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Promoción enero 2023

 


¡Hola, hola, hola…!!! ¿Os acordáis que publiqué varios capítulos de una novela llamada Los secretos del emperador?

 


Creo que os gustaron muchísimo porque se leyeron tanto que fueron las entradas más visitadas.



Revisé el manuscrito, añadí capítulos y terminé editándola en Amazon con el nombre de La concubina 111.

 


Para suavizar la cuesta de enero se puede descargar GRATIS del 12 al 16 de enero.

 


¡Feliz año! Gracias 😘

 


Enlace descarga gratuita La concubina 111


Promoción enero 2023

by on 18:18:00
  Promoción enero 2023   ¡Hola, hola, hola…!!! ¿Os acordáis que publiqué varios capítulos de una novela llamada Los secretos del emperad...






El retrato de Paulin

Basado en hechos reales

 

 

Mimbre sibarita

vendida por un puñado de dólares

no llores, la vida es la vida

 



A finales de los 80 las vidas de Zoé y Paulin se cruzaron para siempre. Nada tenían que ver la una con la otra. La primera, treintañera, trabajaba de dependienta en una perfumería. Tenía una imaginación desbordante y miles de escritos en los cajones. La segunda, había consumido medio siglo de vida. Era toda una señorona pija venida a menos; casada con un militar y madre tardía. Coincidencias de la vida: ambas veraneaban en un pueblecito turístico del Mediterráneo. Eran bastante reservadas y se habían hecho amigas.

 


***

 


Zoé y Paulin paseaban bajo un cielo índigo con destellos corales. La Luna estaba plena y habían caminado más que otras noches. Pero esa velada estaba llamada a ser especial. En la última cuesta de la caminata, Paulin le contó a su amiga, que había leído sus relatos.

 


—Zoé ¡escribes de maravilla! —exclamó Paulin—. Deberías emplearte a fondo: lo vales, niña.

—Paulin ¿te estás quedando conmigo?

—Pues… ¡va a ser que no! Y para que me creas, voy a contarte una historia.

—¿De verdad?

—Bueno… más que una historia, es mi autobiografía. Puedes hacer con ella lo que te plazca.

—Paulin no sé qué decirte —Zoé se mordió el labio inferior, insegura.

—¿Quieres o no…? Te prevengo que es bastante dura.

—¡Ufff!!!

—Venga Dña. Insegura. ¿Sí o no? —apremió Paulin.

—Está bien. Cuéntamela. Ahora, no tengo ni idea qué haré con ella. Tal vez, deberías enviársela a un editor o a un agente literario…

—Te la quiero contar a ti. No estás obligada a divulgarla. Si lo haces, puedes mezclar la realidad con la ficción, a tu gusto…

—¡Adelante! Soy toda oídos —terminó por decir la escribidora amateur con los ojos iluminados por una ráfaga de luz genuina.

—Sabes que soy canaria, ¿verdad? —dijo Paulin.

—Claro.

—Allí conocí a mi Salvador. Ahora está para pocas roscas. Pero entonces era un coronel del Ejército de Tierra muy guapetón. Tenía cuarenta y ocho años. Yo era una chavalilla de ná… y él, ¡tan apuesto! Tostado por el sol, y con esos ojazos verde mar y esa mata de cabello negra —recordó Paulin, mirando el cielo.

—Es un hombre atractivo —aseveró Zoé.

—Tú siempre dulcificando la realidad. Dirás, un anciano de buen ver.

—Bueno, yo no quería… —Zoé se puso roja.

—Gracias, pero… Al pan, pan. Y al vino, vino.

—Dejémoslo en un hombre con encanto.

—Eso también lo tenía: iba siempre de punta en blanco. A mí, que vivía en los suburbios de Las Palmas de Gran Canaria, me pareció el príncipe de todos los cuentos de hadas que había leído.

—Tú, ¿en los suburbios? No me lo puedo creer.

—Pues eso no es nada.

Zoé levantó una ceja y dijo:

—En fin, que fue amor a primera vista.

—Más o menos… —contestó Paulin moviendo la cabeza.

—¿Cómo os hicisteis novios? Disculpa, no quiero entrometerme.

 —Nada de disculparte. Necesito explayarme. Y esa Luna, que nos sigue a todas partes, me está animando a hablar.

Por unos instantes, el rostro de Paulin se llenó de lágrimas. Pero tras un respiro, continuó su relato.

—Era menor de edad y pobre. Tanto que, para estudiar bachillerato, me ganaba la vida haciendo favores a ciertos señores adinerados. Les gustaba a todos —Paulin miró a Zoé de reojo; a la chica se le había quedado cara de tonta. Pero salió del apuro.

—Paulin… 

—Confío en ti chiquilla —Zoé la abrazó.

—Gracias.

 —Verás, en Canarias hace treinta y tantos años, no se vivía igual que en la península. Todo era como un sucedáneo de la verdadera España. Con el boom del turismo, la mayoría de muchachitas que deseaban prosperar se dedicaban a vender su cuerpo para ahorrar unas perras y salir hacia la península.

 —No tenía ni idea —indicó Zoé.

 —La vida es injusta. El caso es que nos aliamos cinco jovencitas (entre ellas, yo) hambrientas y con ganas de salir del fango, decididas a trabajar en un… —Paulin se quedó pensativa—. En un burdel.

—Sí. La vida es injusta. Tienes razón. Cada cual hace lo que puede para sobrevivir.

—¡Ya te digo! Que decís ahora.

—Tómate un respiro.

—Necesito hablar…

 


La mirada de Paulin se perdió entre los abetos que las flanqueaban. Y allí se quedó mientras seguía confesándose.

 


—Mis amigas y yo —prosiguió Paulin con un respingo para no lloriquear— comprendimos que el negocio no estaba en brindarse a cualquiera que pasara. Teníamos que ser amable con los mandos: ellos si podían salvarnos. Trazamos un plan para movernos con asiduidad por los locales más refinados del sector. Al poco tiempo, la suerte hizo que un capitán se fijase en nosotras. Él nos presentó a otros oficiales, y uno de ellos, nos invitó a su apartamento en el barrio más chic de la capital canaria.

—Un pisito para los guateques.

—Exacto. Una casa de citas con mucho glamour.

—Mejor allí que a la intemperie.

—En poco tiempo, nos convertimos en las chicas de alterne de los próceres militares. Retiradas de las calles, vestimos con elegancia y contentamos a los caballeros que acudían a las fiestas privadas.

—Debió ser muy duro para vosotras —insinuó Zoé.

—Duro y lucrativo. Cincuenta por ciento para cada parte. Nadie nos obligó y nadie nos trató mal. Eso hay que tenerlo en cuenta.

—Me parece una postura muy inteligente.

—Sabía que me entenderías por eso quise que fueras mi cicerone —Paulin cogió del brazo a Zoé y prosiguieron su caminata.

—Ciertamente, me estás dando material para una novela —dijo Zoé.

