ¿por qué os cuento esto? Porque quiero hablar de una fiesta muy en boga, de la que muchos huyen por su perspectiva anglosajona, cuando a lo largo de la historia han existido tantos sincretismos religiosos. Sí, hablo de Halloween, cuyo origen también procede de los moradores de la antigua Europa Oriental, Occidental y parte de Asia Menor. Allí, hace bastantes siglos, vivieron los druidas: adoradores del roble que creían en la inmortalidad del alma. Ésta, cuando moría un individuo, se introducía en otro cuerpo hasta la caída de las hojas en otoño; entonces regresaba a su antiguo hogar. Allí le proporcionaban los víveres necesarios para seguir su camino –de donde surgió el juego del truco/trato con las golosinas—. Y así, sucesivamente...


Esta tradición, con el tiempo, se unió a la invocación del señor de los muertos o Samagin, justo el mismo día. A esta omnipotencia pagana, se le consultaba para predecir el futuro, la salud y la prosperidad. Con la llegada del cristianismo, no todos olvidaron sus antiguos ritos. De modo que se añadió dicha celebración a la fiesta de los difuntos. Y, como hablamos de una sociedad medieval repleta de mixturas étnicas, y muy supersticiosa, el culto se sazonó de brujas, demonios, fantasmas, monstruos y toda la parafernalia existente.


Se puede decir, que Halloween es una práctica ancestral, que ha seguido viva de generación en generación, principalmente, en el mundo inglés, y que cada vez está más extendida por el planeta. Así que, si os apetece, ¡celebrad Halloween! Y si no, pues, ¡vosotros mismos! Eso sí, hagáis lo que hagáis, divertíos; en el fondo, todos somos unos pequeños monstruitos.



©Anna Genovés
25/10/2015
Revisado el 31 de octubre de 2022





En la actualidad algunas de estas fusiones se dejan ver en la notabilísima serie: Vikings 

Todo se repite; ya lo dijo Kubrick en su  A Space Odyssey 




Enlaces de interés

¿Cuál es el origen de la fiesta de Halloween?  Revista MUY INTERESANTE 

¿Cuál es el origen de la fiesta de Halloween?  Revista MUY HISTORIA





Fusión de mitos

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Fusión de mitos Cuando escuché por primera vez que las religiones actuales eran reproducciones cosmogónicas de los antiguo...






Erótika: reseña en El periódico de Aquí

He de decirlo: «Estoy emocionada». Es la primera vez que un medio de comunicación valenciano, habla sobre mi literatura.

Agradezco muchísimo la deferencia que ‘El periódico de Aquí’ ha tenido conmigo y os invito a echarle un vistazo a la reseña que me han hecho.

Podéis leerla completa desde el siguiente enlace:




Erótika está disponible en todos los dominios de Amazon. Los siguientes enlaces corresponden a  Amazon España y Amazon USA. 


Erótika disponible (formato papel y digital) en Amazon.es

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Extracto del relato ¿Quieres patinar?



… “El patinador la estaba mirando. Agatha se puso roja como una cereza grana. El joven se percató y siguió el juego: le gustaba esa joven delicada que se movía como los cisnes.

 

–Lo siento. No sabía que todavía quedaba alguien en el club –dijo la joven algo tartamuda.

–Tranquila. Te he visto en más de una ocasión... ¿Cómo te llamas?

–Agatha.

–Bonito nombre para una doncella. Tengo unas horas libres... ¿Quieres patinar conmigo?

–Bueno... –contestó ella, cohibida.

–No te muevas –señaló el patinador con el dedo. Y agregó—: Voy a por los patines.

 

La muchacha no salía de su asombro.

 

El patinador la tomó por la cintura y la guio por la pista. Deslizó sus dúctiles manos por su brazo, después la subió al cielo mientras le sujetaba el talle. Al bajar sus labios galgos se rozaron en el aire. Una caricia sutil que tanteó sus corazones. Sus bocas se unieron y sus cuerpos vibraron, cortaron el aire que los movía a ritmo de un vals dulce.

 

Marcharon juntos a ducharse. Él enjabonó con mimo los hombros de la dama. La espuma resbaló por el cuerpo de esa Afrodita de mármol. Las manos masculinas esparcieron el jabón por su hechura como la nieve que cae del cielo; bolas de algodón etéreo que la mecieron. Unas convulsiones abdominales agitaron el cuerpo hermoso de la virgen.

 

El artista la sentó en un banco, la abrazó y secó sus pies con una dulzura infinita.