—Apunta en tu memoria lo que escuches… ¿Quién sabe?

 


Paulin le contó a Zoé que, a partir de ese día, las cinco amigas llevaron una doble vida: por la mañana iban al instituto, y por la tarde a comprarse alguna que otra prenda asequible y refinada con la que vestirse por la noche. Las confesiones de Paulin fueron tan íntimas que Zoé se devanaba los sesos cavilando en los millones de niñas, que, por uno u otro motivo, ejercían el oficio más antiguo de la historia. Tanta información, le produjo una cierta ansiedad. Repasaba y escribía, una y otra vez, todo cuanto había oído. Amén, de dejar volar su imaginación con otras tantas apuestas. Días antes de finalizar las vacaciones, Paulin fue a enseñarle unas fotografías a media tarde.


 

—Hola Paulin. ¡Vaya sorpresa me has dado!

—Hola querida —Paulin le dio un beso en la mejilla—. Como te he contado tantas cosas quiero enseñarte unas fotografías.

—¡Qué bien! —contestó Zoé animada. Paulin sacó un álbum de piel marrón y lo dejó sobre la mesa. Lo abrió.

—A ver. A ver… —dijo Zoé.

—Mira, esta es la primera foto que nos hicimos Salvador y yo juntos. Estábamos en el paseo de la Playa de las Canteras —Paulin, esbozó una sonrisa—. Pero antes, te contaré qué sucedió la primera vez que nos vimos. ¿Qué te parece?

—¡Total!

—Fue en una party. Salvador estaba observándome. Y, ¡cómo me miraba! Fíjate que hasta me ruboricé —señaló Paulin. Zoé abrió los ojos como platos—. Minutos más tarde, el anfitrión hizo que me reuniera con él. Don Salvador (así me indicaron que le llamara) me invitó a una copa y después pasamos a una habitación especial. Hablamos de nuestras vidas. La mía sólo tenía escritas unas cuantas páginas. Pero el flamante coronel, llevaba varios libros. Lo habían destinado a las Palmas de Gran Canaria desde Indochina, donde se había adiestrado con tropas francesas y americanas. 

—¿Qué me dices?

—Lo que oyes Zoé. Te has quedado muerta, ¿eh?

—No es para menos.

—¡Qué poco sabes de la vida! A mí no me extrañó porque estaba acostumbrada a que los altos mandos me contaran sus hazañas.

—Lógico.

—La primera cita acabó tal cual. D. Salvador pagó por mi compañía y añadió un extra más que razonable. Desde esa tarde, acudió a todas las reuniones. Estuvimos muchos meses conociéndonos. Mi esposo, por aquel entonces, necesitaba a una confidente más que a una señorita de alterne.

—Has tenido una vida muy intensa, querida amiga.

—No puedo quejarme. En esta fotografía estábamos con unos amigos…

 


Las confidentes pasaron la tarde observando imágenes de un pasado fascinante y desconocido para Zoé. Paulin resplandecía cuando las mostraba. Era una mujer madura muy atractiva; pero de joven había sido un ángel. Alta y esbelta, de caderas redondeadas y pechos bondadosos. Ojos grises, melena dorada y labios carnosos. Un bombón. Su esposo, un apuesto caballero de porte gallardo e impecable apariencia. A Zoé, el hecho que D. Salvador hubiera llegado a Indochina en 1946 como un flamante comandante amigo íntimo de Serrano Suñer, del General Valera y del General Franco, al mando de parte del ejército Nacional: le pareció un filón novelesco de 24 quilates, aunque era contraria al universo fascista en el que estaba sumergida la historia. Por la noche, siguieron hablando bajo un firmamento cristalino con pinceladas albas. 



—Conoces casi toda mi vida —dijo Paulin—. Pero, tengo que contarte cómo un militar brillante pasó a casarse con una mujer de la calle.

—No digas eso Paulin.

—No me avergüenzo. He tenido demasiados años para hacerlo. Y eso es lo que era.

—Tú mandas.

—Pasado un tiempo, Salvador y yo intimidamos.

—Es obvio.

—La cosa comenzó como quien no quiere nada. Sin embargo, un día, Salvador, consintió que le tuteara en el pisito. Y poco después, me sacó a pasear. Me convertí en su amante. Con ello gané mayor solvencia económica, y, lo que es más importante, dejé de estar con otros hombres. Diez años más tarde, se convirtió en General de Brigada de la región militar de Baleares. Yo me había refinado mucho. Chapurreaba inglés, francés y alemán. Finalmente, entré en la Universidad de adultos y me licencié en filología inglesa.

—Vaya… nunca dejarás de sorprenderme.

—Puede ser. Salvador quiso que me fuera con él. En un principio, le di calabazas. Él era muy tenaz e iba a verme siempre que podía. Me regalaba joyas; me invitaba a los mejores restaurantes. Al final, me trasladé a las Baleares.

—Pero… —intervino Zoé.

—Llegado ese punto, quise más. Fue una temporada maravillosa, nos codeábamos con la jet de medio mundo. Mallorca es la residencia de verano de muchos aristócratas

—Y de la realeza —dijo Zoé.

—Por supuesto. Con ellos también coincidimos en varias recepciones. El caso es que Salvador siguió ascendiendo y cuando lo trasladaron a Valencia como General de División de la tercera región militar, me pidió matrimonio. Yo ya tenía mis añitos…

—Pero tu docilidad había dado sus frutos.

—¡Y tanto! Me compró un piso de más de doscientos metros en la Plaza de Cánovas del Castillo. Tenía tres empleadas del hogar. Y cuando nacieron los niños, no les faltaron tatas.

—¿Un cuento de hadas?

—Aparentemente…

—¿Cómo?

—Salvador perdió el interés. Se pasaba el día en Capitanía General. Regresaba a casa, con el buche lleno y el cuerpo impregnado de Coco Chanel…

—Paulin…

—Hija mía, siempre pasa lo mismo. Los hombres son polígamos. Recuérdalo toda la vida y no fantasees con príncipes azules: no existen

—¿Seguro?

—¿Quién mejor que yo podría saberlo? Disfruta todo lo que puedas.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Lo que quieras.

—¿Y qué pasó con tanta bonanza?

—No tiene que ver con lo que te he contado; quizá sea demasiado íntimo. Bueno, ¡qué más da! Lo comprenderás enseguida. Cuando falleció el Generalísimo, Salvador se opuso a la política que emprendió el Rey Juan Carlos. De inmediato, lo degradaron a comandante de la Reserva –una escala muy inferior—. Chiquilla, todo se vino abajo. La rumorología apuntó a mis orígenes y los amigos nos dieron de lado. Tuvimos que vender el piso, despedir al servicio… Y aquí estoy.

—Con trabajadores de clase media.

—Aún tengo demasiado. Nací en la calle y los orígenes nunca hay que olvidarlos.

—Tienes razón.