 

Más tarde, tomó sus dedos y los besó; los lamió despacio, uno a uno, como si fueran gajos de uva dulce que entraban y salían de su boca escarlata, jugosa.” …



 





 

Trato sangriento

 

Locura o banalidad

miedo a lo desconocido o fatalidad

las hermanas de la muerte

la mentira y la verdad

 

El treinta y uno de octubre de 1999, en Longest Ville, preparaban el Halloween como todos los años desde que se había construido la villa. Los padres recorrían los pasillos del supermercado –carrito de compra hasta los topes— con listas interminables. Las madres decoraban los hogares con ristras de calaveras, arañas, monstruos, calabazas… Y ultimaban los disfraces de su progenie. Los niños comían golosinas y preparaban el recorrido nocturno del ‘truco o trato’. Todos estaban felices. La localidad era de ensueño; sus sesenta y seis calles formaban unas cuadrículas perfectas. Rectas como una viga de hierro colado. Los extremos colmados por rotondas de césped y flores. Además, tenía un centro comercial, un cine, una sala de fiestas, varias cafeterías, diversas tiendas con todo tipo de artículos, un hospital, un hogar para veteranos de guerra, otro para ancianos y un parque de atracciones.


Longest Ville era un municipio más de los que surcan todos y cada uno de los estados de USA –construidos en lo alto de una pequeña colina para albergar a familias de clases media-alta—. Casitas de doble planta con buhardilla, garaje y trastero; rodeadas de unos metros de césped exento de vallas. Todas las calles mostraban una armonía cuasi divina. Sin embargo, cada vivienda era de una tonalidad diferente. Ese era el emblema que la distinguía de las miles de urbanizaciones prefabricadas que salpicaban el macro país. En la calle principal, que partía en dos mitades exactas la población, aparecía una medianera fina y esbelta de cipreses enanos recortados con una exquisitez demoniaca. En el número sesenta y seis, se alzaba una vivienda rosa palo con techumbre castaña, preciosa. En ella vivían dos hermanas de gustos opuestos: Meredith, una maestra retirada bastante excéntrica que no soportaba los films de terror. Y Helen, ama de casa, soltera acérrima y seguidora de cualquier documento terrorífico que pudiera caer en sus manos. Ese día, ambas estaban inquietas esperando las pillerías infantiles.


Eran las siete de la tarde, cuando el primer grupo de monstruitos se echó a la calle para amenizar la fiesta. Cuando estaban a varios metros de la casa rosa, uno de los chavales soltó:

 

—Dicen que la Srta. Meredith se vuelve loca esta noche.

—Calla, charlatán —inquirió el vampiro—. La Srta. Meredith, fue una buena maestra.  Hay que respetarla.

 

Minutos más tarde, llamaban a la puerta. Helen les dio la bienvenida ataviada con un batín malva y gorro de bruja. Todos se echaron a reír.

 

—A ver… ¿qué tenemos aquí? —preguntó la dama.

—Truco o trato —dijo el zombi estirando el brazo con el puño cerrado.

—Trato —contestó Helen arqueando una ceja.

—¿Quién ha llamado Helen? —preguntó Meredith desde la cocina.

—Son los niños, querida. No hace falta que salgas —contestó ella.

 

Pero Meredith ya estaba allí. Maquillada y vestida como si fuera de fiesta. Sus cejas redondas, su nariz corta y respingona; su boca, una línea cóncava carmesí; su cabello, bucles dorados marcados por tenacillas. Era encantador verla arreglada. Los niños sonrieron y Meredith, también. Inmediato, especuló uno a uno sus disfraces.

 

—Muy bien. Tenemos un Drácula, un muerto viviente, una bruja guapa y un brujo feo, un gnomo, una vampiresa y… —su rostro comenzó a descomponerse.


—Meredith, ¿qué te pasa? —preguntó Helen con cara de susto.

 

Pero Meredith estaba al borde de un ataque de pánico y chilló despavorida.

 

—Ha regresado a por mí —dijo gritando, antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo…

 

Los niños, boquiabiertos, no sabían qué hacer. Helen les dio una bolsa de chucherías y cerró la puerta. Inmediato, buscó a su hermana. Meredith estaba escondida debajo de la cama chillando como una loca. Tuvo que armarse de paciencia para tranquilizarla. Después, le dio unos sedantes y al final, la dejó durmiendo.

 

En el reloj de péndulo del salón, sonaron las tres de la madrugada. La tercera campanada hizo que Meredith despertara. Estaba aturdida. No obstante, en unos segundos reconoció la sintonía que escuchaba a través de la puerta. Era la música que Charles Bernstein había compuesto para el film Pesadilla en Elm Street. La mujer, se deslizó por el suelo con sumo cuidado. Giró el pomo de la puerta y bajo hasta la planta baja, descalza. Sin hacer ruido. Se asomó al salón y vio que la película estaba comenzando, cerró muy fuerte los ojos y volvió a abrirlos. Chilló desconsolada. Era un grito desgarrador y terrorífico; el brazo de Helen, descuajado y ensangrentado, yacía sobre la alfombra. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y siguió viendo el horror que la rodeaba… Dedos, una pierna, sangre en las paredes y el tronco de Helen sentado frente al televisor. Se acercó y volvió a bramar; junto al cuerpo mutilado, yacía la cabeza de su hermana con un hacha incrustada. Los ojos abiertos –azabaches y enormes— no dejaban de mirarla. La música irrumpió en tono elevado. Ella comenzó a golpearse contra la pared, repitiendo:

 

—¡Es una pesadilla! ¡Es una pesadilla! ¡Es una pesadilla!...  —extática, sin poder moverse.

 

Unas garras afiladas salieron del televisor como un enorme cangrejo que asía a su presa indefensa. Las manos, exentas de piel, dejaban al descubierto los tendones de los antebrazos. Por fin, apareció el rostro espeluznante del monstruo: Freddy había regresado a por ella. Desgarró su cuerpo a fuego lento. Los bramidos inhumanos se escucharon en toda la villa. Desde entonces, la casa número sesenta y seis de la calle seis de Longest Ville sigue deshabitada. Pero nadie pasea por los alrededores porque se escuchan ruidos extraños. Y todos los Halloween se oyen los alaridos infernales de las hermanas.

 

©Anna Genovés

Revisado el dieciocho de octubre de 2022

Imagen tomada de la red

 

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Trato sangriento

by on 17:17:00
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El club del ganchillo


 

La aguja entra y sale

en el ovillo

la mujer satisfecha ríe

hoy y mañana

 


Bárbara era una joven espectacular. Veintidós años, pelirroja natural, ojos índigos. Hoyuelo surcando el mentón, lunar sobre la parte derecha de la boca y curvas tan insinuantes como Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Desde los dieciséis, estaba envuelta en una nube simbiótica que no llegaba a comprender. Sabía que era el centro de atención de todo macho con la testosterona pletórica. Pero a ella la habían educado con vara dura y no estaba por la labor de dejarse manosear.


Tal vez, que su padrino le hubiera dicho una tarde de primavera –cuando comprobó sus atributos con un hot pants que dejaba entrever la parte inferior de los cachetes perfectos de sus nalgas y top enseñando el ombligo piercingneado —, que podía tontear con los chicos, siempre de cintura para arriba, por supuesto. El resto de su hechura era un templo; y sus partes púdicas, el Sanctum Sanctorum del mismísimo tabernáculo israelita. Inviolable hasta pasar por el altar. Le habían conferido un carácter de Lolita espabilada que soliviantaba sin dar. O sea, una calientabraguetas.


Y tanto fue el cántaro a la fuente, que un día explotó. Caminaba la criatura por unas manzanas de edificios algo solitarias una tarde bochornosa, con sus carnes prietas y sus balanceos pélvicos; dispensando ese aroma a fémina sudorosa de piel brillante y labios jugosos, cuando un desalmado la atacó. Pero había nacido con buena estrella. No se convirtió en una víctima como muchos agoreros preconizarían en situaciones similares. Sino en la esposa del comisario (cuarentón largo, deportista acérrimo y perfecto sobrero), que paseaba por los arrabales con su bicicleta. Claro, ejerció su autoridad y se hizo cargo del caso. Una cosa, llevó a la otra.


El discurso de su parentela, cambió rotundamente: «Querida, ahora serás la esposa de un jefazo de la Policía Nacional. Tienes que cumplir con todo lo que te diga. Qué quiere tus servicios maritales antes de trabajar: se los das. Cuando llegue del trabajo: lo mismo. Siempre sonriente y complaciente. Que D. Enrique está enamorado y tiene mucho dinero. Vivirás como una reina» —le dijeron.


Bárbara probó el manjar y no quiso soltarlo. Cada día le pedía más. Unos meses más tarde, dio a luz a un bebé rollizo que ella misma amamantó. Once meses después, a la niña de la casa. Y al año siguiente, a los mellizos de cabello zanahoria. El jefazo estaba harto de lloriqueos infantiles y pañales. Cambió de parecer: ni la tocaba. Su dulce esposa era una verdadera conejita. Volvió con los amigotes, el fútbol y las pistolas. La moza exultante, entró en una fase depresiva. Pese a ello, ni a la madre ni a los retoños, les faltaba de nada; el dinero bullía a tutiplén. D. Enrique, en un alarde de generosidad, habló con ella:


—Barbi tienes que ir al Club del ganchillo —le dijo en tono cariñoso.


—Enrique ya sabes que no me van los temitas de marujas. Ni las ropas de señora o las esposas de tus compañeros. Todavía soy muy joven —protestó malhumorada.


—Este club es muy diferente... Hablan, cosen, tejen, leen novelas para mujeres... Estás demasiado sola. Allí, harás buenas amigas. Ya lo verás —Barbi torció el morro.


Cuando Joan —la esposa del Inspector jefe— le suplicó que fuera al dichoso club, no pudo rechazar la invitación. Sin embargo, una vez tomó la aguja nunca la dejó.


—Querida siéntate. Te presentaré a las chicas... —le dijo, Joan, cuando entraron en el salón del pisito. Bárbara obedeció.


—Como tú digas —contestó.


—Ahora, abre ligeramente las piernas —Barbi puso cara de sorpresa. Pero las abrió.


—¡Perfecto!... —susurró Joan guiñándole un ojo.