—Puertas que se abren y se cierran. Pero, ¿sabes qué?

—Tú dirás.

—¡Que me quiten lo bailao! —sentenció Paulin con alegría.

Esa fue la última noche que Zoé y Paulin se vieron. Finalizaron las vacaciones. Y días más tarde, el chalé de Paulin se vendió.

 


***

 


En 2015 Zoé se había convertido en una escritora afamada. Una mujer elegante e independiente. Su novela, El retrato de Paulin, había ganado un concurso literario de prestigio. La flamante escritora estaba en pleno periplo publicitario. Llenaba librerías, grandes almacenes, Ferias del Libro. Estaba firmando volúmenes con una cola interminable de fans cuando se acercó una lectora en silla de ruedas. Ella se dispuso a dedicarle el ejemplar. Cariñosa.

 


—¿Cómo se llama, por favor? —preguntó con una sonrisa.

—Paulin. Me llamo Paulin —contestó la anciana.

 


Sus miradas se abrazaron en el aire denso que las rodeaba; nunca volvieron a separase.

 


© Anna Genovés

Revisado el 28 de noviembre de 2022

Imagen tomada de la red

Dedicado a una amiga muy querida


 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

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El retrato de Paulin

by on 18:18:00
El retrato de Paulin Basado en hechos reales     Mimbre sibarita vendida por un puñado de dólares no llores, la vida es la vida   A finales ...

 


 

I love you Facebook

 

 

Redes sociales, futuro

amores compartidos

pulgares metálicos

y mente decodificada

 

 

My dear Face:

 

El día que vi Her, supe que todavía estaba en mis cabales. Joaquin Fhoenix, había caído rendido a los pies de un programa informático con voz seductora y femenina. Yo de una red social muy masculina con un harén incontable de concubinas.

 

Recuerdo el día que te conocí. Abrí el ordenador y busqué en Google: Facebook. Cuando vi tus ojos azules con esas pintas níveas; supe que eras el hombre de mi vida. Mi alma gemela. Daba igual que nuestra relación tuviera que ser abierta. Mi educación estricta, de rosario y mantellina, me decía que era pecaminosa. Sin embargo, quedé prendada por tus cualidades. Así que aparqué los prejuicios y me adentré en tus dendritas. Poco a poco, conocí a mis contrincantes, aquellas y aquellos —no olvidemos que tu ambigüedad sexual sigue pujante—, con los que competía a diario… Personas anónimas que me pedían amistad y sacaban sus tentáculos por la fluorescencia lumínica de la pantalla.

 

Todo me dio igual, hasta tuve que rehacer mis sentidos para acoplarme a tus requisitos. Besé tu boca y una corriente automatizada pasó por mi cuerpo dándome vida: ¡pura dopamina! Las teclas transmutaron en tus músculos de titanio. Me convertí en tu presa, no podía respirar si no te veía; me faltaba el aire. Tu fragancia a electricidad condensada doblegaba mis emociones. Hasta hice el amor contigo escuchando ese sonido inmortal de tu corazón como un runrún imperecedero. Y, ¡zas! De repente, no puedo dormir. Abro el portátil para encontrarme contigo en esas noches febriles en las que las sábanas huelen a cinabrio y aparece la nota: «Estás bloqueada».

 

¿Qué había hecho yo para merecer que me recluyeras en la celda de castigo a pan y agua? Si había compartido las 24h horas del día de todas las semanas; siempre estaba a tu lado. Hasta iba al servicio con la Tablet viendo uno de tus muchos rostros: compartiendo amantes. Me sentí la mujer más desdichada del universo. De nada servía conectarme a Internet si tú no estabas. Pensé que debía confesarme; estaba claro que Dios me había castigado por mantener relaciones múltiples. De rodillas en el confesionario, le expliqué al sacerdote mis pecados, me dijo que tenía que rezar cinco Padres Nuestros y un Ave María. Amén de escuchar misa durante una semana. El clérigo se enfadó muchísimo. La Iglesia penaliza las relaciones extramaritales y yo nunca podría cumplir con el Santísimo Sacramento del Matrimonio contigo. Pero te amo tanto, amor mío, que se me hace pesado la vida sin tu apoyo bendito. He puesto en mi muro un lazo negro en señal de duelo. Con ello he descubierto quiénes son verdaderamente mis amigos. Los que me han posteado y se han unido a mi causa, los que no me han dicho nada e incluso me han borrado de sus listas, y los indiferentes en su placer extraño. Todos esos camaradas han sido un apoyo muy grande. Me he sentido reconfortada. A ellos les había sucedido lo mismo en algún momento y aseguraban que cualquier día me levantas el arresto.

 

Entonces volveré a tenerte entre mis brazos, te asiré con todas mis fuerzas y no dejaré que te vayas. Seré muy obediente. Cumpliré a rajatabla todo lo que me digas. Por favor, lee esta carta de amor desesperado y regresa al calor de mi hechura: I love you Facebook.

 

Tuya siempre, Cibernalia

 

P.D. Tras escribir esta carta de amor desalentado, pasaron los días y seguí sola; ¡no me perdonabas! Las noches eran blancas. El reloj repicaba en mis tímpanos. Una hora, otra más y nada. Por fin, me absolviste. Un día me levanté y volví a navegar por los recovecos de tu organismo. Tu fragancia a testosterona cibernética humedeció mi hechura. ¡Volvías a amarme! Cuando vi tus ojos y escuché tu voz susurrante, te besé delirante y tu energía incendió mi sexo. Abrí la Webcam y bailé solo para ti como la mejor stripper del Bada Bing de Los Soprano. Desnuda, deposité el portátil sobre mi vientre y tuve un orgasmo tántrico. No me importaba que Dios me castigara por tu amor incestuoso. ¡Era feliz! ¡Nos habíamos reconciliado!

 

© Anna Genovés

Revisado el 7 de noviembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

 *Relato incluido en el libro de relatos La caja pública. Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. Disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437


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Trato sangriento

 

Locura o banalidad

miedo a lo desconocido o fatalidad

las hermanas de la muerte

la mentira y la verdad

 

El treinta y uno de octubre de 1999, en Longest Ville, preparaban el Halloween como todos los años desde que se había construido la villa. Los padres recorrían los pasillos del supermercado –carrito de compra hasta los topes— con listas interminables. Las madres decoraban los hogares con ristras de calaveras, arañas, monstruos, calabazas… Y ultimaban los disfraces de su progenie. Los niños comían golosinas y preparaban el recorrido nocturno del ‘truco o trato’. Todos estaban felices. La localidad era de ensueño; sus sesenta y seis calles formaban unas cuadrículas perfectas. Rectas como una viga de hierro colado. Los extremos colmados por rotondas de césped y flores. Además, tenía un centro comercial, un cine, una sala de fiestas, varias cafeterías, diversas tiendas con todo tipo de artículos, un hospital, un hogar para veteranos de guerra, otro para ancianos y un parque de atracciones.