Bárbara seguía las instrucciones de su amiga entre agujas y ovillos de lana. La sugerente posición, dejaba entrever las medias sujetas a una braguita vintage con ligueros en tonos marfil. Todo muy virginal. La chica comenzaba a aburrirse, cuando sonó una campanita:


—Queridas, hora de la merienda —indicó Joan, alegre.


—Estupendo —aplaudió Marlene, otra de las esposas.


Tomaron té con pastas y después prosiguieron sus labores... Sólo que esta vez, una de las congregadas descalzaba a Barbi con suavidad. Acariciaba sus pantorrillas y sus muslos hasta llegar al borde de las medias. Las deslizaba lentamente, a la par que una pluma acariciaba sus carnes turgentes. El bello del cuerpo se erizó. Hizo un ademán de cerrarlas. Pero Joan, tomó su rostro y la miró, relamiéndose los labios:


—Cielo, te gustará. Sabemos lo que necesitas. Estar casada con un poli, es muy duro. Nunca están cuando los necesitas. Se aficionan a las armas, a la del cuello largo y a las putas, que no les cobran con tal de seguir ejerciendo el oficio más antiguo de la historia. Y a nosotras, ¡qué nos zurzan! Pues eso hacemos.


—Joan no sé si quiero... —dijo Barbi, al notar que toda ella se humedecía.


—Shhh... Ten un poquito de paciencia. Luego, me lo cuentas —contestó Joan rozando su esbelta nuca con las uñas de porcelana.


Bárbara continuó sacando y metiendo el ganchillo entre el algodón esponjoso que tejía. Obviando la melena elástica y azabache de Marlene, que se alojaba entre sus piernas y mordisqueaba sus braguitas. Lamía los pliegues de sus ingles e introducía la lengua en esa oquedad juvenal sedienta de un buen instrumento. Y siguió hilando cuando las convulsiones vulvares fueron más que evidentes. Emitió unos sonoros chillidos empapada en sudor. Oteó la sala y vio, que en cada butaca había una mujer ovillando —perniabierta— y otra arrodillada; enrolada entre las faldas. Jadeantes. Después, las posiciones cambiaron... Al acabar la velada, el rostro de Bárbara resplandecía:


—Joan nunca hubiera imaginado que hacer ganchillo se me daría tan bien —dijo con la boca empapada de flujo vaginal.


—Barbi esto es tan atractivo como el mítico Círculo de costura hollywoodiense —contestó Joan.


—¿Eh???...  —protestó Bárbara, ajena a sus palabras.


—Preciosa, El círculo de costura era un lugar frecuentado por las estrellas más famosas del celuloide. Todas lesbianas o bisexuales en petit comité... Greta Garbo o Marlene Dietrich, entre otras. —contestó Joan antes de pellizcar su trasero.

 

Barbi pegó un saltito. Los hocicos se unieron, acuosos. Sus lenguas se encontraron en la profundidad espumosa. Barbi volvió a casa feliz. El comisario no preguntó.


 

©Anna Genovés

 

Revisado el veintidós de septiembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

Dedicado a mi amigo José Luis Moreno-Ruíz allí donde se encuentre en este universo tan dilatado y confuso.


 

 



El club del ganchillo

by on 20:20:00
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Grafitis: arte urbano

Esta mañana, he visto unos grafitis y no he podido resistir la tentación de escribir sobre los mimos. De todos es sabido que su nacimiento contemporáneo tuvo lugar en los 70, con sus más y sus menos. En la actualidad, forman parte de nuestros murales cotidianos. La palabra grafiti viene del italiano y su elemento principal es la libertad del autor para realizar su obra de manera gráfica y visual, algo que ya utilizaba la Roma de antaño. Recuerdo que cuando visité las cuidadísimas ruinas de Pompeya, el guía nos indicó unos grafitis milenarios que indicaban dónde se encontraba el prostíbulo. El dibujo era directo: un falo con testículos; el pene indicaba la dirección a seguir para encontrarlo. Es anecdótico y, a la vez, revelador.

Hoy en día, no existe una legislación concreta al respecto; en algunos países es una práctica alegal. Mientras que en otros, forma parte del tejido urbano y se realizan por medio de stencils complejísimos. El grafiti es pues, una obra pictórica realizada en propiedades públicas o privadas ajenas: paredes, puertas, vehículos, mobiliario urbano y pistas de skaye. Asimismo, está presente en la cultura hip-hop. Si bien, hay que diferenciar entre los grafitis puramente artísticos y los que tienen connotaciones políticas o de protesta. También están aquellos que, simplemente, son un mensaje.


Era una chiquilla cuando vi por primera vez un grafiti artístico; unos chavales dibujaban con espray coloreados unas figuras sorprendentes en las paredes de unas naves abandonadas. Solían hacerlo a última hora del día o a primera de la mañana porque era algo cuasi ilegal que no gustaba demasiado. A mí, por el contrario, me encantaban: representaba la rebeldía.

Sea como fuere, estuve dando la murga a mi familia para que colorearan las persianas del negocio familiar con un grafiti. Cuando los hube convencido, hicimos un trato con el grafitero: pagaríamos por su trabajo. A los  pocos días, teníamos la corredera metálica realzada con diversos personajes de Disney. Sí. No os riáis, era una tienda de ropa de niños. Meses después, el artista de los aerosoles, dibujó una pareja de valencianos en la plata baja colindante: la otra parte del negocio estaba dedicada a la indumentaria valenciana.



Fuimos pioneros en admitir los grafitis en nuestras vidas: el arte urbano por antonomasia. Que nadie crea que los grafitis son fáciles de realizar o son trazos anárquicos y feocios: de todo hay. Tuve la suerte de hablar con el maestro y me pareció de lo más cabal. Necesitaba hacerse un hueco en el arte pictórico –algo innato en su persona—, y, a falta de otros medios, decidió mostrarlo en la calle. Desde mi punto de vista, el grafismo urbano tiene mucho mérito y, algunos, están realmente bien hechos. Vamos, que ya quisieran muchos retratistas tener una técnica tan depurada.

Los expertos difieren:

Mónia Lacarrieu, Antropóloga y doctora en Filosofía y Letras, dice que los grafitis son la marca territorial que intenta comunicar una realidad social alternativa e intersticial.

Javier Clemente, crítico urbano y diseñador, opina que los grafitis manifiestan los ideales y frustraciones de grupos juveniles. Variantes de expresiones nuevas que ganan la calle con sus gritos de resistencia, disputa y trasgresión.



Claudia Kozak, Doctora en Letras y autora del libro Las paredes limpias no dicen nada, sostiene que los grafitis son otra forma de habitar la ciudad: mensajes visuales con un abecedario propio. Escritura callejera.

Patricia Caballero, Psicóloga, piensa que los grafitis crean grupos jóvenes con una proxemia utilizada para enviar mensajes. Lo que establece unos lazos solidarios entre sus miembros; potenciando sus capacidades, perspectivas, conocimientos y experiencia.

Los grafiteros más conocidos, hablan:


Nito, dice que el grafismo cambió su vida y que en cada grafiti expresa sus sentimientos. Su musa es el hip-hop y las personas que lo rodean.
IfesYard, por el contrario, hace grafitis rápidos en trenes, solamente porque le proporcionan adrenalina.

El valor estético de los grafitis, en muchas ocasiones es incomprensible para la mayoría de la población. Lo que converge en políticas privativas e incluso en movimientos antigrafitis para eliminarlos.

Como en todo arte, hay personas entusiastas y detractoras. Desde mi humilde punto de vista, mayoritariamente embellecen las ciudades: los veo como las figuras de la Altamira de los s. XX-XXI. Desconozco qué significarán en el futuro, pero es obvio que dejarán unas huellas significativas de nuestro paso.



©Anna Genovés
19/07/2015


Grafitis: arte urbano

by on 18:18:00
Grafitis: arte urbano Esta mañana, he visto unos grafitis y no he podido resistir la tentación de escribir sobre los mimos. De t...





Calles malditas


Estaba frente a la caja tonta; los ojos comenzaban a cerrarse y el sueño a invadía mi cuerpo, se me ocurrió hacer un poco de “zapping”. En La Cuatro TV, comenzaba Callejeros. Adiós al duermevela. Durante unos intensos y fructíferos minutos, los ojos se me abrieron como platos y me quedé amarrada a esa pantalla con iconografía y testimonios sobrecogedores. El documento no era para menos. Estaban hablando del suburbio más delictivo del puerto de Santa María de Cádiz: la barriada de José Antonio.

***

La reportera entrevistaba a uno de los muchos yonquis que a plena luz del día, iban a pillar y a colocarse en los escondrijos de la barriada de San José Antonio del puerto de Santa María de Cádiz; calle del Desengaño, del Doctor Fleming y del Doctor Pasteur. Hablaba con una chica que dijo tener secuelas por los abusos sexuales y psicológicos que había sufrido, desde los nueve años. Se levanta su roída camiseta para decir que, desde entonces, sus pechos siempre habían supurado leche… ¡Coño! se aprieta el pezón y, ¡cierto!, un líquido pastoso y blanquecino hace aparición en ese pellejo que pende de esa esquelética hechura que dio de comer a algún desnutrido churumbel.

Después, tomaron contacto con otros parias de la sociedad: un grupo de ex heroinómanos que estaban enganchados al chapapote. Chapapote: dícese, en el leguaje de los desheredados “typical spanish”, a la cocaína que se extrae del rascado de las pipas utilizadas para “colocarse” con tan tentadora sustancia. Una enjundia negra y dura que se vuelve a fumar y que, según sus aficionados: sube antes y coloca más. Estaban en una especie de nave encalada con arcadas inmensas; abierta al exterior por vanos interminables en la parte superior, y a la que se accedía por una cancela metálica verde hoja. No existía suelo; estaba enterrado entre los deshechos infectos de sus asiduos: bolsas de basura y ratas más grandes que Bugs Bunny. Era una antigua bodega que hace las veces de templo de esta particular droga made in Spain.