Longest Ville era un municipio más de los que surcan todos y cada uno de los estados de USA –construidos en lo alto de una pequeña colina para albergar a familias de clases media-alta—. Casitas de doble planta con buhardilla, garaje y trastero; rodeadas de unos metros de césped exento de vallas. Todas las calles mostraban una armonía cuasi divina. Sin embargo, cada vivienda era de una tonalidad diferente. Ese era el emblema que la distinguía de las miles de urbanizaciones prefabricadas que salpicaban el macro país. En la calle principal, que partía en dos mitades exactas la población, aparecía una medianera fina y esbelta de cipreses enanos recortados con una exquisitez demoniaca. En el número sesenta y seis, se alzaba una vivienda rosa palo con techumbre castaña, preciosa. En ella vivían dos hermanas de gustos opuestos: Meredith, una maestra retirada bastante excéntrica que no soportaba los films de terror. Y Helen, ama de casa, soltera acérrima y seguidora de cualquier documento terrorífico que pudiera caer en sus manos. Ese día, ambas estaban inquietas esperando las pillerías infantiles.


Eran las siete de la tarde, cuando el primer grupo de monstruitos se echó a la calle para amenizar la fiesta. Cuando estaban a varios metros de la casa rosa, uno de los chavales soltó:

 

—Dicen que la Srta. Meredith se vuelve loca esta noche.

—Calla, charlatán —inquirió el vampiro—. La Srta. Meredith, fue una buena maestra.  Hay que respetarla.

 

Minutos más tarde, llamaban a la puerta. Helen les dio la bienvenida ataviada con un batín malva y gorro de bruja. Todos se echaron a reír.

 

—A ver… ¿qué tenemos aquí? —preguntó la dama.

—Truco o trato —dijo el zombi estirando el brazo con el puño cerrado.

—Trato —contestó Helen arqueando una ceja.

—¿Quién ha llamado Helen? —preguntó Meredith desde la cocina.

—Son los niños, querida. No hace falta que salgas —contestó ella.

 

Pero Meredith ya estaba allí. Maquillada y vestida como si fuera de fiesta. Sus cejas redondas, su nariz corta y respingona; su boca, una línea cóncava carmesí; su cabello, bucles dorados marcados por tenacillas. Era encantador verla arreglada. Los niños sonrieron y Meredith, también. Inmediato, especuló uno a uno sus disfraces.

 

—Muy bien. Tenemos un Drácula, un muerto viviente, una bruja guapa y un brujo feo, un gnomo, una vampiresa y… —su rostro comenzó a descomponerse.


—Meredith, ¿qué te pasa? —preguntó Helen con cara de susto.

 

Pero Meredith estaba al borde de un ataque de pánico y chilló despavorida.

 

—Ha regresado a por mí —dijo gritando, antes de salir corriendo como alma que lleva el diablo…

 

Los niños, boquiabiertos, no sabían qué hacer. Helen les dio una bolsa de chucherías y cerró la puerta. Inmediato, buscó a su hermana. Meredith estaba escondida debajo de la cama chillando como una loca. Tuvo que armarse de paciencia para tranquilizarla. Después, le dio unos sedantes y al final, la dejó durmiendo.

 

En el reloj de péndulo del salón, sonaron las tres de la madrugada. La tercera campanada hizo que Meredith despertara. Estaba aturdida. No obstante, en unos segundos reconoció la sintonía que escuchaba a través de la puerta. Era la música que Charles Bernstein había compuesto para el film Pesadilla en Elm Street. La mujer, se deslizó por el suelo con sumo cuidado. Giró el pomo de la puerta y bajo hasta la planta baja, descalza. Sin hacer ruido. Se asomó al salón y vio que la película estaba comenzando, cerró muy fuerte los ojos y volvió a abrirlos. Chilló desconsolada. Era un grito desgarrador y terrorífico; el brazo de Helen, descuajado y ensangrentado, yacía sobre la alfombra. Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y siguió viendo el horror que la rodeaba… Dedos, una pierna, sangre en las paredes y el tronco de Helen sentado frente al televisor. Se acercó y volvió a bramar; junto al cuerpo mutilado, yacía la cabeza de su hermana con un hacha incrustada. Los ojos abiertos –azabaches y enormes— no dejaban de mirarla. La música irrumpió en tono elevado. Ella comenzó a golpearse contra la pared, repitiendo:

 

—¡Es una pesadilla! ¡Es una pesadilla! ¡Es una pesadilla!...  —extática, sin poder moverse.

 

Unas garras afiladas salieron del televisor como un enorme cangrejo que asía a su presa indefensa. Las manos, exentas de piel, dejaban al descubierto los tendones de los antebrazos. Por fin, apareció el rostro espeluznante del monstruo: Freddy había regresado a por ella. Desgarró su cuerpo a fuego lento. Los bramidos inhumanos se escucharon en toda la villa. Desde entonces, la casa número sesenta y seis de la calle seis de Longest Ville sigue deshabitada. Pero nadie pasea por los alrededores porque se escuchan ruidos extraños. Y todos los Halloween se oyen los alaridos infernales de las hermanas.

 

©Anna Genovés

Revisado el dieciocho de octubre de 2022

Imagen tomada de la red

 

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Trato sangriento

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El club del ganchillo


 

La aguja entra y sale

en el ovillo

la mujer satisfecha ríe

hoy y mañana

 


Bárbara era una joven espectacular. Veintidós años, pelirroja natural, ojos índigos. Hoyuelo surcando el mentón, lunar sobre la parte derecha de la boca y curvas tan insinuantes como Marilyn Monroe en La tentación vive arriba. Desde los dieciséis, estaba envuelta en una nube simbiótica que no llegaba a comprender. Sabía que era el centro de atención de todo macho con la testosterona pletórica. Pero a ella la habían educado con vara dura y no estaba por la labor de dejarse manosear.


Tal vez, que su padrino le hubiera dicho una tarde de primavera –cuando comprobó sus atributos con un hot pants que dejaba entrever la parte inferior de los cachetes perfectos de sus nalgas y top enseñando el ombligo piercingneado —, que podía tontear con los chicos, siempre de cintura para arriba, por supuesto. El resto de su hechura era un templo; y sus partes púdicas, el Sanctum Sanctorum del mismísimo tabernáculo israelita. Inviolable hasta pasar por el altar. Le habían conferido un carácter de Lolita espabilada que soliviantaba sin dar. O sea, una calientabraguetas.


Y tanto fue el cántaro a la fuente, que un día explotó. Caminaba la criatura por unas manzanas de edificios algo solitarias una tarde bochornosa, con sus carnes prietas y sus balanceos pélvicos; dispensando ese aroma a fémina sudorosa de piel brillante y labios jugosos, cuando un desalmado la atacó. Pero había nacido con buena estrella. No se convirtió en una víctima como muchos agoreros preconizarían en situaciones similares. Sino en la esposa del comisario (cuarentón largo, deportista acérrimo y perfecto sobrero), que paseaba por los arrabales con su bicicleta. Claro, ejerció su autoridad y se hizo cargo del caso. Una cosa, llevó a la otra.