Cuando se encendieron la pipa, la reportera tosió, el conjunto se tornó más íntimo, y comenzaron a contar historias… Uno de ellos —dijo— que tras un desencuentro amoroso se fumó el coche, el oro, el piso y hasta la vida propia. Continuó a lo Séneca especificando que cuando los valores se pierden, la vida no importa. Otro de los desdentados, mostró su tobillo derecho: todo él como un armazón de roca por los pinchazos que se metía. Seguido, sacó su miembro —un glande marchito y desfigurado— y contó que era el mejor sitio para inyectarse sin levantar sospechas. Un día se le infectó un pico y por casi se convirtió en eunuco. La entrevista se cerró con el “abre camino”; los cronistas se despidieron y el más silente de todos, fue haciéndoles huecos entre la mierda y los roedores que acampaban a sus anchas: “no te preocupes. Es por si salta una y te muerde la pierna” —le dijo a la periodista.

Pero la vida seguía en la barriada periférica del puerto de Cádiz. A media tarde, los reporteros se dieron una vuelta por un albergue que repartía metadona, comida, medicamentos, duchas calientes y ropa… Después, pasaron por el mercado de la Concepción, repleto de vida; con marrajos descuartizados y vendedoras de hierba buena bailando por soleares… Inevitable, hacer un alto en la parada de una de las mejores churreras de España. Cerca, un grupo de vendedores ambulantes (gitanos), hablaban de los calientes que eran: “en la vida lo que importa es follar a todas horas…” —dijeron ante la atónita mirada de los cámaras.

A posteriori, visitaron un cuchitril habitado por dos mujeres. Eran felices de vivir en el Puerto de Santa María, sólo sentían que el cabeza de familia desapareciera en 2009 sin dejar rastro —aseguraron—. La esposa, con carencias psíquicas, se sentía dichosa porque se le había aparecido la virgen y el mismísimo Jesús. Minutos más tarde, concomieron al “guapo” del barrio: un “mascachapas” ciclado (al estilo Cristiano Ronaldo pero en cutre) que mostró sus grotescos tatuajes y dijo vivir como el “Maharajá de Caputela”.

La luna se alzó en el firmamento azulino y limpio cuando el equipo de Callejeros entró en una de las cien viviendas sociales del barrio: una casa humilde y aseada. Ocupada por dos personas tan normales como lo somos tú y yo o la vecina de enfrente. Las señoras, quisieron mostrar a los periodistas lo que vislumbraban a la luz de las escuetas farolas, cada noche de sus acongojadas vidas. Señalaron una esquina, dónde se amontonaban la basura y los meados. Varios tipos se encaminaron a dicho tramo y defecaron como si fuera el mismísimo WC de su casa.

Un furgón de los “nacionales” se apeó en un extremo; minutos de incertidumbre… Los maderos, cautelosos —cómo no— se dieron a conocer, pidieron las identificaciones y se marcharon. Inmediato, reapareció el grupo de segregados (a lo de siempre), a vender droga o a fumarla, a beber la litrona o a comenzar una reyerta. Se escucharon amenazas de muerte mientras las ratas saltaban libres como chicharras entre la podredumbre.

***

Acabado el programa, me fui a la cama sobrecogida por las imágenes que había visto. Mi lecho —limpio y hermoso— con sábanas de Benetton y manta Paduana, me arropó. Una cadena desbocada de clichés, se sucedieron en mi mente; aparecieron los fotogramas de Callejeros. Uno consecutivo e infartante con el siguiente y, de repente, mi lucidez me transportó a un episodio de The Wire. Ése en el que Bubbles pasea su carrito en la nocturnidad de las Baratas Una ráfaga luminosa y cerebral superpuso las secuencias. Apenas distinguía lo ficticio de la realidad. Mis ojos se llenaron de lágrimas. Me perdí en la oscuridad de mi alcoba con un único y terrorífico pensamiento: lo que acababa de ver formaba parte de eso que llamamos primer mundo, de occidente, de mi país, de mi querida España.

Anna Genovés
05/11/2011


Calles malditas

by on 7:07:00
Calles malditas Estaba frente a la caja tonta; los ojos comenzaban a cerrarse y el sueño a invadía mi cuerpo, se me ocu...

 




Todos los muertos son iguales

 



Huesos y sollozos

en un mundo tramposo

huesos y sollozos

ataúdes, lodo

 

 

Úrsula vive en una finca de diez plantas, y, exceptuando su casa y otro apartamento, el resto está ocupado por jovenzuelos de más de setenta añitos. Los hay hasta nonagenarios.

 

—¡Joder! —Exclama por lo bajini cuando entra en el patio y huele un perfume fortísimo—. Una de mis carcamales preferidas se ha echado la botella entera de Myrurgia —barrunta hablando sola.