El discurso de su parentela, cambió rotundamente: «Querida, ahora serás la esposa de un jefazo de la Policía Nacional. Tienes que cumplir con todo lo que te diga. Qué quiere tus servicios maritales antes de trabajar: se los das. Cuando llegue del trabajo: lo mismo. Siempre sonriente y complaciente. Que D. Enrique está enamorado y tiene mucho dinero. Vivirás como una reina» —le dijeron.


Bárbara probó el manjar y no quiso soltarlo. Cada día le pedía más. Unos meses más tarde, dio a luz a un bebé rollizo que ella misma amamantó. Once meses después, a la niña de la casa. Y al año siguiente, a los mellizos de cabello zanahoria. El jefazo estaba harto de lloriqueos infantiles y pañales. Cambió de parecer: ni la tocaba. Su dulce esposa era una verdadera conejita. Volvió con los amigotes, el fútbol y las pistolas. La moza exultante, entró en una fase depresiva. Pese a ello, ni a la madre ni a los retoños, les faltaba de nada; el dinero bullía a tutiplén. D. Enrique, en un alarde de generosidad, habló con ella:


—Barbi tienes que ir al Club del ganchillo —le dijo en tono cariñoso.


—Enrique ya sabes que no me van los temitas de marujas. Ni las ropas de señora o las esposas de tus compañeros. Todavía soy muy joven —protestó malhumorada.


—Este club es muy diferente... Hablan, cosen, tejen, leen novelas para mujeres... Estás demasiado sola. Allí, harás buenas amigas. Ya lo verás —Barbi torció el morro.


Cuando Joan —la esposa del Inspector jefe— le suplicó que fuera al dichoso club, no pudo rechazar la invitación. Sin embargo, una vez tomó la aguja nunca la dejó.


—Querida siéntate. Te presentaré a las chicas... —le dijo, Joan, cuando entraron en el salón del pisito. Bárbara obedeció.


—Como tú digas —contestó.


—Ahora, abre ligeramente las piernas —Barbi puso cara de sorpresa. Pero las abrió.


—¡Perfecto!... —susurró Joan guiñándole un ojo.


Bárbara seguía las instrucciones de su amiga entre agujas y ovillos de lana. La sugerente posición, dejaba entrever las medias sujetas a una braguita vintage con ligueros en tonos marfil. Todo muy virginal. La chica comenzaba a aburrirse, cuando sonó una campanita:


—Queridas, hora de la merienda —indicó Joan, alegre.


—Estupendo —aplaudió Marlene, otra de las esposas.


Tomaron té con pastas y después prosiguieron sus labores... Sólo que esta vez, una de las congregadas descalzaba a Barbi con suavidad. Acariciaba sus pantorrillas y sus muslos hasta llegar al borde de las medias. Las deslizaba lentamente, a la par que una pluma acariciaba sus carnes turgentes. El bello del cuerpo se erizó. Hizo un ademán de cerrarlas. Pero Joan, tomó su rostro y la miró, relamiéndose los labios:


—Cielo, te gustará. Sabemos lo que necesitas. Estar casada con un poli, es muy duro. Nunca están cuando los necesitas. Se aficionan a las armas, a la del cuello largo y a las putas, que no les cobran con tal de seguir ejerciendo el oficio más antiguo de la historia. Y a nosotras, ¡qué nos zurzan! Pues eso hacemos.


—Joan no sé si quiero... —dijo Barbi, al notar que toda ella se humedecía.


—Shhh... Ten un poquito de paciencia. Luego, me lo cuentas —contestó Joan rozando su esbelta nuca con las uñas de porcelana.


Bárbara continuó sacando y metiendo el ganchillo entre el algodón esponjoso que tejía. Obviando la melena elástica y azabache de Marlene, que se alojaba entre sus piernas y mordisqueaba sus braguitas. Lamía los pliegues de sus ingles e introducía la lengua en esa oquedad juvenal sedienta de un buen instrumento. Y siguió hilando cuando las convulsiones vulvares fueron más que evidentes. Emitió unos sonoros chillidos empapada en sudor. Oteó la sala y vio, que en cada butaca había una mujer ovillando —perniabierta— y otra arrodillada; enrolada entre las faldas. Jadeantes. Después, las posiciones cambiaron... Al acabar la velada, el rostro de Bárbara resplandecía:


—Joan nunca hubiera imaginado que hacer ganchillo se me daría tan bien —dijo con la boca empapada de flujo vaginal.


—Barbi esto es tan atractivo como el mítico Círculo de costura hollywoodiense —contestó Joan.


—¿Eh???...  —protestó Bárbara, ajena a sus palabras.


—Preciosa, El círculo de costura era un lugar frecuentado por las estrellas más famosas del celuloide. Todas lesbianas o bisexuales en petit comité... Greta Garbo o Marlene Dietrich, entre otras. —contestó Joan antes de pellizcar su trasero.

 

Barbi pegó un saltito. Los hocicos se unieron, acuosos. Sus lenguas se encontraron en la profundidad espumosa. Barbi volvió a casa feliz. El comisario no preguntó.


 

©Anna Genovés

 

Revisado el veintidós de septiembre de 2022

Imagen tomada de la red

 

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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

Dedicado a mi amigo José Luis Moreno-Ruíz allí donde se encuentre en este universo tan dilatado y confuso.


 

 



El club del ganchillo

by on 20:20:00
  El club del ganchillo   La aguja entra y sale en el ovillo la mujer satisfecha ríe hoy y mañana   Bárbara era una joven espe...

 




Todos los muertos son iguales

 



Huesos y sollozos

en un mundo tramposo

huesos y sollozos

ataúdes, lodo

 

 

Úrsula vive en una finca de diez plantas, y, exceptuando su casa y otro apartamento, el resto está ocupado por jovenzuelos de más de setenta añitos. Los hay hasta nonagenarios.

 

—¡Joder! —Exclama por lo bajini cuando entra en el patio y huele un perfume fortísimo—. Una de mis carcamales preferidas se ha echado la botella entera de Myrurgia —barrunta hablando sola.

 

Los aprecia a todos. Pero tienen sus cosillas… Poco le importa; ella es la primera rarita de la troupe. Constante como un reloj, se dispone a subir hasta el cuarto a pata, sin prisa ni pausa. A cada paso que da, la fragancia se torna insoportable; cuando toma el rellano del tercero, un ruido la pone sobre aviso… Algo no anda bien —piensa—, y ¡zas! Allí está, la puerta cinco abierta de par en par. Una camilla hidráulica (con una bolsa de plástico negra atravesada por una cremallera y silueteada por un contorno humano), aparece ante ella. Por el lateral, se asoma una vecina con cara de circunstancia:

 

—Mi papá ha fallecido Úrsula. Sube, sube… Después hablamos —le anima para que pase.