 

Los aprecia a todos. Pero tienen sus cosillas… Poco le importa; ella es la primera rarita de la troupe. Constante como un reloj, se dispone a subir hasta el cuarto a pata, sin prisa ni pausa. A cada paso que da, la fragancia se torna insoportable; cuando toma el rellano del tercero, un ruido la pone sobre aviso… Algo no anda bien —piensa—, y ¡zas! Allí está, la puerta cinco abierta de par en par. Una camilla hidráulica (con una bolsa de plástico negra atravesada por una cremallera y silueteada por un contorno humano), aparece ante ella. Por el lateral, se asoma una vecina con cara de circunstancia:

 

—Mi papá ha fallecido Úrsula. Sube, sube… Después hablamos —le anima para que pase.

 

—Tranquila, Mari. Me espero… Después subo, no tengo prisa —contesta Úrsula.

Y ahí se queda, viendo como maniobran a uno y otro lado la dichosa camilla hasta ubicarla centrada a la puerta del ascensor, que ella misma sujeta por detrás. Seguido los de la funeraria repliegan las patas, la ponen en vertical y la introducen en el elevador con el bueno de Eusebio enfundado. Mari le cuenta con brevedad el suceso:


—Nada Úrsula, he llegado sobre las cinco de la tarde. El papá estaba sentado en el sillón de espaldas a la puerta del salón y yo diciéndole: “Papá, papá”. Pero no me contestaba; al acercarme me he dado cuenta que estaba… —Mari se pone a llorar como una Magdalena.


—Tranquila. Tú has hecho todo lo posible para que fuera feliz —comenta Úrsula con un abrazo.


—Sabes… Aún estaba caliente —le confiesa entre sollozos la compungida hija.


—Era muy majo.


—Pues tenía muy malas pulgas —asegura la hija secándose las lágrimas.


—Un cascarrabias encantador con los ojillos luminosos y la sonrisa de niño travieso —concluye Úrsula.


—Lo cierto es que ha vivido muy bien ¡Ya quisiéramos todos llegar a sus años con tan buena salud! —asevera Mari.


—Tienes mucha razón —apostilla Úrsula.

 

La conversación termina. Úrsula ha perdido las ganas de todo. ¡Caray! Con lo bien que me caía Eusebio. Toda una institución a sus noventa y cinco años; su cervecita a diario, su purito, su cafetito, sus “cuquis” una vez al mes… ¡Qué pena! Piensa. Al final se mete en la cama sin cenar; pasa una noche de perros. Se levanta tarde, desayuna y como una flecha se marcha directa a la parada del bus. Destino: Tanatorio Municipal.

 

Diez minutos más tarde, aparece el vehículo. Los recovecos por donde surca la lombriz metálica de color púrpura, la sumergen en el letargo de su pasado. Navega por la calle donde nació, por la calzada que tantas veces había pisado para ir a trabajar, por la plaza donde vivió de joven, por el callejón dónde estaba ubicado el almacén familiar y por la avenida de El camposanto. Cuando llega son casi las dos de la tarde, tiene veinte minutos para presentar sus respectos y hablar con Eusebio.

 

Entra al Tanatorio, mira el panel y pregunta a las recepcionistas:

 

—Sala 4. Siga por el pasillo de la derecha hasta el final —le contestan con una amable y cibernética voz.


—¡Jo! La misma sala donde pusieron a mi padrino —murmura Úrsula cabreada.


—¿Decía algo? Señora.


—No señora —contesta de mala gaita, antes de emprender el caminito de la derecha.


Al fondo del pasillo diestro, ve un cartel enorme de color verde con letras blancas que pende de la puerta, donde se puede leer: “El acceso al crematorio está cerrado por reformas”.  Vaya, ¿y qué harán con los pobres que deseen incinerarse, un periplo por las afueras? Dice por lo bajini, moviendo la cabeza. Inmediato, sigue el pasillito que tuerce hacia la izquierda. Está impoluto y con una asepsia similar al del film Gattaca, piensa con sorna. Todas las salas quedan al mismo lado. Úrsula con su particular humor, hace una crónica mental y minuciosa de lo que va viendo…


Sala 1: nadie a bordo. Murmullos de fondo.


Sala 2: igual que la anterior.


Sala 3: congregación de gentío en la puerta invadiendo la totalidad del pasillo como si hubieran pagado una zona VIP sólo para ellos. Muerto pudiente, todos enlutados; ellos con trajes oscuros y corbatas, ellas con vestidos negros y tocados. Las conversaciones frívolas y variopintas: la hipoteca, la casa, los hijos, el trabajo, el nuevo coche, las vacaciones de Semana Santa. Mucha apariencia y más hipocresía, medita Úrsula con los tímpanos estrangulados por los cotilleos propios de un cóctel y no del adiós por alguien querido. ¡Estos ricos son unos hipócritas! Suspira.


Sala 4: tres caballeros de pelo cano, conversando discretamente. Dentro la acogedora salita en tonos beige neutro. A la izquierda el servicio, enfrente una mesa redonda con cuatro sillas, al fondo (lindado con la pared) dos sofás. Encima unas litografía abstractas intercaladas por tres plafones blancos de media luna. En el lado opuesto, dos armoniosos parabanes que recogen al difunto.