 

—Tranquila, Mari. Me espero… Después subo, no tengo prisa —contesta Úrsula.

Y ahí se queda, viendo como maniobran a uno y otro lado la dichosa camilla hasta ubicarla centrada a la puerta del ascensor, que ella misma sujeta por detrás. Seguido los de la funeraria repliegan las patas, la ponen en vertical y la introducen en el elevador con el bueno de Eusebio enfundado. Mari le cuenta con brevedad el suceso:


—Nada Úrsula, he llegado sobre las cinco de la tarde. El papá estaba sentado en el sillón de espaldas a la puerta del salón y yo diciéndole: “Papá, papá”. Pero no me contestaba; al acercarme me he dado cuenta que estaba… —Mari se pone a llorar como una Magdalena.


—Tranquila. Tú has hecho todo lo posible para que fuera feliz —comenta Úrsula con un abrazo.


—Sabes… Aún estaba caliente —le confiesa entre sollozos la compungida hija.


—Era muy majo.


—Pues tenía muy malas pulgas —asegura la hija secándose las lágrimas.


—Un cascarrabias encantador con los ojillos luminosos y la sonrisa de niño travieso —concluye Úrsula.


—Lo cierto es que ha vivido muy bien ¡Ya quisiéramos todos llegar a sus años con tan buena salud! —asevera Mari.


—Tienes mucha razón —apostilla Úrsula.

 

La conversación termina. Úrsula ha perdido las ganas de todo. ¡Caray! Con lo bien que me caía Eusebio. Toda una institución a sus noventa y cinco años; su cervecita a diario, su purito, su cafetito, sus “cuquis” una vez al mes… ¡Qué pena! Piensa. Al final se mete en la cama sin cenar; pasa una noche de perros. Se levanta tarde, desayuna y como una flecha se marcha directa a la parada del bus. Destino: Tanatorio Municipal.

 

Diez minutos más tarde, aparece el vehículo. Los recovecos por donde surca la lombriz metálica de color púrpura, la sumergen en el letargo de su pasado. Navega por la calle donde nació, por la calzada que tantas veces había pisado para ir a trabajar, por la plaza donde vivió de joven, por el callejón dónde estaba ubicado el almacén familiar y por la avenida de El camposanto. Cuando llega son casi las dos de la tarde, tiene veinte minutos para presentar sus respectos y hablar con Eusebio.

 

Entra al Tanatorio, mira el panel y pregunta a las recepcionistas:

 

—Sala 4. Siga por el pasillo de la derecha hasta el final —le contestan con una amable y cibernética voz.


—¡Jo! La misma sala donde pusieron a mi padrino —murmura Úrsula cabreada.


—¿Decía algo? Señora.


—No señora —contesta de mala gaita, antes de emprender el caminito de la derecha.


Al fondo del pasillo diestro, ve un cartel enorme de color verde con letras blancas que pende de la puerta, donde se puede leer: “El acceso al crematorio está cerrado por reformas”.  Vaya, ¿y qué harán con los pobres que deseen incinerarse, un periplo por las afueras? Dice por lo bajini, moviendo la cabeza. Inmediato, sigue el pasillito que tuerce hacia la izquierda. Está impoluto y con una asepsia similar al del film Gattaca, piensa con sorna. Todas las salas quedan al mismo lado. Úrsula con su particular humor, hace una crónica mental y minuciosa de lo que va viendo…


Sala 1: nadie a bordo. Murmullos de fondo.


Sala 2: igual que la anterior.


Sala 3: congregación de gentío en la puerta invadiendo la totalidad del pasillo como si hubieran pagado una zona VIP sólo para ellos. Muerto pudiente, todos enlutados; ellos con trajes oscuros y corbatas, ellas con vestidos negros y tocados. Las conversaciones frívolas y variopintas: la hipoteca, la casa, los hijos, el trabajo, el nuevo coche, las vacaciones de Semana Santa. Mucha apariencia y más hipocresía, medita Úrsula con los tímpanos estrangulados por los cotilleos propios de un cóctel y no del adiós por alguien querido. ¡Estos ricos son unos hipócritas! Suspira.


Sala 4: tres caballeros de pelo cano, conversando discretamente. Dentro la acogedora salita en tonos beige neutro. A la izquierda el servicio, enfrente una mesa redonda con cuatro sillas, al fondo (lindado con la pared) dos sofás. Encima unas litografía abstractas intercaladas por tres plafones blancos de media luna. En el lado opuesto, dos armoniosos parabanes que recogen al difunto.


Úrsula no ve a nadie conocido y se va con Eusebio. Ahí está en una caja de madera normal y corriente. Envuelto en un sudario blanco. Lo mira y apenas reconoce a ese grandullón que caminaba con pasos milimétricos ayudado por su bastón, su puro y su bolsa de la compra. Tan lleno de vida; de dimensiones magnas y sonrisa pícara, recuerda. Ha menguado cinco o seis tallas. Todos los muertos son iguales, por su mente pasan los últimos sepelios a los que ha acudido. A ellas se les afila el óvalo y a ellos la nariz. Y después, está ese color tan especial de la muerte… Apergaminados; entre amarillento y violáceo por los mejunjes para maquearlos. Les sellan los orificios o les cortan algunas partes corporales con tal que aparezcan en una posición lo más natural posible. Se les tapona la tráquea con algodones para evitar posibles vómitos, se les ponen prótesis oculares para que los ojos no se abran, se les pasa una brocha de color para que parezcan vivos, cuando están rígidos como tablas; un poco de formol y ¡voila!, muerto a la carta, piensa Úrsula fijándome en el rostro desdibujado de su apreciado vecino.


¿Cómo no vamos a parecernos si a todos nos meten lo mismo? ¡Vaya caca! Recrimina a sus entrañas. Eusebio, si es qué nada en tu cara me recuerda a ese guasón que conocía desde hace cuántos, ¿quince o dieciséis años? ¡Qué más da! Se repite Úrsula mientras pasea la vista por sus alrededores. Eso sí, por lo menos estás bien floreado; una corona a cada lado del ataúd, la de la derecha con gladiolos rosas y claveles blancos; recordatorio: tus hijos no te olvidan. ¡Vaya que no! Los he visto en contadas ocasiones, piensa con cara de póker.


A la de la izquierda otra de claveles en tonos rosas, recordatorio: tus nietos no te olvidan. ¡Ah carajo! Si resulta que tenías nietos y yo sin enterarme —a Úrsula le hierve la sangre—. A los pies, dos búcaros elípticos con un altillo metálico; todo muy pulcro. Izquierda, gladiolos rosas y narcisos amarillos. ¡Qué mal gusto! Piensa. Recordatorio: tus vecinos no te olvidan.  No podían ser de otros; seguro que más de uno está brindando tu partida con champagne —tuerce el morro—. El del otro lado, sin embargo, exento de recordatorios se exhibe con tan sólo capullos de rosas blancas. Una gozada para la vista; un descanso para tan macabra estampa rematada por un enorme crucifijo en la cabeza del féretro y dos luces con esbeltos pies de madera a modo de antorchas.