Úrsula no ve a nadie conocido y se va con Eusebio. Ahí está en una caja de madera normal y corriente. Envuelto en un sudario blanco. Lo mira y apenas reconoce a ese grandullón que caminaba con pasos milimétricos ayudado por su bastón, su puro y su bolsa de la compra. Tan lleno de vida; de dimensiones magnas y sonrisa pícara, recuerda. Ha menguado cinco o seis tallas. Todos los muertos son iguales, por su mente pasan los últimos sepelios a los que ha acudido. A ellas se les afila el óvalo y a ellos la nariz. Y después, está ese color tan especial de la muerte… Apergaminados; entre amarillento y violáceo por los mejunjes para maquearlos. Les sellan los orificios o les cortan algunas partes corporales con tal que aparezcan en una posición lo más natural posible. Se les tapona la tráquea con algodones para evitar posibles vómitos, se les ponen prótesis oculares para que los ojos no se abran, se les pasa una brocha de color para que parezcan vivos, cuando están rígidos como tablas; un poco de formol y ¡voila!, muerto a la carta, piensa Úrsula fijándome en el rostro desdibujado de su apreciado vecino.


¿Cómo no vamos a parecernos si a todos nos meten lo mismo? ¡Vaya caca! Recrimina a sus entrañas. Eusebio, si es qué nada en tu cara me recuerda a ese guasón que conocía desde hace cuántos, ¿quince o dieciséis años? ¡Qué más da! Se repite Úrsula mientras pasea la vista por sus alrededores. Eso sí, por lo menos estás bien floreado; una corona a cada lado del ataúd, la de la derecha con gladiolos rosas y claveles blancos; recordatorio: tus hijos no te olvidan. ¡Vaya que no! Los he visto en contadas ocasiones, piensa con cara de póker.


A la de la izquierda otra de claveles en tonos rosas, recordatorio: tus nietos no te olvidan. ¡Ah carajo! Si resulta que tenías nietos y yo sin enterarme —a Úrsula le hierve la sangre—. A los pies, dos búcaros elípticos con un altillo metálico; todo muy pulcro. Izquierda, gladiolos rosas y narcisos amarillos. ¡Qué mal gusto! Piensa. Recordatorio: tus vecinos no te olvidan.  No podían ser de otros; seguro que más de uno está brindando tu partida con champagne —tuerce el morro—. El del otro lado, sin embargo, exento de recordatorios se exhibe con tan sólo capullos de rosas blancas. Una gozada para la vista; un descanso para tan macabra estampa rematada por un enorme crucifijo en la cabeza del féretro y dos luces con esbeltos pies de madera a modo de antorchas.


Úrsula sigue con su soliloquio mental yermo de palabras que no de pensamientos, repasando hasta el último detalle. Eusebio, voy a rezarte un poco. Sí, ya sé que no voy a misa ni rezo rosarios. Además, digo palabrotas si me place y peco a diario, ¡rediós! Pero no puede comenzar ninguna oración. No obstante, recuerda anécdotas de Eusebio… Sus pasitos de Geisha para desplazarse. ¡Cómo miraba a las jovencitas de reojo! Las veces que había bajado a recoger alguna pieza de la colada. Era divertidísimo, tenía los trofeos colgados en su tendedero con pinzas… El gayumbo de uno, el sujetador de otra, el paño de cocina de cualquiera, unas bragas de algodón grandotas, cinco o seis calcetines desparejados y los tangas de colorines de Úrsula. Todo un museo. Al final, se le llenan los ojos de lágrimas. Mira, ¡ya no puedo más! Me marcho a brindar por ti con lo que pille, seguro que eso te gusta más que la parafernalia que te han montado, termina por decir antes de dejar la sala.


Ya en casa, Úrsula abre el mueble bar y se amorra a la primera botella que ve sin mirar si es whisky o vodka.


—Va por ti Eusebio —dice a viva voz.

 

Antes, ha encendido el DVD. Eternas del Jazz suena a toda pastilla. El tiempo transcurre y Úrsula desconoce lo que se ha metido en el cuerpo, sigue bailoteando por la casa a ritmo de R&B. Beoda como una cuba y con lagrimones en los ojos.


—¡Coño, Eusebio! ¿Y ahora quién me dirá: «Hasta luego joven»? Eras el único que me decía joven con toda la naturalidad del mundo —sigue barruntando hasta que se queda dormida en el sofá.


Por la mañana, se despierta arropada por una manta, como si un angelote se hubiera preocupado de ella. Mira hacía la mesa del comedor y ve un caliqueño humeante. Sonríe. Se hizo la dormida cuando Eusebio la cubrió y le dijo: «Hasta la vista, joven».


 

©Anna Genovés

Revisado el 4de septiembre de 2022


*Dedicado a un caballero que apreciaba mucho y nos dejó hace tiempo.


*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437