Úrsula sigue con su soliloquio mental yermo de palabras que no de pensamientos, repasando hasta el último detalle. Eusebio, voy a rezarte un poco. Sí, ya sé que no voy a misa ni rezo rosarios. Además, digo palabrotas si me place y peco a diario, ¡rediós! Pero no puede comenzar ninguna oración. No obstante, recuerda anécdotas de Eusebio… Sus pasitos de Geisha para desplazarse. ¡Cómo miraba a las jovencitas de reojo! Las veces que había bajado a recoger alguna pieza de la colada. Era divertidísimo, tenía los trofeos colgados en su tendedero con pinzas… El gayumbo de uno, el sujetador de otra, el paño de cocina de cualquiera, unas bragas de algodón grandotas, cinco o seis calcetines desparejados y los tangas de colorines de Úrsula. Todo un museo. Al final, se le llenan los ojos de lágrimas. Mira, ¡ya no puedo más! Me marcho a brindar por ti con lo que pille, seguro que eso te gusta más que la parafernalia que te han montado, termina por decir antes de dejar la sala.


Ya en casa, Úrsula abre el mueble bar y se amorra a la primera botella que ve sin mirar si es whisky o vodka.


—Va por ti Eusebio —dice a viva voz.

 

Antes, ha encendido el DVD. Eternas del Jazz suena a toda pastilla. El tiempo transcurre y Úrsula desconoce lo que se ha metido en el cuerpo, sigue bailoteando por la casa a ritmo de R&B. Beoda como una cuba y con lagrimones en los ojos.


—¡Coño, Eusebio! ¿Y ahora quién me dirá: «Hasta luego joven»? Eras el único que me decía joven con toda la naturalidad del mundo —sigue barruntando hasta que se queda dormida en el sofá.


Por la mañana, se despierta arropada por una manta, como si un angelote se hubiera preocupado de ella. Mira hacía la mesa del comedor y ve un caliqueño humeante. Sonríe. Se hizo la dormida cuando Eusebio la cubrió y le dijo: «Hasta la vista, joven».


 

©Anna Genovés

Revisado el 4de septiembre de 2022


*Dedicado a un caballero que apreciaba mucho y nos dejó hace tiempo.


*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

 




Un affaire de carretera


 

Vehículos y carreteras

cafés y pica piedras

el mundo es un pañuelo

buscas lo que encuentras

 


Magdalena está preparada para ir a pasar unos días con su madre. Hace unos meses que se ha quedado sin trabajo y tiene la moral por los suelos. A la postre, ha descubierto que su esposo se la pega con otras... Lleva años sospechándolo. Hogaño, con tiempo libre, se ha cerciorado. No es la primera vez que descubre manchas de carmín en su ropa. Cuando le preguntaba, Jesús, siempre le contestaba lo mismo: «Cariño he ido a ver nuestra pequeña —una veinteañera emancipada—, ya sabes que es muy besucona…». Con las horas de asueto hace sus cábalas. En la perfumería, le dicen el color exacto del labial. Así que, ni corta ni perezosa, se marcha a casa de su hija y, ¡zas! La niña nunca ha utilizado el tono rojo coral de Astor.


Siempre ha pensado que los humanos, como el resto de mamíferos, son bisexuales y polígamos. Sin embargo, las mujeres —por lo general— son las que llevan la cornamenta. Las de su género, saben aguantar el temporal y los sudores de la entrepierna. Los machos no, piensa. Con este panorama, sólo le falta descubrir si su partenaire tiene una pilingui o se va de putas. Está a punto de contratar a un detective. Pero, en el último instante, se arrepiente.


Dos semanas más tarde, ha cambiado de idea. Así que, llama por teléfono a su amiga Dolores a ver qué le parece su nuevo plan.


—Mira, lo he decidido. Desde que el comebolas me dio botica, estoy feliz y a gusto con mis protuberancias –se toca la cabeza para ver si las astas son demasiado exageradas. Le entra la risa tonta—. ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Me encanta el Prozac! Qué Jesús haga lo que le dé la gana. Una, se va con mamá. 


—¡Muy buena idea, querida amiga! Ve a pasar unos días con tu mami; te sentarán bien —insinúa Dolores a través del auricular.


—No Dolores. No me voy para unos días; me voy para unos meses… Tal vez, vuelva cuando haga calor.


—Y me dejas sola. ¡Qué mala eres!


—¡Estoy harta de mi marido! Qué se quede de Rodríguez todo el invierno. Ya se acordará de mí cuando haga frío… —sentencia Magdalena.


Camino de Almagro —donde vive su progenitora—, Magdalena canturrea. Está escuchando a Camarón. Se engancha en una estrofa y le sale la risa floja. Seguido, necesita orinar. ¡Mierda, qué me meo! Hasta dentro de cincuenta kilómetros no hay un área de servicio. ¿Qué hago? Tengo que parar por narices —parlotea consigo misma con es gracejo inmenso de las manchegas; todas ellas Dulcineas del Toboso—. Minutos más tarde, aparca en el arcén y se pone en cuclillas entre unos matojos. El potorro al aire y el rostro extasiado cuando sale el chorro. La mismísima Santa Teresa en uno de sus trances. ¡Piii!!! ¡Piii!!! Un ensordecedor claxon, hace que mire hacia la carretera. Justo, pasa un tráiler. Desde la ventana, el copiloto le vocea:


—¡Quién fuera hierba para acariciar tus bajos! ¡Wapa!


—¡Ay Dios! ¡Ay Dios! —repite (persignándose en la frente, en la boca y en el pecho) con el culo al aire y subiéndose los pantalones como puede.


El camión se esfuma en el horizonte. Magdalena vuelve a su Ford, roja como una fresa madura.


—¡La madre que lo parió! —sermonea—. Si llega unos segundos antes, me corta la meada.


Al decir estas palabras, se percata de algo inusual: está húmeda. La lívido por los aires...


—¡Madre mía! Me he puesto como una moto. Si me ve la ginecóloga me dice que, de óvulos lubricantes, nada de nada. Jejejeee… ¡Estoy hecha una jabata! —se alaba.


Emprende la marcha, más feliz que unas castañuelas. Enciende el DVD y cambia de artista. Toca algo más sexy; unos R&B de su hija. La música hace que la carretera se le antoje diferente. Se apea en el Área de servicio para llenar el depósito. Baja, carga el tanque con gasolina sin plomo y vuelve a subir. Cuando pasa por la zona de vehículos pesados, ve el camión del mulato que le ha piropeado.


«Y si paro y veo como está de cerca. Pero, ¿dónde vas Alfonso XII? Si tienes más años que Matusalén». Se dice a sí misma, mientras repasa sus labios en el retrovisor. No puede evitarlo. Para el motor del vehículo y va la cafetería. Está vacía. Entra con su melena negra, cantoneándose. Sara Montiel en plena madurez. En la barra, el oscurito con otro bizcochito, de la edad de su vástaga.


—¡Joder! Si los dos están de rechupete. Unos ciervos para mojar —murmura por lo bajini.


Se acerca a la barra y le dice a la camarera:


—Ponme lo que estén tomando los chicos. Pago la ronda.


Media hora después, entra en una habitación del Motel con el cuarterón de uno noventa. Se siente como la Bassinger en Una mujer difícil o, quizá, la Dunaway En los brazos de la mujer madura. Recapacitado el asunto, resuelve que si los hombres se lo pueden montar con jovencitas; las mujeres se pueden calzar a polluelos. En la suite sin estrellas, se desviste a lo leona. Poniéndose a cuatro patas sobre la cama. ¡Gr…!!! Gruñe con sus zarpas de gel. El camionero, se quita la ropa despacio… Cuando termina el bailecito sexi, la exuberante felina, es una gatita que quiere huir.


—¡Qué pasa! ¿No te gusto? —le pregunta el joven; ciclado como una tableta de chocolate puro.


—No hijo, no. ¿Cómo no me vas a gustar? Eres una estatua de ébano.


—¿Qué? ¿Qué?


—Nada, nada… Que estás muy bien dotado. Demasiado. No estaba preparada para esto.


El chico no le hace caso, la tumba; le abre las piernas con sus musculados brazos. Ronronea por su pubis y le desabrocha el body de encaje negro, que tanto estiliza su figura, con la boca. Juguetea con todo lo que atisba su lengua, larga y dúctil. Magdalena tiene un orgasmo. Tal cual, se la carga el torso, la apoya contra la pared y la penetra hasta la garganta. Ella gime de placer. Chilla como una endemoniada. Un segundo orgasmo hace que su cuerpo experimente una ola de sacudidas perpetuas. En uno de los brutales movimientos, se percata que, el acompañante —rubio y con ojos almendrados—, está sentado. Desnudo, masturbándose.


—Oye, que tu compañero ha entrado —le suelta al negraco.


—Tranquila —contesta el Apolo tostado que la mantiene en el Nirvana.


Su fantasía la lleva a otro film del que no recuerda el nombre. Sólo sabe que la chica se convierte en un sándwich. Uno por delante y otro por detrás. Se relame, pensándolo… El rubiales se acerca. Magdalena está convencida, que, en breve, se convertirá en un bocadillo. De repente, alucina. El nibelungo arremete al mandinga. Forman un trenecito. La pared, ella, el mestizo y el caucásico.


El affaire de Magdalena es un regalo del cielo. Pese a tener familia y muchos amigos, tal vez, demasiados. Es la imagen perfecta de la soledad.


 

©Anna Genovés

Revisado el dieciséis de agosto de 2022

Imagen tomada de la red

 

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La señorita Merche

 

 

Merche olía a jabón

a flores recién cortadas

a deseo entre las piernas

a ternura deseada

 

 

Hacía tanto calor que no cantaban ni las chicharras. La sucursal estaba vacía y yo aburrido como una ostra. De repente, abrió la puerta y entró; una aparición celeste con pasos distinguidos de dama. Sus tacones repicaron en mis oídos.

 

―Buenos días joven. Quiero ingresar doscientos euros en mi libreta de ahorros ―dijo (con su voz modulada) haciendo hincapié en la dicción de las palabras agudas y esdrújulas.

 

Leí: «Mercedes Luján Ródenas». No me había equivocado. ¿Cómo iba a hacerlo? Su cabello taheño y su rostro de porcelana. Me puse como un flan. Era incapaz de contestar. La boca me temblaba y un ligero rubor enardeció mis mejillas.

 

***

 

Luces de colores se fundieron en mi cabeza y ahí estaba yo brincando frente a la Academia Levantinos donde íbamos los niños de casa bien descarriados...

 

― ¡Juanito! ¡Juanito! ―gritaron desde una de las ventanas―. Date prisa que ya viene.

 

―Ya voy. ¡No me pierdo su entrada! ―contesté mientras salía como un rayo entre los vehículos aparcados.

 

Y, ¡zas! Empapelé la luna frontal del Seiscientos que pasaba. El mundo cambió de color. Pasé de las tonalidades fuertes a la negrura más absoluta. Después, a los pasteles de las acuarelas de Sorolla.

 

―Ya vuelve en sí ―escuché que decían.

 

― ¿Y cómo ha vuelto? ―era la voz de mi madre.

 

Risas y lloros entre sábanas blancas de algodón almidonado y monjas con caras circunspectas que desconocían la sonrisa. Desde entonces, todas las mañanas desperté en esa nebulosa azucarada de ensoñaciones hermosas. Al final, descubrí que ese fluido que manchaba la cama podía surgir en cualquier momento.

 

Mis amigos miraban los calendarios con la foto de Nadiuska. Yo imaginaba siempre a Mercedes. Sus tacones de aguja, su cabello recogido con moño italiano, su insinuante Cruzado Mágico bajo las camisas de popelín recién planchadas y sus faldas de tubo ―con abertura trasera― resaltado el sensual balanceo de su pelvis.

 

Cuando llegaba al colegio, los maestros carraspeaban y el cura escondía las manos en los bolsillos de la sotana para calmar su rosario. Cada cual hacía sus cábalas: «¿Será una pervertida con cara de ángel o una ingenua con maneras de Femme Fatale?» Obviamente, era la única que te dejaba entrar en clase, aunque llevaras los pantalones unos centímetros por encima del suelo. Sonreía y te guiñaba un ojo mientras decía: «Mis queridos salvajes, ¡crecéis demasiado rápido!».

 

***

 

― ¿Le pasa algo? ―escuché de pronto.

 

―Nada, Señorita Merche ―contesté atribulado.

 

―Anda, ¡si eres mi Juanito! ¿Por qué no me lo has dicho antes?

 

Me había reconocido pese a que habían pasado más de tres décadas. Me sentí el hombre más afortunado de la Tierra. Entonces, recordé ese lapsus de vida que se repetía en mis sueños una y otra vez cuando me trasladaban al hospital resguardado entre sus brazos. Era ella. La señorita Merche: la profesora de Ciencias Naturales.

 


©Anna Genovés

Revisado el 3 de agosto de 2022

 


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*Relato incluido en el libro de relatos La caja pública, Asiento propiedad intelectual 09/2015/427. disponible en formato papel en Amazon. ISBN-10‏: ‎ 1502468433 ISBN-13‏: ‎ 978-1502468437

 

 


La señorita Merche

by on 20:20:00
  La señorita Merche     Merche olía a jabón a flores recién cortadas a deseo entre las piernas a ternura deseada     Hacía tanto calor que ...